15

En el breve intervalo que transcurrió entre que Boko nos viese y se reuniera con nuestro pequeño grupo, estuve pensando en el pobre Clam y en lo diferente que debía de encontrar aquello a todo lo que él estaba acostumbrado.

He aquí uno de esos sólidos hombres de negocios que son el orgullo de los Estados Unidos, cuya vida es regular y plácida como la de una chinche en una manta. Durante mis visitas a Nueva York había conocido a docenas de ellos, de manera que podía imaginar sin esfuerzo en qué empleaba el día un hombre como Clam.

Levantarse temprano en su casa de Long Island. Bañarse. Afeitarse. Los huevos. Los cereales. El café. Ir a la estación. Tomar el tren de las 8:15. El cigarro. El New York Times. Llegada a la estación terminal de Pensilvania. El trabajo de la mañana. El almuerzo. El trabajo de la tarde. El cóctel. El tren de las 5:50. Regreso a casa. El beso a la esposa y a los niños. La caricia al perro. La ducha. El cambio de ropa. La bien ganada cena. La cama.

Y así todo el año, año de rutina para un hombre como Chichester Clam, exceptuando domingos y fiestas; y era un cálculo erróneo juzgarlo apto para las rudas emociones y las condiciones selváticas de Steeple Bumpleigh. Steeple Bumpleigh debía de ser para él una nueva sensación, preguntándose qué le había producido aquel golpe, como el hombre que, después de agacharse para coger un ramito de flores en una vía de ferrocarril, recibe al final de la espalda la arremetida del expreso de Cornualles. Mientras estaba sentado en el cobertizo de los tiestos escuchando los aullidos de Boko, debía de tener probablemente el convencimiento de que todo aquello era el Colapso de la Civilización, del cual sin duda había hablado tan a menudo en el Club de la Liga de la Unión.

A pesar de que el cielo estuviese cubierto de puntos de oro, era, como he dicho, una noche muy oscura, y resultaba difícil ver. No obstante, se podía percibir que Boko estaba satisfecho de sí mismo. Que la cosa era así lo demostraba el que empezase tranquilamente a llamar al tío Percy «mi querido Worplesdon», cosa que en sus momentos de calma no hubiera hecho ni por asomo.

—¡Ah, mi querido Worplesdon! —dijo después de mirar de cerca el rostro de mi pariente y haberlo identificado—. Conque también está usted levantado, ¿eh? Excelente, excelente… ¿Y Stilton también? ¿Y Jeeves? ¿Y Bertie? ¡Magnífico! Entre los cinco estaremos en condiciones de dominar al malvado. No sé si han oído lo que acabo de decir, pero he encerrado al ladrón en el cobertizo de los tiestos.

Dijo esto con el aire del hombre que se dispone a recibir las gracias de una nación, dando golpecitos al tío Percy en el pecho como para convencerlo de que era un hombre afortunado por tener a Boko Fittleworth velando día y noche por sus intereses. No me sorprendió ver el creciente resentimiento de mi pariente ante esta actitud.

—¿Quiere usted dejar de darme golpes, caballero? —gritó, enojado—. ¿Qué disparate es ese de los ladrones?

Boko pareció sorprendido. Se veía claramente que juzgaba que no era aquél el tono de la respuesta.

—¿Disparate, Worplesdon?

—¿Cómo sabe usted que ese hombre es un ladrón?

—Mi querido Worplesdon, ¿se metería en el cobertizo de los tiestos, a estas horas de la noche, alguien que no fuese un ladrón? Pero si necesita usted una prueba más, déjeme que le diga que acabo de pasar por delante de la ventana de la despensa y he observado que estaba cubierta por una hoja de papel de estraza.

—¿Papel de estraza?

—Papel de estraza. Es siniestro, ¿no?

—¿Por qué?

—Mi querido Worplesdon, esto prueba por completo las criminales intenciones de ese hombre. Acaso no esté usted enterado de ello, pero cuando uno de esos sujetos planea entrar en una casa y arramblar con su contenido, pega siempre un papel de estraza a un cristal de una ventana y después le arrea un puñetazo. Es el procedimiento normal. Los fragmentos del cristal se pegan al papel, y así puede entrar sin peligro de hacerse daño. ¡Oh, no, no, mi querido Worplesdon! No puede haber duda respecto de los culpables designios de ese granuja. Lo he pescado a tiempo. He oído a alguien que andaba por el cobertizo de los tiestos, me he asomado, vi una forma negra, y he cerrado la puerta con llave, dejándolo dentro y desbaratando todos sus planes.

Esta declaración provocó la aprobación profesional del despierto guardián de la ley.

—Buen trabajo, Boko.

—Gracias, Stilton.

—Has dado pruebas de una gran presencia de espíritu.

—Muy amable.

—Voy a detenerlo.

—Es lo que te iba a proponer.

—¿Lleva armas?

—No lo sé. Pronto lo averiguarás.

—No me importa que las lleve.

—Noble espíritu.

—Me voy corriendo.

—Eso es.

—Y lo desarmaré.

—Así lo esperamos. Sin duda alguna, eso esperamos. Sí, esperemos que todo vaya bien. En todo caso, ocurra lo que ocurra, tendrás la satisfacción de haber cumplido con tu deber.

Durante toda esta conversación, desde las palabras «Buen trabajo» hasta «tu deber», el tío Percy había estado dando muestras de la franca perturbación que experimentaría un gato sobre un ladrillo ardiente. Nadie podía censurarlo. Había invitado a J. Chichester Clam para una conversación pacífica, y la idea de un agente de policía saltando sobre él parecía bastante terrible. Es imposible llevar a término delicadas negociaciones cuando ocurren estas cosas. En medio del sufrimiento de su espíritu, comenzó de nuevo a decir «¿Cómo?», lo que indujo a Boko a apoyar de nuevo su dedo protector sobre su pecho.

—Está bien, está bien, mi querido Worplesdon —dijo Boko, dándole golpecitos como un pájaro carpintero—. No se preocupe por Stilton. Nada le pasará. Por lo menos, no lo creo. Puedo equivocarme, desde luego. En todo caso, le pagan para que corra estos riesgos. ¡Ah, Florence! —añadió dirigiéndose a la hija de la casa, que acababa de llegar envuelta en una bata y el cabello lleno de rulos.

Se veía claramente que Florence no era la muchacha tranquila y serena de siempre. Al hablar se notó la agitación de su voz.

—¡Déjate de Florence! ¿Qué ocurre aquí? ¿Qué significa todo este alboroto? Me han despertado unos gritos…

—He sido yo —dijo Boko, e incluso bajo aquella luz incierta vi que sonreía estúpidamente. Dudo de que en todo Hampshire pudiese encontrarse aquella noche una persona más satisfecha de sí misma. Se había metido firmemente en la cabeza que era un héroe popular, amado de todos, ignorando que la lectura favorita del tío Percy hubiera sido su nombre sobre una tumba. Todo aquello era verdaderamente entristecedor.

—Pues preferiría que no gritases. Es imposible dormir, si todo el mundo mete bulla por el jardín.

—¿Bulla? Estaba cogiendo a un ladrón.

—¿Un ladrón?

—Nunca dirás una palabra más exacta que ésa. Un bruto vagabundo desesperado, que puede ir armado hasta los dientes. Eso lo sabremos en cuanto Stilton lo haya agarrado.

—¿Pero cómo cogiste a ese ladrón?

—¡Ah, ahí está el truco!

—Quiero decir qué hacías aquí a estas horas de la noche.

Parecía que el tío Percy hubiese estado esperando a que llegase alguien e hiciera esta pregunta.

—Exacto —dijo, después de haber soltado un ronquido—. Es exactamente lo que quiero saber. La misma pregunta que yo iba a hacer. ¿Qué diablos hace usted aquí? No recuerdo haberle invitado a que infestase mis propiedades corriendo como un búfalo, chillando y turbando la paz y la tranquilidad. Supongo que posee usted un jardín propio. Si tiene usted que comportarse como un búfalo, hágalo allí. ¡Valiente idea encerrar gente en el cobertizo de los tiestos! ¡En mi vida he visto a una persona más entrometida!

—¿Entrometida?

—Sí, señor. Muy entrometida.

Boko estaba atónito. Se vio claramente que la imagen del pájaro picoteando la mano que lo alimenta cruzaba por su mente. Se estremeció un poco antes de hablar.

—¡Vaya! —dijo finalmente, cuando terminó de imitar el motor de una motocicleta—. ¡Vaya, pues que me aspen! ¡Vaya, diría! ¡Vaya, estoy atónito! Conque entrometido, ¿eh? ¿Es ésta la actitud que adopta? ¡Ah! No es que espere que me den las gracias, porque eso son cosas que se hacen por humanidad (con ligeros inconvenientes para uno, si se me permite mencionarlo), pero en estas circunstancias hubiera esperado por lo menos un poco de amabilidad. ¡Jeeves!

—¿Señor?

—¿Qué dijo Shakespeare acerca de la ingratitud?

—«Sopla, sopla, viento invernal; tu maldad no es tan grande como la ingratitud del hombre». Hace también una alusión a ella llamándola «demonio de corazón de mármol».

—¡Y no andaba tan equivocado! Vengo a rondar por esta casa como un ángel de la guarda, sacrificando mi sueño y mi placer a sus intereses. Sudo hasta los huesos deteniendo ladrones…

El tío Percy se volvió otra vez hacia él.

—¡Ladrones! Todo esto es una tontería. El hombre debe de ser probablemente algún caminante inofensivo que se ha refugiado de la tormenta en mi cobertizo de los tiestos.

—¿Qué tormenta?

—No importa qué tormenta.

—No hay tormenta alguna.

—¡Bueno, bueno!

—Es una noche magnífica. No hay el menor indicio de tormenta.

—¡Bueno, bueno! No hablamos del tiempo. Hablamos de este pobre desgraciado de mi cobertizo de los tiestos. He dicho que debe de ser algún inocente caminante, y me niego a perseguir a ese desgraciado. ¿Qué mal ha hecho? Todos los granujas de los alrededores han utilizado mi jardín como si estuviesen en casa. ¿Por qué no había de hacerlo él? Éste es el Hall de la Libertad, ¡maldita sea!, o por lo menos lo parece.

—Entonces, ¿no cree usted que sea un ladrón?

—No, no lo creo.

—Worplesdon, es usted un solemne asno. ¿Y el papel de estraza? ¿Y dónde deja usted la cola?

—¡Al diablo la cola! ¡Maldito sea el papel de estraza! ¿Y cómo se atreve usted a llamarme solemne asno? ¡Jeeves!

—¿Milord?

—Aquí tiene usted diez chelines. Tome y déselos a ese pobre individuo y que se marche. Dígale usted que se procure cena y una buena cama.

—Muy bien, milord.

Boko lanzó un aullido de desesperación, como una hiena contrariada.

—¡Jeeves!

—¿Señor?

—Cuando esté en la cama, arrópelo usted y póngale una bolsa de agua caliente.

—Muy bien, señor.

—Diez chelines, ¿eh? ¿Y cena? ¿Y una buena cama, además? Muy bien, se acabó —dijo Boko—. Me lavo las manos. Es la última vez que puede usted contar con mi ayuda cuando tenga ladrones en esta maldita casa. La próxima vez que vengan les daré palmaditas en el hombro y los ayudaré a apoyar la escalera.

Desapareció en la oscuridad, lleno de rencor, y no puedo decir que me sorprendiese. La manera en que se habían desarrollado los acontecimientos era capaz de llenar de rencor al más dulce de los hombres, sin contar con que se trataba de un joven autor lleno de temperamento, acostumbrado a visitar a los editores y a armar zafarrancho a la menor provocación.

Pero aun comprendiendo su punto de vista, me estremecí. Diré más aún: mi espíritu gruñía. El tierno corazón de los Wooster había quedado profundamente impresionado por el poco halagüeño desarrollo del verdadero amor Boko-Nobby, y había tenido la esperanza de que todo el galimatías de aquella noche hubiera culminado en un completo endulzamiento del tío Percy y la consiguiente aclaración de todo el embrollo.

En lugar de lo cual, aquel impulsivo escritor había perdido gran parte de su prestigio. Si la apuesta referente a la autorización de un tutor hubiera podido ser de cuatro a uno hasta entonces, difícilmente podía valorarse a partir de este momento por encima de cien a ocho, e incluso a esta cotización generosa dudo que hubiesen podido encontrarse clientes.

Estaba precisamente reflexionando sobre si sería oportuno que yo dijese una palabra tranquilizadora, y pensando que en general quizá fuera mejor que no, cuando de pronto llegó a mis oídos un apagado silbido, que pudo o no ser el grito de la más pequeña lechuza, y observé que algo indistinto pero aparentemente femenino aparecía por detrás de un árbol lejano. Todo parecía indicar que se trataba de Nobby, y, separándome del grueso del grupo, me dirigí hacia ella.

Mi suposición era exacta. Era Nobby, en salto de cama, pero sin rulos. Por lo visto, con el peinado que usaba no eran necesarios. Bullía de excitación, deseosa de saber las noticias de última hora.

—No quería unirme al grupo —dijo, después de haber cambiado los saludos de rigor—. El tío Percy me hubiera mandado a la cama. ¿Cómo ha ido la cosa, Bertie?

Es algo que arranca las fibras del corazón tener que darle malas noticias a una rosa temprana como ella, pero la penosa misión no puede ser eludida.

—No muy bien —respondí sombríamente.

Como había previsto, esta declaración produjo un efecto desastroso. Lanzó un aullido ahogado.

—¿No muy bien?

—No.

—¿Qué es lo que ha ido mal?

—Sería mejor preguntar qué ha ido bien. La empresa ha sido un fracaso desde el principio hasta el fin.

Volvió a lanzar un aullido y vi que me dirigía una de sus miradas desagradables y recelosas.

—Supongo que habrás fracasado desde el principio al fin, ¿no?

—Nada de eso. He hecho todo lo que un hombre es capaz de hacer. Pero ha habido una infortunada concatenación de circunstancias que han convertido lo que nosotros habíamos previsto como una escena nocturna de dos personas, en una aglomeración. Seguíamos agradablemente nuestro plan cuando los jardines y dependencias se han convertido en una masa enfurecida de tíos Percys, Jeeves, Stiltons, Florences y qué sé yo. Hicieron fracasar completamente nuestras esperanzas. Y siento tener que decirte que Boko no estuvo a la altura.

—¿Qué quieres decir?

—Estuvo llamando al tío Percy «mi querido Worplesdon». Es imposible llamar mucho rato «mi querido Worplesdon» a un hombre como él sin que ocurra algo. Sonaron palabras violentas, pocas de las cuales fueron pronunciadas por Boko. La escena, francamente penosa, terminó cuando Boko llamó «solemne asno» al tío Percy, giró sobre los talones y desapareció. Me temo que su posición haya descendido mucho.

Nobby permaneció meditabunda, y durante un momento estuve considerando la idea de darle unos golpecitos en la cabeza. Pero después de pensarlo me pareció inútil y abandoné la idea.

—Creí que podía confiar en que Boko no hiciese una imbecilidad más, por una vez —murmuró con rabia y despecho.

—Dudo de que alguna vez se pueda confiar en que un escritor no cometa una imbecilidad —respondí.

—¡Caray! ¡Le voy a echar una bronca por esto! ¿Hacia dónde se fue cuando giró sobre sus talones?

—Por allá.

—¡Espérame hasta que lo encuentre! —gritó, aullando como un sabueso enano, y se la llevó el viento.

Habrían transcurrido dos segundos, o quizá tres, cuando llegó Jeeves.

—Una noche agitada, señor —dijo—. He liberado a míster Clam.

—Me tiene sin cuidado Clam. Me importa un rábano. El que me preocupa es Boko.

—¡Ah, sí, señor!

—¡Qué idiota, ofender de ese modo al tío Percy!

—Sí, señor. Es lamentable que los modales de míster Fittleworth no fuesen más conciliatorios.

—Está hundido, si no encuentra usted una manera de solucionar esa ruptura de relaciones.

—Sí, señor.

—Encuéntrela, Jeeves.

—Sí, señor.

—Hable con él.

—Sí, señor.

—Estruje usted su cerebro al máximo para encontrar una solución.

—Muy bien, señor.

—Lo encontrará usted por allá, en medio de la noche silenciosa. Pero quizá no sea tan silenciosa, porque Nobby debe de estar diciéndole lo que piensa de él. Ronde usted por ahí hasta que oiga una voz de soprano, y allí los encontrará.

Se marchó, como deseaba, y yo comencé a andar de un lado para otro con el ceño fruncido. Llevaba ya cinco minutos así, cuando alguien apareció en el horizonte, y vi que era Boko, que regresaba al punto de partida.