18

Florence era, sin duda alguna, presa de una violenta emoción. Temblaba ligeramente, como en las primeras fases de la parálisis, y su rostro, hasta donde pude juzgar por la velada visión que de él tenía, estaba pálido y desencajado, como la clara de un huevo duro.

—¡D’Arcy Cheesewright —dijo yendo directamente al grano— es el tipo más obtuso, idiota, limitado, imbécil, insoportable y déspota que hay!

Sus palabras me helaron el corazón. Me di cuenta del espantoso peligro. Debido a la infernal oficiosidad del joven Edwin, aquella calamidad había recibido, hacía sólo pocas horas, un hermoso broche de diamantes, ostensiblemente regalado por Bertram W., y ahora, encima de esto, acababa de tener una discusión con Stilton, tan sustancial que necesitó seis adjetivos para describirlo. Cuando una muchacha emplea seis adjetivos vejatorios para hacer el retrato de su amado, es que significa algo. Uno puede indicar que se trata de un contratiempo pasajero. Seis ya es más grave.

No me gustaba la manera en que se desarrollaban las cosas. No me gustaba en absoluto. Tenía la impresión de que debía de estar diciéndose: «Mira este cuadro y después mira este otro». Quiero decir, por una parte, un generoso y caballeresco donante de broches diamantinos, y, por otra, el tipo más obtuso, idiota, limitado, imbécil, insoportable y déspota que hay. Si ustedes fueran muchachas, ¿a cuál de los dos preferirían unir su suerte? Exacto.

Comprendí que no debía ahorrar esfuerzos en defender la causa de Stilton e inducirla a olvidar lo que él le había hecho y que la hacía andar jadeando como una asmática y soltando adjetivos a granel. Había llegado el momento de mostrarme más elocuente que nunca, arrojando aceite sobre las agitadas aguas con mano liberal, vaciando la jarra si era necesario.

—¡Oh, déjalo! —grité.

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso: «¡Déjalo!». Una especie de protesta, no sé si me entiendes.

—¿No estás de acuerdo conmigo?

—Creo que lo has juzgado mal.

—En absoluto.

—Stilton es un muchacho espléndido.

—No es nada de eso.

—¿No crees que pertenece al tipo de hombres que han hecho de Inglaterra lo que es?

—No.

—¿No?

—He dicho que no.

—Sí, es verdad. Lo has dicho.

—Es un vulgar cosaco.

Yo sabía que un cosaco era una de esas cosas que llevan los clérigos,[4] y me preguntaba en qué se parecía Stilton a esa prenda. Habría sido muy interesante profundizar en el tema, pero, antes de que pudiera hacerlo, Florence continuó:

—Ha estado de lo más incorrecto, no solamente conmigo, sino con mi padre, sólo porque éste no le dejó detener al individuo del cobertizo de los tiestos.

Una luz radiante brilló en mi cerebro. Sus palabras me lo habían aclarado todo. Si recuerdan bien, yo me había alejado del grupo StiltonFlorence-tío Percy en el momento en que éste acababa de poner el veto presidencial al plan policíaco de detener a J. Chichester Clam, y, por consiguiente, no pude oír los comentarios de Stilton. Éstos, evidentemente, debieron de ser sabrosos. Stilton, como he indicado, es un hombre de pasiones violentas, un hombre que, cuando está enfadado, no mide las palabras.

Mi mente volvió a los días de Oxford, cuando fui a remar y se enfadó tanto conmigo. Si lo que le había dicho al tío Percy tenía alguna remota analogía con sus observaciones de entonces referentes a mi barriga, comprendía que aquellas relaciones estaban inevitablemente comprometidas, y mi corazón sangraba ante tal perspectiva.

—Dijo que papá coaccionaba a la policía y que era a los tipos como él, groseramente faltos de deber cívico, a quienes se debía la creciente ola de criminalidad. Dijo que papá era una amenaza para la comunidad, y que sería directamente responsable si la mitad de la población de Steeple Bumpleigh era asesinada en su cama.

—¿No crees que lo dijo en broma?

—No, no creo que lo dijese en broma.

—Guiñando un ojo, quiero decir.

—No había en sus ojos el menor indicio de guiño.

—Quizá se te pasó por alto. Es una noche oscura.

—Por favor, no seas absurdo, Bertie. Tengo suficiente inteligencia para reconocer una vil demostración de mal humor cuando la veo. Su tono fue de lo más ofensivo. Mirando a mi padre como si fuese una especie de cucaracha, añadió: «¡Y usted se llama juez de paz! ¡Bah!».

—¿Cómo has dicho?

—¡Bah!

—¡Ah!

Empecé a sentir lástima por el tío Percy, hasta donde es posible sentir lástima por un hombre como aquél. Quiero decir, que es imposible no reconocer que no había sido una noche afortunada para el pobre tío. Primero, Boko con su «Mi querido Worplesdon»; después, Edwin con su palo de hockey, y luego Stilton con su «¡Bah!». Era una de esas noches que uno recuerda con un estremecimiento.

—Su conducta fue una revelación para mí. Había un lado brutal, inhumano, de su carácter, de cuya existencia jamás hasta ese momento había tenido la menor sospecha. Cuando comprendió que no podía detener a aquel hombre, mostró una furia que tenía algo verdaderamente horrible. Parecía una bestia feroz y maligna privada de su presa.

Veía claramente que el crédito de Stilton iba bajando de manera vertiginosa e hice cuanto pude por evitar la caída.

—Bien, pero eso demuestra celo, ¿no?

—¡Bah!

—Y el celo, si lo piensas bien, es lo que le procura el sobrecito semanal.

—No me hables de celo. Estuvo indignante. Y cuando dije que papá tenía razón, se volvió contra mí como un tigre.

A pesar de que en aquel momento, como pueden imaginar, me tambaleaba sobre mi base e iba siendo progresivamente presa del temor y la desesperación, no podía evitar admirar a Stilton por su intrépido valor. Las circunstancias se habían combinado para destruir casi todo lo que quedaba del que había sido un íntimo amigo de infancia, pero tenía que respetar a un hombre capaz de volverse contra Florence como un tigre. Difícilmente hubiera creído a Atila, rey de los hunos, capaz de hacerlo, ni aun en sus momentos de apogeo.

De todos modos, hubiera preferido que no lo hiciese. O que la voz de la prudencia le hubiera susurrado al oído. Era vital para mis intereses que aquella pareja continuase enamorada, y, no obstante, gran parte del hechizo había perdido ya el aroma del encanto. El amor es una planta delicada que necesita ser mimada y nutrida. Y esto es imposible si uno se vuelve hacia las muchachas como un tigre.

—Le dije que los pensadores ilustrados modernos sostienen hoy que el encarcelamiento no hace más que embrutecer al criminal.

—¿Y qué contestó?

—Dijo: «¿Ah, sí?».

—Y estuvo de acuerdo contigo.

—Nada de eso. Contestó en el tono más molesto que puedas imaginarte. «Sí, ¿eh?». Y yo contesté «Sí». Y entonces dijo una cosa respecto de los pensadores ilustrados modernos, que no puedo repetir.

Me pregunté qué pudo ser. Evidentemente debió de ser algo impresionante, porque se veía que le escocía todavía como un divieso en el cogote. Sus puños estaban crispados, y había empezado a dar golpes en el suelo con el pie, claro indicio de que su alma estaba extremadamente exacerbada. Florence es una de esas muchachas que considera a los pensadores ilustrados modernos una especie de compañero personal, y le hacen poquísima gracia las bromas a su costa.

Mi espíritu lanzó un gruñido. Tal como las cosas se iban desarrollando, esperaba de un momento a otro saber que había roto su compromiso.

Y eso es precisamente lo que me dijo.

—Desde luego, rompí mi compromiso inmediatamente.

A pesar de que, como he dicho, lo esperaba, pegué un salto.

—¿Que has roto tu compromiso?

—Sí.

—¡Oh! No debiste hacer eso.

—¿Por qué no?

—Stilton es un tipo extraordinario.

—No tiene nada de extraordinario.

—Debiste olvidar las crueles palabras que dijo. Hay que hacer concesiones…

—No te comprendo.

—Mira la cosa desde el punto de vista del pobre muchacho. Stilton, no debes olvidarlo, entró en la policía para subir rápidamente.

—¿Y qué?

—Pues bien, hay que tener en cuenta que los que están en la cumbre no hacen avanzar a los de abajo a menos que realicen algo tan espectacular que les corte la respiración haciéndoles exclamar: «¡Vaya tipo!». Durante semanas, meses quizá, ha vivido encerrado, como un águila en su jaula, en la espantosa legalidad de este lugar, esperando en vano encontrar incluso un perro sin collar o un borracho decente y desordenado sobre quien echar mano, y la súbita aparición del bandido debió de parecerle el maná del cielo. Debió de decirse: «Ahora es cuando haré sentir mi presencia». Y precisamente cuando se arremangaba y se disponía a aprovechar aquella magnífica oportunidad, llega el tío Percy y le echa el lazo al cuello. Naturalmente, perdió un poco la cabeza y habló con exceso de violencia. Pero nunca piensa lo que dice en momentos de exaltación. Tendrías que haber oído lo que me dijo en Oxford respecto de si sacaba la barriga mientras metía el remo. Hubieras creído que maldecía mi barriga y su contenido. Y, no obstante, pocas horas después estábamos cenando vis-à-vis en el Clarendon (consomé, rodaballo y chuletas de cordero, lo recuerdo bien), y era la amabilidad en persona. Verás como ahora es exactamente lo mismo. El remordimiento debe roerle ya las entrañas, y nadie lamenta más que él haber dicho cosas feas sobre los pensadores ilustrados modernos. Te ama apasionadamente. Eso es evidente. Lo sé. De modo que lo que te propongo es que vayas a su encuentro y le digas que todo está perdonado y olvidado. Sólo así podrás evitar cometer un error cuyo recuerdo te obsesionará durante años y años. Si le das la patada a Stilton, destrozarás tu vida para siempre. Es el hombre más puro que conozco.

Me detuve, en parte para tomar aliento y en parte porque creía haber dicho bastante. Permanecí inmóvil, esperando su respuesta, deseando tener a mano una pastilla para la garganta.

Ignoro qué reacción esperaba de su parte: acaso que bajase la cabeza y ver correr las lágrimas silenciosas, al filtrarse mis palabras en su organismo; quizá la declaración verbal del efecto que le había producido mi perorata. Lo que no me había esperado es que me besase, y con un apasionamiento que casi me tumbó de espaldas.

—¡Bertie, eres extraordinario! —Se echó a reír, cosa que yo no hubiera podido hacer aunque me hubiesen pagado bien—. ¡Eres tan quijotesco! Eso es lo que adoro en ti. ¡Nadie que te oyese creería que tu más intenso deseo es casarte conmigo!

Traté de decir algo, pero no pude. La lengua se me había enredado en la campanilla, y mi cerebro parecía paralizado. Experimentaba la misma sensación que debió de sentir Chichester Clam cuando, al cerrarse la puerta del cobertizo, oyó a Boko aullar estentóreamente; una sensación de pesadilla, de ser un juguete en manos del destino.

Pasó su brazo bajo el mío y comenzó a decirme, como la institutriz que enseña a un niño atrasado los rudimentos de la aritmética elemental:

—¿Crees que no lo he comprendido? Mi querido Bertie, no estoy ciega. Cuando rompí nuestro compromiso, supuse naturalmente que olvidarías, o quizá que estarías enojado y resentido y pensarías cosas muy malas de mí. Esta noche he comprendido lo equivocada que estaba. El broche que me has mandado fue lo que me abrió los ojos a tus verdaderos sentimientos. No tenías necesidad de hacerme un regalo, a no ser para hacerme saber que todavía me quieres. Y hacerme un regalo de ese absurdo valor… Desde luego, comprendí enseguida lo que tratabas de decirme. Todo se amoldaba tan bien a lo que habías dicho… Respecto de leer a Spinoza, por ejemplo. Me habías perdido, a tu juicio, pero seguías estudiando la buena literatura en mi honor. Y te encontré en aquella librería comprando mi libro. No puedes imaginarte cuánto me emocionó. Y como resultado de un encuentro casual, no has podido evitar venir a Steeple Bumpleigh a fin de estar más cerca de mí de nuevo. Y esta noche vienes hasta aquí para pasearte bajo mi ventana a la luz de las estrellas… No, es necesario que no haya entre nosotros más malos entendidos. Me felicito de haber comprendido a tiempo el significado de tus tímidas insinuaciones, y de que D’Arcy Cheesewright se haya revelado tal como es antes de que fuera tarde. Seré tu esposa, Bertie.

No parecía que pudiera responder otra cosa que: «¡Oh, gracias!». Lo dije, y la entrevista terminó. Me besó de nuevo, expresó su preferencia por una boda sencilla, sólo con algunos familiares y amigos íntimos, y se alejó.