21
No creo que mi aspecto fuese muy distinto del de los personajes de Edgar Allan Poe, porque la noticia recibida me había afectado profundamente. Si Madeline Bassett, convencida de que el corazón de Bertram Wooster era suyo desde hacía mucho tiempo, estaba dispuesta a entregarlo a mi demanda, decidiendo su opción, yo, como hombre sensible y de honor, debía aceptar la situación. El asunto no era de esos que se pueden arreglar con un breve nolle prosequi. Según todas las evidencias, la calamidad había caído sobre mí y, lo que es peor, para quedarse.
Sin embargo, por terrible que fuese la situación, no desesperaba de llegar a solucionarla. Un hombre de poca valía, en una circunstancia tan espantosa, hubiera renunciado a luchar. Pero la característica de los Wooster es precisamente la de no ser hombres de poca valía.
Para empezar, volví a leer la carta. No tenía la esperanza de que una segunda lectura me permitiese dar otro significado al contenido, pero, por lo menos, era una ocupación, mientras el cerebro trabajaba. Luego, para ayudar al trabajo cerebral, hice otra incursión hacia la macedonia de frutas, y le añadí un pedazo de tarta. Y estaba pasando al queso, cuando la máquina se puso en movimiento. Vi lo que debía hacer.
A la pregunta que torturaba mi mente: «Bertram, ¿puedes encontrar un remedio?», ahora podía contestar con seguridad: «Desde luego».
La gran dificultad, en estos casos, consiste en no perder la cabeza y quedarse tranquilo, procurando encontrar el hilo conductor. Una vez hallado éste, se sabe ya cómo proceder.
Aquí, el hilo conductor era Madeline Bassett. Ella había originado todo el embrollo rechazando a Gussie, y era natural que, antes de hacer algún movimiento para decidir y aclarar la cuestión, debía inducirla a revisar cuidadosamente sus ideas, y a aceptarlo nuevamente. Angela, entonces, volvería a estar en circulación, Tuppy se calmaría y todos podríamos comenzar a respirar de nuevo.
Decidí que, en cuanto acabase otra porción de queso, buscaría a miss Bassett y sería muy elocuente.
Y, en ese momento, ella se presentó. Era de prever que apareciera pronto, porque los corazones sufren, pero cuando hay una cena fría en el comedor, podemos estar seguros de que, tarde o temprano, allí acuden todos.
Su mirada, al entrar, estaba fija en el salmón mayonnaise, y ella, sin duda, se habría dirigido hacia aquel lado si yo, con la emoción de verla, no hubiese dejado caer una copa del néctar destinado a llevar un poco de sosiego a mi mente. Quedamos confusos; luego ella se volvió hacia mí, con las mejillas sonrojadas y los ojos más desorbitados que nunca.
—¡Oh! —dijo.
He experimentado que ayuda mucho en estas situaciones un poco de aparato escénico. Encuentren la manera de ocupar sus manos, y la batalla estará ganada a medias. Cogí un plato y me dirigí hacia ella.
—¿Un poco de salmón?
—Gracias.
—¿Con un poquitín de ensalada?
—Sí, gracias.
—¿Y para beber? Elija usted el veneno.
—Quisiera un poco de zumo de naranja.
Hizo el gesto de deglutir. No el zumo de naranja, que aún no tenía delante, sino los tiernos recuerdos que aquellas palabras despertaban en ella. Era como recordar los espaguetis al paladar de un italiano privado de ellos. Su rostro se volvió aún más colorado, la angustia se pintó en sus facciones y tuve la intuición de que ya no estaba en la esfera de la política práctica limitar la conversación a temas neutrales, insípidos, como el salmón hervido.
Me parece que ella debió de pensar lo mismo, porque en cuanto abrí la boca con un «Esto…», me contestó simultáneamente con un «Esto…», y la pareja de «Esto…» resonó en el aire.
—Lo siento.
—Perdón.
—Decía usted…
—Decía usted…
—No, siga, por favor…
—¡Oh, de acuerdo!
Me ajusté la corbata, según costumbre, cuando me hallo en compañía de muchachas, y dije:
—Refiriéndome a la suya, fecha de…
Ella se sonrojó de nuevo y, con temblorosa mano, cogió un tenedor.
—¿Recibió usted mi carta?
—Sí, recibí su carta.
—La entregué a Jeeves para que se la diese.
—Me la dio. Así la obtuve.
De nuevo imperó el silencio. Como ella era reacia a hablar, debía ser yo quien lo hiciese. En fin, uno de los dos tenía que decidirse. Era una situación demasiado necia: un hombre y una mujer que comían salmón y queso sin cambiar palabra.
—Sí, la he recibido.
—Comprendo, la ha recibido usted.
—Sí, la he recibido. Acabo de leerla y deseaba preguntarle, en cuanto la viera…, bueno, ¿de qué se trata?
—¿De qué se trata?
—Es lo que quería saber. ¿De qué se trata?
—Pero estaba claro…
—¡Oh, sí! Perfectamente claro. Muy bien expresado. Pero quiero decir… Bueno. Sí…, muy agradecido por tal honor…, pero… ¡qué diablos!
Ella había acabado el plato de salmón y lo dejó sobre la mesa.
—¿Macedonia de frutas?
—No, gracias.
—¿Un poco de tarta?
—No, gracias.
—¿Una tostada con algo pegajoso encima?
—No, gracias.
Cogió un pedacito de queso; yo descubrí un huevo duro en el que no había reparado antes. Luego dije: «Quería decir…», en el preciso instante en que ella decía: «Me parece que…». Y hubo otra colisión.
—Perdón.
—Lo siento.
—Continúe.
—No, continúe usted.
Con la mano que sostenía el huevo hice un ademán para indicar que le cedía la palabra. Y ella siguió:
—Me parece comprender lo que quiere usted decir. Está sorprendido.
—Sí.
—Y piensa en…
—Exacto.
—… míster Fink-Nottle.
—Desde luego.
—Le resulta difícil comprender mi conducta.
—Absolutamente.
—No me extraña.
—A mí, sí.
—Sin embargo, es muy sencillo.
Cogió otro trozo de queso. Parecían gustarle los trozos de queso.
—Es la mar de sencillo. Se lo aseguro. Quiero hacerle a usted feliz.
—Muy amable por su parte.
—Dedicaré el resto de mi vida a hacerle feliz.
—Un plan admirable.
—Eso, cuando menos, podré hacerlo. Pero… ¿puedo ser completamente sincera con usted, Bertie?
—¡Oh, claro que sí!
—Entonces debo decirle lo siguiente. Le quiero a usted. Me casaré con usted. Haré lo posible para ser una buena esposa. Pero mi cariño por usted jamás podrá ser la devoradora pasión que yo sentía por Augustus.
—Estaba precisamente reflexionando sobre eso. Aquí está el meollo de la cuestión. ¿Por qué no renuncia a la idea de unir su vida a la mía? Renuncie a ello. Usted está enamorada de Gussie…
—Ya no.
—¡Oh, vamos!
—No. Lo que ha sucedido esta tarde ha matado mi amor. La sombra de la fealdad ha caído sobre una hechura de belleza, y jamás podré volver a sentir por él el cariño de otros tiempos.
Por supuesto, entendí muy bien lo que quería decir. Gussie había arrojado el corazón a sus pies; ella lo había recogido y, en ese preciso momento, se había percatado de que él había estado bebido hasta las cejas todo el tiempo. A ninguna chica le gusta pensar que un hombre tiene que emborracharse por completo para declarársele. Eso hiere el orgullo de cualquiera.
No obstante, insistí.
—Pero ¿no piensa que ha podido cometer usted un error esta tarde, al juzgar el proceder de Gussie? Admitiendo que las apariencias puedan apoyar una teoría menos favorable, ¿quién es capaz de afirmar que no sufrió, sencillamente, una insolación? Suele suceder, ¿sabe? Sobre todo cuando hace calor.
Ella me miró y noté que estaba aplicando la vieja historia de los iris húmedos.
—Eso es digno de usted, Bertie. Le admiro.
—¡Oh, no!
—Sí, tiene usted un alma espléndida, caballerosa.
—En lo más mínimo.
—Sí. La tiene. Me recuerda a Cyrano.
—¿A quién?
—A Cyrano de Bergerac.
—¿El de la nariz?
—Sí.
No puedo afirmar que quedara muy satisfecho. Me toqué la nariz, a hurtadillas. Era, quizá, un tanto prominente, pero no como la de Cyrano. No me hubiera gustado que cualquier día se le ocurriera compararme con Jimmy «Narizotas» Durante.
—Él amaba, y sin embargo defendía la causa de otro.
—¡Oh, ahora entiendo!
—Por eso le quiero, Bertie. Es una cosa bella y grande. Pero su generosidad es inútil. Hay cosas que matan el amor. Jamás olvidaré a Augustus, pero mi amor ha muerto. Seré su mujer.
Era necesario ser amable.
—¡De acuerdo! —dije—. Muchas gracias.
Aquí el diálogo languideció y de nuevo permanecimos juntos comiendo en silencio trozos de queso y huevos duros. Había cierta inseguridad respecto de los movimientos que debían hacerse.
Afortunadamente, llegó Angela, interrumpiendo la conversación. Madeline Bassett le anunció nuestro compromiso, besándola, y le deseó que fuese muy feliz, mucho, con Gussie, y Angela dijo que seguramente lo sería, porque Gussie era un verdadero tesoro, y Madeline la besó de nuevo, y Angela la besó a ella, y, en suma, se desarrolló una escena tan eminentemente femenina que aproveché la ocasión para eclipsarme.
Y, en todo caso, necesitaba alejarme, porque había llegado el momento en que Bertie debía reflexionar, y reflexionar de veras.
Era el final para mí. Ni siquiera años antes, cuando inadvertidamente me comprometí con aquella terrible prima de Tuppy, Honoria, había experimentado hasta un punto tal la sensación de hallarme sumergido en un pantano hasta la cintura y tener que desaparecer sin dejar huella de mí. Vagué por el jardín, jadeando, con la tortura de un puñal hondamente clavado en mi pecho. Estaba en una especie de trance, imaginando mi vida con la Bassett siempre entre mis pies, cuando topé contra algo que hubiera podido ser un árbol pero que, en realidad, era Jeeves.
—Perdone, señor —dijo—, habría tenido que apartarme.
No contesté. Le miré en silencio. Verlo había despertado en mí nuevos pensamientos.
Aquí está Jeeves, reflexioné, aunque estaba convencido de que había perdido sus facultades y que ya no era la fuerza que fue, pero ¿no podía haberme equivocado? ¿No podía suceder que, enviándole de exploración, hallase un camino que me condujese a buen puerto sin dejar rastro de animosidad detrás de mí? Me confesé a mí mismo que era muy posible.
Después de todo, su cabeza seguía conservando la antigua prominencia posterior y en sus ojos no se había apagado la luz que los iluminara en otros tiempos.
Naturalmente, recordando lo que había sucedido entre nosotros, a propósito de la chaqueta blanca de botones dorados, no quería pedirle ayuda. Le consultaría, sencillamente. Pero, como me volvieron a la memoria algunas de sus precedentes victorias, como el caso Sipperley, el episodio de la tía Agatha y su perro McIntosh, y el asunto tan bien conducido del tío George y la sobrina de la tabernera, me sentí autorizado a ofrecerle, por lo menos, la oportunidad de acudir en ayuda de su joven señor en la hora del peligro.
Pero, ante todo, debía ponerse en claro una cosa.
—Jeeves —dije—. Debo decirle algo.
—¿Señor?
—Estoy metido en un embrollo, Jeeves.
—Lo siento, señor. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Naturalmente, si no ha perdido su energía. Dígame la verdad, Jeeves, ¿su cabeza sigue en forma?
—Sí, señor.
—¿Continúa comiendo pescado?
—Sí, señor.
—Muy bien. Pero antes de comenzar, hay que aclarar un punto. En el pasado, cuando lograba sacar a alguien de alguna leve dificultad, demostró frecuentemente una disposición a aprovecharse de mi gratitud para fines privados. Me refiero a aquellos calcetines color púrpura, por ejemplo, a los bombachos y también a los viejos botines etonianos. Con astucia consumada venía a mí en el momento en que estaba debilitado por el alivio y me inducía a librarme de ellos. Y ahora le digo que, aunque tenga éxito en esta ocasión, nada semejante habrá de suceder con mi chaqueta blanca.
—Muy bien, señor.
—En cuanto esté solucionada la cuestión, ¿no vendrá a pedirme que la tire?
—A buen seguro que no, señor.
—De acuerdo. En tal caso hablaré, Jeeves. Estoy prometido.
—Espero que sea usted muy feliz, señor.
—No diga tonterías. Estoy prometido con miss Bassett.
—¿De veras, señor? No sabía…
—Yo tampoco. Sin embargo, así es. La declaración oficial estaba en la carta que me trajo.
—Me extraña, señor…
—¿Cómo dice?
—Me extraña, señor, que el contenido de la carta fuera el que usted me dice. No me parecía que miss Bassett estuviera en una feliz disposición de ánimo cuando me la entregó.
—¡Ah, dista mucho de estarlo! No vaya a creer que desea realmente casarse conmigo. ¡Qué va! ¿No ve que se trata de una necia represalia que está convirtiendo Brinkley Court en un infierno para hombres y animales? ¡Al diablo con todas las represalias, es mi parecer!
—Sí, señor.
—Bueno, ¿qué podemos hacer?
—¿Cree usted que miss Bassett, a pesar de lo sucedido, sigue queriendo a míster Fink-Nottle, señor?
—Se muere de amor por él.
—En tal caso, señor, lo mejor será provocar una reconciliación entre ellos.
—¿Cómo? Vaya, veo que guarda silencio, enlazando los dedos.
—No, señor. Si enlazo los dedos, sólo es para ayudar a la mente.
—Continúe, pues.
—No es necesario, señor.
—¿Quiere decir que ya lo ha encontrado?
—Sí, señor.
—Me asombra, Jeeves. Hable, pues.
—Creo haberle ya expuesto esta idea anteriormente, señor.
—¿Cuándo?
—Debe usted recordar la noche de nuestra llegada, señor. Usted fue tan amable que me preguntó si tenía algún proyecto para reconciliar a miss Angela con míster Glossop, y yo me atreví a sugerir…
—¡Válgame Dios! ¡No será el cuento de la alarma contra incendios!
—Eso es, señor.
—¿Y aún sigue pensando en ello?
—Sí, señor.
Una prueba del terrible golpe recibido fue que, en vez de rechazar la propuesta con un sencillo «¡Bah!» o algo parecido, me puse a reflexionar para ver si encontraba algún lado bueno.
Cuando Jeeves me manifestó su intención de hacer sonar la alarma contra incendios, recordarán que yo, con rapidez y energía, la rechacé con un «¡Absurdo!», y recordarán también que consideré esta propuesta la prueba del quebrantamiento de una mente que, en otro tiempo, fue brillante. Pero ahora me parecía que tenía algunas probabilidades de éxito. Y es que había llegado al punto de intentar cualquier cosa, por absurda que fuera.
—Vuelva a explicármelo, Jeeves —dije, pensativo—. Recuerdo que me pareció un absurdo, pero tal vez se me escaparan algunos matices.
—Su crítica, señor, estribaba en que la idea se le antojaba demasiado enrevesada. Pero yo no lo creo así, señor. A mi modo de ver, los habitantes de la casa, al oír sonar la alarma contra incendios, se supondrán amenazados por algún grave peligro.
Asentí. Era fácil seguir el hilo del razonamiento.
—Sí. Eso me parece razonable.
—Y entonces míster Glossop se apresurará a salvar a miss Angela, mientras que míster Fink-Nottle procederá de la misma manera con respecto a miss Bassett.
—¿Está eso basado en la psicología?
—Sí, señor. Puede que recuerde usted que éste era un axioma del difunto detective creado por sir Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes: «El instinto de cada uno en el momento de alarma por incendio es el de salvar el objeto más querido».
—Me temo que corremos el gran peligro de que Tuppy se escape con un pastel de riñones. Pero resuma, Jeeves, resuma. ¿Cree que eso lo arreglará todo?
—Las relaciones entre las dos parejas deberían, sin duda, restablecerse en semejante ocasión, señor.
—Puede que tenga razón. Pero si nos ponemos a tocar la campana de alarma durante la noche, asustaremos a todo el servicio. Hay una doncella (Jane, me parece) que ya salta hasta el techo si nos topamos inesperadamente.
—Es una neurótica, señor. La he observado. Pero actuando rápidamente podremos evitar cualquier incidente. Todo el servicio, salvo monsieur Anatole, está en el baile de Kingham Manor esta noche.
—Es verdad. Eso le demuestra a qué condiciones estoy reducido. Dentro de poco olvidaré incluso mi nombre. Bueno, veamos. «¡Song!» hace la campana. Gussie corre y agarra a la Bassett. Aguarde. ¿Y ella no podría sencillamente bajar las escaleras?
—Usted no tiene en cuenta el efecto de una alarma repentina sobre el temperamento femenino, señor.
—Es cierto.
—Supongo que el impulso de miss Bassett será el de tirarse por la ventana.
—¡Oh, eso sería una catástrofe! No quisiera que acabase como un puré sobre el césped. Me parece que el punto flaco de su proyecto, Jeeves, radica en que acabaremos sembrando el jardín de cadáveres mutilados.
—No, señor. Sin duda recordará usted que el temor de míster Travers hacia los ladrones le indujo a poner gruesos barrotes en todas las ventanas.
—¡Oh, claro, es verdad! Me parece que todo está bien —dije, aunque todavía algo dudoso—. Puede que tenga éxito. Pero presiento que algo saldrá mal, si bien no estoy en condiciones de buscarle cinco pies al gato. Adoptaré su plan, Jeeves, aunque, lo repito, con algún titubeo. ¿A qué hora sugeriría que tocara la campana?
—No antes de medianoche, señor.
—Es decir, un poco después.
—Sí, señor.
—De acuerdo. Tocaré la campana a las doce treinta en punto.
—Muy bien, señor.