9

La terquedad de Tuppy seguía exacerbando mi ánimo, mientras subía a mi habitación. Y continuó su obra mientras me desnudaba e igualmente cuando, envuelto en mi viejo batín, me dirigía, por el pasillo, hacia la salle de bain.

No es una exageración decir que estaba herido hasta lo más profundo de mis entrañas.

No era que yo desease alabanzas. Hay individuos para los cuales la adulación de las masas tiene un valor muy relativo. A pesar de todo, cuando nos tomamos la molestia de organizar un astuto plan en beneficio de un amigo que se halla en una situación apurada, es realmente odioso descubrir que todo el mérito se atribuye a un ayuda de cámara; y mucho más si el ayuda de cámara es una persona capaz de viajar sin poner en las maletas las americanas blancas.

Pero, después de haber chapoteado un rato en la blanca bañera de porcelana, comencé a encontrar la calma. Sé por experiencia que en los momentos de depresión nada calma tanto el espíritu herido como una buena cantidad de agua y jabón. No digo que canté en el baño, pero hubo algún momento en que estuve a punto de hacerlo.

Se calmó bastante la congoja espiritual, consecuencia de aquel discurso carente de tacto.

El descubrimiento de un pato de goma en la jabonera, presunta propiedad de algún joven visitador precedente, contribuyó bastante a esta nueva y más feliz disposición del espíritu. Absorto por mil asuntos, hacía años que no jugaba en la bañera con un pato de goma, y quedé muy satisfecho al repetir la experiencia. Para quien tenga interés en saberlo, diré que si se mantiene el objeto con la esponja bajo la superficie del agua y luego se suelta, salta fuera de un modo perfectamente estudiado para divertir a la más preocupada de las personas. Después de diez minutos de este pasatiempo, el que regresaba a su habitación había vuelto a ser el antiguo y alegre Bertram Wooster.

Jeeves estaba allí y preparaba el traje para la cena. Saludó a su joven señor con la habitual suavidad.

—Buenas noches, señor.

Contesté en el mismo tono amable.

—Buenas noches, Jeeves.

—Espero que haya tenido usted un buen viaje.

—Muy bueno, Jeeves, gracias. ¿Quiere darme los calcetines?

Me los dio y comencé a ponérmelos.

—Bien, Jeeves —dije cogiendo la ropa interior más íntima—, ya estamos de nuevo en Brinkley Court, en el condado de Worcestershire.

—Sí, señor.

—Parece que ha sucedido un embrollo endiablado en estos rústicos lugares.

—Sí, señor.

—La escisión suscitada entre mi prima Angela y Tuppy Glossop parece muy grave.

—Sí, señor. En el ambiente del servicio están propensos a juzgarla una situación grave.

—Y, sin duda, su mente alberga la idea de que yo debo de estar preocupado sobre el modo de arreglar este asunto…

—Sí, señor.

—Pues se equivoca, Jeeves. Controlo totalmente la situación.

—Eso no me sorprende, señor.

—Lo creo. Sí, Jeeves, he reflexionado sobre el asunto durante todo el camino, con los más felices resultados. Acabo de mantener una reunión con míster Glossop, y todo está arreglado.

—¿De veras, señor? Podría permitirme preguntarle…

—Conoce usted mis métodos, Jeeves. Aplíquelos. —Y comenzando a ponerme los pantalones, pregunté—: ¿Ha reflexionado también usted un poco sobre el asunto?

—¡Oh! Sí, señor. Siempre he sido muy devoto de miss Angela y me sentiría feliz si se me presentara la ocasión de poder serle útil.

—Un loable sentimiento. Supongo, empero, que está in albis en cuanto a ideas.

—No, señor. Tengo una.

—¿Cuál?

—Se me ocurrió pensar que una reconciliación podría tener lugar entre miss Angela y míster Glossop, despertando ese instinto que empuja a los hombres, en un momento de peligro, a precipitarse hacia la persona amada.

Tuve que abandonar la corbata para levantar una mano. Estaba escandalizado.

—No querrá insinuar que cree conveniente organizar el salvamento de un náufrago, ¿verdad? Cuando, a mi llegada, discutí el asunto con la tía Dahlia, ella me dijo con expresión irónica que me creía capaz de proponer que Angela se arrojase al lago para que Tuppy pudiese salvarla. Y le hice comprender enseguida que consideraba esa insinuación una ofensa a mi inteligencia. Y ahora, si sus palabras tienen el sentido que ha de atribuírseles, ¡está usted sugiriendo precisamente ese proyecto, Jeeves!

—No, señor, no es exactamente ése. Mientras me paseaba por aquí fuera y pasaba ante la campana de alarma para los casos de incendio, se me ocurrió que una repentina alarma en mitad de la noche podría dar como resultado que míster Glossop corriese en ayuda de miss Angela.

Me estremecí.

—Espeluznante, Jeeves.

—Bien, señor.

—No sirve, no sirve.

—Supongo, señor, que…

—No, Jeeves, no se hable más. Ya hemos hablado demasiado de ello. Dejémoslo correr.

Acabé de hacerme el nudo de la corbata en silencio. Mi emoción era demasiado violenta para que me permitiese hablar. Sabía naturalmente, desde hacía bastante tiempo, que aquel hombre iba perdiendo sus facultades, pero jamás hubiese sospechado que la cosa sucediese de un modo tan absoluto. Recordando alguna de sus rápidas ocurrencias en el pasado, rehuí con horror el espectáculo de su presente ineptitud…, como supongo debe decirse. Me refiero a aquella terrible disposición a hacer actos extraños y hablar sin sentido. Es la historia de siempre. Un cerebro humano brilla durante años superando los límites de la velocidad; luego, de repente, algo se estropea en el motor y resbala y se cae en la cuneta.

—Un poco enrevesado —dije, intentando manifestar mis impresiones lo más suavemente posible—. Su habitual defecto. ¿No se da cuenta también usted de que es un poco enrevesado?

—Acaso el proyecto por mí sugerido puede dar lugar a algunas críticas, señor. Pero, faute de mieux

—No le comprendo, Jeeves.

—Es una frase francesa que significa: a falta de otro mejor.

Un minuto antes no había experimentado más que una gran piedad por la ruina de aquel gran pensador. Estas palabras despertaron en mí el orgullo de los Wooster, obligándome a ser rudo.

—Sé perfectamente lo que significa faute de mieux, Jeeves. No en vano he pasado recientemente dos meses entre nuestros vecinos, los galos. Además, recuerdo haberlo aprendido en la escuela. Lo que despierta mi asombro es que use esa expresión, faute de mieux, cuando realmente está fuera de lugar. ¿Por qué sale con ese faute de mieux? ¿No le he dicho que ya lo he arreglado todo?

—Sí, señor, pero…

—¿Qué quiere decir con «pero»?

—En fin, señor.

—Adelante, Jeeves; estoy dispuesto, es decir, ansioso por escuchar sus ideas.

—Bueno, señor. Si me permite recordárselo, los proyectos del señor no tuvieron mucho éxito en el pasado.

Siguió a estas palabras un silencio que podría llamarse emocionante, aprovechando el cual me puse el chaleco con bastante energía. Y hasta que no hube abrochado la hebilla trasera, no hablé.

—Es cierto, Jeeves —dije en tono formal—, que una vez o dos, en el pasado, fallé el blanco. No obstante, creo que debe atribuirse a la mala suerte.

—¿De veras, señor?

—En esta ocasión no fallaré. Y voy a decirle la razón: porque mi plan está basado en el conocimiento de la naturaleza humana.

—¿De veras, señor?

—Es sencillo, no es enrevesado, y, sobre todo, se fundamenta en la psicología del individuo.

—¿De veras, señor?

—Jeeves —exclamé—, no continúe repitiendo: «¿De veras, señor?». Prefiero no pensar que trata de quitarle todo el interés al asunto, pero la manera de pronunciar ese «¿De veras, señor?» equivale a un irónico «¿Ah, sí?». Corríjase.

—Muy bien, señor.

—Le he dicho que lo he arreglado todo a la perfección. ¿Quiere saber qué he hecho?

—Me encantaría, señor.

—Escúcheme bien, pues. He recomendado a Tuppy que rechace esta noche, durante la cena, todos los platos.

—¿Señor?

—¡Por Dios santo, Jeeves! ¡Supongo que podrá comprender una idea aunque no se le haya ocurrido a usted! ¿Se olvida del telegrama que le envié a Fink-Nottle para apartarle de las salchichas y el jamón? Pues es exactamente lo mismo. Dejar intacta la comida es un síntoma de amor, universalmente reconocido. El efecto es seguro. ¿Comprende?

—Bueno, señor.

Fruncí el ceño.

—No tengo intención de criticar continuamente sus tonos de voz, Jeeves. Sin embargo, he de informarle que su «Bueno, señor» carece de respeto y es tan poco simpático como el «¿De veras, señor?». Tanto uno como otro parecen inspirados por un ligero escepticismo. Producen la impresión de sugerir que yo no sé de qué estoy hablando y que sólo un feudal sentido del recato le impide decir en cambio: «Pero ¿qué dice, señor?».

—¡Oh, no, señor!

—Bueno, pero suena así. ¿Por qué piensa que el proyecto no funcionará?

—Temo que miss Angela pueda atribuir la abstinencia de míster Glossop a una indigestión.

Yo no había pensado en eso y confieso que por un momento quedé aturdido. Luego me recobré. Tuve la intuición de que, en el fondo, debía ser bien diferente el móvil de sus palabras. Mortificado por la conciencia de su inexactitud —o ineptitud—, intentaba hacer obstruccionismo. Decidí impulsarle a hablar, sin ulteriores preámbulos.

—¡Oh! —dije—. ¿Eso piensa? De todos modos, fíjese en que se ha equivocado preparándome el traje —le dije indicando la acostumbrada chaqueta para la cena, o esmoquin, como se llama en la Costa Azul—. Tenga la amabilidad de volver a colgar ésta y darme la americana blanca de botones dorados.

Me miró con actitud amenazadora. Y cuando digo «actitud amenazadora» quiero decir que en sus ojos había aparecido un resplandor respetuoso y al mismo tiempo altanero, y que su rostro se contrajo en un espasmo muscular que no era una sonrisa, sino algo más que una sonrisa tranquila. Se aclaró la garganta con un carraspeo.

—Siento mucho tener que decirle, señor, que olvidé poner en la maleta la prenda indicada por el señor.

La visión del paquete en el vestíbulo brilló ante mis ojos y miré a Jeeves alegremente. Tal vez hasta canturreé un par o tres de notas. No estoy seguro.

—Ya lo sabía, Jeeves —dije con una mirada sonriente bajo los párpados entornados, y dando un golpecito a una mota de polvo sobre el irreprochable encaje de Malinas de mis muñecas—. Pero yo me he cuidado de ella. La encontrará abajo, en el vestíbulo, en un paquete de papel de estraza.

Debió de ser un rudo golpe para él enterarse de que sus oscuras maniobras habían fracasado y que la prenda había llegado a su destino preciso; no obstante, las finas facciones de su rostro no se alteraron con ningún signo exterior. La emoción raramente se descubre en Jeeves. En los momentos difíciles, como le dije a Tuppy, se pone una máscara, conservando, inalterable, la tranquila imperturbabilidad de un alce disecado.

—¿Quiere ir a buscarla?

—Muy bien, señor.

—De acuerdo, Jeeves.

Y yo me presenté en la salita luciendo elegantemente la chaqueta blanca.

La tía Dahlia estaba allí. Al entrar yo, me lanzó una terrible mirada.

—¡Eh! ¡Haces daño a la vista! —dijo—. ¿De qué crees que vas vestido?

Se me escapó el sentido de sus palabras.

—¿Lo dices por la chaqueta? —pregunté extrañado.

—Pues claro. Pareces un corista de Abernethy Towers, en el segundo acto de una comedia musical.

—¿No te gusta esta chaqueta?

—No.

—Pero en Cannes te gustaba.

—Aquí no estamos en Cannes.

—Pero caramba…

—¡Oh, déjalo correr! Eso no tiene importancia. Si quieres hacer reír al camarero, por mí… Comprenderás que no voy a preocuparme por una cosa así precisamente ahora.

Había en su tono algo fúnebre que encontré realmente desagradable. No me sucede a menudo enfrentarme enérgicamente con Jeeves, y cuando lo hago deseo ver a mi alrededor caras alegres y sonrientes.

—¡Ánimo, tía Dahlia! —dije.

—¡Qué ánimo ni qué niño muerto! —fue la sombría contestación—. He hablado con Tom.

—¿Se lo has dicho todo?

—No, le he escuchado. Aún no he tenido el valor de hablar.

—¿Aún sigue fuera de sí por los impuestos?

—Fuera de sí es la expresión exacta. Dice que la civilización está en quiebra y que los hombres con una pizca de cerebro deben de verlo escrito en las paredes.

—¿En qué paredes?

—Es una alusión al Antiguo Testamento, zoquete. Al festín de Baltasar.

—¡Ah, claro! Siempre sospeché que se debía a un efecto de espejos.

—¡Querría poder emplear unos espejos para hablarle a Tom sobre el asunto del bacarrá!

Podía proporcionarle un consuelo. Había reflexionado y vuelto a reflexionar acerca de nuestra última charla y creía haber hallado el fundamento de su error en esta cuestión. Estribaba en su decisión de hablar con el tío Tom. Era un asunto a propósito del cual hubiera sido mejor conservar cierta reserva tranquila.

—No comprendo por qué has de contarle que has perdido jugando al bacarrá.

—¿Y qué debo hacer? ¿Dejar que vayan a la ruina juntos la civilización y el Milady’s Boudoir? Y eso sucederá infaliblemente si no recibo un cheque la semana que viene. Los tipógrafos se han puesto muy intransigentes estos últimos meses.

—No me has comprendido. Escúchame. Es una cosa convenida que el tío Tom haga frente a los gastos del Milady’s Boudoir. Y si ese bendito periódico se encuentra en tales condiciones desde hace dos años, me parece que a estas alturas debería estar acostumbrado a ello. Pues bien, pídele sencillamente el dinero para pagar a los tipógrafos.

—Se lo pedí precisamente momentos antes de irme a Cannes.

—¿Y no te lo dio?

—Claro que me lo dio. Se portó caballerosamente. Es el dinero que perdí jugando al bacarrá.

—¡Oh, no lo sabía!

—No es mucho lo que tú sabes.

El cariño de sobrino me ayudó a pasar por alto el insulto.

—¡Calla! —dije.

—¿Cómo?

—He dicho: «¡Calla!».

—Dilo otra vez y verás lo que sucede. Ya sufro bastante para que encima tenga que soportar que me impongan silencio.

—Absolutamente.

—Si tengo que callarme, ya me lo impondré yo misma. Y lo mismo te digo sobre chasquear la lengua, si es que pensabas hacerlo.

—Nada más lejos de mi intención.

—Bien.

Permanecí un rato pensativo. Mis entrañas se revolvían. Mi corazón, ustedes lo saben, ya había sangrado aquella noche una vez por la tía Dahlia. Ahora sangraba de nuevo. Sabía lo encariñada que estaba con aquel periódico. Verlo morir habría sido para ella como ver a un niño amado hundirse por tercera vez en un estanque o un lago.

Y la duda no era posible; si no lograba conmover al tío Tom, éste dejaría perecer el Milady’s Boudoir sin mover un dedo.

¡Pero enseguida vi cómo se podía arreglar todo! ¡La tía necesitaba ser incluida en la lista de mis clientes! Tuppy Glossop renunciaba a la cena para conmover a Angela; Fink-Nottle renunciaba a la cena para impresionar a Madeline Bassett; la tía Dahlia tenía que renunciar a la cena para conmover al tío Tom. Ayuna tú y ayunaré yo…, y la satisfacción general queda asegurada.

—Ya lo tengo. Hay un medio. Come menos.

Me miró con expresión suplicante. No puedo jurar que las lágrimas humedecieran sus ojos, pero sospecho que así fue. Desde luego, juntó las manos en muda apelación.

—¿Tienes que delirar a la fuerza, Bertie? ¿No puedes detenerte un momento? ¿Siquiera por esta noche? ¿Por amor de tu tía Dahlia?

—No estoy delirando.

—No me atrevo a pensar que un hombre de tu educación lo haga adrede, pero…

Comprendí que no me había explicado bien.

—Bueno —dije—. No seas desconfiada. Hablo en serio. Cuando te digo «come menos» quiero decir que esta noche, durante la cena, has de rechazar la comida. Si tú permaneces allí, triste, rechazando los platos, con un gesto de resignación, ¡verás lo que pasa! El tío Tom observará tu falta de apetito y apuesto a que, una vez concluida la cena, acudirá a tu lado y te dirá: «Dahlia querida…», supongo que es así como te llama, «Dahlia querida, he notado que durante la cena no tenías apetito. ¿Qué te sucede, Dahlia querida?». «Mi querido Tom», contestarás tú, «eres muy amable preguntándomelo. La realidad es, querido, que estoy terriblemente preocupada». «Querida mía…», dirá él…

La tía Dahlia me interrumpió en este punto para decirme que, a juzgar por el diálogo, los cónyuges Travers debían de ser dos espléndidos ejemplares de cretino. Deseaba, además, saber cuándo llegaría a la conclusión.

La envolví en una de mis miradas.

—«Querida mía», dirá él, «¿puedo hacer algo por ti?». A lo que tú, naturalmente, contestarás: «Puedes ir a buscar el talonario de cheques y empezar a escribir».

Mientras hablaba la observé atentamente y me complació la luz respetuosa que brilló en sus ojos.

—Pero, Bertie, ¡ésa es una idea brillantísima!

—Ya te había dicho que Jeeves no era el único hombre dotado de cerebro.

—Creo que tu plan puede funcionar.

—¡Desde luego que funcionará! Se lo he recomendado también a Tuppy.

—¿Al joven Glossop?

—Para que Angela se apiade de él.

—¡Espléndido!

—Y a Gussie Fink-Nottle, que desea conquistar a Madeline Bassett.

—¡Bien, bien, bien! ¡Qué infatigable cerebro!

—Trabaja siempre, tía Dahlia, trabaja siempre.

—No eres el zoquete que yo creía, Bertie.

—¿Y cuándo me juzgaste zoquete?

—¡Oh! Muy a menudo, el verano pasado. No puedo precisar por qué exactamente. Sí, Bertie, el proyecto es bueno. Supongo, por lo demás, que lo habrá sugerido Jeeves, ¿verdad?

—Jeeves no ha sugerido nada. Esa insinuación me ofende. Jeeves nada tiene que ver con todo esto.

—Bien, bien. No hace falta alterarse por tan poco. Sí, tengo esperanzas. Tom me adora.

—¿Y quién no?

—Haré lo que dices.

En aquel momento entró en el salón el resto de los invitados y pasamos al comedor.

Dada la atmósfera espiritual de aquel día en Brinkley Court —me refiero a que el lugar rebasaba el límite de carga máxima de corazones afligidos y sólo quedaba sitio para almas torturadas—, no esperaba una cena brillante. Y, en efecto, no lo fue. Silenciosa y triste, se asemejaba a una cena de Navidad en la Isla del Diablo.

Respiré aliviado cuando llegamos al final.

Preocupada, para colmo de todos sus problemas, por tener que rechazar cada plato, la tía Dahlia era un verdadero desastre desde el punto de vista de la conversación brillante. El hecho de poseer cincuenta libras menos y de tener que esperar, de un momento a otro, el derrumbamiento de la civilización influían en que el tío Tom, que siempre tuvo cierto parecido con un molusco atormentado por un secreto pesar, estuviese aún más triste que de costumbre. Madeline Bassett desmenuzaba silenciosamente el pan; Angela parecía excluida del mundo de los vivos; Tuppy parecía un condenado a muerte que rechaza la acostumbrada última cena antes de encaminarse hacia el patíbulo.

Gussie Fink-Nottle habría inducido a error, por su apariencia, a más de un sepulturero, que le hubiera enterrado sin demora.

Era la primera vez que veía a Gussie desde que nos separamos en mi apartamento, y he de confesar que su proceder me molestó. Esperaba algo mucho más resplandeciente.

En mi domicilio, me había dado la impresión de necesitar un ambiente rural; en cambio, ahora, no hallaba en él signo alguno de mejoría. Más que nunca se asemejaba al gato del refrán, y comprendí enseguida que mi primera acción, en cuanto me fuese posible huir de aquella morgue, sería la de cogerle aparte y endilgarle un discurso algo fuerte.

Si alguien en el mundo necesitaba un toque de trompeta, ése era Fink-Nottle.

En el éxodo general de los luctuosos convidados le perdí de vista y, como la tía Dahlia me llamó para una partida de bridge, no pude buscarle enseguida. Mas, después de haber jugado un rato, un camarero vino a comunicar a mi tía que Anatole suplicaba fuese a verle un momento, y yo aproveché para alejarme. Diez minutos de pesquisas pasaron sin que pudiera hallar a Gussie en toda la casa; me encaminé entonces hacia los alrededores, y lo encontré en la rosaleda.

Estaba oliendo una rosa con expresión mortificada, pero volvió el rostro hacia mí cuando me acerqué.

—Hola, Gussie —dije.

Le había sonreído amablemente como suelo hacer con los viejos amigos, pero él, en vez de contestar a mi sonrisa, me dirigió una mirada muy antipática. Parecía no alegrarse de ver a Bertram. Me miró así durante un momento, luego dijo:

—¡A paseo, tú y tu «Hola, Gussie»!

Estas palabras, pronunciadas entre dientes, no eran una acogida muy amistosa y me encontré más confuso que nunca.

—¿Qué significa eso?

—Me sorprende tu cara dura al venir a mi encuentro con ese «Hola, Gussie». ¿Te parece éste un momento oportuno para que me vengan con un «Hola, Gussie»? Eso es cuanto quiero decirte. Y es inútil que me mires así. Bien sabes en lo que pienso: ¡en esa maldita entrega de premios! Ha sido una verdadera cobardía por tu parte zafarte y echármelo encima. No mediré mis palabras. Ha sido propio de un perro y de un bellaco.

Ahora bien, aunque, como ya les he dicho, hubiera dedicado la mayor parte del viaje a discurrir sobre el caso Angela-Tuppy, no dejé de encaminar uno o dos pensamientos hacia mi actitud durante mi encuentro con Gussie. Tenía prevista alguna extemporánea salida desagradable en el primer momento y, cuando se trata de afrontar una entrevista difícil, Bertram Wooster suele tener preparado algún argumento.

No tardé, pues, en contestar con franqueza viril y desarmante. La brusquedad de la interrupción me había chocado un poco, es verdad, porque, en la confusión del primer momento, olvidé el asunto de la entrega de premios, pero, recobrándome enseguida, contesté con viril energía:

—Pero hijo mío —dije—. ¡Si formaba parte de mi plan! Creí que lo habrías comprendido.

Contestó algo a propósito de mis planes, que no comprendí.

—Claro. «Zafarse» es una definición completamente absurda. No supondrás que no tenía interés en entregar los premios, ¿verdad? Habría sido, para mí, una ocasión única. Pero lo único realmente bello y generoso que podía hacer por ti era hacerme a un lado para dejarte el sitio. Pensaba que la ocasión te resultaría más útil a ti que a mí. ¡Confiesa que aguardas ese día con impaciencia!

Me contestó con una vulgar exclamación que me extrañó conociese, lo cual demuestra cómo, aun sepultándonos en el campo, nos es dado enriquecer nuestro vocabulario. Es posible, naturalmente, cambiar unas palabras con los vecinos, con el pastor, con el médico, con el lechero, etcétera.

—¡Pero diantre! —dije—. ¿No comprendes realmente lo que puede significar para ti? Tus acciones tendrán una inmediata alza. ¡Estarás allá, sobre el estrado! ¡Una figura romántica e impresionante! ¡Serás la estrella de la representación! ¡La atracción principal, el blanco de todas las miradas! Madeline Bassett quedará entusiasmada. Te verá bajo un nuevo aspecto.

—¿Lo crees así?

—Naturalmente. Hasta ahora conoce a Augustus Fink-Nottle, el amigo de las salamandras. Ha encontrado también a Augustus Fink-Nottle, pedicuro de perros. ¡Pero Augustus Fink-Nottle, el orador!…, eso le llegará al corazón como un dardo o yo he dejado de conocer el ánimo femenino. Las muchachas van de cabeza por los hombres públicos. Si alguien en el mundo te ha hecho un gran favor, he sido yo al ofrecerte esta extraordinaria ocasión.

Pareció que mi elocuencia le causaba cierta impresión. No podía ser de otro modo. Tras sus gafas de concha se apagó el fuego de sus ojos, que volvieron a adquirir la expresión de los de un pescado pasado.

—¡Quién sabe! —dijo, meditando—. ¿Has hecho alguna vez un discurso, Bertie?

—¡Oh! Cientos de veces. Es una tontería. Muy sencillo. Imagínate que una vez hablé en una escuela de chicas.

—¿No estabas nervioso?

—En lo más mínimo.

—¿Y qué tal te fue?

—Se quedaron prendadas. Las tenía a todas comiendo de mi mano.

—¿No te tiraron huevos u otros objetos?

—¡Qué va!

Emitió un profundo suspiro y permaneció quieto, mirando silenciosamente a un caracol que atravesaba el camino.

—¡Bueno! —acabó concluyendo—. Puede que me haya preocupado excesivamente, que exagerase al creer que mi destino era peor que la muerte. Pero te diré que la perspectiva de la entrega de premios para el día treinta y uno ha transformado mi vida en una continua pesadilla. No he podido dormir, ni comer… Y, por cierto, no me has explicado aquel telegrama cifrado sobre las salchichas y el jamón.

—No era cifrado. Quería que comieras poco para que ella comprendiese que estás enamorado.

Rió mefistofélicamente.

—Comprendo. Bien, lo he hecho de veras.

—Ya lo noté durante la cena. ¡Espléndido!

—No sé qué le encuentras de espléndido. No sirve de nada. Jamás tendré el valor de pedir su mano. No lo tendré, aunque viva de bizcochos el resto de mi vida.

—Pero ¡qué diablos, Gussie! ¡En estos románticos parajes! Creí que el murmullo de los árboles…

—Me importa un comino lo que puedas haber pensado. Sé que no lo haré.

—¡Vamos!

—No puedo. ¡Parece tan lejana, tan remota!

—Pero no lo es.

—Sí lo es. Sobre todo si la miras de perfil. ¿La has mirado de perfil? Ese perfil frío, puro… ¡Te quita todos los ánimos!

—¡Pero no es cierto!

—Te digo que sí. La miro, y las palabras se me hielan en los labios.

Hablaba con una especie de desesperación y era tan evidente su falta de espíritu y de energía que, lo confieso, por un instante me sentí desanimado. Me pareció inútil intentar galvanizar a semejante molusco. Luego vislumbré la senda que debía seguir. Con mi extraordinaria prontitud comprendí lo que era necesario hacer para empujar a Fink-Nottle al otro lado de la meta.

—Hay que suavizarla —dije.

—¿Cómo?

—Hay que suavizarla. Convencerla. Decidirla. Hay que empezar por los preliminares golpes de pico. He aquí, Gussie, el procedimiento que propongo seguir. Volveré a la casa e invitaré a Madeline a dar una vuelta. Le hablaré de corazones que se consumen y le haré comprender que hay uno de ellos aquí, muy cerca. Llevaré adelante el asunto con mucha energía. Tú, entretanto, te quedarás por los alrededores y después de un cuarto de hora podrás acercarte. Estará ya conmovida y vibrante y será fácil lo demás. Como subirse a un autobús en marcha.

Recuerdo que, siendo muchacho, en la escuela me hicieron estudiar un poema donde un tal Pig… no sé qué, un escultor seguramente, después de haber acabado la estatua de una joven, un buen día se dio cuenta de que ésta comenzaba a hablar. El hombre, naturalmente, debió de experimentar cierta impresión, pero lo importante es que, en el poema, había un par de versos que decían, si no recuerdo mal:

Ella se agita. Se mueve. Parece sentir el espíritu de la vida en su arcilla.

Y repito estos versos porque nada podría describir mejor la transformación de Gussie ante mis alentadoras palabras. Su frente se despejó, sus ojos brillaron, y perdiendo su habitual mirada de pescado, contempló con cierta benignidad el caracol que continuaba su largo camino. ¡Una sensible mejoría!

—Comprendo. Quieres despejar el camino, como suele decirse.

—Eso es, despejártelo.

—Es una magnífica idea, Bertie. La cosa cambia de aspecto.

—Desde luego. Pero no olvides que luego te toca a ti continuar. Has de intentar conmoverla, tienes que darle cuerda; de otro modo, todos mis esfuerzos resultarán inútiles.

Algo de la habitual incertidumbre de Gussie reapareció.

—Bueno, pero ¿qué diablos diré?

A duras penas dominé mi impaciencia. Aquel hombre había sido un compañero de escuela.

—¡Dios santo! ¡Hay miles de frases que decir! Habla de la puesta del sol.

—¿De la puesta de sol?

—¡Claro! La mitad de los hombres casados empezaron hablando de la puesta de sol.

—Pero ¿qué puedo decir de la puesta de sol?

—Bueno, Jeeves halló, hace días, una hermosa frase a propósito. Lo encontré una tarde mientras paseaba al perro por el parque, y me dijo: «Ahora el crepuscular paisaje desaparece de nuestra vista y una solemne paz cubre todo el mundo». Puedes usarla.

—¿Qué clase de paisaje?

—Crepuscular.

—¡Oh, crepuscular! Está bien…, crepuscular paisaje…, solemne paz. ¡Sí, sí, muy bien!

—También puedes decirle que a menudo has pensado que las estrellas eran guirnaldas de lindas margaritas del Señor.

—¡Pero yo nunca he pensado eso!

—Te creo; pero lo ha pensado ella. Si logras hacer una presentación de este tipo, habrá de pensar que tú eres su alma gemela.

—¿Has dicho guirnaldas de lindas margaritas del Señor?

—Sí: guirnaldas de lindas margaritas del Señor. Luego continúa diciendo que el crepúsculo siempre te pone triste. Me dirás que eso no es cierto, pero en esta ocasión es imprescindible.

—¿Por qué?

—Eso es exactamente lo que te preguntará ella. Y tú, para secundarla, le contestarás que se debe a la soledad de tu vida. No sería una mala idea hacerle una descripción de una velada íntima, en tu casa del Lincolnshire, refiriéndole cómo caminas lentamente por la pradera, entre las sombras de la noche.

—Por lo general, me quedo en casa escuchando la radio.

—No, no. Te paseas lentamente en la oscuridad, deseando la compañía de alguien que te ame. Luego le hablarás del día en que ella entró en tu vida.

—Como una princesa fascinadora.

—Perfectamente —dije con aprobación. Nunca habría esperado que se le ocurriera algo así—. Princesa fascinadora… Muy bien, Gussie.

—¿Y luego?

—Bueno, el resto es fácil. Añadirás que has de decirle algo, y comienzas enseguida. No puedes fallar. Yo en tu lugar intentaría hablar con ella en la rosaleda. Todo el mundo sabe que lo mejor es arrastrar el objeto adorado a la rosaleda, durante el crepúsculo. Pero antes tendrías que tomarte un par, pero no un par cualquiera, sino de los fuertes.

—¿Fuertes? ¿Qué?

—Tragos.

—¿Tragos? ¡Pero si yo no bebo!

—¿Cómo?

—No he probado una gota de alcohol en mi vida.

Eso me hizo dudar. He de confesarlo. Es esencial, en ciertos casos, una moderada dosis de intemperancia.

A pesar de todo, tal como estaban las cosas, no había nada que hacer.

—Bueno; haz lo que puedas con la soda de jengibre.

—Siempre bebo zumo de naranja.

—¡Pues bebe eso! Pero, dime la verdad, ¿te gusta de veras ese brebaje?

—Muchísimo.

—Bueno, en tal caso… Y ahora, hagamos una prueba para ver si has aprendido bien el papel. Comienza con el crepuscular paisaje.

—Estrellas, guirnaldas de lindas margaritas del Señor.

—El crepúsculo te pone triste.

—Por causa de mi vida solitaria.

—Descripción de la vida.

—Hablar del encuentro con ella.

—Añadir «princesa fascinadora». Decir que tienes que comunicarle algo. Cogerle la mano. Y continúas por ese terreno. Eso es todo.

Confiando en que sabía su papel de memoria y en que todo marcharía viento en popa, di media vuelta y regresé apresuradamente a la casa.

Sólo cuando llegué al salón y pude echarle una mirada intensa a miss Bassett, comencé a reparar en que vacilaba la alegre confianza que me había empeñado en aquel asunto. Observándola de cerca había de admitir que me causaba cierta depresión la idea de pasearme con aquel extraño ejemplar. Hube de recordar las frecuentes circunstancias en que, en Cannes, me había contentado con mirarla, mudo, deseando ardientemente que algún amable conductor, atropellándola con un coche de carreras, quisiera simplificar la situación. Como ya les he manifestado, aquella muchacha no gozaba de mis simpatías.

No obstante, un Wooster está encadenado por su propia palabra: un Wooster puede temblar, pero no ceder. Sólo un oído extraordinariamente ejercitado habría podido notar una ligera alteración en mi voz, cuando la invité a dar un paseo de media hora.

—Hermoso atardecer —dije.

—Sí, realmente hermoso.

—Hermoso. Me recuerda a Cannes.

—¡Cuán hermosos eran los atardeceres allá abajo!

—Hermosos —dije.

—Hermosos —dijo miss Bassett.

—Hermosos —asentí.

Y con esto quedó agotado el boletín meteorológico de la Riviera francesa. Un momento después estábamos al aire libre, ella gorjeando a propósito del paisaje, yo repitiendo siempre: «¡Oh, sí, realmente!» y reflexionando sobre la mejor manera de entrar en materia.