12

No sé si a ustedes les sucede lo que a mí. Cuando me encuentro ante un problema que me preocupa, a menudo un buen sueño me trae la solución por la mañana.

Eso me sucedió también en la presente ocasión.

Los que estudian estas materias dicen que es un hecho derivado del subconsciente. Y acaso tengan razón. No puedo asegurar que tenga un subconsciente, pero probablemente lo tengo, sin saberlo, y no hay duda de que debió de trabajar asiduamente mientras el cuerpo de Bertram Wooster dormía sus ocho horas.

Porque, en cuanto abrí los ojos por la mañana, vi la luz del sol. Y, fíjense bien, no me refiero a la luz verdadera del sol, porque lo natural es verla, no: vi que todo se aclaraba. Mi buen amigo, el subconsciente, me lo explicó todo y, a las claras, distinguí lo que era necesario hacer para incluir a Gussie Fink-Nottle entre los Romeos en activo.

Si tienen algún tiempo disponible, quisiera que repasaran la conversación que sostuve con él la noche anterior, en el jardín. No en lo que respecta al paisaje crepuscular, sino en la conclusión de nuestro discurso. Recordarán que, al asegurarme que jamás había probado el alcohol, moví la cabeza, temiendo que pudiera faltarle gran parte de la fuerza necesaria para hacer su petición a la muchacha.

Los acontecimientos, desgraciadamente, me dieron la razón.

Al ponerse a prueba, únicamente con zumo de naranja en el estómago, se encontró completamente desarmado. En una situación que requería palabras apasionadas que traspasaran de parte a parte el corazón de la joven, como un hierro candente atraviesa medio kilo de mantequilla, no llegó a pronunciar ni una sílaba que pudiese ruborizar las mejillas de la recatada doncella, y, en cambio, dio una profunda pero completamente inútil conferencia sobre las salamandras.

Era imposible pensar que una romántica jovencita pudiese ser conquistada con esa táctica. Para poder llegar a una solución, era necesario que Augustus Fink-Nottle se viese impelido a desechar aquellas estúpidas reminiscencias del pasado, y debía ser un Fink-Nottle enérgico y confiado el que se encontrase con miss Bassett al iniciarse el segundo asalto.

Sólo así el Morning Post podría cobrar los diez chelines, o algo semejante, por la publicación del anuncio de la próxima boda.

Llegado a esta conclusión, el resto me pareció muy fácil. Y cuando Jeeves entró con el té, había perfeccionado mi plan en todos los detalles. Estaba a punto de hablarle de ello, es decir, ya había dicho: «Oiga, Jeeves», cuando me interrumpió la llegada de Tuppy.

Entró con expresión distraída y me dio pena comprobar que una noche de reposo no había mejorado el aspecto del infeliz. Incluso parecía aún más corroído por los gusanos que la última vez que le vi. Para formarse una idea de lo que parecía Hildebrand Glossop en aquel momento, imagínense ustedes a un bulldog que, después de ser tratado a puntapiés, ve cómo un gato le roba su comida.

—Por el amor de Dios, Tuppy —exclamé, impresionado—. Pareces un alma en pena.

Jeeves se deslizó fuera, con ese modo suave y particular suyo lleno de tacto, e invité al otro a que tomara asiento.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté.

Echó anclas en la cama y comenzó a juguetear con la manta, en silencio. Luego dijo:

—He pasado por un infierno, Bertie.

—¿Por un qué?

—¡Por un infierno!

—¡Oh, un infierno! ¿Y por qué fuiste allá abajo?

Se quedó callado, mirando fijamente hacia delante con ojos sombríos. Vi que observaba una fotografía del tío Tom, en una especie de uniforme masónico, posada sobre la repisa de la chimenea. Durante varios años yo había intentado razonar con la tía Dahlia a propósito de aquella fotografía, proponiéndole dos soluciones: a) Quemarla; b) Si realmente tenía mucho interés en conservarla, darme otra habitación cuando fuese a hospedarme en su casa. Pero siempre se había negado a complacerme. Decía que las cosas continuarían como estaban y que aquella fotografía encerraba una lección útil, enseñándome que no estamos en el mundo sólo para gozar y que la vida tiene también su lado triste.

—Si te molesta, vuélvela hacia la pared, Tuppy —dije amablemente.

—¿Eh?

—Esa fotografía del tío Tom ataviado de músico mayor.

—No he venido para hablar de fotografías: he venido en busca de consuelo.

—¡Y lo tendrás! Apuesto a que te atormentas por Angela. Pero no temas. Tengo otra idea para conmover a esa tonta. Te aseguro que te abrazará llorando antes de la puesta del sol.

Emitió una especie de ladrido.

—¡Imposible!

—Vamos, Tuppy, verás como todo se arregla. Estaba precisamente empezando a exponerle mi proyecto a Jeeves cuando tú has entrado. ¿Quieres oírlo?

—No quiero oír nada de tus estúpidos proyectos. De nada sirven. ¡La he perdido! Se ha enamorado de otro y no puede verme ni en pintura.

—¡Idioteces!

—¡No son idioteces!

—Te aseguro, Tuppy, como conocedor que soy del corazón de las mujeres, que Angela todavía te ama.

—No es la impresión que me dio en la despensa anoche.

—¡Oh! ¿Fuiste a la despensa anoche?

—Sí.

—¿Y Angela estaba allí?

—Sí. Y también tu tía. ¡Y tu tío!

No cabía duda de que necesitaba una aclaración. Todo aquello era completamente nuevo para mí. Había estado muchas veces en Brinkley Court, pero jamás pude sospechar que la despensa fuese un centro de reuniones. Por lo visto se había convertido en un bar o en una pista de carreras.

—Cuéntame las cosas a tu manera —dije—. Sin omitir el más mínimo detalle, aunque te parezca superfluo. Uno nunca sabe la importancia que puede adquirir un detalle, por insignificante que sea.

Inspeccionó la fotografía con expresión lúgubre.

—Está bien —dijo—, he aquí lo sucedido. Ya conoces mi preferencia por ese pastel de riñones.

—¡Claro!

—Hacia la una de la madrugada pensé que había llegado el momento oportuno. Salí de puntillas de mi habitación y me encaminé hacia la despensa. Me parecía que el pastel me llamaba.

Asentí. Sé que los pasteles producen ese efecto.

—Llegado a la despensa, lo saqué. Lo puse sobre la mesa. Encontré cuchillo y tenedor. Cogí sal, mostaza y pimienta; también había unas patatas frías: las cogí, y estaba empezando a comer, cuando oí un rumor. Era tu tía, en bata azul y amarilla.

—Embarazoso.

—En el grado máximo.

—Supongo que no sabrías hacia dónde mirar.

—Miraba a Angela.

—¿También estaba ella, con mi tía?

—No, compareció con tu tío un minuto o dos después. Él llevaba un pijama violeta y una pistola. ¿Nunca has visto a tu tío en pijama y con pistola?

—Jamás.

—No te has perdido mucho.

—Dime lo de Angela, Tuppy —dije, ansioso de tranquilizarme—. ¿Se suavizaron un poco sus ojos, al mirarte?

—No me miró a mí. Miró al pastel.

—¿No dijo nada?

—Enseguida no. Tu tío fue el primero en hablar; le dijo a tu tía: «Por el amor de Dios, Dahlia, ¿qué haces aquí?». Y ella contestó: «Puesto que en ello estamos, ¿qué haces tú, mi alegre sonámbulo?». Tu tío contestó que al oír unos ruidos pensó que había ladrones en la casa.

Lo comprendía todo a la perfección. Desde que fuera hallada abierta la ventana de las caballerizas, el año en que fue descalificado Shining Light en el Cesarewitch, el tío Tom sufría con respecto a los maleantes unas reacciones violentas. Todavía recuerdo la emoción experimentada durante una de mis visitas, cuando intenté sacar la cabeza para respirar un soplo de aire campestre a través de las rejas que había en la ventana. Poco faltó para que me rompiera la crisma contra una especie de parrilla de hierro, como existen en las prisiones medievales.

—«¿Qué clase de ruidos?», preguntó tu tía Dahlia. «Ruidos extraños», dijo tu tío. Entonces Angela, esa tontuela, observó con voz dura y colérica: «Habrá sido míster Glossop al comer». Y me miró. Era la mirada de asombro y desagrado de una mujer toda espiritualidad dirigida a un hombre gordo que trasiega ruidosamente la sopa, en el restaurante. Era una de esas miradas que nos producen la sensación de medir un metro veinte de cintura y tener una papada con grandes rollos de grasa superflua. Y hablando siempre en el mismo tono impertinente, añadió: «Debí decirte, papá, que míster Glossop está acostumbrado a comer dos o tres veces durante la noche. Así puede llegar al desayuno por la mañana. Tiene un apetito formidable. ¿Ves? Ya casi ha acabado con un enorme pastel de riñones».

Al contarlo, una febril agitación se había apoderado de Tuppy. Sus ojos brillaban con extraña luz y blandía violentamente el puño sobre la cama, amenazando mis piernas.

—Eso fue lo que me fastidió, Bertie, lo que me hirió. No había siquiera comenzado a comer. Pero ahí queda retratada una mujer.

—El eterno femenino.

—Ella continuó con sus insinuaciones: «No puedes imaginarte el interés que tiene por la comida míster Glossop. Vive para eso. Come seis o siete veces durante el día; luego vuelve a empezar por la noche. Es algo maravilloso». Tu tía pareció interesarse, y dijo que eso le recordaba a una boa constrictor. Angela preguntó si no querría decir una pitón. Y comenzaron a discutir. Tu tío, entretanto, iba de arriba abajo con la maldita pistola: nadie estaba a salvo a su alrededor. ¡Y el pastel estaba allí, sobre la mesa, sin que yo lo pudiese tocar! Ahora comprenderás por qué te he hablado del infierno.

—Claro. No debió de ser una situación agradable.

—Finalmente tu tío y Angela acabaron la discusión resolviendo que Angela tenía razón y que el reptil al que yo me parecía era una pitón. Y después nos dirigimos hacia nuestras respectivas habitaciones, mientras Angela me aconsejaba maternalmente que subiera despacio la escalera. Agregó que, después de siete u ocho sólidas comidas, un hombre de mi corpulencia había de ser prudente, por el peligro de los ataques apopléjicos. Añadió que lo mismo les sucedía a los perros. Cuando están muy gordos y sobrealimentados, hay que prohibirles los ejercicios violentos porque éstos los hacen jadear y resoplar, lo cual es dañino para el corazón. Le preguntó a tu tía si se acordaba del fallecido perro de aguas, Ambrose, y tu tía dijo: «¡Pobrecillo Ambrose! No conseguía que se alejase del cubo de la basura». Y Angela: «¡Exacto! Vaya, pues, con cuidado, míster Glossop». ¡Y aún dices que sigue queriéndome!

Hice lo que pude para animarle.

—Tonterías de muchachas —dije.

—¡Qué van a ser tonterías de muchachas! ¡Está a matar conmigo! En otro tiempo yo era su ideal; ahora me considera menos que el polvo de las ruedas de su coche. Se enamoró de un fulano, de no sé quién, en Cannes y ahora no puede sufrirme.

Fruncí el entrecejo.

—Mi querido Tuppy, no demuestras tu habitual sentido común con la historia del fulano de Angela en Cannes. Si me lo permites, te diré que es una especie de idée fixe.

—¿Una qué?

Idée fixe. Ya sabes. Una obsesión que se apodera de nosotros. Como la del tío Tom, por ejemplo, cuando cree que todos los perseguidos por la policía, por la razón que sea, están al acecho en su jardín para introducirse de noche en su casa. Continúas hablando de ese fulano de Cannes, y en Cannes nunca hubo nadie. Te lo digo porque estoy seguro de ello. Durante los dos meses que permanecimos en la Riviera, Angela y yo estuvimos constantemente juntos. ¡Fíjate si habría advertido a cualquiera que hubiese rondado a su alrededor!

Respiró ampliamente. Comprendí que le había impresionado.

—¡Oh! ¿Estuvo siempre contigo en Cannes?

—No creo que cambiase dos palabras con nadie más, salvo con las personas asiduas durante las comidas y, por casualidad, con algún concurrente del Casino.

—Comprendo. Entonces eso significa que también se dio contigo los baños y los paseos al claro de luna.

—Exacto. Nos divertimos mucho en el hotel.

—Debes haber disfrutado un montón.

—¡Oh, sí! Siempre estuve muy encariñado con Angela.

—¿Ah, sí?

—Cuando niños, ella decía que era mi novia pequeñita.

—¿De veras?

—Así es.

—Ya comprendo.

Se sumió en sus reflexiones, mientras yo, satisfecho por haberle consolado, me ocupaba de mi té. En aquel momento llegó hasta nosotros, desde el vestíbulo, el sonido del gong y él salió disparado como un caballo de guerra al son de la corneta.

—¡El desayuno! —dijo. Y se escapó como el viento, dejándome entregado a mis pensamientos y cavilaciones. Y cuanto más reflexionaba, más seguro me sentía del arreglo total. Tuppy, a pesar de la escena lamentable en la despensa, seguía amando a Angela con el antiguo fervor.

Podía, por tanto, proseguir tranquilamente con mi plan. Como, además, también había hallado la manera de poner en orden el asunto Gussie-Bassett, creí llegado el momento de olvidarme de mis preocupaciones.

Así pues, con el corazón alegre, me dirigí a Jeeves cuando vino a buscar la bandeja del té.