25
Pasó algún tiempo antes de que uno de nosotros rompiese lo que creo se llama un angustioso silencio. Finalmente, Nobby dijo:
—¿Habéis visto vosotros lo mismo que he visto yo? —Su voz era sombría, apagada.
La mía era triste y sin tono.
—Si lo que has visto es un equipo de fútbol —contesté—, es también lo que está impresionando la retina de un Wooster.
—¿Con las palabras «Borstal Rovers» escritas en el jersey?
—Exactamente en el jersey.
—¿Con grandes letras blancas?
—Con enormes letras blancas. Estoy esperando alguna explicación, Fittleworth —añadí fríamente.
Nobby lanzó un grito apasionado.
—¡Yo puedo darte la explicación! ¡Boko ha hecho una vez más el idiota!
Humillándose bajo su mirada llameante, el desgraciado estalló en una tempestad de protestas.
—¡No es verdad, amor mío! ¡Juro que no es verdad, no he hecho tal cosa!
—Vamos, Boko —dije yo secamente. No tenía el menor deseo de arrastrar a aquel hombre por el fango, pero el precio del pecado se cernía sobre él—. Un traje de Caballero y un Pierrot morado (si hay que dar crédito a tus palabras) se han convertido bajo tu custodia en un equipo de fútbol que pertenece aparentemente a un atleta que defiende los colores del Borstal Rovers, aunque, de buenas a primeras, jamás hubiera dicho que tal club existiese. Alguien ha cometido una torpeza, y todos los indicios te acusan.
Boko se había desplomado sobre una silla y permanecía sentado con la cabeza entre las manos. De repente soltó un aullido.
—¡Catsmeat! —gritó—. Ahora lo veo todo claro. Ha sido Catsmeat. Antes de emprender el regreso —prosiguió, levantando la vista y volviéndola a bajar rápidamente cada vez que sus ojos se encontraban con los de Nobby—, me he detenido en el Club Los Zánganos para tomar una copa. Catsmeat Potter-Pirbright estaba allí. Charlamos, y al ver que le quedaba el tiempo justo para tomar el tren, salió corriendo. Lo que ocurrió está claro. Aturdido por la prisa, confundió mi maleta con la suya. Si después de esto seguís pensando que es culpa mía —añadió hablando con cierta animación—, entonces diré que no hay justicia en el mundo y que es una perfecta estupidez tratar de ser tan inocente como la nieve inmaculada.
Esta llamada a nuestros buenos sentimientos no dejó de surtir su efecto. Nobby cayó en sus brazos y lo arrulló tiernamente, y yo mismo tuve que convenir que había sido más víctima de pecado que pecador.
—Bien, todo esto está muy bien —dijo Boko, reanimado ya definitivamente—. Catsmeat y yo somos más o menos de la misma talla, de manera que puedo usar su disfraz. Hubiera preferido, desde luego, no tener que presentarme en el baile de East Wibley como miembro del Borstal Rovers, pero hay que hacerse cargo de que no es el momento de elegir. Sí, podré ponérmelo.
Hice observar algo que al parecer le había pasado inadvertido.
—Y yo ¿qué? Yo tengo que ir también, a fin de allanar tu camino con el tío Percy. Antes de acercarte a él es necesario que yo haya hablado mucho. Si no asisto a la orgía de East Wibley, más vale que te quedes en casa.
Mis palabras, como había supuesto, produjeron una marcada sensación. Nobby lanzó una especie de hipo ahogado, como un cachorro que se ahogase con un hueso de goma, y Boko confesó malhumorado que no había pensado en ello.
—Pues piensa ahora —dije—. O, mejor dicho —proseguí, al abrirse la puerta—, pregunta a Jeeves qué piensa respecto de este punto. Tendrá usted seguramente algo que proponer, ¿eh, Jeeves?
—¿Señor?
—Hemos tropezado con un obstáculo en nuestro camino, Jeeves. La voluntad de Dios nos ha dejado con un traje de menos —expliqué—, y estamos francamente desconcertados.
Colocó la bandeja sobre la mesa y escuchó con respetuoso interés el relato de los hechos.
—¿Puedo dar un corto paseo, señor —dijo cuando hube terminado—, y reflexionar sobre el problema?
—Ciertamente, Jeeves —contesté, ocultando cierto desengaño, porque había creído que nos daría la solución inmediatamente—. Dé usted el paseo que quiera. Nos encontrará aquí a su regreso.
Se marchó, y nosotros entablamos un desordenado debate en el cual la esperanza brillaba por su ausencia. Difícilmente podía escapar a la atención de tres agudas mentalidades como las nuestras el hecho de que lo que nos tenía más apurados era la cuestión de tiempo. Eran ya más de las cinco, lo cual dejaba fuera de lugar la idea de realizar otra pequeña excursión a la ciudad para hacer una segunda visita al establecimiento de Cohen Bros. Por celosos que sean en su profesión de suministrar ropa a la población, llega un momento en que estos mercaderes dan por terminada la jornada y cierran los postigos. Ni aun excediéndose del límite de velocidad que puede permitirse durante todo el camino, saliendo de Steeple Bumpleigh en aquellos momentos, podría un conductor llegar a tiempo de procurarse lo necesario. Cuando llegase allá, los Bros y su cuerpo de ayudantes se habrían retirado ya a sus respectivos domicilios para descansar con un buen libro en las manos.
Y en cuanto a poder conseguir en Steeple Bumpleigh algo que se asemejase a un disfraz, nos parecía que podía ser desechado. Al principio de esta crónica he dado una breve descripción de este villorrio; decía que era rico en casas de campo cubiertas de madreselvas y pueblerinos de mejillas sonrosadas, pero aquí terminaba todo. Sólo tenía una tienda, dirigida con pericia por mistress Greenlees, situada frente al abrevadero del pueblo; pero ésta, después de surtir a uno de cordel, peladillas rosadas, lonchas de beicon, latas de conserva y el Old Moore’s Almanac, había agotado sus reservas.
Por consiguiente, examinada en su totalidad, la situación parecía bastante complicada. Si les digo que la mejor proposición vino de Boko, y que ésta consistía en que me cubriese con un taparrabos, me embadurnara con betún y bailase la danza de un jefe zulú, comprenderán el escaso progreso constructivo que habíamos hecho cuando se abrió la puerta y Jeeves se halló de nuevo entre nosotros.
Hay algo en la mera aparición de este hombre, que usa el número nueve de sombrero, que raras veces deja de arrancar al espectador de las profundidades de la desesperación y lo induce a la acción. A pesar de que la razón nos decía que era imposible que hubiese trazado un plan que nos sacase del atolladero, lo acogimos con entusiasmo.
—¿Y bien? —dije.
—¿Y bien? —dijo Boko.
—¿Y bien? —dijo Nobby.
—¿Ha habido suerte, Jeeves? —pregunté.
Jeeves inclinó la cabeza.
—Sí, señor. Me siento feliz de poder afirmar que he encontrado la solución al problema al que se enfrentan.
—¡Caray! —exclamó Nobby, anonadada hasta la médula.
—¡Jo! —exclamó Boko en el mismo tono.
—¡Me deja usted pasmado! —articulé, ídem—. Conque sí, ¿eh? No lo hubiera creído posible. ¿Y tú, Boko?
—Desde luego que no.
—¿Y tú, Nobby?
—Jamás lo hubiera imaginado.
—Bien, pues ya lo veis. Así es Jeeves. Donde otros se limitan a fruncir el ceño y a mesarse los cabellos, él obra. Napoleón era igual.
Boko movió la cabeza.
—No puedes comparar a Jeeves con Napoleón.
—Es como poner una yegua debutante al lado de un purasangre —asintió Nobby.
—Napoleón tenía sus momentos felices —objeté.
—En una escala muy reducida, comparado con Jeeves —dijo Boko—. Nada tengo contra Napoleón, pero no me lo imagino presentándose a las cinco y media de la tarde en Steeple Bumpleigh y apareciendo diez minutos después con un disfraz para asistir al baile. Y esto, fijaos bien, es lo que ha realizado usted, ¿eh, Jeeves?
—Sí, señor.
—Bien, pues yo no sé lo que pensáis de esto, Bertie —dijo Boko—, pero a mí me parece sencillamente un milagro. ¿Dónde está el traje, Jeeves?
—Lo he dejado sobre la cama del dormitorio de míster Wooster, señor.
—¿Pero dónde diablos lo ha conseguido usted?
—Lo he encontrado, señor.
—¿Lo ha encontrado? ¿Por el suelo, quiere usted decir?
—Sí, señor. A la orilla del río.
No sé a qué se debió (tal vez a que nosotros, los Wooster, tenemos un poco más de rapidez mental que los demás hombres), pero, al oír estas palabras, una súbita, una horrible sospecha hirvió en mi interior como una fuerte dosis de sales efervescentes, que actuó sobre los centros nerviosos y convirtió mi sangre en hielo.
—Jeeves —balbuceé—, ese disfraz…, ese traje de que habla…, ¿qué es?
—Un uniforme de policía, señor.
Me desplomé sobre un sillón como si me hubiesen seccionado los miembros inferiores con una guadaña. La sospecha había estado bien fundada.
—Se me ha ocurrido después, señor, que podía pertenecer a míster Cheesewright, porque he observado que estaba agitándose en el agua no lejos de allí.
Me levanté del sillón. No es que fuese una cosa fácil de hacer, pero lo conseguí.
—Jeeves —dije, o quizá el mot juste sería decir que rugí—, ¡va usted a devolver en el acto ese maldito uniforme a su cochino propietario!
Boko y Nobby, que habían estado dándose palmaditas en la espalda al fondo de la habitación, se detuvieron a media palmadita y se quedaron mirándome, Boko como si no diera crédito a sus oídos y Nobby como si no pudiera creer lo que oía.
—¿Devolverlo? —gritó Nobby.
—¿A su cochino propietario? —aulló Boko—. Sencillamente, no te entiendo, Bertie.
—Yo tampoco —dijo Nobby—. Si hubieses sido un judío en el desierto, no habrías renunciado a tu plato de maná, ¿no es cierto?
—Exacto —dijo Boko—. Ahora, en la hora crítica, precisamente cuando el fracaso completo de todos nuestro sueños y esperanzas parecía ya mirarnos cara a cara porque no conseguíamos echar mano a un disfraz, el cielo nos manda una admirable indumentaria. ¿Y tú propones que debemos prescindir de ella? No te das cuenta de lo que dices. Reflexiona, Bertie.
Conservé mi frente de hierro.
—Ese uniforme —dije— volverá a su propietario por mensajero especial lo antes posible. Mi querido Boko, mi querida Nobby, ¿tenéis la más ligera idea de los amargos sentimientos hacia mí que yacen en el pecho de Stilton? Me ha confesado no hace media hora que su mayor deseo era pescar a Bertram delinquiendo. Si descubre que le he robado el uniforme, no podré esperar misericordia. Tres meses en la segunda división es lo menos que puedo esperar.
Nobby estuvo a punto de decir que tres meses pasan pronto, pero Boko se le adelantó.
—¿Por qué diablos tiene que descubrir algo? —dijo—. Nadie te propone que andes rondando por Steeple Bumpleigh un día y otro, vestido de uniforme. Lo usarás sólo esta noche.
Corregí su punto de vista.
—No lo usaré esta noche.
—¡Oh! ¿No? —gritó Nobby—. Bien, pues, en este caso, tampoco mostraré yo tu carta a Florence.
—¡Buena chica! —dijo Boko—. Bien hablado, luz de mi vida. Ríete de ésta, Bertie.
No lo intenté siquiera. Sus palabras me habían helado el espinazo. No creo que haya hombre más rápido que Bertram Wooster en darse cuenta de que alguien lo tiene agarrado por el cuello, y esta vez veía claramente qué era lo que me acababa de ocurrir. Por espantosos que fuesen los peligros que me amenazaban si aceptaba el horrible regalo de Jeeves, tenía que enfrentarme a ellos.
Un momento de lucha interna para poderme expresar, y tuve que inclinarme ante el destino.
—¡Buen muchacho! —dijo Boko—. Ya sabía yo que verías de dónde venía la luz.
—¡Bertie es siempre tan razonable! —exclamó Nobby.
—Una mente clarividente. Un cerebro equilibrado —asintió Boko—. Entonces, está todo arreglado, ¿no? Vienes al baile, donde, con ese traje, no puedes dejar de ser la estrella, y rondas por allí hasta que estés seguro de que el viejo Worplesdon ha tenido una satisfactoria entrevista con Clam. Si todo ha ido bien, lo agarras por la solapa y le dices cuatro cosas sobre mí. En cuanto veas que está a punto de caer, me haces una seña, yo aparezco, hago lo que falta, y tú te vuelves a casa satisfecho. Dudo que todo junto (tu papel, quiero decir) requiera más de media hora. Y ahora me parece que será mejor que le lleve un impermeable a Stilton. No dudo de que tenga otro uniforme en su casa, pero debe de querer llegar a ella sin suscitar comentarios. Aquí no puede uno pasearse desnudo por las calles. Eso está bien para la Riviera, pero, gracias a Dios, en Steeple Bumpleigh tenemos un código más estricto.
Se marchó, llevándose a Nobby, y yo me volví hacia Jeeves, quien durante este diálogo había permanecido absolutamente inmóvil, como un búho disecado, como es su costumbre cuando se encuentra entre gente que discute pero no ha sido invitado a mezclarse en la conversación.
—Jeeves… —dije.
—¿Señor? —respondió, volviendo a la vida de una manera deferente.
Yo no tenía pelos en la lengua.
—Bien, Jeeves —dije con expresión dura y fría—, ¿se da usted cuenta del embrollo? Gracias a usted me encuentro en el mayor enredo de mi agitada carrera. Mi posición, tal como la veo, es la del hombre que se ha llevado el cachorro favorito de una tigresa más que malhumorada y se ve obligado a conducirlo muy cerca del animal. No soy un hombre débil, Jeeves, pero cuando pienso en lo que puede ocurrir si Stilton me pesca embutido en su uniforme, se me agita mi rizada cabellera… ¿Cómo es aquella frase suya?
—Erizando cada uno de sus cabellos…
—Como púas, ¿verdad?
—Sí, señor. Como púas de un airado histrícido.
—Eso mismo… Y ahora que pienso en ello, ¿qué diantres es un «histrícido»?
—Un puerco espín, señor.
—¡Ah, un puerco espín! ¿Por qué no lo ha dicho usted enseguida? Me ha tenido preocupado todo el día. Bien, pues ésta es, Jeeves, como le digo, la posición en que me encuentro, y usted es quien me ha metido en ella.
—He obrado con motivo justificado, señor. Me pareció que era esencial que usted tomase parte en la fiesta de esta noche.
Comprendí su punto de vista. Los Wooster poseemos un gran espíritu. Nos retorcemos de dolor, pero somos justos.
—Sí —asentí con gesto malhumorado—, sé que su intención es buena. Y no dudo, en cierto modo, de que ha hecho usted lo más apropiado y juicioso. Pero no puede usted dejar de reconocer que es una situación espantosa. Un paso en falso, y Stilton se lanzará sobre mí, llamando a voz en grito a los jueces de paz para que me tengan una temporadita a la sombra. Y, además, ¿se le ha ocurrido a usted pensar que Cheesewright tiene como un metro más de pecho y unos veinte centímetros más de circunferencia craneal que yo? Vestido con su uniforme, y especialmente usando su casco, voy a parecer un personaje de los Keystone Kops. ¡Maldita sea! Preferiría ir de cochino Pierrot. Pero no creo que mis preferencias tengan gran importancia.
—Me temo que no, señor. «Pues has de saber, alocada juventud…». Perdón, señor. La expresión es de míster Bernard Shaw, no mía. «Pues has de saber, alocada juventud, que en la corteza de esta estrella mundial, el destino nos lleva a buscar nuestro bien primordial donde podemos y no donde queremos».
De nuevo comprendí su punto de vista.
—Exacto —respondí—. Sí, creo que hay que tragarse la amarga píldora. De acuerdo, Jeeves —añadí, apelando a toda la espléndida fortaleza de los Wooster—, vamos allá.