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Examinando la lista de las mujeres con las que he estado a punto de casarme en mi vida, hallaríamos el nombre de algunas criaturas malvadas. La mirada se detiene sobre Honoria Glossop, y produce un escalofrío en el espinazo. Lo mismo ocurre cuando se llega a la B y aparece Madeline Bassett. Pero tomando todo en consideración y pasando esto y lo de más allá, siempre me he inclinado a creer que Florence Craye se llevaba la palma. Suponiendo que se celebrase un concurso de este género, es a ella a quien hubiera dado el premio.

Honoria Glossop era impetuosa, sí. Su risa recordaba a una remachadora, y desde chiquilla había sido capaz de devolver las bofetadas. Madeline Bassett era una muchacha suave, es verdad. Tenía unos ojos grandes y soñadores, y se figuraba que las estrellas eran guirnaldas de margaritas del Señor. Éstos eran graves defectos, pero, para hacer justicia al indignante dúo, ninguna de las dos había tratado de moldearme, y esto era lo que Florence Craye había hecho desde el principio, pareciendo considerar a Bertram Wooster un mero puñado de arcilla en manos de un escultor.

La clave del asunto estaba en que era una de esas muchachas intelectuales, saturada hasta la coronilla de propósitos formales, incapaces de ver un alma masculina sin querer manejarla a su antojo. Apenas habíamos arreglado los preliminares cuando se metía ya en mis lecturas y mandaba a paseo Sangre en la balaustrada, que era precisamente lo que yo estaba estudiando en aquel momento, para sustituirlo por una cosa titulada Tipos de teoría ética. Y ni siquiera intentó ocultar el hecho de que aquello no era más que un simple preludio y que debía prepararme para algo peor.

¿Han echado una mirada a Tipos de teoría ética? El volumen está todavía en la estantería. Vamos a abrirlo y ver lo que ofrece. Helo aquí:

De los dos términos antitéticos de la filosofía griega, uno sólo era real y autosuficiente, es decir, el Pensamiento Ideal como oposición a aquello que debe penetrar y moldear. El otro, correspondiente a nuestra naturaleza, era en sí fenomenal, irreal, sin consistencia permanente alguna, sin predicados que se mantuviesen verdaderos más que un momento; en una palabra, redimido de la negación sólo incluyendo residentes realidades que aparecían a través.

Muy bien. Ya tenéis una idea, y podéis, según creo, ser capaces de comprender por qué su simple presencia era suficiente para que me flaqueasen las rodillas. Las viejas heridas se habían vuelto a abrir.

Ninguna de las angustias que eran causa de que los dedos de los pies de Wooster se retorciesen dentro de sus elegantes zapatos de piel de Suecia como los zarcillos de una mimosa sensitiva, parecía afectar en lo más mínimo aquel residuo del difunto pasado. Sus maneras, como siempre, eran brillantes y autoritarias. Incluso en los tiempos en que sucumbí ante el hechizo de su perfil —el cual era capaz de llevar a un hombre a hacer declaraciones que más tarde tenía que lamentar—, siempre había tenido la sensación de que se entrenaba para hacer el papel de tía.

—¿Cómo estás, Bertie?

—Muy bien, gracias…

—Acabo de llegar a Londres para ver a mi editor. Es curioso que te haya encontrado. Y en una librería, además… ¿Qué compras? Alguna porquería, supongo…

Su mirada, que había permanecido fija en mí con expresión de crítica y censura, como si estuviese preguntándose cómo había podido pensar alguna vez en unir su destino a este ser infrahumano, se posó en ese momento en el volumen que tenía en la mano. Lo tomó, y sus labios se crisparon con expresión de desagrado, como si hubiese querido poder disponer de dos lenguas a la vez.

Y entonces, al verlo, todo su aspecto cambió súbitamente. Cesó la crispación de sus labios. Sonrió con una sonrisa agradable. El rubor cubrió sus facciones. Estaba categóricamente radiante.

—¡Oh, Bertie!

La emoción se me contagió. «¡Oh, Bertie!» era una frase que me había dicho frecuentemente en los días en que estuvimos prometidos, pero siempre con aquel timbre desagradable de su voz que daba la sensación de que había estado a punto de expresar su exasperación de una manera más jugosa, pero que había recordado a tiempo su linaje. Este habitual «¡Oh, Bertie!» era diferente. Prácticamente, era un arrullo, como el que hubiera podido emitir una tórtola.

—¡Oh, Bertie! —repitió—. Tengo que firmártelo, naturalmente —añadió, aclarándome repentinamente las cosas.

Al principio me pasó inadvertido porque estaba concentrado en la muchacha del rostro verde, pero ahora veía en la parte baja de la sobrecubierta las palabras «Por Florence Craye», medio ocultas por la faja que decía «Elección del Mes de la Sociedad del Libro». Lo comprendí todo, y la idea de cuán cerca había estado de casarme con una novelista hizo que olvidase todo lo demás.

Me dedicó el libro con mano firme, borrando así la posibilidad de que el librero volviese a quedarse con él, y sacándome del bolsillo siete chelines y seis peniques, antes, por decirlo así, de que apuntase el alba. Entonces dijo «¡Bien!», todavía con el timbre atortolado en la voz.

—Es curioso que compres La hoja espinosa.

Claro, hay que decir algo cortés, y quizá en la agitación del momento me extralimité un poco. Tengo la certeza de que, al asegurarle que había ido directamente en busca del estúpido volumen, debí darle la impresión de que había estado contando los minutos antes de poner la mano sobre él. En todo caso, me sonrió con agradecimiento.

—No puedo decirte lo contenta que estoy. No sólo porque sea mío, sino porque veo que todo el trabajo que me tomé en educar tu mente no fue tiempo perdido. Veo que te has aficionado a la buena literatura.

En aquel momento, como si hubiese entrado en escena a su debido tiempo, el viejo apolillado volvió y dijo que nada tenía del viejo amigo Spinoza, pero que podía pedirlo. Parecía desconsolado, pero los ojos de Florence brillaron como si alguien hubiese apretado un interruptor.

—¡Bertie! ¡Pero esto es sorprendente! ¿De veras lees a Spinoza?

Es extraordinario lo fácilmente que uno sucumbe a la fatal tentación de envanecerse. Destruye lo bueno que hay en nosotros. Nada hubiera sido más fácil que contestar que la habían informado mal y que la edición crítica era un regalo para Jeeves. Pero en lugar de hacer aquella acción simple, viril y honrada, tuve que seguir adelante y echar por la calle de en medio.

—¡Oh, ya lo creo! —dije con un movimiento intelectual de mi paraguas—. En cuanto tengo un momento libre me encontrarás inclinado sobre las últimas novedades de Spinoza.

—¡Vaya!

Una sola palabra, pero, al pronunciarla, un estremecimiento recorrió mi cuerpo desde la brillantina del pelo hasta las suelas de goma de los zapatos.

Fue la mirada que acompañó la frase lo que me produjo el estremecimiento. Era exactamente la misma mirada que Madeline Bassett había lanzado la vez que fui a Totleigh Towers a pedirle la vaca-jarrita para la leche al viejo Bassett y ella creyó que había ido porque la amaba tanto que no podía mantenerme apartado de su lado. Era una mirada espantosa, tierna, abrasadora, que penetraba en mí como un atizador candente en una barra de mantequilla, y me llenaba de un miedo inexpresable.

Deseaba no haber alabado a Spinoza tan calurosamente y, por encima de todo, no haber sido pescado aparentemente en el acto de comprar esa maldita La hoja espinosa. Comprendí cuán torpemente me había presentado con un nuevo aspecto, haciendo que aquella muchacha viese a Bertram Wooster bajo una nueva luz y lanzando una mirada a sus ocultas profundidades. Era muy posible que revisase de nuevo la situación bajo la luz del nuevo aspecto y decidiese que había cometido un error al romper su compromiso con un espíritu tan delicado. Y una vez hubiese empezado a pensar en esto, ¿quién era capaz de decir cuál podía ser el resultado?

Una imperiosa necesidad de marcharme donde fuera antes de cometer alguna nueva torpeza se apoderó de mí.

—Bien, me temo que debo marcharme… —dije—. Tengo una cita sumamente importante. Me alegra muchísimo haberte visto…

—Tenemos que vernos más a menudo —contestó, siempre con la sonrisa melosa—. Tenemos mucho de que hablar…

—¡Oh, sí!

—Una mente que se desarrolla es tan fascinante… ¿Por qué nunca vas al Hall?

—Pues…, ya sabes. Está uno un poco encadenado en la metrópoli.

—Me gustaría enseñarte las críticas de La hoja espinosa. Son maravillosas. Edwin se encarga de pegármelas en un álbum.

—Me encantará verlas en algún momento. Más adelante, quizá. Adiós…

—Te olvidas del libro.

—¡Oh, gracias! Bueno…, adiós… —dije, y salí corriendo.

La cita a que me había referido era con el barman del Bollinger. Raras veces, o quizá ninguna, había sentido tanto la necesidad de ingerir un reconstituyente. Me dirigí hacia mi destino como el viejo ciervo perseguido por la jauría hacia la corriente salvadora, y rápidamente me encontré conferenciando con el dispensador de salvación de vidas.

Diez minutos después, sintiéndome mucho mejor, si bien todavía conmovido, estaba de pie en el umbral, haciendo girar mi paraguas y preguntándome qué podría hacer, cuando mi mirada fue atraída por un extraño espectáculo.

En la calle había comenzado a ocurrir una cosa curiosa.