22
El despacho del tío Percy, al que hacía en aquel momento mi primera visita, me pareció lo que en los escenarios se llama «lujoso interior», generosamente equipado con mesas, sillas, sillones, alfombras y todo el mobiliario habitual. Los libros cubrían enteramente una de las paredes, y de la de enfrente pendía un enorme cuadro en el que había unas ninfas o algo similar, jugueteando con lo que, a juzgar por su aspecto y la manera en que se conducían, me parecieron faunos. Observé también un globo terráqueo, algunos jarrones de flores, una trucha disecada, una caja de cigarros puros y un busto que podía ser el del difunto míster Gladstone.
En resumen, lo único que uno hubiera esperado encontrar en aquella habitación, pero no estaba, era al tío Percy. No se hallaba sentado en su sillón detrás de la mesa, ni andaba de un lado a otro por la alfombra, ni examinaba el globo terráqueo, ni olía las flores, ni leía los libros, ni admiraba la trucha disecada, ni contemplaba extasiado las ninfas y los faunos. No lo descubrí por ninguna parte, y aquella total ausencia de tíos, tan diferente de lo que yo había esperado, me produjo cierta impresión.
Cuando uno ha ido a un sitio dispuesto a la lucha y se encuentra súbitamente con que el adversario ha desaparecido, experimenta una sensación extraña. Es como poner el pie en el último escalón cuando no lo hay. Permanecí mordiéndome el labio con cierta perplejidad, preguntándome qué era lo mejor que podía hacer.
El aroma de un fuerte cigarro que todavía persistía en el aire demostraba que había estado allí hacía poco tiempo, y las puertaventanas abiertas indicaban que había salido al jardín, probablemente a debatir los problemas que se agitaban en su mente, en primer lugar, sin duda, el de cómo siendo como era aquella endiablada vida en Steeple Bumpleigh, podría estar cinco minutos ininterrumpidos con Chichester Clam. Y lo que yo discutía conmigo mismo era si debía seguir tras él o permanecer en mi statu quo hasta que regresase.
Desde luego, mucho dependía del tiempo que estuviese fuera. Es decir, que no creía que aquel estado de inquebrantable resolución con que había cruzado el umbral pudiese durar indefinidamente. Ya la temperatura de mis pies había descendido bastante y empezaba a sentir un vacío en el diafragma y una disposición a ahogarme. Si el encuentro se retrasaba, aunque sólo fuese un par de minutos, todo esto adquiriría tales proporciones que el tío Percy, cuando apareciese, se encontraría ante un Bertram que habría perdido todo su serrín, a un Wooster sólo capaz de contestar humildemente «Sí, tío Percy» o «No, tío Percy».
Considerando la situación desde diferentes puntos de vista, parecía mejor ir a buscarlo por los espacios abiertos, por donde debía de rondar Boko en aquellos momentos. Y acababa de acercarme a la puerta acristalada, dispuesto a salir por ella, con poca esperanza o ilusión sobre lo que me esperaba, cuando el ruido de unas voces fuertes atrajo mi atención. Sonaban a alguna distancia, y las palabras del diálogo no llegaban de manera clara a mi oído, pero por el hecho de que se llamaban mutuamente «Mi querido Worplesdon» y «Usted, idiota cretino», sospeché que pertenecían, respectivamente, a Boko y al señor de Bumpleigh Hall.
Un momento después, mi sospecha resultó cierta. Una pequeña procesión apareció a la vista, cruzando la extensión de hierba que había delante del despacho. Abriendo la marcha iba Boko, con un aspecto menos pacífico del que le había visto algunas veces. Le seguía un hombre de aspecto jardineril, armado de una horca y acompañado de un perro de raza indeterminada. Cerraba la procesión el tío Percy, agitando un cigarro con ademán amenazador, como el ángel expulsando a Adán del Edén.
Él era quien parecía tener el papel principal en la conversación. De vez en cuando, Boko intentaba volverse, como si quisiera decir algo, pero toda la elocuencia que hubiese pretendido emplear quedaba apagada por la expresión del perro, que parecía dispuesto a traiciones, estratagemas y destrozos, y por la horca a que he aludido, la cual tocaba casi los fondillos de sus pantalones.
A mitad de camino, el tío Percy se separó del convoy y se acercó rápidamente a mí, chupando emocionado su cigarro. Boko y sus nuevos amigos continuaron en dirección a la avenida.
Después de la dolorosa impresión, inevitable al ver a un viejo amigo arrojado de entre aquellas paredes, mi primer pensamiento fue que nada me detenía ya allí. La esencia del plan al que me había prestado era que Boko debía hallarse al alcance de la voz mientras yo le hiciese mis observaciones al tío Percy, y nada era más evidente que, en el momento en que éste llegase a su despacho particular, Boko habría sido arrojado de allí como un zapato viejo.
Por consiguiente, emprendí la marcha en el acto, y avanzaba rápidamente cuando, al acercarme a la puerta, vi súbitamente un retrato de mi tía Agatha, de cintura para arriba. Al entrar me pasó inadvertido, desde luego, pero allí había estado siempre, y en ese momento atraía mi mirada y me detuvo en mi carrera como si hubiese tropezado con un farol del alumbrado.
Era obra de uno de aquellos artistas que revelan el alma del modelo, y había conseguido revelar tanto del alma de la tía Agatha que, desde un punto de vista práctico, parecía encarnar el mismo peligro el cuadro que tratar con su persona. Estuve incluso a punto de exclamar: «¡Hola!» en el preciso momento en que hubiera jurado que decía «¡Bertie!», con aquella voz imperativa que tantas veces había sonado en mis oídos convirtiéndome en una pelota con la esperanza de que un humilde servilismo me permitiera largarme cuanto antes.
Pero, como es natural, la debilidad fue sólo momentánea. Un instante después, Bertram volvía a ser el mismo. Pero la pausa había sido suficiente para permitir que el tío Percy entrase en la habitación, lo que imposibilitaba mi huida. Por consiguiente, permanecí allí, tirándome de los puños, con la esperanza de que este ademán me daría fortaleza. Algunas veces ocurre así.
El tío Percy parecía estar monologando.
—¡Lo he pisoteado! ¡Pisoteado! Estaba allí, oculto en la hierba, y lo he pisoteado. No basta que ese tipo se meta por las noches en mi casa sin estar invitado, sino que viene también de día y se acuesta sobre mi hierba. Por lo visto, no hay manera de alejarlo de aquí. Se mete en todas partes como el aceite.
Entonces, por primera vez, pareció darse cuenta de la presencia de su sobrino.
—¡Bertie!
—¡Hola, tío Percy!
—¡Querido muchacho! Precisamente te quería ver.
Decir que me quedé sorprendido al oír esta observación sería describir débilmente mis emociones. Me quedé absolutamente aturdido.
Consideremos los hechos. Hacía más de quince años que conocía a aquel viejo extravagante, y ni una sola vez durante este tiempo insinuó que mi compañía pudiese tener el menor atractivo para él. En la mayoría de las ocasiones en que nos habíamos reunido, hizo cuanto pudo por dar a entender que era todo lo contrario. He aludido ya a la circunstancia del látigo de caza y con el transcurso de los años se había sucedido otra serie de episodios.
Creo haber dicho bastante claramente que había en la tierra pocos tipos capaces de enfrentarse con lord Percival Worplesdon. Capitanes de todos los mares, endurecidos, acostumbrados a afrontar las galernas del océano sin un estremecimiento, temblaban como flanes cuando eran llevados a su presencia en las oficinas, para responder a la acusación de haber dejado el timón o empinado el codo durante el último viaje que habían hecho a sus órdenes. Cuando estaba en una disposición de ánimo más bien análoga a la de una tortuga malhumorada, tenía la apariencia de un Aubrey Smith, y, generalmente, cuando alguien lo encontraba, daba la impresión de estar a punto de echar espuma por la boca.
Y, no obstante, en ese momento, me estaba mirando de una manera que, si no lo observaba atentamente y prescindía de su erizado bigote, parecía no sólo humana, sino incluso afectuosa. Parecía estar completamente libre de aquel dolor en el pescuezo que le producía siempre la visión de Bertram Wooster.
—¿Quién, yo? —dije, débilmente, con tal sorpresa que me vi obligado a agarrarme al globo terráqueo.
—Sí, tú, muchacho. Toma una copa, Bertie.
Dije algo respecto a ser demasiado temprano, pero rechazó la sugestión con un «¡Bah, bah!».
—Nunca es temprano para tomar una copa cuando uno ha hundido el pie hasta el tobillo en un Fittleworth. Paseaba fumando mi cigarro, con la mente ocupada por problemas vitales, cuando mi pie se hundió en algo blando, y allí estaba ese asqueroso tipo, recostado en la bella hierba, cerca del lago, como si hubiese sido una rata de agua o algo parecido. Si llego a tener el corazón débil, habría sido el fin de mis días.
Sin poder evitarlo, compadecí a Boko. Me imaginé lo ocurrido. Al dirigirse subrepticiamente hacia el despacho, había oído aproximarse al tío Percy, y buscó refugio, ignorando que pocos momentos después el pie del número cuarenta y cinco de este último se posaría sobre lo que —dada la descripción de blandura de mi pariente— debió de ser una tierna porción de su anatomía. Un rudo golpe para el pobre muchacho. Un rudo golpe para el tío Percy, también. En realidad, era una de aquellas situaciones en que el corazón sangra por ambos bandos luchadores.
—¡Fittleworth! —dijo lanzándome una mirada acusadora—. Es amigo tuyo, ¿verdad?
—¡Oh, de corazón!
—Pues harías bien en escoger a tus amigos con más cuidado —repuso, con el primer lapso de aquella extraña benevolencia que hasta ese momento me había mostrado.
Imaginé que aquél era el momento de embarcarme en una apasionada defensa de Boko, exaltando sus admirables cualidades. Pero como fui incapaz de pensar en alguna, permanecí silencioso, y él siguió adelante.
—Pero dejemos esto. Mi jardinero se ocupa de arrojarlo de mis propiedades, con órdenes de clavarle una horca en el trasero si opone la menor resistencia. Me atrevo a pensar que estos campos le verán mucho menos a menudo en lo sucesivo. Y, válgame Dios, esto es precisamente lo que necesita Bumpleigh Hall para ser un Paraíso Terrenal; que haya menos Fittleworths, y mejores. Toma un cigarro, Bertie.
—No tengo ganas de fumar. Gracias.
—¡Tonterías! No logro comprender los detalles de tu política con mis cigarros. Cuando no quiero que los fumes, lo haces (recuerdas aquel látigo de caza, ¿eh?, ¿eh?, ¿eh?), y cuando te los ofrezco no los quieres. Todo esto es una tontería absurda. Métete esto en la boca, granuja —añadió, sacando de la caja algo que parecía un torpedo—, y dejémonos de «No tengo ganas de fumar, gracias». Quiero que estés descansado, porque tengo algo muy importante que consultarte. ¡Ah! Tráigalo aquí, Maple.
Al decir: «Nunca es temprano para tomar una copa» había apretado un timbre, lo que hizo que apareciera el mayordomo para recibir instrucciones. Éste acababa de volver a entrar con una botella de la caja más antigua, y mientras la descorchaba, mi pariente prosiguió sus observaciones.
—Bueno, dejemos a Fittleworth —repitió, tendiéndome un vaso lleno de espuma—. Apartémoslo de nuestra mente. Tengo otras cosas que decirte. Primero y ante todo… A tu salud, Bertie.
—A su salud —dije yo débilmente.
—Por el éxito de la empresa.
—Y la realización del crimen.
—Barro te caiga en el ojo —dijo aquel extraordinario coleccionador de frases célebres en los bares—. Primero y ante todo —prosiguió vaciando el vaso de un solo trago—, deseo expresarte mi admiración por tu espectacular y loable conducta de hace poco en la avenida. He encontrado a Edwin y me ha dicho que le habías arreado un puntapié. Es algo que deseo hacer hace años, pero nunca he tenido valor. —Al llegar a este punto, se levantó del sillón con la mano tendida, estrechó la mía efusivamente y volvió a sentarse—. Recordando algunas de nuestras recientes entrevistas, Bertie —continuó, no diré suavemente, porque no puede hablar con suavidad, pero tan suavemente como pueda hablar un tipo que no puede hablar suavemente—, he pensado que pudiste sacar la impresión de que soy un hombre malhumorado y de malas pulgas. Creo que anoche te traté un poco duramente. Debes olvidarlo. Hay que hacer concesiones. No puedes juzgar a un hombre que tiene un hijo como Edwin desde el mismo punto de vista que al que no lo tiene. ¿Te has enterado de que anoche me tumbó con ese bastón infernal de boy scout?
—A mí también.
—¿En la misma…?
—A mí me arreó en la cabeza.
—Me tomó por un bandido o no sé qué estupidez. Y cuando quise tomar medidas, Florence no me dejó. No puedes imaginarte lo que sentí cuando me dijeron que le habías arreado un puntapié. Me hubiera gustado verlo. En todo caso, he sabido lo suficiente sobre lo ocurrido para llegar a la conclusión de que te has portado con notable galantería y recursos, y no tengo inconveniente en admitir, querido muchacho, que esto ha revolucionado completamente mi opinión sobre ti. Durante años enteros te he considerado la calamidad de menos espíritu de la población. Ahora me doy cuenta de lo equivocado que estaba. Has demostrado poseer cualidades ejecutivas en el más alto grado, y he decidido que eres el hombre que podía aconsejarme en la grave crisis que afecta a mis negocios. Me hallo ante un doloroso dilema, Bertie. Es absolutamente necesario que… Pero quizá Jeeves te haya dicho ya algo.
—Me hizo una especie de croquis.
—¿Chichester Clam?
—Eso es.
—¿Mi necesidad vital de tener con él una conferencia secreta?
—Exacto.
—Esto simplifica la cosa. No te preocupes de por qué es para mí tan importante celebrar con Chichester Clam una entrevista secreta. Con tal de que comprendas que lo es, todo lo demás no importa. Era el hombre que estaba anoche en el cobertizo de los tiestos.
—Ya…
—Lo sabías, ¿no? Fue idea de Jeeves, y muy buena, además. En realidad, si no hubiese sido por ese asqueroso Fittleworth… Pero no dejes que vuelva a hablar de ese imbécil. Quiero conservar la calma. Sí, Clam estaba en el cobertizo de los tiestos. Es un hombre curioso.
—¿Sí?
—Muy curioso. No sabría cómo describírtelo. ¿Has visto alguna vez un cervatillo?[5]
—¿Como los tipos esos del cuadro?
—No. Me refiero al animal, el tímido cervatillo que tiembla y se estremece al menor asomo de peligro como un… como un cervatillo. Ése es Clam. No de aspecto, desde luego. Es mucho más robusto que un cervatillo normal y lleva gafas de concha, cosa que no hacen los cervatillos. Me refiero a su carácter y temperamento. ¿Estás de acuerdo conmigo?
Le recordé que, ya que no había tenido el gusto de conocerlo, la psicología de Clam era para mí un libro cerrado.
—Es verdad. Lo he olvidado. Bien, pues esto es lo que parece. Un cervatillo. Nervioso, tembloroso, husmeando el viento a la menor provocación… Salió del cobertizo de los tiestos temblando como una hoja y diciendo: «¡Nunca más!». Sí, todo resto de varonil valor se ha evaporado en él, y cualquier plan que tracemos para el futuro debe ofrecer toda clase de garantías, un plan que incluso él pueda ver claramente que no ofrece el menor peligro. Es curiosa esta tendencia neurótica de los hombres de negocios estadounidenses. ¿Te la explicas? ¿No? Yo tampoco. Demasiado café.
—¿Café?
—Esto y el New Deal. En los Estados Unidos, según parece, la vida para el hombre de negocios es una larga serie de tazas de café y sorpresas del New Deal. Se toma uno una taza de café y se lleva una desagradable sorpresa con el New Deal. Para serenarse, se toma otra taza de café y se lleva otro disgusto con el New Deal. Se tambalea, pidiendo débilmente otro café y… En fin, ya me entiendes. Es un círculo vicioso. No hay sistema nervioso que lo aguante. Chichester tiene los nervios destrozados. Quiere tomar el próximo barco para Nueva York. Sabe que esto significa la ruina de sus negocios, pero dice que no le importa, con tal de poner el vasto y profundo océano Atlántico entre él y el cobertizo inglés de los tiestos. Parece tener un arraigado prejuicio contra los cobertizos de tiestos, de manera que métete bien en la cabeza que cualquier cosa que le propongas debe estar totalmente libre de cuanto se parezca a un cobertizo de tiestos. ¿Qué puedes proponerle, Bertie?
A esto, desde luego, no había más que una respuesta.
—Creo que será mejor consultar con Jeeves.
—He consultado con Jeeves y dice que está desorientado.
En mi consternación, solté una bocanada de humo. La cosa parecía increíble.
—¿Jeeves dice que está desorientado?
—Él mismo me lo ha dicho. Por eso he acudido a ti. Necesito una mente nueva.
—¿Cuándo le dijo esto?
—Anoche.
Comprendí que no todo estaba perdido.
—¡Ah! Pero después ha dormido un sueño reparador, y ya sabe lo que estimula dormir unas horas. ¡Y diantres, tío Percy!, le diré una cosa que acabo de recordar. Esta mañana temprano lo he encontrado pescando en el río.
—¿Y qué?
—El hecho es terriblemente significativo. No lo he interrogado sobre este punto, pero un hombre de su calibre debe de haber pescado bastante. No hay duda de que se los ha comido en el desayuno, en cuyo caso, sus facultades han sido intensamente estimuladas. Es probable que a estas horas esté de nuevo en plenas facultades, con el cerebro zumbando como una dinamo.
Vi claramente que mi pariente se contagiaba de mi exaltación. Con evidente entusiasmo se metió el cigarro en la boca por la parte encendida, con lo que se chamuscó el bigote.
—No se me había ocurrido —dijo después de soltar algunas palabrotas.
—Con Jeeves ocurre a menudo.
—¿De veras?
—La mayor parte de sus triunfos los debe al pescado.
—¡No me digas!
—Sin duda alguna. Es el fósforo, ¿comprende?
—Claro…
—A veces basta una simple sardina. ¿Podría usted encontrarlo?
—Llamaré a Maple. Oiga, Maple —dijo en el momento en que el mayordomo llegaba al término de su viaje—, envíeme a Jeeves.
—Muy bien, milord.
—Y traiga otra botella, ¿no crees, Bertie?
—Lo que usted diga, tío Percy.
—Sería lástima no tomarla. No tienes idea de lo que conmueve a un hombre creer que pone el pie en tierra firme y encontrarse con que es Fittleworth. Otra botella de lo mismo, Maple.
—Muy bien, milord.
Durante la espera, que no fue larga, mi anciano pariente se entregó a una serie de reflexiones sobre Boko, principalmente respecto de lo mucho que le desagradaba su rostro. Después se abrió la puerta para dar paso a una procesión precedida por la botella sobre una bandeja. Ésta iba seguida de Maple, quien, a su vez, precedía a Jeeves. Maple se retiró, y el tío Percy entró en materia.
—Jeeves…
—¿Milord?
—¿Ha pescado usted algo esta mañana?
—Dos peces, milord.
—¿Los ha tomado usted en el desayuno?
—Sí, milord.
—¡Espléndido! ¡Magnífico! ¡Excelente! Entonces, adelante.
—¿Milord?
—Le estaba explicando a su señoría lo mucho que el pescado estimula su razonamiento —dije yo—. Tiene la esperanza de que haya usted encontrado algún procedimiento constructivo para reanudar la entrevista con Chichester Clam.
—Lo siento, señor. He empleado toda clase de recursos para hallar una solución al problema en que se encuentra su señoría, pero lamento tener que confesar que el éxito no ha coronado mis esfuerzos.
—Dice que ha fracasado —expliqué al tío Percy.
El tío Percy repuso que había esperado mejores resultados. Jeeves dijo que él también.
—¿Serviría de algo ofrecerle una copa? Quizá le entonase.
—Me temo que no, milord. El alcohol ejerce sobre mí un efecto más bien sedativo que estimulante.
—En este caso, me temo que no hay nada que hacer. Muy bien, Jeeves. Gracias.
Un agobiante silencio cayó sobre la habitación después de que Jeeves saliera. Hice girar el globo terráqueo. El tío Percy miró la trucha disecada.
—En fin, así están las cosas, ¿no es eso? —dije, al fin.
—¿Eh?
—Quiero decir —proseguí— que si Jeeves está perdido, la esperanza debe estar más o menos perdida.
Con gran sorpresa mía, no pareció estar de acuerdo con mi opinión. Sus ojos echaban fuego. Yo había infravalorado el espíritu luchador de estos tipos que amasan enormes fortunas con los asuntos navieros. Pueden estar momentáneamente deprimidos, pero no hay quien los amilane.
—Nada de eso, nada de eso. Jeeves no es el único hombre en esta casa que tiene una cabeza sobre los hombros. La persona que es capaz de trazar el plan y arrearle un puntapié a Edwin y llevarlo a cabo tan brillantemente como lo has hecho tú, no puede considerarse derrotado por un problema como éste. Cuento contigo, Bertie. ¿Cómo puedo reunirme con Chichester Clam? No abandones la idea. Piensa de nuevo.
—¿Puedo ir a reflexionar un poco por el jardín?
—Reflexiona por donde quieras, por toda la propiedad.
—De acuerdo —dije, e hice una salida meditabunda.
Apenas acababa de cerrar la puerta y avanzar por el corredor cuando Nobby apareció ante mí como salida de una trampilla.