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—Jeeves —dije—. ¿Puedo hablarle con franqueza?
—Desde luego, señor.
—Lo que he de decirle puede ofenderle.
—En absoluto, señor.
—Bien, en tal caso…
No, esperen…, el diálogo queda interrumpido.
No sé si a ustedes les sucede lo mismo que a mí. Cuando quiero contar una historia, choco, infaliblemente, contra el obstáculo de no saber cómo comenzar. Un paso en falso basta para echarlo todo a perder. Me explicaré: si al principio contemporizan demasiado, intentando crear lo que suele llamarse atmósfera, y se entretienen en excesivas sutilezas, corren el riesgo de no producir el efecto deseado, fatigando la atención de los oyentes.
Si, por otra parte, superan el límite impuesto con un salto digno de un gato escaldado, el auditorio se desconcierta.
Por ejemplo, al empezar, con el breve diálogo anterior, la narración de las complicadas aventuras de Gussie Fink-Nottle, de Madeline Bassett, de mi prima Angela, de mi tía Dahlia, de mi tío Thomas, del joven Tuppy Glossop y del cocinero, Anatole, comprendo que he cometido el segundo de estos errores.
Es necesario, por tanto, dar un paso atrás. Y, después de observar todos los detalles y de sopesar los pros y los contras, me parece poder asegurar que este asunto tuvo su comienzo —ésta es la palabra justa— con mi excursión a Cannes. Si no hubiese ido yo a Cannes, no habría encontrado a los Bassett, ni adquirido aquella famosa americana blanca. Angela no habría visto el tiburón y la tía Dahlia no habría jugado al bacarrá.
No cabe duda de que Cannes fue el point d’appui.
Y establecido esto, déjenme reconstruir los hechos.
Me fui a Cannes a primeros de junio, dejando en casa a Jeeves, que no quería perderse las carreras de Ascot, según había confesado. Conmigo partieron: mi tía Dahlia y su hija Angela. El novio de Angela, Tuppy Glossop, debía formar parte del grupo, pero, en el último momento, no pudo venir. El tío Tom, el marido de la tía Dahlia, no nos acompañó porque detestaba la Riviera francesa.
He aquí, pues, puntualizada la situación: la tía Dahlia, la prima Angela y yo en viaje para Cannes a primeros de junio.
Por ahora todo está muy claro, ¿verdad?
Nos quedamos en Cannes un par de meses y, aunque la tía Dahlia perdió hasta la camisa jugando al bacarrá y Angela estuvo a punto de ser engullida por un tiburón mientras practicaba esquí acuático, todos lo pasamos la mar de bien.
El veinticinco de julio, bronceado y radiante de salud, emprendí el viaje de regreso a Londres con mi tía y su hija. A las siete de la tarde del día veintiséis de julio llegábamos a la estación Victoria. A las siete y veinte más o menos, nos despedíamos cordialmente. Mi tía y mi prima se fueron en su coche a Brinkley Court, su residencia en Worcestershire, adonde Tuppy debía llegar al día siguiente, y yo me dirigí a mi piso para dejar las maletas, asearme un poco y prepararme para ir a cenar al Club Los Zánganos.
Y me hallaba precisamente en casa, ocupado en frotarme con vigor la espalda después de un baño realmente necesario, cuando Jeeves, que para reintegrarme con mayor facilidad al ambiente me estaba contando todos los chismes de la vecindad, introdujo en la conversación el nombre de Gussie Fink-Nottle.
El diálogo se desarrolló así:
YO: Bien, Jeeves, heme aquí.
JEEVES: Sí, señor.
YO: Quiero decir: heme otra vez en casa.
JEEVES: Eso es, señor.
YO: Me da la sensación de que ha pasado muchísimo tiempo desde que me fui.
JEEVES: Sí, señor.
YO: ¿Se ha divertido en Ascot?
JEEVES: Mucho, señor.
YO: ¿Ganó usted?
JEEVES: Una suma bastante satisfactoria, gracias, señor.
YO: Bien, Jeeves. Y ¿qué hay de nuevo en Rialto? ¿Ha venido o telefoneado alguien durante mi ausencia?
JEEVES: Ha venido a menudo míster Fink-Nottle.
Abriendo mucho los ojos, casi puedo decir que me quedé boquiabierto.
—¿Míster Fink-Nottle?
—Sí, señor.
—Pero ¿se refiere a míster Fink-Nottle?
—Sí, señor.
—Pero ¿está en Londres míster Fink-Nottle?
—Sí, señor.
—Bueno, realmente me extraña.
Y ahora explicaré por qué me extrañaba. Me resistía a creer en la afirmación de Jeeves. Verán, Fink-Nottle es uno de esos extraños ejemplares que encontramos de cuando en cuando y que no pueden sufrir Londres. Desde hacía años, habitaba en una remota aldea de Lincolnshire, dejándose enmohecer. Jamás se movía de allí, sin que le animaran a venir a la ciudad ni siquiera los encuentros de Eton y Harrow. Una vez le pregunté si los días no se le antojaban un poco largos y me contestó que no, porque en el estanque de su jardín estudiaba las costumbres de las salamandras acuáticas.
Por consiguiente, no podía imaginar qué habría inducido a aquel individuo a visitar la capital. Hubiera apostado a que, mientras existieran salamandras, nada le haría salir de su aldea.
—¿Está seguro?
—Sí, señor.
—¿Recuerda bien el nombre? ¿Se trata realmente de Fink-Nottle?
—Sí, señor.
—Pero ¿sabe que es increíble? No ha venido a Londres desde hace cinco años. Afirma que la ciudad le pone los nervios de punta. Hasta ahora permanecía pegado al campo, con la única distracción de las salamandras.
—¿Señor?
—Salamandras, Jeeves. Míster Fink-Nottle tiene una gran colección de salamandras. Debe de haber oído usted hablar de las salamandras, una especie de lagartijas que chapotean en los estanques.
—¡Oh, sí, señor! Los miembros acuáticos de la familia de los salamándridos, que forman el género Molge.
—Eso es. Ahora bien, ha de saber que Gussie siempre fue su esclavo; ya en la escuela las llevaba consigo.
—Creo que muchos colegiales hacen lo mismo, señor.
—Las guardaba en su estudio, en una especie de acuario. Recuerdo que era bastante desagradable. Supongo que, desde entonces, se pudo prever lo que le depararía el porvenir. Pero ya sabe usted cómo son los muchachos: descuidados, indiferentes; nosotros, ocupados sólo en lo que nos atañía, apenas notábamos aquella extravagancia del carácter de Gussie. A lo sumo, habíamos observado que en el mundo hay tipos de las más diversas especies. Pero, desde luego, no fuimos más lejos… Ya puede figurarse lo demás. El problema creció…
—¿De veras, señor?
—Sí, Jeeves. Aquella manía se apoderó de él. Llegado a la edad viril, se retiró a un recóndito rincón del campo, dedicando su existencia a esos mudos compañeros. Me figuro que al principio creyó que podría tomarlo o dejarlo a su antojo. Y después hubo de convencerse de que, desgraciadamente, no era así.
—Es un hecho que sucede a menudo, señor.
—Desdichadamente es cierto, Jeeves. Sea como fuere, ha vivido durante estos últimos cinco años en sus tierras de Lincolnshire como un ermitaño, absolutamente aislado de todos, cambiando el agua del estanque de las salamandras cada dos días y absteniéndose de acercarse a ningún ser humano. Por eso me extrañó tanto cuando me anunció usted que, repentinamente, había vuelto a flote. Me cuesta creerlo. Me inclino a pensar que en este asunto ha habido una equivocación y que el ser que usted vio aquí era otro muy parecido a Fink-Nottle. El individuo que conozco lleva gafas de concha y tiene cara de pescado. ¿Cree, Jeeves, que estos detalles coinciden?
—El señor que vino aquí llevaba gafas de concha, señor.
—¿Y parecía un pescado?
—Es posible que hiciera pensar un poco en el estanque de los peces, señor.
—En tal caso ha de ser Gussie. Pero ¿qué diablos puede haberle traído a Londres?
—Estoy en condiciones de explicárselo, señor. Míster Fink-Nottle me ha confiado la razón de su visita a la metrópoli. Ha venido por la señorita.
—¿La señorita?
—Sí, señor.
—No querrá decir que está enamorado, ¿verdad?
—Lo está, señor.
—Pues bien, ¡estoy desconcertado, realmente desconcertado, absolutamente desconcertado, Jeeves!
Y lo estaba de veras. Me parecía que las bromas deben tener un límite.
Luego, mi mente comenzó a considerar otro aspecto de aquel asombroso asunto. Admitiendo que Gussie Fink-Nottle, en contra de todas las reglas, se hubiera enamorado, ¿por qué había venido a rondar de aquel modo mi morada? Era evidente que el caso debía de ser de los que requieren la asistencia de un amigo, sin embargo, no lograba comprender por qué me había elegido precisamente a mí.
Nunca habíamos sido amigos íntimos. En otros tiempos nos habíamos visto bastante a menudo, pero hacía por lo menos un par de años que no recibía ni siquiera una postal suya.
Se lo dije a Jeeves.
—Es raro que haya venido a verme precisamente a mí. Pero, en fin, si ha venido, ha venido y no cabe discusión posible. El pobrecillo se llevaría un disgusto al no encontrarme.
—A decir verdad, señor, míster Fink-Nottle no vino a verle a usted.
—¡Pero, Jeeves, si acaba de decirme que ha venido a mi casa repetidas veces!
—En realidad, era conmigo con quien deseaba ponerse en contacto, señor.
—¿Con usted? No sabía que le conociera.
—En efecto, señor, no tuve ese gusto hasta que se presentó aquí. Me parece que míster Sipperley, un compañero de universidad de míster Fink-Nottle, le aconsejó que pusiera el asunto en mis manos.
¡El misterio había sido revelado! Ahora todo se manifestaba claramente ante mis ojos. Me atrevo a creer que conocen ustedes la reputación de Jeeves entre mis amigos como consejero. La primera decisión de cualquier conocido mío en una situación embarazosa era procurar explicarle el asunto a él. Y si él había logrado ayudar a A en un percance difícil, A le enviaba a B. Y si había hecho salir del paso a B, B le enviaba a C. Y así sucesivamente, hasta el infinito.
De tal manera, iba aumentando el número de las personas que consultaban a Jeeves. Sabía yo que el viejo Sippy había quedado sobremanera impresionado por los esfuerzos hechos por Jeeves cuando él intentaba prometerse con Elizabeth Moon. No era de extrañar, pues, el consejo dado a Gussie de que se dirigiera a él. Puede decirse que se trataba de pura rutina, ni más ni menos.
—¡Ah! Entonces, ¿trabaja usted para él?
—Sí, señor.
—¡Ahora lo comprendo! ¡Ahora me lo explico! Pero ¿en qué tipo de embrollo se halla metido Gussie?
—Aunque parezca extraño, señor, se encuentra en idéntico caso que míster Sipperley cuando se me presentó la ocasión de ayudarle. Profundamente enamorado de miss Moon, estaba aquejado de una innata timidez que le impedía expresar sus propios sentimientos.
Asentí.
—Recuerdo perfectamente los apuros de míster Sipperley. No lograba salvar el obstáculo. Recuerdo que decía usted que él dejaba…, ¿cómo era?, dejaba que algo hiciese algo. Los gatos tenían también que ver, si no me equivoco.
—Dejaba que la indecisión prevaleciese sobre la voluntad.
—Exactamente…, pero ¿qué tenían que ver los gatos?
—Como el pobre gato del refrán, señor.
—¡En efecto!… ¿Y dice que Gussie se encuentra en las mismas condiciones?
—Sí, señor. Cada vez que intenta formular una petición de matrimonio le falta el valor para hacerlo.
—Sin embargo, si quiere que esa mujer sea su esposa, tendrá que decírselo, ¿no? Quiero decir que es un caso de educación el hacérselo saber.
—Exactamente, señor.
Reflexioné un momento.
—Bien, supongo que era inevitable, Jeeves. Admitiendo que Gussie haya sido víctima del divino infante, lo cual jamás hubiera creído posible, debe de hallarse en una posición difícil.
—Sí, señor.
—Mire la vida que ha llevado.
—Sí, señor.
—No creo que haya hablado con una chica desde hace años. Eso nos enseña, Jeeves, a no encerrarnos en el campo contemplando estanques; si uno obra así, debe renunciar a ser, cuando la ocasión se presenta, el macho dominante. En esta vida hay que elegir entre dos caminos: o encerrarse en el campo estudiando estanques, o ser hombres de mundo. No se pueden hacer las dos cosas a un tiempo.
—No, señor.
Reflexioné un rato más. Gussie y yo, como he dicho, nos habíamos perdido de vista; sin embargo, no podía dejar de interesarme por aquel pobre, inerme pececillo, como también me habría interesado por cualquiera de mis compañeros de escuela si le hubiera visto caminar sobre un pavimento salpicado de pieles de plátano.
Pensé en la última vez que le vi, aproximadamente dos años antes. Durante un viaje en automóvil pasé por su casa y me detuve para hacerle una visita. Mientras almorzábamos, me había literalmente trastornado al poner sobre la mesa un par de objetos verdes dotados de patas, que él contemplaba como haría una madre joven con su recién nacido. Además, hubo un momento en que se perdió uno en la ensalada. Este cuadro, que mi memoria reproducía, no era el más adecuado para inspirarme una excesiva confianza en las capacidades de aquel desgraciado muchacho como luchador y dominante; y más si el objeto de sus anhelos era una de esas mujercitas modernas de rojos labios encendidos y de fríos ojos sarcásticos y duros.
—Dígame, Jeeves —dije, dispuesto a oír lo peor—. ¿Qué tipo de chica es la novia de Gussie?
—No la he visto nunca. Míster Fink-Nottle habla con mucho entusiasmo de sus atractivos.
—¿Tiene el aspecto de estar enamorado de veras?
—Sí, señor.
—¿Ha dicho cómo se llama? Puede que yo la conozca.
—Es una tal miss Bassett, señor: miss Madeline Bassett.
—¿Cómo?
—Sí, señor.
Me quedé completamente pasmado.
—¡Dios mío, Jeeves! ¡Qué pequeño es el mundo!
—¿Conoce usted a la señorita, señor?
—La conozco muchísimo. Su información me ha aliviado bastante, Jeeves. Siendo así, el asunto toma un cariz más práctico.
—¿De veras, señor?
—Desde luego. Confieso que, antes de que pronunciara ese nombre, tenía muchas dudas acerca de las posibilidades que podían ofrecérsele al pobre Gussie para convencer a cualquier soltera, de cualquier parroquia, de que le acompañara al altar. Reconocerá, Jeeves, que no todas le aceptarían como moneda buena.
—Hay algo de verdad en lo que dice, señor.
—Por ejemplo, a Cleopatra no le habría gustado.
—Probablemente no, señor.
—Y tengo mis dudas de que pudiese tener alguna probabilidad de ponerse de acuerdo con Tallulah Bankhead.
—También yo, señor.
—Pero como usted dice que el objeto de su cariño es miss Bassett, siento renacer en mí tímidamente la esperanza. En realidad, es el tipo a quien una muchacha como Madeline Bassett puede confiarse con tranquilidad.
Debo explicar aquí que Madeline Bassett había pasado una temporada en Cannes con nosotros, y que, como entre ella y Angela surgió una de esas amistades efervescentes que a menudo nacen entre muchachas, yo la vi con frecuencia. Además, cuando estaba irritado, tenía la impresión de que no podía dar un paso sin toparme con ella.
Y era más lamentable y embarazoso el hecho de que, cuanto más a menudo me la encontraba, menos se me ocurría qué podía decirle.
Ya saben ustedes lo que sucede con algunas muchachas. En un santiamén consiguen reducirnos a un estado lastimoso. Hay algo en su personalidad que obra sobre nuestras cuerdas vocales, paralizándolas, y sobre nuestro cerebro, transformando su contenido en una coliflor. Esto me sucedía a mí en presencia de Madeline Bassett. Sí, Bertram Wooster, delante de ella, se tocaba nerviosamente la corbata varios minutos seguidos, arrastraba los pies por el suelo, se portaba en todo y por todo como un necio y un tonto. Por esta razón, cuando ella partió, dos semanas antes que nosotros, pueden tener la seguridad de que, según la opinión de Bertram Wooster, no se marchaba demasiado pronto.
Y adviertan que no hacía enmudecer por su belleza. Era una muchacha bastante bonita, de tipo lánguido y rubio y de grandes ojos, pero no era de esas que quitan el hipo.
No; la disposición mental era lo que causaba este fenómeno en un individuo por lo general locuaz con el sexo opuesto. No quiero cometer una injusticia con nadie y, por lo tanto, no llegaré a aseverar que escribiese poesías, pero su conversación era de tal índole que, a mi modo de ver, podía infundir las peores sospechas. Por ejemplo: si una muchacha nos pregunta a bocajarro, bajo un cielo azul, si tenemos alguna vez la sensación de que las estrellas son guirnaldas de diminutas margaritas del Señor, nos proporciona sobrados motivos para olernos algo.
Por lo que atañe, pues, a un acuerdo entre nuestras almas, no había nada que hacer. ¡Mas para Gussie la cosa era muy diferente! Lo que a mí tanto me molestaba, es decir, que la muchacha diese la impresión de estar henchida de ideales, de sentimentalismo y de otras fantasías semejantes, era, en cambio, un atractivo para él.
Gussie siempre había pertenecido a la categoría de los soñadores, de los entusiastas del alma. Si no, hubiera sido imposible aislarse en el campo y vivir en la compañía única de las salamandras. Y no lograba ver ninguna razón que les impidiese a ambos llegar a un acuerdo, en cuanto él hubiese sabido sacar del pecho y murmurar unas palabras apasionadas. Miss Bassett y Fink-Nottle se complementaban como el jamón y los huevos.
—Ella está hecha a medida para él.
—Me alegro mucho, señor.
—Y él está hecho a medida para ella. Bien, veo que el asunto merece ser defendido y estimulado con la máxima energía. Esfuércese cuanto pueda, Jeeves.
—Muy bien, señor —replicó aquel hombre honrado—. Me ocuparé enseguida de ello.
Hasta aquel momento, como han podido observar también ustedes, había existido entre Jeeves y yo un admirable buen acuerdo. Entre amo y criado se había desarrollado una amistosa conversación en la mayor armonía. Pero, al llegar a este punto, lo anoto con pesar, se manifestó en nuestras recíprocas relaciones un cambio repentino. La atmósfera cambió súbitamente, nubarrones amenazadores comenzaron a condensarse en el horizonte y, antes de que pudiéramos darnos cuenta, la nota discordante había sonado sobre la escena. Esto había acaecido otras veces en el hogar de Wooster.
El primer indicio de que las cosas no marchaban bien me lo dio una tosecilla que subía desde el suelo y que revelaba no sólo cierta preocupación, sino también cierto disentimiento. Mientras yo, después de haberme secado, me estaba vistiendo tranquilamente, embutiéndome en calcetines y zapatos, poniéndome camisa y cuello, Jeeves, doblado ante mí, vaciaba mis maletas.
En aquel momento se enderezó con una prenda blanca en la mano. Al verla comprendí que habíamos llegado a una de nuestras múltiples crisis domésticas, a una de esas desgraciadas colisiones en las que Bertram tenía que acordarse de sus belicosos antepasados y hacer valer sus derechos, si no quería correr el riesgo de salir con la peor parte.
No sé si ustedes han estado este verano en Cannes. Los que hayan estado sabrán que para tener la más mínima pretensión de representar a la buena sociedad y la elegancia, era obligatorio ir al Casino por la noche, con los habituales pantalones del traje de etiqueta y con una chaqueta blanca de botones dorados. Desde el momento en que, al dejar Cannes, subí al tren azul, comencé a preocuparme por la acogida que Jeeves dispensaría a mi chaqueta.
En cuestión de trajes de etiqueta, Jeeves es intratable y reaccionario; ya había tenido que sostener con él duras luchas por las camisas de pechera floja. Y mientras aquella chaqueta había representado en la Costa Azul la más alta nota de elegancia, tout ce qu’il y a de chic, jamás intenté ocultarme a mí mismo —ni siquiera cuando, después de haberme apresurado a comprarla, me la ponía para ir al Palm Beach Casino— que la chaqueta habría de provocar, a mi regreso a casa, una especie de erupción volcánica.
Me dispuse a mostrarme firme.
—¿Qué pasa, Jeeves? —dije.
Si mi voz era suave, un atento observador, sin embargo, habría visto brillar en mis ojos un relámpago de acero. Nadie respeta más que yo la inteligencia de Jeeves, pero, a mi modo de ver, su disposición a dirigir la mano que le alimenta ha de ser refrenada. Aquella chaqueta me era muy cara, y yo estaba decidido a luchar por ella con toda la energía del gran Sieur de Wooster en la batalla de Agincourt.
—Bueno, Jeeves, ¿qué está pensando?
—Me temo, señor, que se haya marchado de Cannes llevando consigo, por inadvertencia, una prenda perteneciente a otra persona.
El relámpago de acero se acentuó.
—No, Jeeves —dije en tono indiferente—, la prenda es mía. La compré allí.
—¿Y se la puso el señor?
—Todas las noches.
—Pero, a buen seguro, no pensará usted llevarla en Inglaterra.
Vi que habíamos llegado al meollo de la cuestión.
—Eso pienso hacer, Jeeves.
—Pero, señor…
—¿Qué decía, Jeeves?
—Que no es, en absoluto, conveniente.
—No soy de su opinión, Jeeves. Preveo, en cambio, para esta chaqueta un gran éxito popular. Albergo la intención de ponérmela mañana para la fiesta de Pongo Twistleton, y estoy convencido de que provocará un unánime grito de admiración. No replique, Jeeves. Nada de discusiones. Cualquiera que sea la fantástica objeción que quiera hacer acerca de esta chaqueta, le prevengo que me la pondré.
—Muy bien, señor.
Continuó deshaciendo el equipaje; no añadí siquiera una palabra sobre la cuestión. Había logrado una victoria y nosotros, los Wooster, no nos ensañamos con el enemigo vencido. Terminado mi aseo, saludé magnánimamente a Jeeves y le sugerí que pasara la velada en algún cine que pudiese interesarle o donde mejor le pluguiese, porque yo no pensaba cenar en casa. En suma, le ofrecí una especie de ramita de olivo.
Pero él no pareció percatarse de ello.
—Gracias, señor, pero no saldré.
Le escruté atentamente.
—¿Está resentido, Jeeves?
—No, señor. He de quedarme en casa porque míster Fink-Nottle me ha anunciado que vendrá a verme esta noche.
—¡Oh! ¿Vendrá Gussie? Bien, dele recuerdos de mi parte.
—Muy bien, señor.
—Y un whisky con soda, y lo que sea.
—Muy bien, señor.
—De acuerdo, Jeeves.
Y me fui al Club Los Zánganos.
Allí encontré a Pongo Twistleton, y charló tanto acerca de la próxima fiesta, que prometía ser extraordinariamente alegre y de la que, por lo demás, yo ya había recibido noticias, aunque lejanas, de mis corresponsales, que cuando regresé a casa eran aproximadamente las once.
Acababa de abrir la puerta de la entrada cuando oí unas voces que llegaban del salón, y apenas hube transpuesto el umbral de dicha habitación descubrí que aquellos sonidos procedían de Jeeves y de un ser que, de momento, confundí con el diablo.
Un examen más atento me informó de que se trataba de Gussie Fink-Nottle, vestido de Mefistófeles.