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Cuando todo hubo terminado, cuando el peligro dejó de amenazar y los felices desenlaces fueron distribuidos a manos llenas; cuando nos dirigíamos a casa con nuestros sombreros ladeados sobre la cabeza, después de haber sacudido de nuestros neumáticos el polvo de Steeple Bumpleigh, confesé a Jeeves que hubo momentos durante los recientes acontecimientos en que Bertram Wooster, aun sin desfallecer, estuvo muy cerca de la desesperación.
—A un pelo, Jeeves.
—Indiscutiblemente, los acontecimientos se han desarrollado de manera francamente amenazadora, señor.
—No veía el menor rayo de esperanza. Tenía la sensación de que el pájaro azul que me ampara había arrojado la toalla y cesado en sus funciones. Y, no obstante, aquí estamos, Jeeves. Frescos como una rosa. Son cosas que hacen pensar…
—Sí, señor.
—Tengo una expresión en la punta de la lengua que creo resume la situación. Cuando digo una expresión, quiero decir una frase. Una sentencia. Un refrán. Lo que, según tengo entendido, se llama una cita. Algo acerca del júbilo que hacía algo.
—¿El júbilo llegó por la mañana, señor?
—¡Ha dado en el clavo, Jeeves! No será una de sus frases, ¿verdad?
—No, señor.
—Pues está muy bien —dije.
Y sigo creyendo que no puede haber mejor manera de meter en un estrecho espacio el resumen del superlamentable asunto de Nobby Hopwood, Stilton Cheesewright, Florence Craye, mi tío Percy, J. Chichester Clam, Edwin el Boy Scout y mi viejo amigo Boko Fittleworth; o sea, como probablemente lo denominarán mis biógrafos, el Horror de Steeple Bumpleigh.
Incluso antes de que ocurriesen los acontecimientos que me dispongo a relatar, el mencionado villorrio ocupaba uno de los primeros lugares en la lista de los sitios de los que había que mantenerse cuidadosamente alejado. No sé si han visto alguna vez uno de esos mapas en los que marcan un punto determinado con una cruz y debajo ponen: «Aquí hay dragones», o bien: «Ojo avizor con los hipogrifos». Pues bien, siempre he considerado que debería hacerse una gentil advertencia de este género referente a Steeple Bumpleigh a peatones y tráfico.
Es un lugar pintoresco, eso sí. No hay otro igual en todo Hampshire. Yace recostado, como creo es la frase, en medio de sonrientes prados y frondosos bosques, cerca de un riachuelo bordeado de sauces, y sería difícil arrojar un ladrillo sin alcanzar alguna casa de campo cubierta de madreselvas o a algún pueblerino de mejillas sonrosadas. Pero ya recordáis lo que dijo el poeta: «De nada sirve el encanto de un lugar si el hombre es vil», y el defecto de Steeple Bumpleigh era que en él se hallaba Bumpleigh Hall, el cual, a su vez, albergaba a mi tía Agatha y a su segundo marido.
Y cuando os haya dicho que este segundo marido no era otro que lord Percival Worplesdon, y que éste tenía con él a su hija Florence y a su hijo Edwin, este último tan pestilente y asqueroso como siempre, usando pantalones cortos caquis y pasándose el tiempo rastreando o como se llame lo que hacen los boy scouts, comprenderán por qué decliné siempre las invitaciones de mi viejo amigo Boko Fittleworth a visitarle en la coquetona residencia que poseía por aquellos pagos.
Tuve que mostrarme igualmente firme con Jeeves, que había insinuado repetidamente su deseo de que alquilase allí una casita durante los meses de verano. Al parecer, había mucha pesca en el río, y es un hombre que ama hasta la locura tirar del mordido anzuelo.
—No, Jeeves —me vi obligado a decirle—, por mucho que me duela oponer un obstáculo a sus inocentes placeres, no puedo correr el riesgo de caer en medio de esa banda de majaderos. La seguridad ante todo.
Y él contestó:
—Muy bien, señor.
Y así quedó la cosa.
Pero, entretanto, sin la menor sospecha por parte de Bertram, la sombra de Steeple Bumpleigh se iba acercando paulatinamente, hasta que llegó el día en que se arrancó la barba postiza y dio el zarpazo.
Cosa curiosa, la mañana en que ocurrió el mayor desastre era una de aquellas en que estaba completamente, incluso exuberantemente, de buen humor. Ni la más leve sospecha del apuro en que debía encontrarme metido vino a turbar mi perfecto bien être. Había dormido bien, me había afeitado bien, duchado bien, y acogí con potente grito de júbilo a Jeeves cuando entró a servirme mi café con arenques ahumados.
—¡Bienvenido sea, Jeeves! —dije—. Esta mañana estoy de buen humor. ¡Entone usted un canto a mi juventud! Me siento ágil y dispuesto a obrar, con el corazón pronto para cualquier destino, como dijo Tennyson.
—Longfellow, señor.
—O, si prefiere usted, Longfellow. No estoy con ánimo quisquilloso. Bien, ¿qué hay de nuevo?
—Ha venido miss Hopwood mientras usted aún dormía, señor.
—¡No! ¿De veras? Hubiera querido verla.
—La señorita quería entrar en la habitación del señor y despertarlo con una esponja mojada, pero la he disuadido. He considerado conveniente que su reposo no fuese turbado.
Aplaudí este celo canino, que mostraba un corazón generoso y una compostura feudal, pero no por eso dejé de lamentar un poco no haber visto a la joven pizpireta con la cual mis relaciones fueron siempre de mera camaradería. Zenobia («Nobby») Hopwood era la pupila del viejo lord Worplesdon, según creo se dice. Un amigo suyo, poco tiempo antes de cerrar el pico para siempre, unos años atrás, lo había nombrado tutor de su hija. No sé cómo se arreglan estas cosas —no hay duda de que deben redactarse documentos y ponerse firmas debajo de unas líneas de puntos—, pero sea cual fuere el procedimiento, el resultado final fue el que he dicho. Cuando la atmósfera se hubo aclarado, mi tío Percy era el tutor de Nobby.
—Conque la joven Nobby, ¿verdad? ¿Y cuándo ha caído por la gran ciudad? —pregunté. Porque, naturalmente, al ser pupila del tío Percy, se había unido a las fuerzas de Steeple Bumpleigh, y sólo rara vez venía a Londres.
—Anoche, señor.
—¿Va a estar mucho tiempo?
—Sólo hasta mañana, señor.
—Casi no vale la pena hacer el viaje por un día.
—Creo haber comprendido que ha venido porque su señoría deseaba que la acompañase.
Me estremecí un poco.
—¿Quiere decir que la tía Agatha está en Londres?
—Sólo de paso —contestó el honrado servidor calmando mis temores—. Su señoría está de paso para ir a cuidar al señorito Thomas, que ha contraído paperas en el colegio.
Se refería al hijo del primer matrimonio de mi anciana parienta, uno de nuestros más viles ciudadanos. Muchos jueces ecuánimes lo sitúan incluso más alto, en la Galería de Criminales de Inglaterra, que a su hermanastro Edwin. Me alegré de saber que tenía paperas y acaricié por un momento la esperanza de que se las contagiase a la tía Agatha.
—¿Y qué ha dicho Nobby?
—Lamentó verle tan poco estos tiempos, señor.
—Es un sufrimiento mutuo, Jeeves. Hay pocas amigas tan buenas como miss Hopwood.
—Manifestó que tenía la esperanza de verle pronto si usted iba a visitar Steeple Bumpleigh.
Negué con la cabeza.
—Descartada la cuestión, Jeeves.
—La señorita me dijo que los peces picaban asombrosamente en estos momentos.
—No, Jeeves. Lo siento. Ni aun cuando piquen como serpientes me acercaría yo a Steeple Bumpleigh.
—Muy bien, señor.
Hablaba sombríamente, y traté de aliviar la tensión pidiendo otra taza de café.
—¿Vino sola Nobby?
—No, señor. La acompañaba un caballero que habló como si fuese amigo de usted. Miss Hopwood lo llamaba Stilton.
—¿Un tío fuerte?
—Visiblemente bien desarrollado, señor.
—¿Con una cabeza como una calabaza?
—Sí, señor. Había en él, en efecto, cierta semejanza vegetal.
—Debía de ser un compañero de mis años mozos llamado G. d’Arcy Cheesewright. Con nuestra natural agudeza solíamos llamarlo Stilton.[3] Hace siglos que no lo veo. Vive en el campo, no sé dónde, y para alternar con Bertram Wooster es condición indispensable no moverse de la metrópoli. Es curioso que conozca a Nobby…
—Por las observaciones de la señorita he deducido que míster Cheesewright reside también en Steeple Bumpleigh.
—¿De veras? ¡Qué pequeño es este mundo, Jeeves!
—Sí, señor.
—No sé si alguna vez he visto otro tan pequeño —dije, y habría seguido profundizando en este tema si en aquel momento no hubiese sonado el teléfono lanzando sus órdenes imperativas y Jeeves no hubiera ido a contestar. A través de la puerta, que había dejado entornada, el oído percibía una buena cantidad de «Sí, milord…» y «Muy bien, milord…», que parecían indicar que hablaba con alguien de la vieja nobleza.
—¿Quién era? —pregunté cuando volvió a entrar.
—Lord Worplesdon, señor.
Me parece casi increíble, al mirar hacia atrás, que hubiese podido recibir aquella noticia sólo con una mediocre sorpresa. Es asombroso, digo, que no me diese cuenta entonces de la manera en que lo que podríamos llamar la nota Steeple Bumpleigh empezaba a entrometerse en mi vida como la niebla rastrera saturada de miasmas, y no temblase con todos mis miembros, preguntándome qué significaba aquello. Pero así fue. El significado de la cosa me pasó por alto y, como he dicho, la acogí con una exclamación de moderada sorpresa.
—La llamada era para mí, señor. Su señoría desea que pase por su despacho inmediatamente.
—¿Quiere verlo a usted?
—Ésa es la impresión que he sacado, señor.
—¿Ha dicho por qué?
—No, señor. Ha dicho solamente que el asunto era de considerable urgencia.
Reflexioné, pinchando pensativamente un arenque. Me parecía que no podía haber más que una solución.
—¿Sabe usted lo que pienso, Jeeves? Se encuentra en algún apuro y necesita sus consejos.
—Puede ser, señor.
—Apuesto a que es así. Debe de estar enterado de sus portentosas dotes. Es imposible que siga usted como hasta ahora, aportando su ayuda y consuelo a los necesitados, sin adquirir cierta reputación, aun cuando no fuese más que dentro del círculo familiar. Tome su sombrero y eche a correr. Estaré encantado de conocer la historia. ¿Qué día hace hoy?
—Sumamente clemente, señor.
—¿Sol y todo eso?
—Sí, señor.
—Lo esperaba. Por eso debo de encontrarme tan dispuesto. Creo que me iré también a tomar el aire. Dígame —añadí, porque sentía ciertos remordimientos de haber tenido que adoptar una actitud tan firme respecto de mi eventual viaje a Steeple Bumpleigh y quería llevar a su vida la alegría que mi negativa a dejarle enfrentarse con los peces de la región le había robado—, ¿puedo hacer algo por usted mientras esté fuera?
—¿Señor?
—Quiero decir que si le gustaría algún regalito.
—Es muy amable de su parte, señor.
—Nada. El límite es el cielo. Exponga su deseo.
—Bien, señor. Se ha publicado recientemente una nueva edición crítica de las obras del filósofo Spinoza. Puesto que el señor es tan generoso, la apreciaría sobremanera.
—La tendrá usted. Le será depositada en su puerta sin demora por una furgoneta. ¿Está usted seguro de haber entendido bien el nombre? ¿Spinoza?
—Sí, señor.
—No me parece probable, pero usted lo sabrá mejor. ¿Spinoza, eh? ¿Está en la Elección del Mes de la Sociedad del Libro?
—No lo creo, señor.
—Pues es el primer autor que oigo decir que no está. De acuerdo. Se lo mandaré a usted en el acto.
Y después de haber recogido mi sombrero, mis guantes y mi paraguas correctamente enrollado, salí a la calle.
Mientras me dirigía hacia la librería, mis pensamientos, como comprenderán fácilmente, se encaminaron de nuevo al sugestivo asunto del viejo Worplesdon. La cosa me intrigaba. Me era difícil imaginar en qué clase de enredo podía haberse metido un hombre como él.
Cuando, hará cosa de dieciocho meses, me enteré por fuentes bien informadas de que mi tía Agatha, durante muchos años viuda, o derelicta, como creo las llaman, estaba a punto de darle otro golpe al matrimonio, mi primera sensación, como era natural en aquellas circunstancias, fue de sincera piedad por el infortunado candidato designado que estaba a punto de subir al altar en compañía de mi tía, que, como saben, es de la raza de los que comen botellas rotas y presiden sacrificios humanos las noches de luna llena.
Pero cuando, al empezar a saber detalles, averigüé que el infeliz que había sacado la paja corta era lord Worplesdon, el magnate naviero, mi tierna conmiseración disminuyó considerablemente. La partida, pensé, no era desigual. Aun cuando con el transcurso del tiempo lo domase hasta el punto de conseguir que saltase a través de los aros, sabría ya lo que era una lucha.
Porque ese Worplesdon era un tipo duro. Lo conocía de toda la vida. Él fue quien, cuando tenía quince años —cuando los tenía yo, desde luego—, me encontró fumando uno de sus cigarros en el patio de los establos y me persiguió durante más de un kilómetro a través de terreno difícil con un látigo de caza. Y a pesar de que con el transcurso de los años nuestras relaciones han ido formalizándose, nunca he sido capaz de pensar en él sin que se me pusiera la piel de gallina. Si me daban a elegir entre él y un hipogrifo como compañero de paseo, elegiría sin dudarlo el hipogrifo.
No era fácil comprender cómo un hombre todo sangre y acero pudiese verse reducido a mandar un SOS a Jeeves, e iba pensando en la posibilidad de cartas comprometedoras en manos de rubias buscadoras de oro, cuando llegué a mi destino y me dispuse a dar mis órdenes.
—Buenos días, buenos días —dije—. Desearía un libro.
Desde luego, hubiera debido saber que es tonto pretender comprar un libro cuando se va a una librería. Sólo se consigue sorprender y asombrar al propietario. El apolillado librero que había avanzado para servirme, se puso en acción.
—¿Un libro, señor? —dijo, con mal disimulado asombro.
—Spinoza —contesté, especificando.
Esto lo hizo tambalearse.
—¿Ha dicho usted Spinoza, señor?
—Spinoza he dicho.
Parecía tener la sensación de que si seguíamos hablando de aquello el tiempo suficiente, de hombre a hombre, podríamos, finalmente, llegar a un acuerdo.
—¿No querrá usted decir La espina roja?
—No.
—¿No sería El alfiler envenenado?
—No.
—¿O bien Con el fusil y la cámara a través del desconocido Borneo? —preguntó, probando un tiro largo.
—Spinoza —repetí con firmeza. Era mi misión, y pensaba aferrarme a ella.
Suspiró un poco, como el hombre que siente que la situación ha ido demasiado lejos para él.
—Veré si lo tenemos en el almacén, señor. Pero quizá sea esto lo que usted pide. Dicen que está muy bien.
Se alejó, repitiendo «Spinoza» entre dientes de manera desolada, dejando en mi poder una cosa llamada La hoja espinosa.
Parecía muy tonto. La sobrecubierta mostraba una mujer con un rostro verde y oblongo oliendo un lirio purpúreo, y estaba a punto de arrojarlo lejos de mí y buscar aquel Alfiler envenenado, del cual me había hablado, cuando oí que alguien decía algo parecido a «¡Válgame Dios, Bertie!», y al volverme me di cuenta de que el grito animal procedía de una muchacha alta y de aspecto impresionante que se había acercado silenciosamente a mí.
—¡Válgame Dios, Bertie! ¿De veras eres tú?
Solté un agudo gemido y temblé como una comadreja sorprendida. Era la hija de lord Worplesdon, Florence Craye.
Y les diré por qué, al verla allí, gemí y temblé de la manera que he descrito. Lo digo porque si hay una cosa que detesto es ese género de narraciones en que la gente anda de un lado para otro, llevándose las manos a la cabeza y experimentando fuertes emociones, sin explicar lo que pasa hasta que el detective lo descubre todo en el último capítulo.
En una palabra: la razón por la cual la presencia de aquella muchacha me había producido la impresión que he descrito era que en una época habíamos estado prometidos para casarnos, y además tampoco hacía tanto tiempo. Y aun cuando todo terminó bien al final, por haberse roto el compromiso, con lo que pude salvarme del patíbulo a la hora crítica, todo aquello se había solucionado de milagro y mi recuerdo estaba fresco todavía. La mera mención de su nombre era suficiente para que necesitase en el acto dos tragos de alivio, de manera que pueden imaginarse fácilmente mi agitación al tropezar con ella en carne y hueso.
Aspiré una bocanada de aire y me encontré lo suficientemente reconfortado para soportar el diálogo.
—Oh, hola —dije.
No era gran cosa, desde luego, pero hice lo que pude.