8

Creo haberles hablado ya del joven Tuppy Glossop. Era el fulano —¿recuerdan?— que, fingiendo ignorar nuestra amistad de la infancia, apostó una noche en Los Zánganos a que yo no podría atravesar la piscina colgándome de las anillas. Aquello era un juego de niños para un hombre de mi agilidad. Cuando vio que yo, naturalmente, lo estaba logrando a la perfección, retiró hacia atrás la última anilla y me hizo caer en el agua vestido de etiqueta.

Si digo que no me ofendí por esa mala acción merecedora de calificarse de «delito del siglo», mentiría. Me ofendió profundamente y mi humor estuvo alterado durante varias semanas.

Pero ya saben cómo son estas cosas. Las heridas se curan. El sufrimiento remite.

No les oculto que, en caso de presentárseme la oportunidad, habría dejado caer de buena gana una esponja mojada sobre la cabeza de Tuppy desde cualquier punto elevado, le habría metido una anguila en la cama o algo parecido. Pero no le guardaba rencor. Quiero decir que, aunque gravemente ofendido, no me causaba placer alguno que la vida de ese tonto hubiese de quedar estropeada por la pérdida de una muchacha a la cual, estaba convencido de ello, seguía amando con locura.

Al contrario; estaba dispuesto, en cuerpo y alma, a intentar que se cerrase la brecha abierta en su amor, y a allanar nuevamente la vida a aquellos dos desesperados sin ilusión. Me parecía que aquel estado de ánimo debía traslucirse en las palabras que dije a la tía Dahlia; pero si hubieran visto la mirada llena de bondad y de conmiseración que le dirigí a Tuppy, mi generosidad les habría resultado aún más evidente.

Era una mirada suave, indagadora, y fue acompañada por el apretón de una mano mientras la otra se posaba amablemente sobre su hombro.

—Bien, Tuppy, viejo, ¿qué tal estás?

Mi piedad aumentó mientras pronunciaba estas palabras porque ninguna luz había brillado en sus ojos, ningún apretón había respondido a la presión del mío, en fin, no había aparecido en él ningún signo indicador de que quisiera lanzarse a una alegre danza primaveral a la vista del viejo amigo. Se había quedado allí, como un saco de arena. Recordando una frase que Jeeves dijo a propósito de Pongo Twistleton cuando intentó dejar el tabaco, diré que la melancolía se había apoderado de él. Naturalmente, eso no me extrañaba. Dadas las circunstancias, un poco de tristeza era muy comprensible.

Soltando su mano, dejé de darle golpecitos en el hombro y le ofrecí un cigarrillo.

Lo cogió lentamente.

—¿Estás aquí, Bertie?

—Sí, estoy aquí.

—¿De paso o para quedarte?

Reflexioné un instante. Quizá, durante la mitad del tiempo necesario para encender una cerilla, pensé decirle que había llegado a Brinkley Court con la expresa intención de congraciarle nuevamente con Angela, de atar varios cabos, etcétera. Pero pensé en el acto que, en resumidas cuentas, más valía no echar a los cuatro vientos mi intención de considerarles, a él y a Angela, como dos instrumentos de cuerda sobre los cuales se podía improvisar una tocata. Mi sentido común me advertía que aquello podría desagradar a las personas afectadas.

—Depende —contesté—. Puede que continúe. Mis planes aún no están bien definidos.

Hizo un signo de asentimiento, como una persona por completo indiferente a lo que pueda ocurrir, y continuó mirando vagamente hacia el jardín iluminado por la luz del sol poniente. En conjunto, Tuppy se ha asemejado siempre un poco a un bulldog, y en aquel momento se asemejaba extraordinariamente a uno de esos bellos animales, en el instante en que le niegan un trozo de tarta. No era difícil para un hombre de mi discernimiento adivinar en qué estaba pensando, y sus siguientes palabras acerca del fúnebre asunto no provocaron en mí extrañeza alguna.

—Supongo que estarás enterado de lo sucedido entre Angela y yo.

—Sí, viejo amigo.

—Nos hemos peleado.

—Lo sé; una leve disonancia en el tema «en re» Tiburón y Angela.

—Sí; supuse que debió de ser un inocuo rodaballo.

—Eso, en efecto, me dijo mi informador.

—¿Es decir?

—La tía Dahlia.

—¿Te habló mal de mí?

—¡Oh, no! Prescindiendo de que en un determinado momento te llamó «el maldito Glossop», estuvo, a mi modo de ver, muy moderada en sus expresiones; sobre todo considerando que en otros tiempos practicaba la caza con indómita energía. A pesar de todo, me ha dado a entender, si no te molesta que lo repita, que hubieras podido portarte con más tacto.

—¿Tacto?

—Y he de añadir que estoy perfectamente de acuerdo con ella. Por tu parte, Tuppy, no fue gallardo ni amable quitar de esa manera todo el encanto a la aventura del tiburón de Angela. Debiste comprender que el tiburón le era indispensable. ¿No comprendes qué conmoción debió de sufrir la pobre muchacha al oír que el hombre amado lo definía como un rodaballo?

Vi que estaba luchando con una poderosa emoción.

—Y ¿qué hay de mi versión del asunto? —preguntó con voz apagada.

—¿De tu versión?

—No supondrás —dijo Tuppy con vehemencia creciente— que yo habría calificado aquel maldito tiburón de rodaballo, y en realidad debía serlo, sin tener sólidas razones. Me indujo a afirmarlo el hecho de que Angela, esa insolente, estuvo realmente ofensiva. Y quise vengarme un poco.

—¿Ofensiva?

—Enormemente ofensiva; por el mero hecho de haber preguntado, sólo para mantener viva la conversación, qué nos daría Anatole para el almuerzo, contestó que yo era demasiado prosaico y que no debía estar pensando siempre en la comida. ¡Prosaico, un rábano! ¡Yo soy muy espiritual!

—De acuerdo.

—¿Te parece un agravio preguntar qué nos serviría Anatole para almorzar?

—¡Claro que no! Era justo y habitual tributo de respeto hacia el gran artista.

—Exactamente.

—No obstante…

—¿Qué?

—Me parece lastimoso que el frágil barquito del amor haya de encallarse de esta manera, cuando con pocas y sentidas palabras…

Me miró abriendo mucho los ojos.

—¿No irás a aconsejarme que me arrodille a sus pies?

—Sin embargo, sería conveniente, amigo mío.

—Ni soñarlo.

—Pero, Tuppy…

—No, no lo haré.

—Pero tú la amas, ¿verdad?

Había tocado el punto sensible; se tambaleó visiblemente y su boca se contrajo… ¿Era realmente un alma torturada?

—No voy a decir ahora que no amo a esa tontuela —dijo conmovido—. Al contrario, la amo apasionadamente. Pero eso no me impide creer que necesita una zurra.

¡Eso era demasiado para un Wooster!

—¡Tuppy, viejo!

—Es inútil que digas: «¡Tuppy, viejo!».

—Bueno; pues yo te digo, Tuppy, viejo, que tu tono es ofensivo. Me pone la piel de gallina. ¿Dónde está el noble y viejo espíritu caballeroso de los Glossop?

—Deja en paz el «noble y viejo espíritu caballeroso de los Glossop». ¿Dónde está el suave y femenino espíritu de las Angelas? ¡Decirle a un individuo que le está saliendo una doble papada!

—¿Eso dijo?

—Sí.

—¡Oh, bueno! ¡Las muchachas son muchachas! Olvida, Tuppy, ve a verla y haced las paces.

Meneó la cabeza.

—No, es demasiado tarde. Se han hecho unas observaciones sobre mi físico que no es posible olvidar.

—Pero, Tuppy…, sé justo. También tú una vez le dijiste que su sombrero nuevo la hacía parecerse a un pequinés.

—La hacía realmente parecerse a un pequinés. No era una vulgar mentira. Era una crítica que tenía una finalidad lógica y profunda: la de que no hiciera el ridículo en público. En cambio, acusar falsamente a un hombre de que jadea cuando sube las escaleras es una cosa muy diferente.

Comenzaba a darme cuenta de que la situación requería todo mi tacto y toda mi ingeniosidad. Para que un día las campanas pudiesen repicar en una boda en la iglesia de Market Snodsbury, Bertram tenía que obrar muy avisadamente. Por la conversación con la tía Dahlia comprendí que había habido un intercambio de verdades entre las partes contrarias, pero no creí que las cosas hubiesen podido llegar a un extremo tan avanzado.

El pathos del asunto me electrizó. Tuppy había admitido claramente que el amor continuaba viviendo en su corazón, y yo estaba convencido de que, aun después de lo pasado, Angela le amaba todavía. En aquel momento, probablemente, puede que ella deseara romperle una botella en la cabeza, pero yo habría apostado a que en la intimidad de su ser subsistían el antiguo cariño y la antigua ternura. El orgullo herido mantenía alejado aún a los dos novios, y me parecía conveniente que Tuppy diera el primer paso.

Hice otra tentativa.

—Angela está muy afectada por todo lo sucedido, Tuppy.

—¿Cómo lo sabes? ¿La has visto?

—No, pero estoy seguro de que lo está.

—Viéndola, nadie lo diría.

—Lleva una máscara, sin duda. Eso hace siempre Jeeves cuando le impongo mi autoridad.

—Cuando me ve, frunce la nariz como si yo fuese algo repugnante.

—Pura máscara. Estoy convencido de que todavía te quiere y de que bastaría con una palabra amable por tu parte.

Me convencí de que le había conmovido. Era evidente que estaba luchando con diversos sentimientos. Pegó un puntapié a la hierba y, al hablar, se percibía en su voz un ligero temblor.

—¿Lo crees de veras?

—Absolutamente.

—Hum…

—Si fueras a verla…

Meneó la cabeza.

—No, sería fatal. Sería la ruina de mi prestigio. Conozco a las mujeres. Si te arrastras a sus pies, la mejor te clava el tacón en el cuello —observó—. El único medio sería hacerle comprender indirectamente que estoy dispuesto a iniciar las negociaciones. Quizá sería conveniente que suspirara un poco cuando la viera. ¿Qué te parece?

—Podría pensar que resoplas.

—Es verdad.

Encendí otro cigarrillo y reflexioné sobre el asunto. Y, de golpe y porrazo, como nos sucede a nosotros, los Wooster, tuve una idea. Recordé el consejo que le había dado a Gussie, a propósito de las salchichas y el jamón.

—¡Ya lo tengo! Un medio infalible para demostrarle el amor a una mujer, un medio para hacer las paces después de una pelea. Esta noche no comas nada durante la cena. Verás qué impresión le produce. Ella conoce perfectamente tu debilidad por la comida.

Él se disparó.

—¡Yo no siento ninguna debilidad por la comida!

—No, no.

—¡Absolutamente ninguna!

—De acuerdo. Quería decir que…

—Esa historia de mi glotonería tiene que acabar —dijo Tuppy con ardor—. Soy joven, sano y tengo buen apetito, pero eso no quiere decir que sienta debilidad por la comida. He de admirar a Anatole como un maestro en su profesión y encuentro de mi gusto todo lo que sirven en la mesa. Pero que tú digas que siento debilidad por la comida…

—Está bien. Está bien. Quiero decir que cuando Angela vea que dejas la cena intacta, comprenderá que tu corazón sufre y será la primera, quizá, en ir a tu encuentro.

Tuppy tenía una expresión tétrica y pensativa.

—¿Dices dejar intacta la cena?

—Sí.

—¿Dejar un plato de Anatole?

—Sí.

—¿Dejarlo sin probar?

—Sí.

—Oye, entendámonos bien. Cuando esta noche, durante la cena, el criado me ofrezca un ris de veau à la financière o cualquier otro manjar recién salido de las manos de Anatole, ¿he de rechazarlo, sin probarlo?

—Sí.

Se mordió un labio. Se veía la lucha que se desarrollaba en su interior. Luego una luz iluminó su rostro. Igual debía de sucederles a los antiguos mártires.

—Está bien.

—¿Lo harás?

—Sí.

—De acuerdo.

—Será, naturalmente, un sufrimiento horrendo.

Señalé el lado positivo.

—Durará sólo un momento. Por la noche podrás correr abajo y meter mano en la despensa.

Se animó.

—Es verdad. ¿Crees que podré hacerlo?

—Estoy seguro de que encontrarás algún plato frío.

—Habrá algún plato frío —dijo Tuppy con alegría siempre creciente—. Un pastel de carne y riñones. Nos lo han servido hoy durante el almuerzo. Uno de los mejores hallazgos de Anatole. Lo que más admiro en ese hombre —dijo Tuppy con reverencia—, y lo admiro de un modo realmente superlativo, es que, aun siendo francés, no se limita, como muchos otros chefs, exclusivamente a los platos franceses, sino que siempre está dispuesto a preparar algún sabroso y sencillo plato inglés, como el pastel del que te he hablado. Un pastel verdaderamente de maestro, y si ha sobrado más de la mitad, vamos bien.

—Pero, durante la cena, ayunarás como hemos convenido, ¿verdad?

—Haré exactamente lo que hemos dicho.

—Entonces, quedamos de acuerdo.

—Es una idea excelente. Una de las mejores de Jeeves. Dile, cuando le veas, que le estoy muy agradecido.

El cigarrillo se me cayó de los dedos. Fue como si alguien hubiese golpeado el rostro de Bertram Wooster con una bayeta mojada.

—¡No vayas a creer que este proyecto ha sido inspirado por Jeeves!

—¡Naturalmente que sí! Es inútil que intentes engañarme, Bertie. Una estratagema como ésa no se te hubiera ocurrido ni en un millón de años.

Hubo una pausa. Me erguí en toda mi estatura. Luego, viendo que Tuppy no me miraba, me encogí de nuevo.

—Vamos, Glossop —dije fríamente—. Es hora de vestirse para la cena.