6

El aspecto de Gussie revelaba, bien a las claras, su reciente y triste experiencia. Tenía la faz pálida, los ojos hinchados, las orejas gachas; en conjunto, parecía un hombre que ha entrado en un horno y ha sido arrastrado por la maquinaria. Me incorporé sobre las almohadas y le miré atentamente. Me pareció que en aquel momento era indispensable una rápida ayuda y me preparé para estar a la altura de la situación.

—¿Qué hay, Gussie?

—Hola, Bertie.

—Hola.

—Hola.

Realizados los saludos, creí llegado el momento de tratar delicadamente lo sucedido.

—Me han informado de que te ha ocurrido un incidente.

—Sí.

—Por culpa de Jeeves.

—No fue culpa de Jeeves.

—Sí; todo fue por culpa de Jeeves.

—No lo creo. Yo me olvidé el dinero y la llave.

—Y ahora convendría que olvidaras también a Jeeves —le dije, pensando que sería preferible informarle enseguida del estado de la cuestión—. Te interesará saber, Gussie, que ha dejado de ocuparse de tu problema.

Pareció quedar anonadado. Con la barbilla más caída y las orejas más gachas, si antes se asemejaba a un pescado, ahora recordaba a esos animales que, muertos un año antes y abandonados en una playa desierta, han quedado expuestos a los vientos y las mareas.

—¿Cómo?

—Sí.

—No pretenderás decir que Jeeves no…

—Eso es.

—¡Por todos los diablos!

Fui amable, pero resuelto.

—Todo marchará mejor sin él. La terrible experiencia que has sufrido debe haberte convencido de que Jeeves necesita un descanso. El más inteligente de los pensadores puede a veces salirse de madre. Eso es lo que le ha sucedido a Jeeves; lo estoy notando hace algún tiempo. Ya no está en forma: necesita lubrificar sus engranajes. Comprendo que es un gran golpe para ti. De todos modos, supongo que esta mañana habrás venido aquí para pedirle consejo.

—Naturalmente.

—¿Y respecto a qué?

—Madeline Bassett se ha ido a pasar unos días al campo, a casa de unos amigos. Quería saber su opinión sobre lo que debo hacer.

—Bueno. Como te he dicho, Jeeves queda descartado.

—¡No fastidies, Bertie!

—En suma —dije con cierta aspereza—, Jeeves no volverá a intervenir. Yo seré quien se ocupe de ti.

—Pero ¿qué diablos puedes hacer tú?

Oculté mi resentimiento. Nosotros, los Wooster, tenemos un espíritu muy amplio. Sabemos ser indulgentes con individuos que han vagabundeado por Londres durante una noche con traje escarlata.

—Eso ya lo veremos —dije con calma—. Siéntate y discutamos. Me siento obligado a decirte que el asunto me parece muy sencillo. ¿Dices que la muchacha se ha ido al campo, a casa de unos amigos? Me parece obvio que vayas allí también tú y que te pegues a ella como una cataplasma. Eso es elemental.

—¡Pero no puedo plantar mi tienda en casa de unos desconocidos!

—¿No conoces a esa gente?

—Claro que no. No conozco a nadie.

Apreté los labios. Aquello complicaba un poco el asunto.

—Lo único que sé es que se llaman Travers y que viven en Brinkley Court, en Worcestershire.

Entreabrí los labios.

—Gussie —dije en tono paternal—, fue un día afortunado para ti aquel en que Bertie Wooster se interesó por tus asuntos. Como preví desde el principio, puedo arreglarlo todo. Hoy mismo, por la tarde, podrás ir a Brinkley Court como huésped de honor.

Pareció temblar como la gelatina. Mis actuaciones siempre me han parecido una perturbadora experiencia para un novato.

—Pero, Bertie, ¿quieres decir que conoces a los Travers?

—Travers es mi tía Dahlia.

—¡Válgame Dios!

—¿Comprendes ahora —insistí— la fortuna que has tenido al contar con mi ayuda? Te diriges a Jeeves y ¿qué hace? Te viste con un traje escarlata y te cubre la cara con las más absurdas barbas que he visto en mi vida, para enviarte a un baile de máscaras. Resultado: agonía del espíritu y ningún progreso. Tomo yo la dirección, y al instante te dirijo por el buen camino. La tía Dahlia no es tía suya. ¡Te debe bastar con eso!

—¡Dios mío, Bertie, no sé cómo agradecértelo!

—No te preocupes, querido amigo.

—Pero digo yo…

—¿Qué hay?

—¿Qué deberé hacer una vez allí?

—Si conocieras Brinkley Court no me harías esa pregunta. En aquellos románticos parajes no puedes fracasar. Los más fogosos amantes, a través de los tiempos, han cimentado sus aventuras en Brinkley Court. El lugar está, sencillamente, saturado de amor. Te pasearás con la muchacha por las sombreadas avenidas, bajarás con ella por los prados umbrosos, remarás con ella en el lago. Y, poquito a poco, llegarás al punto en que…

—¡Santo cielo! ¡Me parece que tienes razón!

—¡Claro que tengo razón! Me he prometido tres veces en Brinkley Court y, aunque el hecho no haya tenido ulteriores consecuencias, no por eso deja de subsistir. Y siempre había ido sin la más mínima intención de prometerme. Sin embargo, al poner el pie en el suelo de aquel romántico lugar, he aquí que doy caza a la primera muchacha que encuentro y pongo mi corazón a sus pies. Hay algo en el aire, allá abajo.

—Comprendo perfectamente qué quieres decir. Precisamente es lo que necesito. He de llegar a ese punto en que… Y en Londres, que el diablo se lleve esta ciudad, no es posible porque todos tienen mucha prisa.

—¡Claro que no! Aquí, si ves a la muchacha a solas cinco minutos al día, ya es mucho. Y si quieres pedirla en matrimonio has de emplear tu astucia, como para apoderarte de la sortija en un alegre juego de sociedad.

—¡Exacto! Londres aturde. Siento que en el campo seré un hombre completamente distinto. ¡Qué suerte que esta Travers haya resultado ser tía tuya!

—No sé qué pretendes decir con ese «haya resultado ser tía tuya». Lo ha sido siempre.

—Quiero decir lo extraordinario que resulta el que haya sido justamente tu tía quien invitase a Madeline.

—En absoluto. Madeline es amiga íntima de Angela. En Cannes se pasaba la vida con nosotros.

—¡Oh! ¿Conociste a Madeline en Cannes? Caramba, Bertie —dijo la pobre salamandra con devoción—, hubiese querido verla en Cannes. ¡Qué hermosa debía de estar en vestido de baño! ¡Oh, Bertie!

—Hermosísima —dije algo fríamente. Ni con una bebida de Jeeves se pueden soportar historias de este tipo después de una noche tan difícil. Toqué el timbre y cuando compareció Jeeves le dije que me trajera papel y lápiz y redacté un telegrama dirigido a mi tía Dahlia para informarla de que aquel mismo día enviaba a mi amigo Fink-Nottle a gozar de su hospitalidad. Le di la hoja a Gussie.

—Deposítalo en la primera oficina de correos que encuentres —dije—. Mi tía lo encontrará a su regreso.

Gussie se marchó agitando en el aire el telegrama, con una expresión en la cara que recordaba a Joan Crawford, y yo, volviéndome hacia Jeeves, le hice una exacta relación de mi actividad.

—Muy sencillo, como puede darse cuenta, Jeeves. Nada enrevesado.

—No, señor.

—Nada estudiado, retorcido, estrafalario; un remedio puramente natural.

—Sí, señor.

—Éste será el punto de partida para las palabras liberadoras. ¿Cómo define usted la situación de dos personas de sexo opuesto que están en continuo contacto en un lugar remoto encontrándose todos los días y viéndose a cada instante?

—¿Es proximidad la palabra que usted busca, señor?

—Exactamente. Yo, en este juego, apuesto por la proximidad, Jeeves. La proximidad llevará a Gussie a la victoria. Por el momento, como sabe, Gussie tiembla como una gelatina en presencia de la muchacha. Pero pregúntese qué ocurrirá dentro de una semana o dos, después de que Madeline y él hayan saboreado, para desayunar, las mismas salchichas, en la misma mesa, durante días y días consecutivos. Y hayan cortado el mismo jamón, se hayan servido de los mismos riñones, del mismo…

Me interrumpí bruscamente a causa de una de mis repentinas ideas.

—¡Diantre, Jeeves!

—¿Señor?

—Éste es un caso en el que se debe pensar en todo. Me ha oído mencionar las salchichas, los riñones, el jamón…

—Sí, señor.

—Pues bien, nada de todo eso. Sería fatal. Un error tremendo. Deme aquella hoja y un lápiz. Es necesario que advierta inmediatamente a Gussie. Tiene que crear en la mente de la muchacha la impresión de que languidece de amor por ella. Y esto no se puede hacer tragando salchichas.

—No, señor.

—¡De acuerdo!

Cogí papel y lápiz y escribí:

Fink-Nottle

Brinkley Court

Market Snodsbury

Worcestershire

Suprime salchichas. Evita jamón. Bertie.

—Hay que enviarlo inmediatamente, Jeeves.

—Muy bien, señor.

Volví a caer sobre las almohadas.

—¿Ve, Jeeves —dije—, cómo trato todo este asunto? Observe cómo lo he cogido entre mis manos. ¿Se da cuenta de que merecería la pena que estudiara mis métodos?

—No cabe duda, señor.

—¡Y todavía no conoce usted toda la profundidad de la astucia que he sabido poner en obra en esta ocasión! ¿Sabe por qué se ha presentado aquí la tía Dahlia esta mañana? Ha venido para decirme que he de entregar los premios en un estúpido instituto del cual es directora, allá en Market Snodsbury.

—¿De veras, señor? Temo que ese encargo no le resulte muy agradable al señor.

—Oh, pero es que no lo haré yo. Se lo pasaré a Gussie.

—¿Señor?

—Me parece, Jeeves, que debo telegrafiar a la tía Dahlia comunicándole que no puedo acudir y sugiriéndole que puede lanzarlo a él, en mi lugar, en medio de esos jóvenes aplicados.

—Pero ¿y si míster Fink-Nottle rechaza el encargo, señor?

—¿Rechazar el encargo? ¿Se lo imagina negándose? Procure reproducir el cuadro mentalmente, Jeeves. Escena: la salita de Brinkley; Gussie, arrinconado en un ángulo; la tía Dahlia que se precipita encima emitiendo gritos de caza. Y ahora le pregunto, Jeeves: ¿puede imaginar que él rechace el encargo?

—No es fácil, desde luego, señor. Mistress Travers es una personalidad llena de fuerza.

—No le quedará otra opción; no podrá negarse. Podría encontrar en la fuga la única salvación, pero no puede, porque querrá permanecer cerca de miss Bassett. No, Gussie tendrá que aguantar a pie firme y yo me veré a salvo de un encargo cuyo solo pensamiento me hace estremecer. ¡Subir a un estrado y soltar un breve pero enérgico discurso a un grupo de necios escolares! Ya me ocurrió algo semejante tiempo atrás. ¿Se acuerda, Jeeves, de aquella vez en la escuela femenina?

—Oh, sí. Perfectamente, señor.

—¡Qué papel de asno hice entonces!

—Desde luego le he visto en condiciones más ventajosas, señor.

—Me parece conveniente, Jeeves, que me traiga otra dosis de dinamita. Me siento extraordinariamente débil, sólo por haber vislumbrado un peligro parecido.

Supongo que la tía Dahlia debió de tardar por lo menos tres horas en llegar a Brinkley Court, porque su telegrama se recibió bastante después del almuerzo. Estaba redactado en un momento de gran indignación, a raíz de recibir el mío.

Decía:

Consulto abogado para saber si estrangular sobrino idiota constituye delito. En caso negativo, ¡ay de ti! Tu proceder pasa de la raya. ¿Qué intentas echándome sobre los hombros a tus odiosos amigos? ¿Imaginas Brinkley Court colonia leprosos, o similar? ¿Quién es ese Spink-Bottle? Recuerdos. Travers.

Semejante reacción inicial era de prever. Repliqué de forma moderada:

No Bottle. Nottle. Respetos. Bertie.

Casi inmediatamente después del grito desesperado de la tía Dahlia debió de llegar Gussie, porque a los veinte minutos escasos me trajeron el siguiente telegrama:

Recibido tu telegrama cifrado. Dice: «Suprime salchichas, evita jamón». Telegrafía inmediatamente clave. Fink-Nottle.

Repliqué:

También riñones. Adiós. Bertie.

Lo había apostado todo a que Gussie produciría una favorable impresión en la dueña de la casa. Lo esperaba así porque era un ser tímido, servicial, que pasa las tazas de té, ofrece las tostadas con mantequilla, siempre dice que sí; en suma, un individuo de la especie que las mujeres como la tía Dahlia aprecian enseguida. Y que di prueba de mi agudeza lo demostró el siguiente mensaje, en el que iba aumentando la dosis de amabilidad.

Helo aquí:

Bien; ese amigo tuyo ha llegado y debo decir que, a pesar de ser amigo tuyo, es menos intratable de lo que esperaba. Tiene algo del tipo cordero degollado; pero, en conjunto, decente y educado y muy instruido acerca de las salamandras. Pienso organizar una serie de conferencias con él por el vecindario. No obstante, me sorprende tu desfachatez. Tráete botines. Con cariño. Travers.

A lo que contesté:

Consultada agenda, imposible ir Brinkley Court. Lamento profundamente. Saludos. Bertie.

La respuesta fue catastrófica:

¡Ah! ¿Así estamos? ¿Conque la agenda? ¡Lamentas, un rábano! He de anunciarte, mi querido muchacho, que lo lamentarás más si no vienes. Si por un momento piensas zafarte así y no entregar los premios, andas equivocado. Siento enormemente Brinkley Court diste Londres doscientos cuarenta kilómetros no poderte alcanzar de una pedrada. Con cariño. Travers.

Entonces empleé un capital para la contestación. Vencer o perder. No era el momento de pensar en economías y me abandoné a mi inspiración sin cuidarme del gasto.

¡No, qué diantre! Escucha. Honradamente, no necesitas de mí. Haga Fink-Nottle el reparto: ha nacido ex profeso. Hará un papel magnífico. Estoy seguro de que Augustus Fink-Nottle como maestro de ceremonias el treinta y uno del corriente producirá sensación. No pierdas esta ocasión que acaso no se presente nunca más. Respetos. Bertie.

Al cabo de una hora de espera impaciente, llegó la buena nueva:

Está bien. Hay algo de cierto en lo que dices. Te considero un gusano traidor y despreciable, cobarde y bellaco, pero he acaparado a Fink-Nottle. Quédate donde estás y espero te atropelle un autobús. Con cariño. Travers.

Como pueden suponer, me sentí inmensamente aliviado. Un peso enorme se me quitó de encima, y me sentía excitado como si hubiese ingerido una de las bebidas de Jeeves. Mientras me vestía para la cena, canté; en Los Zánganos estuve tan jaranero y alegre que provoqué algunas quejas, y cuando, al regresar a casa, me metí en la antigua cama, me quedé dormido cinco minutos después de haber tocado las sábanas, como un niño. Juzgaba concluido aquel fastidioso episodio.

Grande fue, pues, mi asombro cuando, al despertarme a la mañana siguiente y sentarme en el lecho para beber el té, vi encima de la bandeja otro telegrama.

El corazón me dio un vuelco. ¿Era posible que la tía Dahlia, durante la noche, hubiese cambiado de parecer? ¿Era posible que Gussie, incapaz de enfrentarse con una tarea semejante, hubiese huido en las horas nocturnas, descendiendo por las cañerías del agua? Con estos pensamientos, que formaban un torbellino en mi mente, abrí el despacho y, al leer su contenido, emití un grito ahogado.

—¿Señor? —dijo Jeeves, deteniéndose en el umbral de la habitación.

Volví a leer. Sí, lo había comprendido a la perfección. No, no me había engañado sobre su significado.

—Jeeves, ¿lo sabe ya?

—No, señor.

—¿Conoce a mi prima Angela?

—Sí, señor.

—¿Conoce al joven Tuppy Glossop?

—Sí, señor.

—Acaban de romper su compromiso de matrimonio.

—Lo siento señor.

—Este telegrama de la tía Dahlia me lo comunica. Me pregunto qué habrá pasado.

—No sabría explicárselo, señor.

—Es natural. No diga tonterías, Jeeves.

—No, señor.

Permanecí pensativo. Estaba realmente impresionado.

—Bien, esto significa que tendremos que ir a Brinkley Court hoy mismo. La tía Dahlia, naturalmente, está trastornada y mi deber es estar a su lado. Conviene que prepare usted el equipaje esta mañana y que salga en el tren de las doce y cuarenta y cinco llevándose las maletas. Yo estoy invitado a un almuerzo e iré más tarde, en coche.

—Muy bien, señor.

Otra leve reflexión.

—He de confesar que es un gran golpe para mí, Jeeves.

—No lo dudo, señor.

—¡Un grandísimo golpe! Angela y Tuppy…, parecían tan unidos como el papel al muro. ¡Vaya! La vida está llena de amargura, Jeeves.

—Sí, señor.

—Sin embargo, así están las cosas.

—Sin duda, señor.

—De acuerdo, Jeeves. Y ahora prepáreme el baño.

—Muy bien, señor.