5

Quince años después, el bar de Christian no era muy distinto a como había sido aquella última noche de carnaval, aquella noche de sangre y altares, aquella noche deliciosa.

Un ventanal de cristales multicolores había sido hecho añicos durante una pelea una de las raras noches en que el bar estaba lleno hasta los topes, el licor fluía con excesiva abundancia y los temperamentos acababan poniéndose al rojo blanco. El hueco de la ventana estaba tapado con un cartón negro. El cartón mantenía fuera la luz del sol durante el día, e impedía que pudieran entrar las sombras durante la noche.

Arriba, en la habitación de Christian, las manchas de sangre que Jessy había dejado sobre la alfombra se iban volviendo de un marrón cada vez más claro y sus perímetros iban perdiendo nitidez a medida que Christian pasaba sobre ellas con sus botas de cuero negro, sus zapatillas o sus nudosos pies descalzos de largos dedos. Quince años de pisadas de Christian habían ido eliminando poco a poco la sangre de Jessy.

La madera de la barra había perdido el lustre, se había opacado y se había ido cubriendo de arañazos y señales. Christian se olvidaba de sustituir las bombillas de las lámparas que imitaban el estilo Tiffany, una de las pequeñas maldiciones que conllevaba el tener una excelente visión nocturna. El esplendor barato y un poco falso de la gloriosa vida alcohólica del Barrio Francés fluía calle Chartres arriba a mucha distancia de allí. Nadie entraba en el bar antes de las diez.

Más tarde Christian pensaría en más de una ocasión que el hombre que decía llamarse Wallace tendría que haber aparecido durante el carnaval. Eso habría tenido una vaga simetría, una especie de corrección; pero naturalmente la vida era un lío carente de orden, y Christian había vivido el tiempo suficiente para saberlo. El hombre entró en el bar a primera hora de una noche de septiembre durante una de las últimas olas de calor. Se había subido las mangas de la camisa blanca de algodón, y la tela bajo sus axilas estaba manchada por círculos de sudor. Al principio Christian pensó que era un viejo —al menos guiándose por los patrones habituales—, un viejo muy cansado que parecía estar muy triste. Luego le observó con más atención, y vio que aquel hombre no podía tener mucho más de cincuenta años.

Pero se movía como si esperase recibir golpes de un momento a otro. Era un hombre que se había vuelto hacia dentro, un hombre que contemplaba el mundo con ojos recelosos y llenos de cautela. Llevaba la cabellera rizada bastante corta, y el pelo apenas estaba empezando el cambio del castaño al gris. Tenía un rostro que en tiempos pasados quizá hubiera sido afable y bondadoso: surcos profundos resultado de las preocupaciones, ojos castaños que habían visto demasiado dolor… Aquellos ojos aún conservaban un poco de calor, pero el calor había sido debilitado por el cansancio y el mantenerse en guardia continuamente. Christian pensó que fuera cual fuese la bebida que escogiera, aquel hombre la engulliría de un solo trago y que tomaría una gran cantidad de ella.

—Escocés —dijo el hombre—. Chivas Regal.

Christian echó el escocés encima de los cubitos de hielo. El hombre alzó el vaso ante la luz y contempló sus profundidades ambarinas con el ceño fruncido. Después se lo llevó a los labios, y se bebió todo el whisky con un solo movimiento que indicaba mucha práctica. Christian oyó el tintineo de un cubito de hielo al chocar con sus dientes. El hombre volvió a escupirlo en el vaso y miró a Christian.

—Me llamo Wallace Creech —dijo, y extendió su mano hacia Christian.

—Christian —dijo éste.

Aceptó la mano de Wallace y le miró a los ojos. Wallace le devolvió la mirada sin pestañear. La gran mayoría de personas se sobresaltaban al sentir el roce de los dedos de Christian y se apresuraban a retirar la mano para frotársela contra la ropa queriendo librarse del contacto gélido de la piel de Christian, o apartaban la mirada para no ver la fría luz que brillaba en sus ojos: pero Wallace sostuvo su mirada sin inmutarse, y aumentó un poquito la presión que ejercía sobre la mano de Christian.

—Un nombre magnífico.

Christian se fijó por primera vez en el pequeño crucifijo de plata que colgaba de una cadenilla alrededor del cuello de Wallace. La tenue iluminación del bar arrancaba débiles destellos al crucifijo y la cadenilla.

—Me temo que no lo soy[2] —dijo Christian.

—¿Cómo ha dicho?

—No pertenezco a ninguna iglesia. No soy religioso.

«Si puedes vivir el tiempo suficiente, esos consuelos dejan de hacerte efecto», pensó.

—Ah —dijo Wallace, y puso cara de saber muy bien de qué hablaba.

Christian esperaba ver cómo se metía la mano en un bolsillo para sacar un panfleto. A lo largo de los años Christian había recibido centenares de panfletos, y había encontrado centenares más encima de las mesas del bar o debajo de ellas. Los había visto de todas clases, desde uno pésimamente impreso y lleno de faltas de ortografía de un culto de manipuladores de serpientes de los pantanos de Luisiana hasta otro que parecía un periódico sensacionalista con el encabezamiento: ¡La música rock es peor que el LSD! Christian siempre se había preguntado qué atraía a la gente a esas religiones. La obsesión por su propia mortalidad que sentían los seres humanos le intrigaba, y había leído todos los panfletos.

Pero Wallace no le ofreció un panfleto. En vez de eso, lo que hizo fue cambiar bruscamente de tema.

—¿Hace mucho que es propietario de este bar? —preguntó.

Christian sintió una leve punzada de vergüenza. Se había formado una opinión equivocada del viejo. A juzgar por su aspecto, Wallace necesitaba toda la fe a la que pudiera echar mano. El dolor parecía irradiar de su cuerpo, y tenía que sentirse tremendamente solo. Sólo estaba intentando charlar, y dar conversación formaba parte del trabajo de atender la barra.

—Veinte años —dijo.

—Cuando empezó debía de ser muy joven.

—Soy más viejo de lo que aparento —dijo Christian, y sus labios se curvaron en la sombra de una sonrisa.

Su rostro no había cambiado, no había envejecido en lo más mínimo y no había perdido ni un átomo de su belleza fría y esbelta desde aquella noche de carnaval de hacía quince años; la noche que había pasado durmiendo en brazos de Molochai con el estómago repleto y calentado por la sangre de Molochai. Christian llevaba mucho, mucho tiempo sin envejecer.

—Ya me lo imagino —replicó secamente Wallace.

Christian contempló el rostro de Wallace en silencio. La expresión de Wallace no era distinta a la de antes. Los ojos eran los mismos —esos ojos llenos de pena y dolor que sugerían un fruncimiento de ceño—, y las arrugas que servían de paréntesis a la boca seguían siendo tan cansadas y pacientes como antes. Christian pensó que la observación no tenía ningún significado y decidió olvidarla. Aquel hombre sólo quería hablar con alguien. Estaba solo. Las personas religiosas siempre parecían estar muy solas, y quizá eso explicase el que necesitaran estar rodeadas por multitudes que compartiesen sus creencias. Ah, sí, qué gran consuelo es el estar entre otros de su especie, y qué inmensa es la soledad cuando no hay nadie que sea como tú… ¿Cómo era posible que los humanos pudieran llegar a creer que estaban realmente solos cuando había tantísimos de su especie?

—¿Otro? —preguntó Christian.

Wallace engulló un segundo vaso de Chivas, y la pregunta que hizo a continuación consiguió sorprender a Christian.

—¿Siempre hay tan poca animación? —preguntó. Un instante después comprendió lo que había dicho, e intentó excusarse—. No pretendía ser grosero…, mera curiosidad, ya sabe. El bar es bonito, está en un sitio excelente. El Barrio Francés…

Empezó a balbucear de una manera casi incoherente, y Christian comprendió que, por alguna razón que desconocía, Wallace Creech estaba aterrorizado. El vaso vacío que sostenía en su mano tintineó al chocar con la superficie de la barra; los cubitos de hielo emitieron un frío repiqueteo. Creech parecía estar a punto de salir corriendo.

Christian echó los cubitos medio derretidos en la pileta, metió nuevos cubitos que sacó de la nevera y echó otra ración de escocés dentro del vaso. Había servido un doble, pero un instante después vio cómo Wallace lo engullía con el mismo movimiento de experto sin hacer ni la más mínima mueca. No cabía duda de que estaba ante un bebedor con muchísima experiencia.

—¿Por qué ha venido aquí, Wallace Creech? —preguntó Christian en voz baja y suave—. ¿Qué quiere?

La mano de Wallace fue hacia el crucifijo que colgaba de su cuello. Después pareció querer disimular el gesto, y deslizó un dedo por el reborde del cuello de su camisa, aflojándolo un poco a pesar de que el botón de arriba estaba fuera del ojal.

—Hace tiempo había una chica… —dijo—. Jessy. Bajita, delgada…, tenía el cabello negro y lo llevaba corto. Vestía de negro. Solía venir aquí.

Christian sintió que un puño helado se tensaba en algún lugar de sus entrañas. El puño fue cerrándose y aumentó poco a poco su presión. Se había curvado alrededor de una parte vital de su organismo, y le estaba desgarrando por dentro. Se lamió los labios, y descubrió que su boca sabía a sangre rancia. Fingió pensar.

—Jessy —dijo—. Jessy… Hace tanto tiempo que…, pero quizá me acuerde de ella. Dejó de venir hace quince años.

—¿Eso fue después del carnaval…, hace quince años?

—Creo que sí —dijo Christian, y su lengua volvió a captar el sabor a sangre rancia.

—Era mi hija —dijo Wallace.

Christian tragó saliva. De repente tenía una sed terrible.

—¿Y desapareció…, así de repente? —preguntó—. ¿No avisó a la policía?

—No, no lo hice. Jessy siempre había sido un poco…, un poco difícil de controlar. —Durante un momento el rostro de Wallace se convirtió en la máscara de la tragedia del carnaval. Después se tapó los ojos con una mano, contuvo las lágrimas frunciendo el ceño y siguió hablando—. Siempre me estaba amenazando con marcharse de casa. Decía que no le daba dinero suficiente, decía que se aburría conmigo… Le gustaba salir y beber en los bares. Se enfadó mucho porque la obligué a seguir estudiando cuando dijo que quería dejarlo. No parecía importarle nada…, y desde luego no su padre.

Wallace volvió a taparse los ojos.

—Siempre he creído que una chica necesita tener cerca a su madre, y Lydia… Mi esposa murió cuando Jessy sólo tenía cinco años. Suicidio…, un pecado. Crié a nuestra hija sin ayuda de nadie, y supongo que no supe hacerlo demasiado bien. Cuando Jessy desapareció pensé que se había escapado con un chico. Al principio me consolé con la esperanza de que volvería a casa en cuanto se le hubiese acabado el dinero. Tenía unas ideas tan extrañas…, sí, tenía unas ideas terriblemente extrañas…, y enviar a la policía para que la persiguiese sólo habría servido para que me odiara.

—¿Y por qué está usted aquí ahora?

Christian se sentía incapaz de mirar al viejo a los ojos. Clavó la mirada en el crucifijo de plata, en los pliegues de piel flácida que había detrás de él.

—Bueno… Después de que Jessy se fuera llevé todas sus cosas a la buhardilla. Cuando comprendí que no iba a volver, me…, me di cuenta de que no podía soportar verlas. Hace poco pensé en sus cosas, no sé por qué, y me pregunté si su ropa vieja seguiría estando lo bastante bien como para dársela a mi grupo de la parroquia. Celebran un bazar anual para los pobres, ¿sabe? —Christian asintió—. Empecé a hurgar en las cajas, y encontré un diario. Había varias entradas que hablaban de usted y…, y de su bar. Jessy parecía tener ciertos…, ciertos sentimientos hacia usted. Pensé que quizá le hubiese dicho dónde había ido. Me gustaría tanto volver a verla…

—No sé adonde fue —dijo Christian—. Sólo venía aquí a beber. Nunca hablaba conmigo. No tengo ni idea de adonde puede haber ido.

Se dio cuenta de que seguía con los ojos clavados en el crucifijo, y bajó la mirada hasta posarla en el vaso vacío de Wallace.

Wallace dejó escapar un prolongado suspiro.

—Me tomaré otro —dijo.

Bebió dos whiskys más, se fue emborrachando poco a poco y empezó a pasearse por el bar. Examinó el ventanal de cristales multicolores y su gemelo ciego, las mesas marcadas por las pautas crípticas de las iniciales y los anillos que habían dejado las jarras de cerveza, y el gastado cuero rojo de los taburetes de la barra. De vez en cuando volvía la cabeza hacia Christian, y Christian rehuía su mirada y no decía nada.

Cuando Wallace empezó a contemplar la puerta que llevaba a la escalera de caracol y, después, a la habitación del piso de arriba, Christian cogió un trapo y empezó a limpiar la barra.

—Voy a cerrar. Siento no haber podido ayudarle a resolver su problema.

Después de hablar se dio cuenta de que había utilizado un tono de voz más seco de lo que pretendía en un principio.

Cuando Wallace se hubo marchado —salió del bar balanceándose discretamente de un lado a otro, envuelto en su silenciosa dignidad— y la puerta se hubo cerrado a su espalda, Christian se volvió hacia sus hileras de botellas y cogió una botella cuadrada, no muy alta y adornada con un florón dorado, que estaba casi llena de un licor verde luminoso. Ya nadie quería beber chartreuse, pero Christian siempre tenía unas cuantas botellas en reserva por si Molochai, Twig y Zillah entraban contoneándose en la ciudad una noche de carnaval. Quería que la pesadez remolineante del alcohol calmara su mente con el peso invisible de la borrachera; quería caer en un sopor muy profundo donde no hubiese sueños, donde no hubiera espectros que salieran nadando de las simas de la memoria, donde no hubiera muchachitas delgadas con los ojos maquillados y los muslos ensangrentados por el nacimiento de una criatura inocente que había acabado con su vida.

¿Lo conseguiría?

Desenroscó el tapón de la botella y se dispuso a servirse. Su mano se quedó inmóvil sobre el vaso, una mano huesuda y blanca, carne fría sobre la frialdad de la botella. Podía oler el licor. Aquel aroma tan fresco y puro como el del comienzo de la noche, como el del nacimiento…, sí, era el aroma de los altares. Ah, deseaba tan desesperadamente emborracharse y dormir… Los otros —Molochai, Twig y Zillah— bebían incesantemente e incluso comían. Podían ahogar sus verdaderas naturalezas con la glotonería, pero sólo porque eran jóvenes. Pertenecían a una generación más nueva. Su química corporal era sutilmente distinta; eran más resistentes, y sus órganos quizá tuvieran tejidos más gruesos y menos delicados. Christian se acordó de la vez en que había bebido vino y de la vez en que había bebido vodka, y el recuerdo del dolor subió por su columna vertebral haciéndole estremecerse. Pero esto quizá…

Christian acunó la botella contra su pecho y subió la escalera con ella. Fue apagando las luces del bar a medida que subía, un lento ascenso en la oscuridad, una bendición que iba unida a su excelente visión nocturna.

El chartreuse le quemó por dentro al bajar a lo largo de su garganta, y Christian se envaró en la oscuridad aguardando la aparición del dolor; pero cuando el licor llegó a su estómago sintió cómo el delicado calor de un fuego verde empezaba a extenderse por todo su cuerpo. Sí, esta vez iba a funcionar… Su extraño y traicionero organismo por fin iba a permitir que se emborrachara como nunca lo había hecho antes, y entonces Christian podría descansar, y durante un tiempo se vería libre de la obligación de pensar.

Se sirvió otro vaso e intentó tomar un sorbo. El chartreuse hizo que le lloraran los ojos e invadió su nariz, y Christian echó el vaso hacia atrás y se apresuró a tragar para no sucumbir a la tos. Dejó escapar una risita, burlándose de sí mismo. Era un buen camarero, oh, sí, era un camarero excelente…, pero no cabía duda de que no sabía beber. Después del vaso siguiente decidió prescindir de él, y se dedicó a beber directamente de la botella tal como había visto hacer a los otros aquella noche de carnaval.

Cuando el primer ruido subió del callejón y llegó flotando hasta él, Christian ya estaba lo suficientemente borracho como para ignorarlo, pero un instante después oyó otro ruido y un deslizarse chirriante que le desgarró los tímpanos, como si alguien estuviera arrastrando uno de los cubos metálicos de la basura por el suelo de cemento. ¿Un perro sin dueño, un vagabundo? Christian fue lentamente hasta su ventana, que le proporcionaba un buen panorama del callejón y de una rebanada de la calle Royal detrás de él. Pegó las manos al cristal formando una copa y miró.

Al parecer Wallace Creech también estaba borracho. No había ninguna otra razón que pudiera explicar la torpeza con la que estaba examinando la basura de Christian, que consistía básicamente en las botellas vacías y los cartones procedentes del bar. Mientras Christian le observaba, Wallace dejó que una botella de vodka Taaka se le escurriera de entre los dedos. La botella chocó contra el cemento y se hizo añicos, y Wallace se puso a cuatro patas en un fútil intento de recoger los trocitos de cristal y volver a meterlos por el desgarrón que había hecho en la bolsa de basura.

Aquello era demasiado. Bien, Christian tendría que ser un poco más duro con Wallace Creech… El suelo del callejón ya había quedado sembrado de cristales rotos, bolsas de papel arrugadas y demás basura, pero ¿qué demonios andaba buscando Wallace? ¿Los huesos de su hija, limpios y frotados hasta sacarles brillo y envueltos en las páginas de un ejemplar del Times-Picayune de hacía quince años?

Christian se irguió y se apartó de la ventana. Bajaría y entraría en el callejón sin hacer ningún ruido; tiraría de ese cuello viejo y reseco echándolo hacia atrás, dejaría fluir la sangre insípida del anciano…

El primer espasmo llegó cuando estaba abriendo la puerta que daba al descansillo, y fue tan intenso que Christian se dobló sobre sí mismo hasta que casi rozó el suelo con la cabeza. Se apoyó en el quicio de la puerta, y se abrazó frenéticamente intentando contener el avance de la llamarada de agonía verde que se estaba abriendo paso por su vientre. Era peor que las otras veces, mucho peor. Sí, el dolor tenía que estarle destrozando por dentro, y era tan terrible que sus entrañas ya debían estar recubiertas por una telaraña de diminutos agujeros ensangrentados… Christian cerró los ojos, y un estremecimiento interminable recorrió su cuerpo.

Gimió y meneó la cabeza mientras apretaba las mandíbulas intentando no gritar. Tenía que llegar al cuarto de baño como fuese. Estaba en el descansillo, y lo compartía con los otros apartamentos del último piso del edificio. Empujó la puerta. El panel de madera giró sobre las bisagras hasta que la puerta quedó totalmente abierta, y Christian se desplomó sobre el suelo del descansillo, y se debatió torpemente en las garras de la agonía, bilis amarga en la garganta y los ojos soltando chorros de lágrimas.

—Cristo bendito, tío… ¿Te encuentras bien?

David, su vecino, se disponía a salir. Christian rodó sobre sí mismo hasta quedar acostado sobre la espalda y quedó tan agotado que no pudo hacer nada más salvo alzar la mirada hacia David, el traje de seriedad cadavérica, el cabello patológicamente corto, las gafas de sol que llevaba siempre incluso cuando era de noche. Otro espasmo de dolor recorrió todo su cuerpo, una tortura increíblemente peor que la anterior, y Christian dejó escapar un gemido gutural que brotó de lo más profundo de su garganta. Ah, sí, los tejidos de su cuerpo tenían que estar consumiéndose, sus entrañas tenían que estar disolviéndose dentro de él…

Un instante después fue consciente del roce de las manos de David debajo de sus brazos, de la presencia de David ayudándole a incorporarse y llevándole medio a rastras hasta el cuarto de baño donde inclinó a Christian sobre la taza del retrete. Un nudo oculto en el interior de Christian se aflojó de repente y todo el chartreuse salió de su boca, una marea de líquido verde y caliente que había sido removida hasta convertirse en una masa espumosa. Christian sollozó al verlo y volvió la cabeza. Gruesas hebras de saliva colgaban de sus labios como una telaraña pastosa.

—Cristo, camarero, ¿vas a vivir o qué? ¿Has tenido que cerrar pronto esta noche?

Christian consiguió asentir. Se apoyó en David, y la cálida presión de la mano de David sobre su hombro impidió que se derrumbara. Volvió a vomitar, y esta vez tuvo que forzar el vómito con los dedos. Después casi se sintió bien.

—Voy a salir —le dijo a David.

—Santo Dios… ¿Estás seguro de que quieres salir? Oye, ¿y si te ayudo a volver a tu habitación? ¿No quieres lavarte los dientes al menos?

—No. Necesito un trago para matar el mal sabor. Debo haber comido algo que estaba en malas condiciones.

—He quedado con una chica. ¿Por qué no vienes y te tomas una copa con nosotros?

La mención del alcohol hizo que Christian tuviera que reprimir un gemido. La idea de tomar una copa con David y su chica hizo que se sintiera terriblemente solo. Nunca podría hacer algo así, y además ahora tenía un hambre espantoso.

Bajaron la escalera juntos, y David se alejó por Conti yendo hacia las luces de la calle Bourbon. Christian inspeccionó el callejón, pero naturalmente Wallace ya se había marchado. Lo único que quedaba de él era un hálito de whisky y miedo, pero Christian sabía que volvería a encontrarse con Wallace Creech. Sí, volvería a ver sus ojos de anciano cansado y su crucifijo de plata… Christian estaba seguro de ello, y sonrió mientras sentía cómo la noche se iba espesando a su alrededor. Echó a caminar en dirección al río.

Nada estaba sentado sobre su cama desnudo y con las piernas cruzadas, la colcha amontonada junto a su cintura y una vela delante de él. Curvó las manos alrededor de la llama y las mantuvo allí hasta que le empezaron a sudar las palmas. Después alzó las manos hasta su cara y la frotó para transmitirle el calor. Había puesto la música muy alta. Aquella noche Tom Waits estaba total y espléndidamente borracho, y deseaba estar en Nueva Orleans. Nada también deseaba estar allí.

Volvió la mirada hacia la ventana. Podía ver unas cuantas luces. Otras ventanas en otras casas, y más casas detrás de ellas; casas con pulcras extensiones de césped y árboles que daban sombra, como aquella en la que vivía; casas con columpios y caminitos de cemento y bañeras redondas y solarios de madera barnizada; calles recorridas por Volvos y Toyotas que recogían a los niños de la guardería, iban al supermercado, al complejo gimnástico y de salud, al centro comercial o, si las personas que los conducían estaban lo suficientemente aburridas, a la licorería; suburbios que se extendían y se extendían sin terminar nunca o que llegaban hasta la frontera de Maryland, lo que ocurriese primero. Nada se estremeció y tomó un trago de la botella de White Horse que había dejado junto a su cama. Había vuelto a llenarla con el suministro alcohólico del armarito de las bebidas de sus padres y luego había echado agua en su botella para que no se dieran cuenta, pero ya casi se le había terminado.

Siguió con la cabeza vuelta hacia la ventana. Casi todas las luces se habían apagado. Nada volvió a estremecerse.

Siempre que salía, Christian seguía llevando una larga capa negra forrada de seda. Las viejas costumbres tardan mucho en morir, si es que llegan a morir del todo alguna vez. La noche se había vuelto más fresca. La barandilla de hierro negro que se extendía bajo la mano de Christian estaba caliente, y aún seguía saturada por el calor del día, pero una brisa que olía a oscuridad serpenteaba subiendo del río. La brisa rozó su rostro reanimándole con su contacto. Ya casi había olvidado la sensación de quemadura en su estómago y los vómitos que le habían dejado la garganta ensangrentada y en carne viva.

Apretó el paso. Los tacones de sus botas repiqueteaban sobre el pavimento. Christian se preguntó cuántas veces habría caminado por aquellos lugares, y en qué grado infinitesimal sus pisadas habrían desgastado las aceras de aquellas viejas calles, esas calles encantadas bautizadas con nombres tan exóticos —Ursulinas, Bienville, Decatur—, y se preguntó qué parte de su sustancia habría dejado allí y qué parte de ella estaba compuesta por el polvo de aquellas calles.

Nueva Orleans siempre había existido. Christian había vivido en otros lugares muy distantes que se encontraban más allá de mares sin sol, lugares más antiguos y oscuros e igual de extraños en los que abundaban los espectros. Pero ¿en qué otro lugar había una casa donde siguieran lamentándose los espíritus de los esclavos que habían sido maltratados por el sadismo de su dueña, madame Lalaurie; en qué otro lugar era posible seguir oliendo el sudor dispuesto a perdurar para siempre de una esclava que había pasado todos los años de su existencia encadenada a una cocina? ¿En qué otro lugar se podía ver a los cuervos aleteando sobre las ruinas medio desmoronadas del cementerio de San Luis hasta posarse, manchas de tinta de ojos fatídicos, sobre una tumba señalada por centenares de X rojas…, X trazadas con tiza carmesí ya medio borrada, X aún frescas y relucientes, X para las maldiciones vudú, X para invocar la ira de Marie Laveau, la reina del vudú que nunca había envejecido?

Christian dejó atrás un umbral oscuro detrás del cual se veía una luz azulada y pálidas siluetas que se movían bajo ella. Se acordó de la época en la que aquel agujero en una pared había sido la entrada a un club de jazz, los tiempos en que la música de los instrumentos de metal salía flotando de él a altas horas de la noche y subía hacia el cielo dibujando espirales, cuando las mujeres de piel color humo, labios suculentos y vestidos rojos estaban inmóviles delante de la entrada, sonriendo con sus oscuras sonrisas a los transeúntes. En una ocasión, Christian había visto a Louis Armstrong de pie en aquella acera con las mangas de la camisa enrolladas mientras hablaba con una multitud de amigos.

Christian se acordaba de la risa lenta y tranquila, de los ojos blancos que brillaban en rostros negros azulados por el sudor, de las petacas de licor ilegal lo bastante potente como para hacer un agujero incluso en las resistentes tripas de Molochai, Twig o Zillah. Ahora las siluetas que aguardaban nerviosamente en la acera no podían ser más blancas. Sus ojos estaban rodeados de manchas negras y vestían ropas negras llenas de desgarrones, pequeños fantasmas que parecían negativos fotográficos de los bailarines oscuros que en tiempos lejanos se habían pasado toda la noche girando al compás de la música de jazz. Ahora la música que salía del umbral y subía flotando hacia la luna era oscura, extraña y parsimoniosa, el himno de todos los niños perdidos que iniciaban sus vidas de noche, cuando se abrían los bares y empezaba a sonar la música.

Y lo que se oía en aquellos momentos era la música del santificado Bauhaus, los dioses pálidos y de huesos largos y finos adorados por aquella multitud, y los dioses estaban cantando «Bela Lugosi ha muerto». Los ojos rodeados de rimmel se vidriaban y los labios recubiertos de carmín negro se movían en sincronía con las palabras de Bauhaus, y los niños bailaban muy despacio porque su sangre era tan clara como el agua y se encontraban bajo el hechizo del disc-jockey, la música y la noche.

Christian entró. Cuando pasó junto a la barra oyó que una chica decía «Dios, pero qué alto es ese tipo». Se volvió, pero no consiguió encontrar sus ojos. Christian se alzaba como un faro esbelto y pálido por encima de casi todos los niños que había en el club, y podía bajar la mirada hacia hombros cubiertos de cuero adornado con remaches, lóbulos de los que colgaban cadenas, crucifijos y diminutas calaveras de plata, cabezas de cabellos teñidos con todos los colores de aspecto antinatural posibles, desde el negro azulado hasta el blanco pasando por el naranja y el rojo. El club olía a sudor, espuma fijadora de pelo a medio derretir y cuero recalentado, y por debajo de aquella mezcla de olores se percibía el perfume dulzón a clavo y especias de los cigarrillos de hierbas aromáticas. Un velo de humo giró delicadamente alrededor de los hombros de Christian.

Se pegó a la pared de atrás y permaneció inmóvil sin fumar ni beber, limitándose a observar los movimientos de los niños, viendo el subir y bajar de sus rostros y el oscilar de sus manos en la luz azulada. Un chico se le acercó y le preguntó si quería hacerle el favor de vigilar su chaqueta. Cuando Christian asintió, el chico dejó caer la chaqueta sobre una silla al lado de Christian y se alejó bailando para fundirse con la multitud, un torso esbelto recubierto por una camiseta con los delgados brazos levantados por encima de la cabeza. Aquellos niños confiaban los unos en los otros. El mundo de los adultos era obtuso y amenazador, pero cada niño tenía la fe más absoluta imaginable en los demás niños. Aun así, una chaqueta de cuero no era algo que se pudiera dejar en cualquier sitio sin que nadie cuidara de ella. Cada chaqueta era una obra maestra a la que su propietario había distinguido con complejas pautas de remaches e imperdibles, pegatinas de grupos arcanos, parches y cadenillas. Bela Lugosi seguía estando muerto. La voz del cantante era delicada y suave, y tan insidiosa como un cáncer de garganta. Christian se lo imaginó retorciéndose sobre el escenario, una figura flaca de huesos muy blancos. Cuando la canción hubo terminado el chico volvió bailando hacia él y se colgó la chaqueta de los hombros. Ofreció un cigarrillo a Christian y se lo encendió. Christian dio una calada. Era un cigarrillo de clavo perfumado que sabía a ceniza y a Oriente, y el papel estaba impregnado de azúcar. Después lo sostuvo entre dos largos dedos, y permitió que se fuera quemando mientras se lo llevaba alguna que otra vez a los labios para fingir que fumaba. El sabor le daba náuseas. Todos los sabores le daban náuseas, salvo uno. Y ahora tenía tanta hambre, estaba tan sediento…

Cuando el chico curvó una mano alrededor de su boca y se acercó de puntillas a Christian para gritarle algo al oído —su nombre, quizá, aunque Christian nunca llegó a saber cómo se llamaba—, Christian puso la palma de la mano sobre el punto en el que la espalda del chico se unía a su nuca. La piel del chico ardía a través de la camiseta humedecida por el sudor. Estaba tan viva… Christian sintió los contornos de los pequeños riscos de la columna vertebral a través de la delgada tela. El chico contempló a Christian durante un momento. Sus ojos parecían más oscuros que antes. Después sonrió y se movió de tal forma que su cadera rozó la de Christian. Los huesos de ambas pelvis se encontraron y se hablaron los unos a los otros en el lenguaje secreto de los huesos. La sonrisa del chico era conmovedoramente dulce.

—¡Un borramentes! —gritó el chico cuando llegaron a la barra.

Christian pagó el brebaje. Era la bebida de un niño alcoholizado, un combinado dulzón y burbujeante con un mordisco letal oculto en sus profundidades.

—Compartámoslo —le ofreció el chico alzando el vaso ante él. Había dos pajas dentro.

—No —dijo Christian, recordando la náusea e imaginándose los aullidos de risa que hubiesen soltado Molochai, Twig y Zillah—. Todo para ti.

Durante un momento creyó oír sus roncas carcajadas detrás de él, y le pareció estar viéndolos por el rabillo del ojo: tres masas informes de pelos, tres rostros manchados de maquillaje. Cuando se volvió sólo había tres chicas con vestidos de cuero que le miraban y dejaban escapar risitas ahogadas. Christian se volvió nuevamente hacia la barra, pero el chico estaba compartiendo su borramentes con la chica de su izquierda. La cabellera pelirroja y engominada de la chica rozó el rostro del chico haciéndole cosquillas, y Christian vio cómo se reía y apartaba unos mechones.

Pero cuando la bebida se hubo terminado, la chica se marchó cogida del brazo de un cabeza rapada y el chico se volvió hacia Christian.

—¿Quieres ir a algún sitio?

El aire del exterior estaba sorprendentemente fresco y limpio después de la neblina de humo y licor del interior del club, y el chico se quedó inmóvil durante unos momentos. Alzó la mirada hacia las estrellas y respiró profundamente. Después se volvió hacia Christian y sonrió.

—Hace una noche preciosa. Bajemos hasta el río.

Christian aprovechó el paseo hasta la orilla del río para observar al chico. Se fijó en el brillo de fruta madura que desprendían sus ojos y su boca en la oscuridad, en la suavidad de su cabellera rubia muy corta a los lados y que caía por la espalda del chico formando una cascada casi blanca, en la gracia con que se movían sus manos borrachas y la oscilación despreocupada y dolorosamente flexible y ágil de sus caderas, y en el lugar blando y suave debajo de su mandíbula donde latía su pulso. Olió el perfume del cuero, el sudor limpio, el jabón y la piel del chico, y el olor del Barrio Francés que se alzaba alrededor de ellos, las especias y la basura, el granuloso olor dorado de la cerveza y el olor marrón oscuro a peces que brotaba del río.

Aquella noche el agua estaba muy quieta y brillaba con un oscuro resplandor mate. El chico desplegó la chaqueta cerca de la orilla, se sentó sobre ella y tiró de Christian atrayendo su cuerpo hacia él. Sus lenguas se fundieron. La saliva del chico era tan agria y dulce como el vino. Christian la chupó de la boca del chico, y dejó que la saliva bajara por su garganta y que calentara sus entrañas haciendo todavía más intensa el hambre que sentía.

El chico se retorció y se estiró debajo de él. Sus brazos rodearon a Christian acercándolo un poco más al huesudo pecho infantil y la delgada blandura de la piel, y después el chico se irguió y se sacó la camiseta. La luz de la luna convirtió su cuerpo en una criatura de plata y blancura atravesada por las franjas oscuras que proyectaban las protuberancias de las costillas. Después volvió a ponerse la chaqueta de cuero.

—Me gusta sentir el roce en la piel —explicó tímidamente.

Christian abrazó al chico, acunó su cuerpo y le besó en la garganta. Cuando sintió el primer roce de los largos dientes afilados como agujas que habían surgido de las encías para curvarse sobre los labios de Christian el chico dejó escapar un gemido; y el sonido fue ahogado por la noche, el olor del río y la deliciosa belleza del chico que sostenía en sus brazos.

El chico movió la cabeza para mirarle a los ojos. Sus pupilas parecían enormes y muy oscuras en la delgadez de su rostro.

—¿Qué eres? —preguntó.

Christian guardó silencio; pero sus dientes ya habían perforado la piel del chico, y el primer y débil olor de la sangre acababa de llegar a sus fosas nasales.

—¿Eres un vampiro?

Christian acarició la cabellera del chico alisándola hacia atrás y apartando los mechones de la frente. Después besó tiernamente una mejilla, y deslizó la punta de su lengua sobre la lisura de la piel.

—Conviérteme en vampiro —dijo el chico—. Por favor… Quiero ser un vampiro. Quiero caminar de noche a tu lado y enamorarme y beber sangre. Mátame. Conviérteme en vampiro… Muérdeme, llévame contigo.

Christian mordisqueó delicadamente la garganta del chico, esta vez sin llegar a atravesar la piel. Deslizó sus manos a lo largo del cuerpo del chico moviéndolas por debajo de la chaqueta, acarició su liso pecho desprovisto de vello, introdujo una mano por debajo del cinturón de sus tejanos y encontró una temblorosa masa de calor derretido. La espalda del chico se arqueó, y su garganta dejó escapar un jadeo tembloroso. La lengua de Christian encontró el punto de blandura que había debajo de la mandíbula inferior, y hundió sus dientes en él. El chico gimoteó y se puso rígido entre sus brazos. El sabor a yema cruda de la vida se esparció por la boca de Christian, saliendo del cuerpo del chico con un burbujeo potente y fresco.

Christian fue inclinando al chico hasta el suelo sin dejar de abrazarle ni un instante y chupó. El sabor era todo cuanto recordaba, todo aquello en lo que soñaba, todo lo que podía llegar a necesitar. El chico se pegó a Christian. Sus manos encontraron la larga cabellera negra que se desparramaba sobre los hombros de Christian y tiraron de ella con la pasión nacida del dolor.

Y de repente el campo de visión de Christian se llenó de rojo primero y de negro después, y luego otra vez de rojo, inmensas flores de luz y oscuridad que parecían hechas de gasa y que crecieron y crecieron hasta acabar ocultando el Barrio Francés, el río y el rostro del chico. Estrechó al chico con más fuerza entre sus brazos, y sus cuerpos se unieron en una última oleada de éxtasis, y el vientre de Christian empezó a llenarse poco a poco de calor, y el chico empezó a morir. El semen del chico fluyó como una marea cálida sobre los dedos de Christian. Christian se llevó la mano a los labios, y chupó el semen igual que había chupado la sangre. Los dos sabores se mezclaron en su boca, cremosos, delicados, amargos, salados, tan puros y potentes como la vida misma, y su combinación resultaba tan embriagadora que apenas podía ser soportada.

Cuando las venas del chico hubieron dejado de manar y sus manos se posaron nacidamente sobre el suelo mojado, Christian alzó su cuerpo y lo sostuvo junto a su pecho acunándolo como si fuese un bebé mientras contemplaba aquel rostro aún más pálido que antes y los ojos semicerrados por el éxtasis. Abrazó al chico durante varios minutos, y después alzó sus fríos ojos hacia la fría luna, y algo pasó entre ellos, algo fue de Christian a la luna, algo tan antiguo e implacable como las mareas o como las distancias inmensas que se interponen entre las estrellas.

Y si la luna hubiera podido mirar a Christian a los ojos, habría visto que a Christian no le gustaba lo que acababa de hacer, pero también habría visto que ahora ya no tenía hambre. Ya no estaba enfermo, ya no tenía frío. Beber una vida le había dejado un poco menos solo de lo que estaba antes, y si el chico había muerto convencido de que volvería a alzarse de la tumba convertido en un ser como Christian…, bueno, eso era algo que no estaba en manos de Christian evitar. Permitir que los niños muriesen creyendo aquellas cosas era un acto de bondad. Christian era tan incapaz de convertir al chico en uno de su especie como lo hubiese sido el chico de convertir a Christian en humano con un mordisco. Pertenecían a razas separadas, razas que estaban lo bastante cerca para aparearse, y que aun así seguían estando tan lejos la una de la otra como el crepúsculo del amanecer. Pero los muertos dormían, y no lo sabían.

Christian besó la blanca frente del chico y deslizó el cuerpecito vacío en las aguas del río. El peso de la chaqueta de cuero lo arrastró hacia las profundidades, y durante un momento Christian pudo ver cómo flotaba debajo de la superficie, flácido y frío como un sueño.

Después desapareció.