7. SIN OPCIÓN

La prueba testifical había concluido. El mecanismo de la ley funcionó sin averías. Y el magistrado, después de ponerse unas gafas que le apretaban tanto la nariz que parecía que iba a desprendérsele de un momento a otro, tosió como un cordero herido y soltó la mala noticia.

—El detenido Wooster —dijo (¿quién podría retratar la vergüenza y el sufrimiento de Bertram al oírse aplicar tal calificativo?)— pagará una multa de cinco libras.

—¡Muy bien! —dije—. ¡Excelente!

Me quedé asombrado y loco de alegría al ver que el asunto se solucionaba con una suma tan razonable. Miré a través de un mar de rostros, hasta que descubrí a Jeeves, sentado en el fondo. Espíritu fuerte, había venido a ver a su joven señor en una hora de prueba.

—¡Oiga, Jeeves! —exclamé—. ¿Lleva encima cinco libras? No tengo bastante.

—¡Silencio! —bramó un funcionario del tribunal.

—Tranquilo —contesté—. Arreglaba los detalles financieros, ¿sabe? ¿Los tiene, Jeeves?

—Sí, señor.

—¡Magnífico!

—¿Es usted amigo del detenido? —preguntó el magistrado.

—Estoy empleado al servicio de míster Wooster, señoría.

—Entonces, pague la multa al oficial.

—Muy bien, señoría.

El magistrado hizo una seña glacial en mi dirección, para indicar que podían quitarme las esposas, y después de sacarse las gafas otra vez, procedió a fulminar al pobre Sippy con una de las miradas más torvas que jamás se vieran en el tribunal correccional de Bosher Street.

—El caso del detenido León Trotski —dijo, volviendo a mirar torvamente a Sippy—, de quien estoy convencido usa nombre falso, es mucho más serio. Se le acusa de haber cometido una violenta agresión contra un policía. La declaración del oficial ha demostrado que el detenido le dio un golpe en el abdomen, causándole agudos dolores internos, y se opuso violentamente a que el oficial pudiera cumplir con su deber. Sé perfectamente que en la noche que sigue a la contienda acuática anual entre las universidades de Oxford y Cambridge, las autoridades muestran tradicionalmente cierta tolerancia, pero los actos de salvajismo, como el cometido por el detenido Trotski, no pueden ni deben ser pasados por alto ni mucho menos paliados. Se le condena a treinta días de prisión sin fianza.

—¡No, oiga…! ¡Maldita sea! —protestó el pobre Sippy.

—¡Silencio! —bramó el funcionario.

—Pasemos al caso siguiente —dijo el magistrado.

Y aquí terminó la vista.

Todo el asunto resultó muy desgraciado. La memoria me falla en algunos detalles; pero, por lo que he podido reconstruir, lo que ocurrió fue más o menos lo siguiente:

Aunque por lo general soy abstemio, hay una noche del año en que, dejando de lado todos los compromisos, tengo una propensión a perder los estribos, remozando mi perdida juventud. La noche a que aludo es la que sigue a la regata anual entre Oxford y Cambridge. Entonces es cuando se puede ver a Bertram divirtiéndose. Y reconozco que en aquella ocasión me liberé de las amarras como nunca; de modo que cuando encontré al bueno de Sippy frente al Empire estaba de un humor excesivamente alegre. En cambio, me sorprendió que Sippy, que generalmente llevaba la batuta en las juergas, estuviera lejos de dar rienda suelta a su carácter. Tenía el aspecto del hombre que alberga una pena secreta.

—Bertie —me dijo cuando pasábamos por Piccadilly Circus—, mi corazón, henchido de dolor, no puede alegrarse de ningún modo. —Sippy tiene intención de ser escritor, aunque para los principales gastos de su subsistencia depende de la asignación que le pasa una anciana tía que vive en el campo. Y sin duda por sus aficiones, su conversación adquiere a veces una retórica entonación—. No quiero sucumbir, Bertie —añadió—. ¡No quiero!

—Pero ¿de qué se trata?

—Mañana tengo que irme a pasar tres semanas con unos amigos absolutamente empalagosos, es más, definitivamente estúpidos de la tía Vera. Ella lo ha organizado todo. ¡Así se pudran todos los bulbos de su jardín!

—¿Quiénes son esos diablos? —pregunté.

—Unos tal Pringle. No les he visto desde los diez años, pero recuerdo que me causaron muy mala impresión.

—Feo asunto. No me sorprende que estés tan alicaído.

—La vida es muy gris —dijo Sippy—. ¿Qué podría hacer para sacudirme esta atroz depresión?

Fue entonces cuando tuve una de esas brillantes ideas que se le ocurren a uno pasadas las once de la noche del día de las regatas.

—Lo que necesitas es el casco de un policía.

—¿De veras, Bertie?

—Desde luego, en tu lugar yo estaría cruzando la calle para pescar aquel que se ve allí.

—Pero debajo de aquel casco hay una autoridad. Se ve claramente.

—¿Qué importa? —contesté. Era incapaz de seguir su razonamiento.

Sippy se quedó unos momentos pensativo.

—Creo que tienes razón —me dijo al fin—. Es gracioso que no se me hubiese ocurrido. ¿De veras me recomiendas que me apodere de aquel casco?

—Claro que sí.

—Bien, vamos allá —contestó. Y allá fue el muchacho, jovial y entusiasmado.

Ya están ustedes en antecedentes, y pueden imaginar que al salir yo en libertad me remordía la conciencia de mala manera. Con sus veinticinco años, con toda la vida que se abría risueña ante él, Oliver Randolph Sipperley se había convertido en un pájaro enjaulado, y todo por mi culpa. Yo fui quien hizo caer a aquel fino espíritu en manos de la justicia. Ahora se planteaba la cuestión de lo que podría hacer por él.

Sin duda, lo más urgente era ponerse en contacto con Sippy, y preguntarle si tenía mensajes o últimas voluntades, o lo que fuese, que confiarme. Pregunté, insistí, y poco después me encontré en un cuartito oscuro, de paredes enjalbegadas, con un banco de madera por todo mobiliario. Sippy estaba sentado en él, cogiéndose la cabeza entre las manos.

—¿Cómo estás, amigo mío? —le susurré, como se habla a los enfermos.

—¡Estoy acabado! —exclamó Sippy, que parecía un pelele.

—¡Eh, ánimo, hombre! —le dije—. No es para tanto. Además, has tenido el acierto de dar un nombre falso. Nada se sabrá por la prensa.

—Los periódicos no me preocupan. Lo que me preocupa es cómo puedo pasar tres semanas con los Pringle, si he de estar en una celda con un grillete atado al tobillo.

—Pero me dijiste que no querías ir.

—No es cuestión de querer, amigo. Tengo que hacerlo. Si no, mi tía descubrirá dónde me encuentro. Y si descubre que estoy cumpliendo una condena de treinta días en el más oscuro calabozo, ¿adónde iré a parar?

Lo comprendí.

—Ésta no es cosa que podamos resolver por nosotros mismos —le dije seriamente—. Tenemos que confiar en un poder más elevado. Consultemos a Jeeves.

Y después de haber obtenido algunos datos necesarios, le estreché la mano, le di unos golpecitos en el hombro y me fui a casa a ver a Jeeves.

—Jeeves —le dije cuando hube bebido hasta la última gota de la copa que me había preparado sabiamente para cuando llegara—, tengo algo que decirle. Algo muy importante; algo que afecta vitalmente a un hombre a quien usted ha mirado siempre con…, a un hombre a quien usted…, bueno, dejémonos de historias. Me refiero a míster Sipperley.

—¿Sí, señor?

—Jeeves, míster Sipperley está en chirona.

—¿Perdón, señor?

—Míster Sipperley está en la cárcel —aclaré.

—¿De veras, señor?

—Por culpa mía, además. Yo fui quien, en un momento de equivocada amabilidad, con la sana intención de proporcionarle algo que regocijara su mente, le recomendé apoderarse del casco de un policía.

—¿Perdón, señor?

—Haga el favor de no interrumpirme, Jeeves —dije—. Para un hombre que tiene jaqueca es una historia muy complicada; y si me interrumpe me hará perder el hilo. Por consiguiente, limítese a escuchar y a asentir.

Cerré los ojos y expliqué los hechos.

—Para empezar, no sé si sabe usted que míster Sipperley depende casi por completo de su tía Vera.

—¿Se refiere a miss Sipperley de Paddock, Beckley-on-the-Moor, Yorkshire, señor?

—Sí. ¿La conoce?

—Personalmente no, señor. Pero tengo un primo que vive en aquel pueblo y que la conoce. Según él, es una señora anciana autoritaria y de mal carácter… Pero, perdone, señor, tendría que haberme limitado a asentir con la cabeza.

—Tendría que haberlo hecho. Pero ya es demasiado tarde.

Asentí. La noche anterior no había dormido mis habituales ocho horas, y de vez en cuando me embargaba una especie de letargia.

—¿Sí, señor?

—¡Oh…, ah…, sí…! —exclamé despabilándome—. ¿Dónde estábamos?

—Decía usted que míster Sipperley depende prácticamente de miss Sipperley, señor.

—¿Eso he dicho?

—Sí, señor.

—Bien… Entonces, ya comprenderá usted que mi amigo tiene un gran interés en mantenerse en buenas relaciones con ella.

Jeeves asintió con un movimiento de la cabeza.

—Bien. El otro día ella le escribió diciéndole que fuera al pueblo para cantar en un concierto organizado por ella. Aquello equivalía a una real orden, ¿comprende?, y Sippy no pudo negarse. Pero él ya había cantado en una ocasión en un concierto por el estilo, y fue un fracaso de primer orden, por lo que no sentía la menor intención de repetir el experimento. ¿Sigue usted el hilo de la historia, Jeeves?

Jeeves asintió con la cabeza.

—¿Y qué hizo entonces? Lo que en aquel momento le pareció más inteligente. Decir a su tía que le agradaría muchísimo cantar en el concierto organizado por ella en el pueblo, pero, por desgracia, el director de un periódico le había encargado una serie de artículos sobre los colegios de Cambridge, y se veía obligado a visitarlos enseguida, pasando posiblemente allí tres semanas. ¿Está claro?

Jeeves movió el cráneo.

—A lo que miss Sipperley contestó que comprendía perfectamente que el deber es antes que el placer (para ella es un placer el acto de cantar en un concierto de Beckley-on-the-Moor y provocar la risa de los bromistas locales). Pero añadía que si iba a Cambridge, tenía que hospedarse en casa de los Pringle, amigos de la tía que residen en las afueras de la ciudad. Y sin más, les escribió diciéndoles que esperaran a su sobrino alrededor del veintiocho. Ellos contestaron que le esperaban encantados, y el asunto quedó así. Ahora míster Sipperley está enjaulado. He aquí, Jeeves, un problema digno de su aguda inteligencia. Confío en usted.

—Intentaré corresponder a su confianza, señor.

—Bien, manos a la obra. Y ahora baje las persianas, tráigame otro par de almohadas, ponga esa silla pequeña aquí, para que pueda apoyar los pies en ella, váyase a meditar, y dentro de un par de horas dígame que lo ha resuelto, o mejor, dentro de tres. Y si viene alguien y pregunta por mí, diga que me he muerto.

—¿Muerto, señor?

—Muerto, sí. No se equivocará mucho.

Muy entrada la tarde, desperté con tortícolis. Pulsé el timbre.

—He venido dos veces, señor —dijo Jeeves—, pero le he encontrado dormido, y muy plácidamente al parecer. No he querido despertarle.

—Sabio proceder, Jeeves… ¿Y bien?

—He meditado el problema, señor, y sólo veo una solución.

—Adelante. ¿Cuál es?

—Que vaya usted a Cambridge en lugar… de míster Sipperley.

Me quedé mirándolo. Ciertamente, me encontraba mucho mejor que una hora antes; pero estaba muy lejos de sentirme en condiciones de hacer un viaje como aquél.

—Jeeves —le dije seriamente—, piense en lo que dice. Es una locura.

—Me temo, señor, que no puedo proponer otro plan para dejar en buen lugar a míster Sipperley.

—¡Piénselo mejor! ¡Reflexione! Incluso yo, que he pasado una noche agitada y una mañana muy penosa con esos esbirros de la justicia, veo claramente que su proyecto es una tontería. Además, no es a mí a quien espera esa gente, sino a míster Sipperley. A mí no me conocen ni saben quién soy.

—Tanto mejor, señor. Lo que sugiero es precisamente que vaya a Cambridge haciéndose pasar por míster Sipperley.

Aquello era demasiado.

—Jeeves —le dije (y creo que había lágrimas en mis ojos)—, no dudo de que usted comprenderá que eso es una solemne tontería. No está bien que le tome el pelo a un hombre medio enfermo.

—Estimo que el plan que sugiero es factible, señor. Mientras usted dormía, hablé un momento con míster Sipperley, y él me informó de que el profesor Pringle y su esposa no le ven desde que tenía diez años de edad.

—Sí, es verdad. Él mismo me lo dijo. Pero no dejarán de hacer preguntas sobre mi tía…, quiero decir su tía.

—Míster Sipperley tuvo la amabilidad de explicarme algunas particularidades de su tía, señor, y las recuerdo perfectamente. Con esto y lo que me explicó mi primo sobre las costumbres de aquella señora, creo que estará usted en situación de contestar a cualquier pregunta intrascendente.

Jeeves tiene algo de insidioso. Muchas veces me ha sorprendido con proposiciones, proyectos, añagazas o planes de campaña visiblemente disparatados, y al cabo de cinco minutos ya estaba yo convencido de que no sólo eran razonables sino incluso excelentes. Pero aquel proyecto era el peor de todos los propuestos hasta la fecha, y se pasó casi un cuarto de hora perorando. Pero no me convenció. Me mantuve firme, hasta que soltó la noticia bomba.

—Además, señor, debo aconsejarle que salga de Londres lo más pronto posible y que permanezca algún tiempo en un lugar donde no puedan encontrarle.

—¿Qué dice? ¿Por qué?

—En espacio de una hora le ha telefoneado tres veces mistress Spencer, señor. Tenía gran interés en hablar con usted.

—¡La tía Agatha! —exclamé palideciendo.

—Sí, señor. Al parecer ha leído en un periódico de la tarde información relativa a las vistas de esta mañana en el tribunal correccional.

Salté de la silla como un conejo en la pradera. Si la tía Agatha me perseguía, lo más indicado era huir.

—Jeeves —dije—, ha llegado el momento de obrar. Prepare una maleta a toda prisa.

—Ya está preparada, señor.

—Pregunte cuándo sale un tren para Cambridge.

—Dentro de cuarenta minutos, señor.

—Llame a un taxi.

—Espera en la puerta, señor.

—¡Magnífico! Entonces, acompáñeme.

La casa de los Pringle estaba un poco separada de Cambridge, a dos o tres kilómetros por Trumpington Road. Cuando llegué, todos se estaban vistiendo para cenar. Por consiguiente, no encontré a la pandilla hasta que me hube puesto el traje de noche y bajé al salón.

—¡Hola! —dije después de aspirar profundamente.

Me esforcé en hablar con voz clara y sonora, pero no las tenía todas conmigo. Visitar una casa por primera vez siempre pone nervioso a un individuo tímido y modesto; y la situación no mejora precisamente si, además, va allí suplantando a otra persona. Me temía que iba a fracasar, y la presencia de los Pringle parecía confirmarlo.

Sippy me había dicho que aquella gente era la más carcamal de Inglaterra, y la afirmación me pareció exacta. El profesor Pringle era un individuo delgado, calvo, con aspecto de dispéptico y ojos de pez. Mistress Pringle parecía una persona que había recibido una mala noticia al comenzar el siglo, de la que todavía no se había repuesto. Y aún estaba asimilando la sorpresa que me habían causado esos dos, cuando me presentaron a un par de antiguallas femeninas, envueltas en sendos velos.

—Sin duda recordará usted a mi madre, ¿verdad? —dijo el profesor fúnebremente, aludiendo a la antigualla número uno.

—¡Oh…, claro! —dije, simulando una grata sorpresa.

—Y a mi tía —suspiró el profesor como si las cosas fuesen de mal en peor.

—¡Desde luego! —dije, con otra agradable muestra de sorpresa dedicada a la antigualla número dos.

—Esta misma mañana decían que se acordaban de usted —gimió el profesor.

Hubo una pausa. Todas las miradas se centraron sobre mí, como un grupo de familia sacado de una macabra escena de Edgar Allan Poe. Sentí que se desvanecía toda mi joie de vivre.

—Me acuerdo de Oliver —dijo la antigualla número uno con un suspiro—. Era un niño muy mono. ¡Cómo se ha estropeado!

Mucho tacto, como pueden ver, y además calculado para que el huésped se sienta como en su casa.

—Recuerdo a Oliver —dijo la antigualla número dos, mirándome como el magistrado de Bosher Street había mirado a Sippy antes de espetarle la sentencia—. ¡Era un niño muy travieso! Martirizaba a mi gato.

—La memoria de la tía Jane es asombrosa, teniendo en cuenta que va a cumplir ochenta y siete años —murmuró mistress Pringle con sobrio orgullo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó la antigualla, recelosa.

—Dice que tiene usted una memoria asombrosa —repitió mistress Pringle.

—¡Ah! —La vieja volvió a obsequiarme con una mala mirada, que me hizo comprender que por aquel lado no podía esperarse ninguna simpatía para el pobre Bertram—. Perseguía a mi Tibby por todo el jardín y le disparaba flechas con un arco.

En ese momento salió un gato de debajo del sofá y se dirigió hacia mí con la cola erguida. Los gatos me tienen mucha simpatía, lo cual empeoraba la situación, pues yo tenía que cargar con el expediente criminal de Sippy. Me incliné para hacerle cosquillas debajo de una oreja, lo cual constituye invariablemente el tratamiento que doy a los gatos, pero la antigualla lanzó un grito:

—¡Salvad al gato!

Con una agilidad impropia de sus años, corrió hacia mí para hacer escapar al gato; luego se quedó mirándome en actitud desafiante. Muy desagradable.

—Me gustan los gatos —dije débilmente.

Mi declaración no sirvió de nada. La simpatía del auditorio no estaba conmigo. Y la conversación permanecía en lo que podríamos llamar un punto muerto, cuando se abrió la puerta y entró una joven.

—Mi hija Heloise —dijo el profesor de mala gana, como si no le agradara tener que admitirlo.

Me volví y saludé a la muchacha, pero me quedé de una pieza, con la mano en el aire, de puro pasmado. No recuerdo haber tenido jamás una sorpresa semejante.

Supongo que suele ocurrir encontrarse con una persona que recuerda a otra con la que uno no quiere tratos. Por ejemplo, una vez me encontraba en Escocia jugando al golf, y vi entrar en el hotel a una mujer que era la estampa viviente de mi tía Agatha. Tal vez sería una excelente persona, pero no me detuve a comprobarlo. Aquella misma tarde me marché, incapaz de poder soportar el espectáculo. Y en otra ocasión abandoné un club nocturno muy divertido porque la cara del primer camarero me recordó a mi tío Percy.

Bien, pues Heloise Pringle tenía un terrible parecido con Honoria Glossop.

Creo que ya he hablado del azote viviente que era la Glossop, la hija del estúpido doctor sir Roderick, muchacha con quien estuve prometido por espacio de tres semanas, en contra de mi voluntad, hasta que al viejo se le ocurrió que mi cabeza no funcionaba normalmente y se opuso al proyecto. Desde entonces, la simple evocación de ella ha bastado para ponerme la piel de gallina. Y aquella muchacha era exactamente igual a Honoria.

—En… en… encantado de conocerla —le dije.

—Gracias.

Su voz era concluyente. Podría haber sido la propia Honoria quien hablaba. Honoria Glossop tiene una voz semejante a la de un león que hace un comunicado autoritario a su manada, lo mismo ocurría con esta chica. Me alejé un poco para recuperar el aliento, cuando de pronto se oyó un alarido seguido de un grito de rabia. Al volverme vi a la tía Jane arrastrándose a gatas en persecución del gato, que había vuelto a meterse debajo del sofá. Me miró, y en aquel momento comprendí que sus peores temores se habían materializado.

Y en ésas estábamos cuando anunciaron la cena.

—Jeeves —le dije cuando me quedé a solas con él, aquella noche—, no soy ningún pusilánime pero creo que no podré resistirlo.

—¿No le resulta agradable la estancia, señor?

—No, Jeeves. ¿Ha visto a miss Pringle?

—Sí, señor, de lejos.

—Muy inteligente de su parte. ¿La ha observado bien?

—Sí, señor.

—¿No le recuerda a nadie?

—Se parece extraordinariamente a su prima Honoria Glossop, señor.

—¿A su prima? ¿Es prima de Honoria Glossop?

—Sí, señor. Mistress Pringle era miss Blatherwick, la más joven de las dos hermanas, la mayor se casó con sir Roderick Glossop.

—¡Caramba! Eso explica el parecido.

—Sí, señor.

—¡Menudo parecido, Jeeves! Hasta habla como miss Glossop.

—Todavía no la he oído, señor.

—No se ha perdido nada, Jeeves. Y lo peor es que, si bien no quiero dejar en mala situación a Sippy, temo que esta visita me acarreará muchos disgustos. Todo lo más, se puede aguantar al profesor y a su esposa. Aún podría hacer un esfuerzo y soportar a la tía Jane. Pero esperar que un hombre pueda tratar diariamente con la chica Heloise, y hacerlo, además, con dieta de limonada, que es todo lo que se ha bebido en la cena, es superior a mis fuerzas. ¿Qué voy a hacer, Jeeves?

—Sugiero evitar la compañía de miss Pringle, señor.

—Ya lo he pensado —dije.

Es muy fácil hablar de evitar la compañía de una mujer, pero cuando se vive en la misma casa y ella no quiere evitar vuestra compañía, resulta harto difícil. Como es sabido, las personas cuya presencia más queremos soslayar, las encontramos constantemente adheridas a nosotros como cataplasmas. No hacía todavía veinticuatro horas que me alojaba en aquella casa, y ya estaba convencido de que no me libraría fácilmente de aquella pejiguera.

Era de esas chicas con las que nos cruzamos siempre por escaleras y pasillos. No podía entrar en una estancia sin que, al cabo de un minuto, no acudiera la joven en cuestión. Y si paseaba por el jardín, estaba seguro de que se me aparecería junto a un laurel o que surgiría tras los arbustos, o cosa semejante. Hacia el décimo día de estar allí, aquello se había convertido en una verdadera tortura.

—Jeeves —le dije—, esto me obsesiona.

—Entiendo, señor.

—Esta mujer me persigue. Nunca tengo un momento para mí. Suponen que Sippy tenía que hacer un estudio sobre los colegios de Cambridge, y esta mañana ella me ha llevado a ver unos cincuenta y siete. Esta tarde fui a sentarme al jardín y, sin saber cómo, me la encontré allí. Al anochecer me ha acorralado en la salita. La cosa es tan grave que no me sorprendería encontrármela en el cuarto de baño, escondida en la jabonera.

—Es lamentable, señor.

—¡Es horrible! ¿Se le ocurre alguna solución?

—En este momento, no, señor. Al parecer, miss Pringle está muy interesada en usted, señor. Esta mañana me estuvo interrogando sobre su estilo de vida en Londres.

—¿De veras?

—Sí, señor.

Me quedé horrorizado, mirándole. Me asaltó un terrible pensamiento. Y me eché a temblar como un junco.

Aquel día, a la hora del almuerzo, sucedió algo curioso. Acabábamos de comer unas costillas y yo estaba reclinado en el respaldo de mi silla, haciendo un compás de espera antes de que me sirvieran mi parte de budín hervido, cuando al levantar por azar la vista vi que la mirada de la joven Heloise estaba fija en mí, de un modo que me pareció extraño. No le presté atención, porque el budín hervido es un manjar que requiere los cinco sentidos si uno quiere hacerse justicia a sí mismo. Pero ahora, recordando el episodio a la luz de las palabras de Jeeves, comprendí el siniestro significado de aquello.

Hasta el momento en que ocurrió no me había parecido cosa nueva para mí, y ahora comprendí súbitamente por qué. Era la mismísima mirada que había visto en los ojos de Honoria Glossop en los días que precedieron a nuestro noviazgo: la mirada de una tigresa que ha elegido su víctima.

—Jeeves…

—Diga, señor.

Tragué saliva.

—Jeeves, escúcheme bien. No quiero dar la impresión de que me considero un presumido que ejerce irresistible fascinación sobre las personas, y que no puede encontrar a una chica sin turbar su espíritu. A decir verdad, casi me ocurre lo contrario, porque las chicas que me conocen más bien se sienten inclinadas a enarcar las cejas y a hacer muecas. Por consiguiente, nadie puede decir que soy un hombre que pueda alarmarse innecesariamente. Lo reconoce usted, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Sin embargo, Jeeves, es un hecho científicamente reconocido: existe un tipo especial de mujer que se siente extrañamente atraída por la clase de individuo que soy. ¿No lo cree usted así?

—Desde luego, señor.

—Sé perfectamente que sólo poseo, por decirlo así, la mitad de cerebro del que corresponde a un individuo normal. Pero cuando tropiezo con una chica dotada de doble cantidad de cerebro de la corriente, se precipita hacia mí con ojos de enamorada. No sé a qué atribuirlo.

—Quizá es una tendencia de la naturaleza para mantener el equilibrio de la especie, señor.

—Puede. Sea como fuese, me ha ocurrido varias veces. Tal sucedió en el caso de Honoria Glossop. Fue la alumna más inteligente de su curso en Girton, y me miraba como si quisiera comerme.

—Según me han informado, señor, miss Pringle fue una estudiante más aventajada aún que miss Glossop.

—¡Por el amor de Dios! No hay más que decir: está enamorada de mí.

—¿Sí, señor?

—Tropiezo con ella en escaleras y pasillos.

—¿De veras, señor?

—Me recomienda libros para enriquecer mi cultura…

—Muy sugestivo, señor.

—Esta mañana, al desayunar, yo tomaba salchichas y ella me dijo que no debía hacerlo, porque la ciencia médica moderna considera que un trozo de salchicha de diez centímetros contiene tantas bacterias como un ratón muerto. Es el espíritu maternal, ¿ve usted? ¡Se preocupa por mi salud!

—Creo, señor, que se trata de un detalle definitivo.

Me dejé caer en una silla.

—¿Qué podríamos hacer, Jeeves?

—Hemos de pensarlo, señor.

—Piense usted. Yo no tengo la maquinaria adecuada.

—Pondré el mayor interés en el asunto, señor.

Bien; eso ya era algo. Pero yo no me sentía tranquilo, y estaba realmente inquieto.

A la mañana siguiente visitamos otros sesenta y tres colegios de Cambridge, y después de comer anuncié que me iba a mi cuarto a descansar. Después de permanecer allí una media hora, para dar tiempo a que la escena se despejase, me metí en el bolsillo un libro y los implementos de fumar, y saltando por la ventana bajé por el canalón de aguas hasta el jardín. Mi objetivo era la glorieta, pues creí que un hombre podía pasar allí una hora tranquilo, sin que nadie le interrumpiese.

El jardín estaba acogedor. Brillaba el sol, estaban floridos los azafranes y por ninguna parte se veía rastro de Heloise Pringle. El gato jugueteaba entre el césped, y al verle le llamé; hizo un ruido gutural, y vino hacia mí a buen paso. Acababa de cogerlo y empezaba a hacerle cosquillas debajo de la oreja, cuando se oyó un agudo chillido por encima de mi cabeza. Era la tía Jane, sacando más de medio cuerpo por la ventana. Un serio tropiezo.

—¡Oh, no se preocupe!

Solté el gato, que se escabulló entre los arbustos. Renuncié a la idea de arrojar un ladrillo a la vieja y seguí mi camino hacia la pérgola. Una vez refugiado allí, continué hasta encontrar la glorieta. Y créanme que apenas acababa de encender el primer cigarrillo y me disponía a leer, cuando una sombra se extendió sobre mi libro. Alcé los ojos: a dos pasos, delante de mí, se hallaba mi joven perseguidora.

—¡Ah! ¿Está usted aquí? —me dijo.

Se sentó a mi lado, y con una especie de repelente espíritu travieso, me quitó el cigarrillo de la boquilla y lo arrojó al suelo.

—¡Fuma demasiado! —dijo con tono excesivamente cariñoso—. No me gusta que fume. Es perjudicial para la salud. Tampoco debe estar aquí sin una chaqueta ligera. Necesita a alguien que cuide de usted.

—Tengo a Jeeves.

—No me es simpático —repuso, frunciendo el ceño.

−¿Por qué?

—No sé. Me gustaría que prescindiera de él.

Los nervios se me crisparon: una de las primeras cosas que hizo Honoria Glossop cuando estuvimos prometidos fue decirme que Jeeves no le resultaba simpático y que quería que le despidiera. Y al advertir que esta muchacha se parecía a Honoria no sólo físicamente, sino en negrura de alma, me eché a temblar.

—¿Qué lee?

Cogió el libro y volvió a fruncir el ceño. Era una novela que había traído para hojear en el tren; un ejemplar de un relato policíaco, muy interesante, El rastro de sangre. Volvió unas páginas con una sonrisita burlona.

—No comprendo cómo le pueden gustar estas tonterías… ¡Válgame Dios!

—¿Qué pasa?

—¿Conoce usted a Bertie Wooster?

Se refería al hecho de que mi nombre aparecía garabateado en la sobrecubierta. Mi corazón dio tres brincos.

—Oh… claro… verá… un poco.

—Debe de ser un hombre horrible. Me sorprende que usted pueda ser amigo suyo. Dejando de lado todo lo demás, Wooster es un perfecto imbécil. Una vez tuvo relaciones con mi prima Honoria; pero lo dejaron porque él estaba medio loco. ¡Tendría que oír al tío Roderick hablando de él!

Me puse nervioso.

—¿Lo ve a menudo?

—¡Lo suficiente!

—El otro día leí en el periódico que le habían multado por provocar un alboroto en un lugar público.

—Sí, ya lo leí.

Me miró de un repugnante modo maternal.

—No es buena compañía para usted —observó—. Quiero que deje de tener tratos con él. ¿Me lo promete?

—Bien… —empecé.

En este punto el bueno de Cuthbert, el gato, que supongo debía de aburrirse en los arbustos, surgió con una expresión afable en la cara, y se subió de un salto a mis rodillas. Yo le acogí con cordialidad. Porque, aunque sólo era un gato, constituía una especie de tercera persona en aquel grupo y ofrecía un buen pretexto para cambiar de conversación.

—Los gatos son cariñosos —dije.

Pero ella no estaba para fruslerías.

—¿Dejará usted de frecuentar a Bertie Wooster? —insistió, ignorando el tema del gato.

—Resultará algo difícil.

—¡Tonterías! Sólo se necesita un poco de buena voluntad. Al fin y al cabo, Wooster no puede ser interesante. El tío Roderick dice que es un derrochador inveterado.

Podía haber mencionado lo que pienso del tío Roderick, pero me abstuve.

—Usted ha cambiado mucho desde la última vez que nos vimos —me dijo con tono de reproche. Se agachó y empezó a hacerle cosquillas al gato, debajo de la otra oreja—. ¿Recuerda que cuando éramos niños me decía que haría cualquier cosa por mí?

—¿Sí?

—No he olvidado que una vez se echó a llorar porque yo estaba enfadada y no quería que me diese un beso.

No lo creí entonces, ni lo creo ahora. En muchos aspectos, Sippy es algo tonto, pero estoy seguro de que ni siquiera a los diez años podía ser tan burro. Creo que la chica mentía, pero esto no mejoró la situación. Me aparté un par de centímetros de ella, y me quedé mirando fijamente la lejanía, con las cejas enarcadas.

Y entonces, de improviso… Bien, ya saben lo que pasa en tales casos. Supongo que todo el mundo ha sentido alguna vez que un poder irresistible lo impulsa a hacer alguna cosa rara. Por ejemplo, entrar en un teatro abarrotado de público y sentir el impulso de gritar «¡Fuego!», para ver qué pasa. O bien uno está hablando con una persona y de pronto le asalta la idea de darle cachetes.

Pues bien; algo parecido me ocurrió a mí. Su hombro estaba rozando el mío y su cabello me hacía cosquillas en la nariz. Sentí un irresistible impulso de besarla.

—¿De veras hice eso? —dije.

—¿Lo ha olvidado?

Levantó la cabeza y me miró fijamente. Me sentí desfallecer. Cerré los ojos. Y entonces, en la puerta de la glorieta resonó la voz más bella que he oído en mi vida:

—¡Apártese del gato!

Abrí los ojos. Allí estaba la buena anciana tía Jane, aquella reina milenaria, de pie ante mí, mirándome como si yo fuera un viviseccionista sorprendido en mitad de un experimento. Cómo se las había apañado para seguirme el rastro aquella perla de mujer, no lo sé, pero allí estaba, bendita sea, como el equipo de salvamento que aparece al fin de una película.

No me lo hice repetir. El hechizo estaba roto y aproveché para escapar. Y mientras me alejaba llegó de nuevo a mis oídos aquella dulce voz.

—Disparaba flechas a mi Tibby con un arco —decía la más oportuna y excelente de todas las octogenarias.

Durante unos días hubo tranquilidad. Relativamente, vi pocas veces a Heloise. El sistema de salir de mi cuarto por la ventana y bajar por el canalón de desagüe era de un valor inapreciable. Me acostumbré tanto que pocas veces salía por otro camino. Llegué a pensar que, con un poco de suerte, podría soportar el resto de mi estancia.

Pero entretanto, como dicen en los libros…

Un par de noches más tarde, cuando bajé al salón la familia estaba reunida en pleno. El profesor, mistress Pringle, las dos antiguallas y Heloise. El gato dormía en la estera y el canario en su jaula. Nada indicaba que aquélla no era una noche como las demás.

—¡Bien, bien! —dije alegremente—. ¡Hola a todos!

Siempre me gusta hacer un poco de barullo cuando entro, porque eso pone a tono a la gente.

Heloise me miró con reproche.

—¿Dónde ha estado metido usted todo el día? —preguntó.

—Subí a mi cuarto después de comer:

—Pero a las cinco no estaba allí.

—No. Después de trabajar algo con las informaciones de los colegios, fui a dar un paseo. Hay que hacer ejercicio, si uno quiere sentirse bien.

Mens sana in corpore sano —comentó tontamente el profesor.

—Claro que sí —contesté cordialmente.

En este punto en que todo iba como una seda, y me estaba sintiendo como el pez en el agua, mistress Pringle me asestó de pronto un terrible golpe en la base del cráneo con un saco de arena. No de verdad, por supuesto. Hablo metafóricamente, por decirlo así.

—Roderick tarda mucho —dijo.

Quizá resulte extraño que este simple nombre desorganizara todo mi sistema nervioso. Pero les aseguro que para el hombre que ha tenido tratos con sir Roderick Glossop sólo existe un Roderick en el mundo… y sin duda sobra.

—¿Roderick? —grazné.

—Mi cuñado, sir Roderick Glossop, viene esta noche a Cambridge —dijo el profesor—. Mañana dará una conferencia en el Colegio de San Lucas. Le esperamos a cenar.

Me quedé estupefacto. Y aún estaba en esta situación, cuando se abrió la puerta.

—Sir Roderick Glossop —anunció la criada.

Y acto seguido, sir Roderick Glossop entró en la estancia con paso firme.

Una de las cosas que hacen tan antipático a este individuo entre la buena sociedad es que su cabeza es como la cúpula de la catedral de San Pablo y sus cejas enmarañadas piden a gritos los cuidados de un peluquero. Es desagradable ver que ese sujeto calvo y barbudo avanza hacia uno, si no se tienen buenas defensas en retaguardia.

Cuando irrumpió en el salón me refugié detrás de un sofá y encomendé mi alma a Dios. No hizo falta que me leyeran las líneas de la mano para saber que se avecinaba una tormenta en forma de hombre oscuro.

Al principio no se fijó en mí. Estrechó la mano del profesor y de su esposa, besó a Heloise, e hizo una reverencia a las antiguallas.

—Siento llegar con retraso —dijo—, pero tuve una pequeña avería durante el camino. Mi chófer dice que fue debida a…

En este momento se fijó en mí y lanzó un gruñido de sorpresa, como si mi sola presencia le provocara una hemorragia interna.

—Este caballero… —empezó el profesor, señalándome.

—Ya conozco a míster Wooster.

—Este caballero… —siguió el profesor— es Oliver, el sobrino de miss Sipperley. ¿Recuerdas a miss Sipperley?

—¿Qué quieres decir? —ladró sir Roderick. El continuo trato con tontos le había dado modales bruscos y autoritarios—. Éste es aquel desgraciado de Bertram Wooster. ¿Qué es este lío de Oliver y Sipperley?

El profesor me miró con comprensible sorpresa. Lo mismo que todos los demás. Yo me quedé de una pieza.

—Yo… verán… Yo… —balbuceé.

El profesor se esforzaba en comprender qué pasaba. Casi se oía cómo trabajaba su cerebro.

—Dijo que era Oliver Sipperley —explicó con voz quejumbrosa.

—¡Esto es inaudito! —bramó sir Roderick—. ¿Debo deducir de todo esto que ha infligido a esta familia la plaga de su presencia haciéndose pasar por sobrino de una vieja amistad?

Aquello daba la impresión de ser una descripción muy acertada de la realidad de los hechos.

—Es… eh… sí —dije.

Sir Roderick me fulminó con la mirada, la cual, como un rayo, atravesó mi rostro, zigzagueó por todo mi cuerpo y salió por los pies.

—¡Está como una cabra! Lo supe nada más conocerle.

—¿Qué ha dicho? —preguntó la tía Jane.

—Roderick dice que este joven está loco —gritó el profesor.

—¡Ah! —dijo la tía Jane, asintiendo—. Le gusta bajar por los canalones de desagüe.

—¿Qué?

—Yo misma lo he visto… ¡Más de una vez!

Sir Roderick soltó un violento bufido.

—Debería estar encerrado. Es abominable que una persona en tan lamentable estado mental ande suelto por el mundo. La próxima vez le puede dar por matar a alguien.

Aun a costa de descubrir todo el tinglado de Sippy tenía que repeler aquella terrible acusación. Sea como fuese, lo de Sippy había naufragado.

—Permitan que me explique —dije—. Sippy me lo pidió.

—¿Qué quiere decir?

—Él no podía venir porque le encarcelaron a causa de una tontería cometida la noche de las regatas.

No fue fácil hacerles comprender todo lo ocurrido, y aun cuando lo conseguí al fin, no pareció que ello excusase mi comportamiento. Noté una acentuada frialdad hacia mí, y cuando anunciaron la cena desaparecí y subí a mi cuarto. Claro que podría haberlo hecho después de cenar; pero el ambiente no me pareció favorable.

Pulsé el timbre.

—Jeeves —le dije cuando acudió a mi llamada—, hemos naufragado.

—Lo siento, señor.

—Los cimientos del infierno se tambalean y el juego ha terminado.

Jeeves escuchó atentamente mi relato.

—Es una contingencia que no podíamos descartar, señor. Ahora sólo se puede hacer una cosa.

—¿Cuál?

—Ir a ver a miss Sipperley, señor.

—¿Para qué?

—Creo que es más juicioso que le explique lo ocurrido, señor, antes de que lo sepa por una carta del profesor Pringle. Eso si usted desea continuar abogando en bien de míster Sipperley.

—Por supuesto. No puedo abandonar al pobre Sippy. Si usted cree que ello puede servir para algo…

—Podemos intentarlo, señor. Es posible que encontremos a miss Sipperley dispuesta a mirar indulgentemente el caso de míster Sipperley.

—¿Qué le induce a creerlo?

—Simplemente una corazonada, señor.

—Bien. Si usted cree que merece la pena probarlo… ¿Cómo se puede ir allí?

—Hay más de doscientos kilómetros, señor. Lo mejor sería alquilar un coche, señor.

—Alquílelo, Jeeves.

La idea de encontrarme a más de doscientos kilómetros de Heloise Pringle, la tía Jane y sir Roderick Glossop me parecía lo mejor del mundo.

El Paddock, en Beckley-on-the-Moor, estaba a un par de parasangas del pueblo, y allá acudí por la mañana, después de desayunar alegremente en la fonda local, sin el más ligero temblor. Supongo que cuando alguien ha soportado tantas cosas como yo en el transcurso de las últimas dos semanas, el sistema nervioso se le anquilosa. Después de todo, esa tía de Sippy no era sir Roderick Glossop, de modo que no había de qué asustarse.

El Paddock era una pulcra casa medianamente grande, con un jardincito muy aseado, y un sendero de gravilla recién rastrillada. Parecía recién salida de la tintorería. Pertenecía a aquella clase de casas de las cuales uno piensa: «Aquí vive la tía de alguien». Avancé por el sendero y, al volver un recodo, a poca distancia, vi a una mujer ocupada en un parterre de flores, con una podadera en la mano. Comprendí que aquélla era la dama a quien buscaba. De modo que me detuve, carraspeé y pregunté:

—¿Miss Sipperley?

Estaba de espaldas, y al oír mi voz ejecutó una especie de brinco y media vuelta como haría una bailarina sin zapatillas al pisar una tachuela en plena representación de Salomé. Bajó a la tierra y me miró con recelo. Era una mujer alta, robusta y rubicunda.

—Perdone si la he asustado —le dije.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Wooster. Soy amigo de su sobrino Oliver.

Su respiración se sosegó.

—¡Ah! —me dijo—. Cuando oí su voz creí que usted era otro.

—No, soy yo. He venido a hablarle de Oliver.

—¿Qué ocurre con él?

Ahora, cuando nos acercábamos al meollo de la situación, parecía haberme abandonado mucha de mi confianza en mí mismo.

—Debo advertirle que tengo que decirle algo desagradable.

—¿Está enfermo? ¿Ha tenido algún accidente?

Lo preguntó con ansiedad, y me gustó aquella demostración de interés humanitario. Decidí, pues, decírselo sin más rodeos.

—No, no está enfermo —dije—; y en cuanto a lo del accidente, eso depende de lo que usted considere un accidente. Está en chirona.

—¿Dónde?

—En la cárcel.

—¿En la cárcel?

—Exclusivamente por mi culpa. Dábamos un paseo la noche de las regatas, y yo le induje a que le quitara el casco a un policía.

—No comprendo.

—El muchacho estaba algo deprimido, ¿sabe?, y acertada o equivocadamente pensé que tal vez se distraería si cruzaba la calle y le quitaba el casco a un policía. Él lo consideró también una buena idea, por lo que fue directamente hacia el agente. Éste no se dejó convencer, y Oliver la emprendió a golpes.

—¿A golpes?

—Sí. Un buen puñetazo en el estómago…

—¿Mi sobrino Oliver dio un puñetazo en el estómago de un policía?

—Justamente en la boca del estómago. Y a la mañana siguiente el magistrado le condenó a un mes de prisión sin fianza.

Mientras le contaba estos detalles la observaba atentamente para ver cómo encajaba la cosa. Cuando terminé, su cara pareció partirse súbitamente en dos. Por un momento tuve la sensación de que su rostro no era más que boca. Después se echó a reír como una posesa.

Pensé que era una suerte para ella que no estuviese allí sir Roderick Glossop, porque habría pedido una camisa de fuerza al momento.

—¿No se enfada usted?

—¿Enfadarme? —dijo sin dejar de reír, henchida de felicidad—. ¡En mi vida he oído algo más divertido!

Me sentí encantado, como si me hubiese quitado un peso de encima. No había creído que la cosa la trastornara mucho, pero tampoco esperaba que provocara aquella reacción jocosa.

—Estoy orgullosa de mi sobrino —exclamó.

—Bien.

—Si todos los jóvenes de Inglaterra diesen puñetazos a los policías en el estómago, podríamos vivir mucho mejor en este país.

No comprendí a qué se refería, pero vi que el resultado de mi visita no podía ser mejor. De modo que, tras un poco más de alegre conversación, me despedí y me marché.

—Jeeves —le dije cuando llegué a la fonda—, todo ha ido de perlas. Pero no llego a entender por qué.

—¿Qué ha sucedido con miss Sipperley, señor?

—Le dije que Sippy estaba en chirona por haber golpeado a un policía. Ella se echó a reír como una loca y dijo que estaba orgullosa de su sobrino.

—Creo poder explicar esta actitud que parece excéntrica, señor. Sé que miss Sipperley ha sufrido algunas molestias por parte del policía del pueblo estas dos últimas semanas. Sin duda esto ha provocado en ella un acendrado odio contra los policías en general.

—¿Sí? ¿Qué ha ocurrido?

—El policía del pueblo ha extremado el cumplimiento de su deber, señor. En el espacio de diez días ha denunciado tres veces a miss Sipperley: por conducir a velocidad excesiva, porque su perro iba por la calle sin bozal y por no reparar una chimenea defectuosa. Miss Sipperley se considera una especie de personaje local, por lo que estaba acostumbrada a hacer estas cosas con absoluta impunidad. El inesperado comportamiento del policía la ha indispuesto contra la policía en general, y por consiguiente es lógico que le haga gracia y le satisfaga una agresión como la cometida por míster Sipperley.

Lo comprendí.

—¡Magnífico, Jeeves!

—Sí, señor.

—¿Cómo ha sabido usted todo eso?

—Me lo ha contado el mismo policía, señor. Es mi primo.

Le miré y lo comprendí todo.

—¡Santo Dios, Jeeves! ¿No le dio propina?

—¡Oh, no, señor! Pero como fue su cumpleaños la semana pasada, le hice un regalito. Egbert y yo siempre hemos sido muy amigos, señor.

—¿Cuánto?

—Cinco libras, señor.

Eché mano de la cartera.

—Aquí las tiene —le dije—, y otras cinco para usted.

—Gracias, señor.

—Jeeves, usted hace maravillas. ¿Le importa que cante un poco?

—En absoluto, señor.