29

Fantasma recorría las calles de Nueva Orleans en busca de Ann.

Cuando inició su búsqueda saliendo de la tienda de Arkady pensó que nunca conseguiría dar con ella, y que quizá habría sido mejor que contrataran a un detective privado, como aquel tipo de la película El corazón del ángel. Al menos Harry Ángel hubiese tenido una posibilidad de encontrar a Ann basándose en la lógica y la suerte, pero ¿qué posibilidades tenía Fantasma, quien no conocía en lo más mínimo aquellas calles y sólo disponía de su intuición y su fe ciega para que le guiaran?

Al principio parecía como si hubiese demasiada magia allí, y que el resultado inevitable de eso sería nublar la intuición y distraer la fe. Cada esquina ofrecía otra historia, y la sombra elegante de cada patio contenía un nuevo espíritu que flotaba en el aire. Algunos eran codiciosos e impacientes, y establecían contacto con su mente de sensitivo murmurando: «Entra, entra en mí, escucha mi historia»; y los edificios y hasta las mismas aceras parecían poseer una susurrante voz subliminal.

Pero Fantasma no tardó en comprender que se estaba esforzando demasiado. Si se relajaba podría escuchar aquellos sonidos con sólo una parte de su mente, como si fueran una radio que alguien se había dejado encendida a mucha distancia de él. Si no se concentraba tan tenazmente en ello, sus pies acabarían llevándole por el camino correcto.

Pasó por delante de un grupo de chicos vestidos de negro que se habían maquillado con carmín y rímel negro. Cruces, dagas y cuchillas de afeitar de plata colgaban de sus muñecas y de los lóbulos de sus orejas. Se estaban pasando un porro que iba de una mano delgada a otra mano delgada. Eran «siniestros», chicos que amaban la noche y a los grupos cuya música hablaba de belleza oscura y frágil mortalidad. Los vampiros eran su sueño convertido en realidad, el ideal al que aspiraban. Bela Lugosi quizá estuviera muerto, pero los siniestros conseguirían que siguiera vivo para siempre dentro de sus corazones. Una noche Fantasma había visto a un chico enseñando su nuevo tatuaje en El Tejo Sagrado: dos diminutas marcas escarlata de colmillos sobre la carne blanca de su garganta.

Los chicos podían soñar con vampiros todo lo que quisieran, pero sus rostros mostraban el sello innegable de la humanidad. Estaba presente en sus imperfecciones: granitos, cicatrices, el comienzo de lo que se convertiría en arruguitas creadas por la risa… Los auténticos vampiros poseían una belleza uniforme, eran fríos y carecían de edad. Fantasma pensó en el rostro de Zillah, sólo imperceptiblemente más viejo que el de Nada, y eso sólo debido a la sonrisita burlona de la boca y a esos ojos melodramáticamente salvajes y lúbricos.

¿Acabaría alcanzando Nada a Zillah y a los otros? ¿Llegaría a esa misma edad indefinible y dejaría de envejecer luego? Fantasma se preguntó qué se sentiría sabiendo que no envejecerías más, que ya no ibas a cambiar más, que tu piel nunca se volvería delicada y llena de surcos y arrugas, que tu cabello nunca llegaría a ser blanco y frágil, que tus manos seguirían siendo lisas y fuertes. Se estremeció. No, mirarse al espejo cada día y ver el mismo rostro sin una sola huella de la pena y la risa de la vida reflejadas en él no le gustaría en lo más mínimo.

Pensar que Nada podía llegar a convertirse en uno de esos espacios en blanco hizo que Fantasma sintiera que le daba un vuelco el corazón. Los rostros de los otros tres eran como máscaras estilizadas hechas de una sustancia lisa y blanca, y lo único que había en sus ojos era la llama de la embriaguez y la locura. Incluso el rostro de Christian se hallaba vacío a pesar de que sus ojos estuvieran iluminados por el débil resplandor gélido de la pena. Pero Nada… El rostro de Nada era tan joven, las comisuras de su boca poseían tanta ternura y sus ojos estaban tan llenos de un dolor maravilloso… Todo eso no debía ser borrado por la inmortalidad.

Pero Fantasma estaba aquí para salvar a Ann, no a Nada; y sin embargo no podía dejar de sentir pena y dolor por él, de la misma forma que no podía impedir que su corazón siguiera latiendo. Pero… «Ayuda a los que amas —le había dicho su abuela—, ayúdales cuanto puedas y después de eso ocúpate de tus propios asuntos. Tu don no te proporciona el derecho a ir por ahí cambiando las vidas de los demás aunque sea para mejorarlas. Quizá puedas ver sus almas, pero no siempre querrán que seas su espejo».

Sí, podía ver el alma de Nada. Su alma estaba en aquellos ojos acosados, y en las sombras que había debajo de ellos: fatiga, alcohol y sustancias químicas, el maquillaje del día anterior… Nada era un alma perdida porque quería serlo. Era lo que siempre había querido ser, era un derecho que había adquirido al nacer.

Pero Ann había sido embrujada, manipulada y atrapada por la luz de los ojos color chartreuse, por la soledad, por el opio de la saliva de Zillah y los jugos venenosos de lo que estaba creciendo dentro de ella, fuera lo que fuese aquella cosa.

¿Y qué era exactamente? Hasta aquel momento Fantasma había estado pensando en el bebé como un oscuro amasijo de sangre, la semilla de la muerte de Ann…, y lo era, cierto, pero también era el hermano o la hermana de Nada, y Nada no era maligno. Nada estaba meramente perdido, tan irremisiblemente perdido como no tardaría en estarlo el bebé de Ann.

Fantasma se imaginó atrapado dentro del útero mientras sus blandos huesos se desmoronaban y el veneno iba consumiendo esa piel nueva que aún no había tenido tiempo de desarrollarse del todo. El veneno, sí, el veneno que él y Steve habían pedido a Arkady que preparase, el veneno por cuya fabricación habían acabado entregando veinte dólares a Arkady…

Fantasma se apoyó en una pared y cerró los ojos. Todo tenía un millón de facetas y puntos de vista desde donde contemplarlo. La gran mayoría de personas eran capaces de tapar algunos de ellos para no verlos, pero a veces Fantasma pensaba que los veía todos…, y eso no te ayudaba en lo más mínimo.

—Entra y bésame… —murmuró una voz que parecía emanar del interior de la pared.

Fantasma dio un salto y abrió los ojos. Últimamente las voces surgidas de la nada le ponían más nervioso que de costumbre, pero ésta no se parecía a la voz del armario. Era muy débil y seca, tan diminuta como la voz de un insecto y casi imposible de oír.

La voz no volvió a hablar. Fantasma miró a su alrededor y descubrió que se había perdido. Ni siquiera parecía estar en el Barrio Francés, y a su espalda se alzaban torres de apartamentos gigantescas y vagamente amenazadoras que parecían haber sido chamuscadas por algún incendio. Una avenida muy ancha y llena de tráfico se estiraba delante de él, y en la pared que había a su izquierda se abría una puertecita. Cruzó el umbral y entró en la ciudad de los muertos.

Fantasma ya había oído hablar de los cementerios de Nueva Orleans. El nivel de las aguas freáticas era tan elevado que los ataúdes debían ser sepultados por encima del suelo. No había tierra auténtica en la que sepultarlos, y si intentabas cavar un agujero no tardabas en ver cómo se convertía en un pozo que rezumaba fango. Un buen aguacero podía acabar poniendo a flote los ataúdes y los cadáveres y llevarlos hasta la superficie; pero nada de cuanto había oído hasta el momento había preparado a Fantasma para el paisaje encalado de un blanco cegador del San Luis Número Uno, posiblemente el cementerio más antiguo de la ciudad y no cabía duda de que el más pintoresco y de disposición más laberíntica e irregular.

Había ataúdes emparedados en los muros que se acumulaban capa sobre capa, y eso fue lo primero en lo que se fijó Fantasma. Algunas zonas del trabajo de ladrillería se habían desmoronado, y pudo ver sombras cenicientas dentro de la pared y destellos ocasionales de sol que revelaban hueso, ladrillo o cristales rotos. No era de extrañar que hubiese voces dentro de aquellas paredes. A sus pies se extendía un laberinto de angostos senderos que se iba alejando por la necrópolis.

Cuando se hubo internado un poco más en el cementerio, le asombró ver lo juntas que estaban las tumbas. Había sitios en los que tenía que ponerse de lado para pasar con gran dificultad entre ellas.

Las cimas puntiagudas de las criptas se alzaban sobre el sendero. Enormes cruces de hierro intentaban pinchar el cielo, y se erizaban a lo largo de los extremos de las barrocas verjas de hierro forjado que delimitaban algunas parcelas funerarias. Casi todas las tumbas eran blancas —estaban hechas de mármol pálido como la luna, granito plateado o ladrillos encalados—, y los reflejos del sol que chocaba con ellas deslumbraban a Fantasma.

Mil puntitos de color giraban en un enjambre enloquecido sobre el telón de fondo de toda esa blancura. Había flores por todas partes, vírgenes y santos de yeso con las túnicas pintadas de tonos chillones, jarrones de todos los colores llenos de agua de lluvia, monedas de cobre y plata incrustadas en el cemento. Algunas de las verjas de hierro que se alzaban alrededor de las tumbas estaban adornadas con cintas; en otras había colgados rosarios o ristras de abalorios del carnaval.

Fantasma pasó ante una tumba sobre la que había centenares de X rojas escritas con tiza agrupadas en conjuntos de tres. Se detuvo y la contempló durante unos momentos, y de repente supo qué debía hacer. Alrededor de la base de la tumba había trocitos de ladrillo y fragmentos de tiza roja. Fantasma cogió uno, dio tres vueltas a la tumba y dibujó meticulosamente sus tres X sobre la puerta de ésta.

—Deseo saber dónde está Ann —dijo.

Sus labios apenas se movieron, pero en aquel cementerio incluso el murmullo más débil parecía rebotar en las tumbas y alejarse por los senderos vacíos creando un sinfín de ecos.

Después cerró los ojos y escuchó con todo su corazón. Cuando la presencia entró en su cabeza, Fantasma ya estaba preparado para recibirla.

Era un espíritu codicioso y arrogante, y de hecho de entre todas las semejanzas posibles le hizo pensar en Arkady Raventon, pero sin la carne débil de Arkady y sin su débil lujuria marchita. Aquel espíritu era como una flecha de ébano llameante. «Mira detrás de ti», dijo, y eso fue todo. Un instante después ya se había esfumado. Fantasma dio un paso hacia atrás y estuvo a punto de golpearse la nuca con el saliente que asomaba sobre la puerta de otra tumba.

Después volvió la cabeza muy despacio y miró hacia atrás.

No había nada que ver, sólo paredes de un blanco resplandeciente y flores que temblaban en la brisa.

Fantasma volvió por donde había venido con la sensación de que había hecho el idiota, como si hubiera sido víctima de un oscuro engaño; pero pasados un par de minutos se dio cuenta de que ya no estaba en el mismo sendero. Eso hizo que se sintiera todavía más estúpido, porque la tumba de las X rojas se encontraba a menos de seis metros más allá de la puerta. Fantasma estaba totalmente seguro de ello. ¿Cómo se las podía haber arreglado para dar la vuelta de aquella manera? Aquel camino se internaba en el cementerio.

Las tumbas no tardaron en rodearle por todas partes, y Fantasma no tenía ni idea de qué camino llevaba hacia la puerta. Las tumbas del centro del cementerio debían de ser más altas, y por eso parecían alzarse por encima de él elevándose hacia el cielo reluciente y vacío de nubes. La masa oscura de los bloques de apartamentos asomaba sobre el extremo del muro más alejado. Fantasma se dijo que debían de ser los nuevos proyectos inmobiliarios, y pensó que probablemente era peligroso ir por allí solo. La noche anterior Steve le había hablado con distraída melancolía de la criminalidad en Nueva Orleans mientras bajaban por la oscura calle que llevaba hasta la tienda de Arkady. Estaban en una ciudad donde un grupo de niños podía surgir de repente del vacío, pegarte un tiro en la cabeza y examinar tus bolsillos después, o por lo menos eso era lo que había dicho Steve.

El sendero serpenteaba y seguía internándose en el cementerio.

El cielo se había convertido en un inmenso matorral espinoso hecho de cruces de hierro. Picachos de granito ondulaban en las alturas y parecían inclinarse sobre el sendero. Las tumbas cada vez estaban más cerca las unas de las otras. Fantasma empezó a deslizarse con bastantes dificultades por entre dos de ellas, y durante un instante horrible quedó atascado. Unos ladrillos reblandecidos se desmoronaron, y algo se removió junto a su espalda. Fantasma sintió cómo se le desgarraba la camisa.

Y tiró frenéticamente, y logró liberarse. Entró medio corriendo y medio tambaleándose en un espacio abierto donde las tumbas eran más bajas y de forma más cuadrada, y vio que las más altas sólo le llegaban al hombro.

En el centro de aquel espacio abierto había una chica acostada sobre una losa de mármol. Varios ramos resecos de rosas de tallo largo habían sido colocados hacía mucho tiempo alrededor de la losa, y el carmesí se había convertido en negro, el blanco en marfil, el amarillo y el rosa en ecos polvorientos de sí mismos. La larga melena rubio rojiza de la chica se deslizaba sobre el borde de la losa, y algunas rosas se habían quedado enredadas en ella. No se veía que respirase, pero Fantasma sintió un débil temblor de vida cuando fue hacia ella.

Entonces la chica alzó la cabeza, y Fantasma vio lo que había sabido desde el primer momento. Era Ann, y estaba enferma.

—Fantasma… —Sus ojos ribeteados de rojo intentaron verle con claridad—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Has dormido toda la noche sobre esa losa?

Ann pensó en silencio durante unos momentos y acabó asintiendo lentamente con la cabeza.

—No tenía ningún otro sitio al que ir. No tengo dinero y…, y no encontré…

Tosió y escupió un glóbulo de flemas que brilló con un débil resplandor iridiscente resaltando sobre toda la blancura. Fantasma oyó el jadeo raspante del aliento dentro del pecho de Ann.

—¿Qué estás haciendo aquí? —volvió a preguntar Ann—. ¿Sabes dónde están? ¿Sabes dónde se aloja Zillah?

Fantasma tragó saliva. No estaba muy seguro de si podría hacer aquello. No había contado con la posibilidad de que Ann estuviera enferma, y el que no pudiera ofrecer resistencia hacía que todo resultara demasiado fácil; pero el hecho de que hubiera preguntado por Zillah en vez de por Steve… Sí, eso era una ayuda; como también lo era el vacío que contemplaba cada vez que la miraba a los ojos.

—Sí —dijo—. Sé dónde están. Puedo llevarte hasta él.

Fantasma encontró el camino que conducía hasta la puerta al primer intento.

—¿Qué es eso? —preguntó Ann.

Estaba contemplando sin demasiado interés el altar que se alzaba en el cuarto de atrás de la tienda de Arkady. El local estaba vacío y a oscuras, pero Arkady no había cerrado la puerta con llave.

Fantasma manoteó apartando el cortinaje de terciopelo e hizo que Ann avanzara por delante de él.

—Cuidado con los peldaños —dijo—. Ahí arriba está muy oscuro.

Ann alzó la mirada hacia la negrura y empezó a subir lentamente. Un tramo de peldaños, doblar la curva, otro tramo de peldaños hasta el tembloroso rectángulo de luz que era la puerta. Ann cruzó el umbral y dio dos pasos vacilantes por el pasillo.

—¿Zillah? —preguntó.

Y Steve salió de detrás de la puerta y envolvió la cabeza de Ann en un paño húmedo. No tenían ni idea de qué razones podía tener Arkady para guardar una botella de éter en el cuarto de atrás, pero les había asegurado que el truco funcionaría.

Fantasma vio cómo Steve cerraba los ojos mientras Ann se debatía intentando librarse del paño pestilente, y después de que acabara quedando flácida entre sus brazos el rostro de Steve también se fue relajando poco a poco. Durante un momento pareció como si fuera a derrumbarse con ella, pero mantuvo a Ann en posición vertical y sostuvo su cabeza con su hombro, y luego pasó el otro brazo por debajo de sus rodillas para levantarla sosteniéndola contra su pecho.

Fantasma no pudo recordar la última ocasión en que le había visto abrazar a Ann con tanta ternura.

Arkady sacó los dedos de la boca de Ann y se los limpió en su chandal gris. Después le dio una palmadita en la mejilla y empujó su flácida mandíbula inferior hacia arriba hasta cerrarle la boca.

—Excelente —murmuró.

Fantasma apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos. Steve se removió junto a él y cruzó y descruzó nerviosamente sus largas piernas.

—Bueno, ¿qué hacemos ahora?

—Esperar —replicó Arkady—. Es lo único que podéis hacer.

—¡Esperar! —Steve escupió la palabra. Se puso en pie y empezó a ir y venir de un lado a otro. Los tacones de sus maltrechas botas repiqueteaban sobre el suelo, y sus manos arañaban su pelo—. No puedo esperar. Me voy a volver loco.

Fantasma se irguió sin dejar de apoyarse en la pared, y cayó en la cuenta de que ninguno de los dos había comido nada en todo el día.

—Oye, ¿por qué no salimos un rato? Vayamos a la calle Bourbon o…

Arkady dio una palmada. El sonido estridente y repentino hizo que todos los movimientos cesaran bruscamente en la habitación: Steve dejó de ir de un lado a otro: Fantasma cerró la boca sin terminar la frase, e incluso el polvo pareció interrumpir su continua caída hacia el suelo. Arkady volvió la mirada hacia la ventana. El crepúsculo había empezado a filtrarse por el cristal enviando largos dedos de sombras grisáceas al interior de la habitación. Debajo de ellos Fantasma podía ver cómo las farolas se iban encendiendo una a una en las esquinas de las calles igual que luciérnagas de un amarillo lechoso.

—Tengo la solución —dijo Arkady—. Yo cuidaré de la chica. Me encargaré de vigilarla y atenderla. Tú sólo servirías para estorbarme… —No había duda de a cuál de los dos se refería, pero por una vez Steve no protestó—. Ya os he hablado de los amigos de Ashley, los de la otra habitación de invitados… Son músicos, y esta noche actuarán en un club de la Rué Decatur. El club sirve los combinados más potentes de todo el Vieux Carré, y cuando volváis todo habrá terminado. El niño estará muerto y podréis llevar a vuestra Ann de regreso al hogar.

«Ajá», pensó Fantasma. Era como si su cerebro estuviera envuelto en lazos de histeria y su nariz captara el olor del incienso perfumado con fresas, el vino barato y los cigarrillos de hierbas aromáticas. Cerró los ojos. Detrás de sus párpados vio una puerta de armario que se abría lentamente girando sobre las bisagras, vio una manga de seda que se alargaba hacia él y oyó una voz que surgía de la nada. «Tranquilo, Fantasma…, tranquilo…, es muy fácil…», dijo la voz. «Ni soñarlo —pensó Fantasma—. No quiero ver actuar a ningún grupo que haya salido de ese armario. Encontraremos algún espectáculo de strip-tease a dos dólares la entrada en la calle Bourbon, iremos al Museo Ripley Lo Crea O No y haremos cualquier cosa salvo ir a un club de la calle Decatur para ver tocar a los amantes de un pobre desgraciado llamado Ashley Raventon que lleva mucho tiempo muerto».

Pero cuando volvió a abrir los ojos, Fantasma vio que Steve parecía morbosamente interesado por la idea. La mención de los combinados más potentes de todo el Vieux Carré le había espabilado de repente.

—Eh, eso tiene buen aspecto —dijo—. Me gustaría echar un vistazo a los clubs de por aquí… Parece una idea mejor que quedarse sentado y esperar. —Se volvió hacia Fantasma—. ¿Te apetece?

Salir a dar una vuelta pondría de buen humor a Steve, o por lo menos haría que dejara de pensar en Ann o le proporcionaría una excusa para beber y seguir bebiendo hasta que hubiera caído al suelo. ¿Qué podía ocurrir en un club? Después de todo, los amantes de Ashley no podían salir volando del escenario para caer sobre Fantasma haciendo aletear sus sedas mientras murmuraban «Fácil…, fácil…», y tanto él como Steve estarían a salvo entre la multitud.

—Por mí de acuerdo —dijo, esperando que su voz transmitiera una seguridad en sí mismo mayor de la que realmente sentía.

—Bien, estupendo —dijo Arkady. Giró sobre sí mismo para salir de la habitación, y movió una mano señalando el pie de la cama. Unos cuantos vendajes de algodón enredados los unos con los otros colgaban hasta el suelo—. Es mejor que la envolváis apretando al máximo los vendajes —dijo mirando a Steve—. Hay que tensarlos lo suficiente para mantener parte de la sangre dentro, pero deben estar lo bastante flojos para permitir que salga la…, la materia.

Steve se encogió sobre sí mismo. Arkady hizo su salida espectacular seguido por un torbellino de pliegues blancos.

Fantasma permaneció inmóvil durante un momento sujetando a Steve por el hombro. Después siguió a Arkady y cerró la puerta, y Steve se quedó a solas con Ann.

Al principio sólo flotaba a la deriva.

Tenía la sensación de que le habían rellenado los pulmones con algodón, y notaba una especie de acre quemadura química en la garganta. Estaba demasiado cansada para abrir los ojos, y sus párpados parecían pesar tanto como dunas. Se dejó resbalar lentamente hacia las profundidades del sueño, y flotó a la deriva. Su nuca y la parte de atrás de sus rodillas se convirtieron en agua caliente. Sus músculos se derritieron desprendiéndose de sus huesos. Antes de que hubiera pasado mucho tiempo empezó a ver imágenes.

Eran demasiado vividas para ser sueños. Sus sueños siempre habían sido en blanco y negro, tan precisos e inconexos como películas de Fellini. Las imágenes que veía ahora tenían colores virulentos. Luchó contra ellas durante un rato intentando despertar, pero acabó rindiéndose porque las imágenes se fueron hinchando dentro de su cerebro hasta que llegó el momento en que cada intento de resistirse le provocaba un terrible dolor de cabeza.

Vio el rostro de huesos frágiles de su padre, extrañamente fosforescente en la penumbra de la sala de estar de su casa. Los periódicos estaban esparcidos en una confusión de hojas sueltas alrededor de sus pies, y había un tazón de café vacío sobre el brazo de su sillón cerca de su mano extendida. Intentó pronunciar el nombre de su padre, pero si la oyó no reaccionó de ninguna manera.

Vio una linterna de calabaza encendida recortando su resplandor anaranjado contra la negra noche, y la linterna subía y bajaba y bailaba de un lado a otro como si un espectro hecho de sombras la llevara colgando de su mano. La sonrisa luminosa se hendió, y una enorme rosa que parecía hecha de espuma surgió del hueco y se marchitó y se pudrió en unos pocos segundos.

Vio el rostro de una chica de ojos oscuros medio tapados por una cortina de cabello; y un instante después los ojos de la chica giraron hacia arriba hasta que sólo se veía un poco de blanco plateado, la boca de la chica se abrió hasta alcanzar unas dimensiones imposibles y un chorro de sangre y whisky bajó rápidamente por su mentón.

Vio un laberinto de calles desplegándose ante ella como un mapa resplandeciente. Los neones bailaban y ondulaban: verde, púrpura, oro. Multitudes de niños muy delgados vestidos de negro se agitaban y hacían cabriolas en las calles. Llevaban muñequeras y cinturones adornados con remaches y pendientes en forma de calavera-y-tibias-cruzadas, sus cabelleras estaban teñidas de todos los colores y retorcidas en todos los estilos de peinado concebibles. Vio rostros muy pálidos hendidos por el tajo escarlata del carmín y sombreados por enormes manchas de rímel, y acechando entre los niños —presentes por todas partes— estaban los vampiros cursis y anticuados de las películas mudas. Tiraban de las capas de seda negra tensándolas sobre su nariz, y retrocedían con fingido horror ante los crucifijos que colgaban de los lóbulos multiperforados. Al lado de los niños vestidos con sus abigarradas prendas de luto, los vampiros hubiesen resultado ridículos y pasados de moda…, si no fuera porque todos ellos tenían enormes ojos verdes que relucían y chisporroteaban como un extraño fuego ácido.

La última imagen se fue empequeñeciendo en la oscuridad, y Ann se dio cuenta de que alguien la estaba tocando. Dos manos torpes luchaban con el botón de su falda y le bajaban las medias haciéndolas resbalar a lo largo de los muslos. Ann hubiese podido reconocer el contacto de aquellas manos en cualquier parte, y lo hubiese reconocido aunque llevara diez años sin sentirlo: medio toscas pero intentando ser delicadas, medio desesperadas pero intentando ser tiernas.

Steve… Al principio quiso apartar sus manos, pero no podía reunir la fuerza de voluntad necesaria para moverse, así que se quedó quieta y dejó que le bajara las bragas. «Esas bragas están francamente asquerosas —pensó—. Qué importa, no es más que Steve —pensó un momento después—. Ya me ha olido antes…», y una parte muy remota de su mente comprendió lo que estaba ocurriendo y empezó a gritar. «¡Steve, Steve!», aulló una y otra vez.

No se permitió separarle las piernas para mirar. Conocía demasiado bien la cálida silla de montar que había entre sus piernas, conocía su olor perfumado y su sabor picante, y sabía cómo deslizarse entrando en su calor; y por alguna razón perversa que no entendía, la polla se le había puesto tan tiesa que le dolía. «Quizá sea porque no has tocado a una chica desde hace más de dos meses —balbuceó el demonio que vivía dentro de su mente—, ni siquiera a una que estuviese inconsciente».

Sabía que si contemplaba a Ann durante demasiado tiempo la desearía aunque no estuviera consciente. Sí, podía meterse dentro de su sexo con tanta facilidad que sería como volver a casa y que te dieran la bienvenida… Pero ¿y si la cosa que vivía dentro de su útero estiraba una manecita minúscula y le agarraba la polla? ¿Y si hacía presa en ella con los dientes…?

Su erección se esfumó de repente.

Steve deslizó una mano bajo las caderas de Ann —se dio cuenta de que estaba más delgada, y de que ahora apenas había un puñado de carne que rodear sobre cada una de las nalgas que antes eran tan maravillosamente redondas—, y empezó a envolverla en los vendajes. Por entre los muslos blancos como la leche, dejándolos bien apretados sobre aquel coño traidor, subiendo por la esbelta cintura de Ann, bajando por la espalda…

¿Evitarían que se desangrara hasta morir cuando el veneno empezara a surtir su efecto? No lo sabía, pero Arkady había dicho que debía envolverla en vendajes y Fantasma confiaba en Arkady porque no había nadie más en quien confiar, así que Steve también tenía que confiar en él…, aunque fuese un cabroncete con cara de rata cobarde.

Cuando Ann hubo quedado envuelta desde la cintura hasta la mitad de los muslos en algodón blanco, Steve tiró de la sábana subiéndola hasta su mentón. La áspera tela pareció quedar totalmente plana sobre el cuerpo de Ann; incluso la curva de su monte de Venus recubierto por los vendajes resultaba casi imperceptible.

Steve permaneció sentado a la cabecera de la cama durante mucho tiempo sin apartar la mirada de su rostro. Ann no parecía haber cambiado en nada. Se la veía cansada, y eso era todo. Mirándola se podía pensar que acababan de hacer el amor, como si estuviera echando una siestecita en esa adorable calma crepuscular que llega después de un buen polvo y esperara a que Steve le diera la vuelta para besarla una vez más profunda y apasionadamente.

Steve inclinó la cabeza, apoyó la mejilla sobre los pechos de Ann y sintió el temblor de su corazón debajo de la blandura de la carne. «Retrocede —pensó con repentina incoherencia—. Algo ha salido mal, horriblemente mal… Nada de todo esto habría tenido que ocurrir. ¡Tiempo, retrocede!».

Pero el tiempo nunca querría retroceder.

La besó a través de los vendajes, justo sobre la V donde se encontraban sus muslos. Después se puso en pie y fue hacia la puerta, y no comprendió que tenía los ojos llenos de lágrimas hasta que lo vio todo muy borroso.

«¡Steve!», aulló la mente de Ann.

Pero Steve no se volvió.