4. JEEVES Y EL HUEVO DURO

Muchas veces por la mañana, cuando estoy sentado en la cama bebiendo poco a poco mi taza de té y veo a Jeeves ir y venir por la habitación preparando mi ropa, me pregunto cómo diablos me las arreglaría si él decidiese abandonarme. En Nueva York esto no tendría importancia, pero ¡en Londres! El solo pensamiento me pone los pelos de punta. Algunos amigos poco leales han hecho toda clase de tentativas para quitármelo. Estoy seguro de que el joven Reggie Foljambe llegó a ofrecerle el doble de lo que le pagaba yo. Ahí tenéis también a Alistair BinghamReeves. Este amigo mío tiene un ayuda de cámara tan torpe que no acierta a marcarle la raya de los pantalones, pues, cuando Alistair viene a verme, lanza miradas tan codiciosas a Jeeves, que me causa la mayor inquietud. ¡Vaya desvergonzados!

Jeeves entiende de todo. Basta fijarse en su manera de abrocharse la camisa para comprenderlo.

Le llamo en mi auxilio en los momentos de apuro y nunca he tenido que arrepentirme. Por lo demás, su lealtad es tan profunda que le impulsa a extender su protección a todos mis amigos, sobre todo cuando alguno de ellos se encuentra hasta el cuello en alguna dificultad. No citaré más que un ejemplo, el de mi querido amigo Bicky y de su tío, el huevo duro.

El caso sucedió unos meses después de mi llegada a Estados Unidos. Volvía una noche a mi casa, un poco tarde, y al prepararme un whisky, Jeeves dijo:

—Esta tarde, cuando usted estaba fuera, ha venido míster Bickersteth.

—¿De veras?

—Ha venido dos veces, señor. Parecía muy preocupado.

−¿Problemas?

—Eso me pareció, señor.

Apuré el whisky. Sentía mucho que Bicky estuviese en apuros. Pero, por otra parte, no me desagradaba tener un motivo de conversación con Jeeves, ya que nuestras relaciones atravesaban un momento delicado y resultaba difícil encontrar un tema que no terminase en alusiones personales. Había decidido, con razón o sin ella, dejarme bigote, y esto contrarió sobremanera a Jeeves. Decididamente no lo soportaba. Desde entonces vivíamos en una atmósfera de hostilidad. Cierto es que en algunas cuestiones de indumentaria Jeeves tiene un gusto impecable, por lo que su opinión merece ser tenida en cuenta. Mas, por otra parte, se extralimita un poco queriendo intervenir no solamente en mi guardarropa, sino también en mi rostro. Creo que nadie puede tacharme de obstinado; muchas veces, cuando Jeeves ha dictaminado que uno de mis trajes o corbatas favoritos no me sentaba bien, me he sometido humildemente a su opinión. Pero cuando un ayuda de cámara se atreve a levantar sus aspiraciones hasta el labio superior de su señor, no queda más remedio que imitar a un viejo bulldog y plantar cara al intruso.

—Me dijo que volvería por la noche, señor.

—Me huele a gato encerrado, Jeeves.

—Seguramente, señor.

Mientras pensaba en Bicky, me atusé el bigote sin darme cuenta, lo cual causó tan mala impresión a Jeeves que lo dejé al punto.

—He leído en el periódico que el tío de míster Bickersteth viene en el Carmantic, señor.

—¿Sí?

—Me refiero a Su Excelencia el duque de Chiswick, señor.

Era la primera vez que oía que el tío de Bicky era duque. ¡Qué curioso! Es sorprendente lo poco que sabemos de nuestros amigos. Bicky y yo nos conocimos en una especie de comilona o jolgorio en Washington Square, poco después de mi llegada a Nueva York. En aquellas fechas me sentía lleno de nostalgia y eso me acercó más a Bicky, sobre todo cuando descubrí su nacionalidad inglesa y recordé que habíamos estudiado juntos en Oxford. Además, Bicky era un buen muchacho, lo que fortaleció nuestra amistad; un día en que estuvimos charlando tranquilamente en un cabaret, lejos de la proximidad de artistas y escultores, Bicky provocó admiración imitando de una manera insuperable a un bull-terrier en el momento de cazar un gato en un árbol. Pero, a pesar de que llegamos a ser buenos amigos, todo lo que sabía de Bicky era que vivía con mucha estrechez y sólo contaba con el recurso de un tío que cada mes le pasaba una pequeña asignación.

—Si el duque de Chiswick es su tío —pregunté a Jeeves—, ¿cómo es que Bicky no tiene título? ¿Por qué no es lord de esto o de aquello?

—Míster Bickersteth, señor, es hijo de la difunta hermana del duque, que estaba casada con el capitán Rollo Bickersteth de los Coldstream Guards.

El muy bribón lo sabía todo.

—¿Murió también el padre de míster Bickersteth?

—Sí, señor.

—¿Le dejó dinero?

—No, señor.

Empezaba a comprender el motivo por el cual el pobre Bicky subsistió a base de caldo. Para un observador superficial y poco atento, tener un tío duque suena muy bien. Pero lo malo era que, si bien el viejo Chiswick poseía una gran fortuna siendo dueño de la mitad de Londres y de unos cinco condados en el norte, era asimismo uno de los hombres más tacaños de Inglaterra. A un individuo como ése, los americanos le llaman un huevo duro. Era evidente que, si los padres de Bicky no le habían dejado nada y él no tenía más recursos para vivir que lo que podía sablearle a su pariente, la situación de mi amigo era muy mala. Pero esto no explicaba la amistad que me había dedicado, pues Bicky era un hombre que jamás pedía un céntimo a nadie. Quería conservar sus amigos y por principio se abstenía de molestarles.

Entonces oímos el timbre de la puerta. Jeeves fue a abrir.

—Sí, señor, míster Wooster acaba de llegar —dijo.

Y Bicky entró con cara de mal humor.

—¿Qué hay, Bicky? Ya me ha dicho Jeeves que has venido antes. ¿En qué puedo servirte, amigo?

—Estoy en apuros, Bertie. Necesito consejo.

—Adelante, dispara.

—Mañana llega mi tío.

—Ya lo sé. Jeeves me lo ha dicho.

—El duque de Chiswick, ¿sabes?

—Sí, Jeeves me lo ha dicho.

Bicky pareció un poco sorprendido.

—De modo que Jeeves lo sabe todo.

—En efecto. Eso mismo acabo de pensar.

—Muy bien —prosiguió Bicky—. Veamos si él me saca de este atolladero.

—Míster Bickersteth se encuentra en un atolladero, Jeeves —le dije—, y desearía que usted le ayudase.

—Muy bien, señor.

Bicky hizo un gesto de duda.

—He de decirte, Bertie, que este asunto es estrictamente confidencial.

—No te preocupes, amigo; apostaría cualquier cosa a que Jeeves ya lo sabe todo. ¿No es verdad, Jeeves?

—Sí, señor.

—¿Cómo? —preguntó Bicky, inquieto.

—No quisiera ser indiscreto, señor, pero ¿acaso está preocupado porque no sabe cómo explicar a Su Excelencia la presencia de usted en Nueva York, siendo que en estos momentos debería estar en Colorado?

Bicky comenzó a temblar como la jalea bajo el viento.

—¡Sorprendente! ¿Cómo lo ha sabido?

—Antes de marchar de Inglaterra tuve ocasión de hablar con el repostero de Su Excelencia, y me dijo que en cierta ocasión había oído a Su Excelencia hablar de este asunto con usted.

Bicky se echó a reír.

—Bien, veo que es inútil andar con misterios, puesto que todo el mundo sabe lo que me sucede. Mi tío me echó de su casa, Bertie, argumentando que soy un cabeza de chorlito. Me prometió una renta, pero con la condición de que me marchase a cualquier pueblecito de Colorado para aprender a dirigir una hacienda o un rancho. Esto no me apetecía lo más mínimo. Tenía que montar a caballo, vigilar las vacas, etcétera. Sólo así cobraría la asignación.

—Comprendo, mi pobre amigo.

—Cuando llegué a Nueva York, esta ciudad me pareció un sitio ideal, y decidí quedarme en ella. Entonces mandé un cablegrama a mi tío diciéndole que había encontrado una excelente colocación en el mundo de los negocios, y que creía preferible abandonar la idea del rancho. Me contestó que estaba conforme, y desde entonces vivo en Nueva York. Mi tío piensa que tengo un buen trabajo. Jamás le habría creído capaz de venir aquí. ¿Qué hago, Dios mío?

—Jeeves —dije—, ¿qué ha de hacer míster Bickersteth?

—He recibido un cable de mi tío —prosiguió Bicky— en el que me dice que piensa alojarse en mi casa. Supongo que lo hace para ahorrarse los gastos de hotel. Siempre le he dado a entender que lo pasaba espléndidamente, de modo que ahora me es imposible llevarlo a la casa de huéspedes donde malvivo.

—¿Y bien, Jeeves?

—¿Me permite el señor que pregunte hasta qué punto está decidido a ayudar a míster Bickersteth?

—Haré todo lo que pueda por mi estimado Bicky.

—Entiendo, señor. Bien, siendo así, me permito sugerir que preste a míster Bickersteth…

—Alto ahí —interrumpió Bicky bruscamente—. Jamás he pedido nada a Bertie, y no voy a empezar ahora. Puedo ser un derrochador, pero me enorgullezco de no deber un solo penique a nadie. No incluyo a los tenderos, naturalmente.

—Lo que quería decir, señor, es que usted podría dejar su piso a míster Bickersteth, quien diría a Su Excelencia que le pertenece en propiedad. Yo, con su permiso, daría a entender que no estoy al servicio de usted, sino al de míster Bickersteth. Su Excelencia podría ocupar la segunda habitación libre. ¿Le parece correcto, señor?

Bicky había dejado de balancearse y miraba a Jeeves fascinado.

—Me permito aconsejar, también, que telegrafíe a Su Excelencia, a bordo del buque, comunicándole el cambio de dirección. Míster Bickersteth podría ir al muelle a esperar a su tío, y traerle directamente aquí. ¿Correcto, señor?

—Absolutamente correcto.

—Gracias, señor.

Bicky le siguió con los ojos, hasta que Jeeves se hubo marchado.

—Pero ¡qué ideas tiene este hombre! —exclamó—. Creo que sé de dónde le vienen: de la forma de su cabeza. ¿Te has fijado, Bertie, cómo está encajada en su cuello?

A la mañana siguiente me levanté temprano para estar preparado cuando llegase el tío de Bicky. Sé por experiencia que los transatlánticos suelen gastar la broma de arribar a puerto a horas excesivamente tempranas. Tomé mi desayuno y hacia las nueve estaba completamente listo. Me asomé a la ventana para esperar a Bicky y a su tío. Era una de aquellas mañanas radiantes y serenas que inducen a gozar de la vida. Me disponía a saborear su belleza cuando llegó a mis oídos el ruido de un altercado que tenía lugar en la calle. De un taxi que acababa de detenerse bajó un anciano caballero con sombrero de copa, que empezó a disputar con el chófer a propósito del precio del trayecto. Por lo que pude colegir, quería convencerle de que adoptase las tarifas de Londres en lugar de las de Nueva York; y el chófer, que posiblemente jamás había oído hablar de Londres, protestaba enérgicamente. El anciano caballero aseguraba que en Londres le habrían cobrado un chelín menos, y su interlocutor lo enviaba a hacer puñetas. Llamé a Jeeves.

—El duque acaba de llegar, Jeeves.

—Sí, señor.

—Creo que está llamando.

Jeeves alargó el brazo y abrió la puerta. El duque entró.

—¿Cómo está, señor? —le dije yendo a su encuentro—. Su sobrino ha ido al muelle a esperarle, pero veo que no se han encontrado. Yo soy Wooster, un buen amigo de Bicky, y actualmente huésped suyo. ¿Le apetece una taza de té? Jeeves, traiga lo necesario.

El viejo Chiswick se dejó caer en una butaca y comenzó a inspeccionar la habitación.

—Pero ¿es verdad que este piso tan bonito pertenece a mi sobrino Francis?

—Desde luego.

—Debe de valer una fortuna.

—Bastante, creo yo. Todo es muy caro en los tiempos que corren.

El duque dejó escapar algunas exclamaciones. En aquel momento entró Jeeves con el té, y él tomó una taza para rehacerse. Después, añadió:

—¡Menudo país, míster Wooster! ¡Menudo país! Me han cobrado cerca de ocho chelines por un insignificante trayecto. —Lanzó una nueva ojeada al salón, que parecía fascinarle—. ¿Tiene usted idea, míster Wooster, de lo que mi sobrino paga por este piso?

—Tengo entendido que unos doscientos dólares al mes.

—¡Cómo! ¡Cuarenta libras al mes!

Empezaba a darme cuenta de que si no ponía las cosas en su punto, todo aquello podía acabar muy mal. Era fácil adivinar lo que cavilaba el buen señor. Probaba de compaginar todo aquel lujo con lo que él sabía del pobre Bicky. Y en verdad esto resultaba difícil, pues si bien mi amigo era un as en lo tocante a imitar gatos y bull-terriers, en otros aspectos de la vida era una verdadera nulidad.

—Esto le resultará extraño, naturalmente —me apresuré a decirle—. Pero se debe a que Nueva York transforma a la gente muy deprisa. Esta ciudad les hace desarrollar aptitudes desconocidas. El aire y el ambiente influyen mucho en ello. Bicky no era muy listo, digamos, pero ahora es diferente. En la actualidad es un muchacho capaz de cualquier cosa y considerado como una de las primeras figuras en los círculos comerciales.

—Me deja usted pasmado, míster Wooster. Y, dígame, ¿a qué trabajos se dedica mi sobrino?

—Oh, mire usted, a los negocios. Lo mismo que Rockefeller y toda esa gente. —Me acerqué a la puerta—. Siento tener que dejarle, señor, pero tengo una cita.

Al salir del ascensor me encontré con Bicky, que llegaba en aquel instante.

—¡Hola, Bertie! Mi tío se ha escabullido. Debe de estar arriba, ¿no?

—Sí; está tomando el té.

—¿Y qué le parece todo esto?

—Está deslumbrado, amigo; deslumbrado.

—¡Magnífico! Voy a subir, Bertie. ¡Hasta luego!

—¡Hasta luego!

Pletórico de alegría y buen humor, Bicky subió en el ascensor. Mientras tanto yo fui al club, y me senté cerca de una ventana para pasar el rato mirando a los viandantes.

Era bastante tarde cuando volví a mi casa a vestirme para la comida.

—¿Dónde están, Jeeves? —pregunté al ver que no había nadie—. ¿Han salido?

—Su Excelencia deseaba ver algunas de las curiosidades de la ciudad, y míster Bickersteth le sirve de cicerone. Creo que su primera visita era la tumba de Grant.

—Míster Bickersteth estará muy contento, ¿verdad?

—Si usted lo dice, señor…

—Quiero decir que míster Bickersteth estará satisfecho de cómo va este asunto.

—Así, así…

—¿Qué pasa, Jeeves?

—He de señalar, señor, que el plan que me tomé la libertad de proponer a usted y a míster Bickersteth no da los resultados esperados.

—Supongo que el duque está convencido de que míster Bickersteth tiene una buena colocación.

—En eso estriba la dificultad, señor. El duque ha quedado tan convencido de la prosperidad de su sobrino, que ha resuelto suprimirle la asignación, puesto que ya no la necesita.

—¡Caramba, Jeeves! ¡Vaya contratiempo!

—Sí, señor, inquietante.

—De veras, no lo esperaba.

—Debo admitir que yo tampoco lo esperaba, señor.

—El pobre Bicky estará muy disgustado.

—En efecto, me pareció verle muy deprimido, señor.

Me dolía pensar en el pobre muchacho.

—Hemos de hacer algo, Jeeves.

—Sí, señor.

—¿No se le ocurre nada?

—Ahora mismo no, señor.

—Debe de haber alguna solución.

—Creo haber hablado de uno de mis antiguos señores, el actual lord Bridgworth, señor. Pues bien, este caballero solía decir que siempre hay un medio para salir de un apuro. Es de esperar, pues, que encontremos una solución.

—Le ruego que se ocupe de este asunto, Jeeves.

—Haré todo lo que pueda, señor.

Fui a vestirme con ánimo abatido. Me sentía tan desconcertado que me puse una corbata blanca con el esmoquin. Después fui al club a comer, más bien con objeto de pasar el tiempo que por necesidad. Mientras leía la carta, el corazón me dio un vuelco al pensar que pronto el pobre Bicky no tendría nada que llevarse a la boca.

Al volver a mi casa me dijeron que el duque ya estaba acostado. A mi amigo, en cambio, lo encontré tumbado en una butaca, meditando, con la mirada triste y un cigarrillo apagado en la boca.

—¡Qué mala suerte, amigo! —le dije.

Bicky se llevó el vaso nerviosamente a los labios, sin darse cuenta de que ya no contenía nada.

—¡Éste es el fin, Bertie! —exclamó.

Se llevó nuevamente el vaso a los labios, pero, naturalmente, aquel líquido inexistente no le procuró ningún alivio.

—¡Si al menos esto hubiese sucedido una semana más tarde, Bertie! Entonces hubiera podido dirigirme a una casa que vi anunciada en el periódico. Parece que con unos pocos dólares uno puede hacer una fortuna instalando una pequeña granja. Imagínate, Bertie, ¡qué vida tan agradable, criar gallinas! —Mi amigo empezó a entusiasmarse con la idea, pero de pronto se hundió tristemente en el fondo de la butaca—. ¡De qué me sirve hacerme ilusiones si no tengo un céntimo!

—Ya sabes, Bicky, que mi bolsillo está a tu disposición.

—Gracias, Bertie, pero no quiero vivir a tus expensas.

Siempre pasa lo mismo; aquellos a quienes te gustaría dejar dinero no lo quieren, y los individuos a los que por nada del mundo se lo dejarías, hacen todo lo posible para birlártelo. Como casi siempre he seguido el camino recto, tengo mucha experiencia sobre los segundos. Me ha sucedido a menudo encontrarme en Londres, y al pasar rápidamente por Piccadilly, sentir en el cogote el aliento y los gritos de uno de estos amigos abusones, que intentaba alcanzarme. Me he pasado la vida prodigando mis dones a personajillos que me eran completamente indiferentes, y ahora que estaba dispuesto a tender una mano rebosante de dólares al pobre Bicky, él no quería aceptarlos.

—Entonces, no queda más que un recurso.

—¿Cuál?

—¡Jeeves!

—¿Señor?

Jeeves estaba detrás de mí, muy atento y servicial. Es increíble la manera que tiene este hombre de ir de una parte a otra del piso sin que nadie oiga sus pasos. Uno está sentado tranquilamente en un viejo sillón, sumido en sus pensamientos. De pronto levanta los ojos y ve a Jeeves ante él. Hace menos ruido que una medusa. El pobre Bicky no podía acostumbrarse a ello, y cada vez experimentaba un susto mayúsculo. Por mi parte estoy acostumbrado a Jeeves, pero al principio tenía que morderme los labios para no gritar cuando aparecía inopinadamente ante mí.

—¿Ha llamado el señor?

—¡Ah, está usted aquí, Jeeves!

—En efecto, señor.

—¿Se le ha ocurrido alguna idea?

—Sí, señor. Creo que he encontrado una buena solución. No quisiera ser indiscreto, señor, pero se me ha ocurrido que Su Excelencia podría ser una valiosa fuente de ingresos.

Bicky se echó a reír con lo que a veces he visto descrito como una risa hueca y burlona, una especie de cacareo amargo que surgía de las profundidades de la garganta, más bien un gargarismo.

—No es que considere a Su Excelencia capaz de separarse buenamente de su dinero —prosiguió Jeeves—, pero me permito considerarle un valor capaz de deparar un gran rendimiento.

Bicky me miró con la mayor perplejidad. Debo confesar que yo tampoco comprendía gran cosa.

—¿Podría explicarse claramente, Jeeves?

—Con mucho gusto, señor. Lo que quiero decir es que Su Excelencia, desde cierto punto de vista, puede ser considerado una notable personalidad. Ya sabe el señor que los habitantes de este país se sienten muy orgullosos cuando pueden estrechar la mano de un gran personaje, particularmente si tiene título. Pues bien, he pensado que tal vez míster Bickersteth, o usted mismo, podrían encontrar algunas personas que estarían dispuestas a pagar una pequeña cantidad, digamos dos o tres dólares, por el privilegio de ser presentadas a Su Excelencia y estrecharle la mano.

A Bicky no pareció agradarle mucho la idea.

—Pero ¿usted cree que hay gente lo bastante idiota —dijo— para separarse de sus dólares únicamente para estrechar la mano de mi tío?

—Tengo una tía, señor, que pagó cinco chelines a un intermediario para que acompañara a un actor de cine a su casa un domingo, a la hora del té. Esto le proporcionó un gran prestigio entre los vecinos.

Bicky titubeó.

—Si cree que esto es posible…

—Estoy convencido de que lo es, señor.

—¿Qué opinas, Bertie?

—Creo que Jeeves ha tenido una idea genial.

—Gracias, señor. ¿Necesita algo más? Buenas noches, señor.

Jeeves se marchó, y nosotros nos quedamos discutiendo los detalles del asunto.

Nunca, hasta el momento en que decidimos obtener dinero del anciano duque, me había hecho cargo de lo largo y penoso que debe parecer el tiempo a los corredores y agentes de Bolsa cuando el público no se decide a morder el anzuelo que ellos le proponen. Desde entonces leo con profunda simpatía aquella nota que suelen traer los periódicos bursátiles: «El mercado se abrió con mucha calma», pues para nosotros comenzó con una terrible tranquilidad. Ciertamente nos costó lo suyo despertar el interés del público y poner de moda a nuestro viejo aristócrata. Al cabo de una semana, el único nombre que figuraba en nuestra lista era el de un tendero que tenía la tienda al lado del piso de Bicky. Pero el hombre quería pagar con lonchas de jamón, y esto no nos convenía. Tuvimos un momento de esperanza cuando el hermano del prestamista que dejaba dinero a Bicky ofreció pagar diez dólares al contado para ser presentado al duque, pero fue preciso desechar esta oferta cuando alguien nos aseguró que aquel individuo era un anarquista que tenía intención de soltarle un puntapié al duque en lugar de estrecharle la mano. A pesar de todo, me costó mucho convencer a Bicky de que desechase aquella oferta. Supongo que veía al hermano del usurero como un filántropo y un bienhechor.

Creo que, por fin, lo hubiéramos dejado correr si Jeeves no hubiese estado allí. No cabe duda de que Jeeves es único en su clase. En cuestión de cerebro y recursos no creo haber conocido a nadie como él. Una mañana entró en mi habitación con el té, y me dijo:

—Si me lo permite, señor, desearía hablarle de Su Excelencia.

—No hay nada que hacer, Jeeves; lo hemos dejado por imposible.

—Entiendo, señor.

—No quiero preocuparme más de ese asunto. No hemos conseguido convencer a nadie.

—Tal vez las cosas podrían arreglarse, señor.

—¿Quiere decir que ha encontrado a algún aspirante?

—Sí, señor. Ochenta y siete caballeros de Birdsburg.

Me senté en la cama con tal rapidez, que derramé el té sobre las sábanas.

—¿Birdsburg?

—Birdsburg, Missouri, señor.

—¡Caramba, Jeeves! ¿Cómo los ha reunido?

—Anoche, cuando usted me dijo que no vendría a cenar, fui al teatro. Durante el entreacto trabé conversación con mi vecino de butaca. Había observado que ese caballero llevaba una especie de condecoración en el ojal: un ancho botón azul con una inscripción en letras encarnadas: «Viva Birdsburg». Lo cual, por cierto, resultaba un adorno muy poco adecuado para el traje de noche de un caballero. Para mi sorpresa, vi que muchos espectadores llevaban la misma condecoración. Me atreví a preguntar la causa de ello, y me dijeron que formaban una asociación de ochenta y siete habitantes de una ciudad llamada Birdsburg, del estado de Missouri. Su excursión, por lo que comprendí, tenía únicamente un fin social y recreativo, y mi interlocutor me dio amplios detalles sobre las diversiones que tenían preparadas para su estancia en Nueva York. Pero cuando me explicó con visible orgullo y satisfacción que algunos de ellos habían sido presentados a un célebre boxeador y habían tenido el gusto de estrecharle la mano, pensé en atraer a toda aquella gente hacia Su Excelencia. En pocas palabras, señor, que todo está resuelto, y si a usted le parece bien, mañana por la tarde dichos caballeros serán presentados a Su Excelencia.

—¿Ochenta y siete, Jeeves? —le dije con la mayor estupefacción—. ¿A qué precio cada uno?

—He tenido que rebajar algo, señor, puesto que son tantos. Finalmente hemos quedado que pagarán ciento cincuenta dólares entre todos.

Reflexioné un instante.

—¿Por adelantado?

—No, señor. Intenté poner esa condición, pero la rehusaron.

—Bueno, cuando hayan pagado yo completaré la suma hasta quinientos dólares. Bicky no lo sabrá jamás. ¿Cree usted, Jeeves, que Bicky sospechará?

—No lo creo, señor. Míster Bickersteth es un hombre encantador, pero no muy listo, que digamos.

—Bien; entonces, todo está arreglado. Después del desayuno vaya usted al banco y saque dinero.

—Sí, señor.

—Jeeves, es usted un hombre maravilloso.

—Gracias, señor.

—De acuerdo, entonces.

—Muy bien, señor.

Cuando, al cabo de unas horas, se lo conté a mi amigo, se quedó tan sorprendido que, tomando una súbita decisión, entró en el salón donde el duque estaba divirtiéndose con las tiras cómicas del periódico, y le dijo, cogiéndole por las solapas:

—Tío, ¿tiene usted algún proyecto especial para mañana, después de comer? Lo digo porque he invitado a algunos buenos amigos para presentárselos.

El anciano lanzó una mirada escrutadora a su sobrino.

—¿No habrá algún periodista entre ellos?

—¿Periodista? No; claro que no. ¿Por qué lo dice?

—No quiero ser molestado por esa gente. ¡Las dificultades que tuve cuando desembarcamos en el muelle para librarme de una bandada de jóvenes inoportunos que querían sonsacarme lo que yo pensaba de Estados Unidos! ¡No quiero volver a caer en sus manos!

—Descuide, tío. No habrá ningún periodista entre ellos.

—Siendo así, tendré un verdadero placer en recibir a tus amigos.

—Usted sólo deberá estrecharles la mano y decirles dos palabras. Con eso será suficiente.

—Puedes estar seguro de que me portaré tal como es costumbre entre gente civilizada.

Mi amigo dio las gracias calurosamente a su tío y los dos fuimos a comer al club. Bicky pasó todo el rato hablando de gallinas cluecas, incubadoras artificiales y otras necedades por el estilo.

Después de sopesarlo detenidamente, resolvimos no dejar entrar a los vecinos de Birdsburg sino de diez en diez a ver al duque. Jeeves nos presentó a su conocido del teatro y así fue convenido entre él y nosotros. Era un hombre muy interesante, pero con una marcada tendencia a monopolizar la conversación y a hacer que en ella se tratase únicamente de la conducción de agua potable a su ciudad natal. Suponiendo que una hora de visita era todo lo que, razonablemente, el duque podría soportar, resolvimos fijar en siete minutos el tiempo que cada grupo pasaría en el salón. Jeeves quedaba encargado de vigilar, reloj en mano, y de entrar discretamente en el salón una vez transcurridos los siete minutos, tosiendo con aire bastante significativo. Luego nos separamos con lo que creo se llama expresiones de buena voluntad, del tipo de Birdsburg nos invitó cordialmente a todos a visitarle para ver el nuevo sistema de conducción de agua, a lo que nosotros respondimos dándole las gracias.

Al día siguiente llegó la comitiva. El primer grupo estaba integrado por el amigo de Jeeves y otros nueve tipos exactamente iguales al primero. Todos tenían un aire inteligente y práctico, como si desde su juventud no hubiesen hecho otra cosa que trabajar en las oficinas bajo la mirada vigilante del jefe. Estrecharon la mano al duque con visible satisfacción, menos uno de ellos, que parecía cavilar sobre algo. Después se apartaron y se inició un poco de conversación.

—¿Qué opinión tiene de Birdsburg, duque? —le preguntó el amigo de Jeeves.

El duque parecía sorprendido.

—¿De Birdsburg? ¡Pero si jamás he estado allí!

El otro parecía contrariado.

—¡Qué lástima! —exclamó—. Debería ir. Es la ciudad de mayor crecimiento de todo el país. ¡Viva Birdsburg!

—¡Viva Birdsburg! —corearon todos respetuosamente.

De repente, el tipo que había estado cavilando soltó un ladrido.

—¡Un momento!

Era un robusto muchacho de ojos fríos y aire decidido.

Todos se volvieron hacia él.

—No es que ponga en duda la buena fe de nadie —prosiguió—, pero los negocios son los negocios, y me parece justo que ante todo este caballero nos demuestre que es un verdadero duque.

—¿Qué está usted diciendo? —exclamó el duque.

—No se ofenda; pero hay algo extraño en todo esto. Este señor nos dice que se llama míster Bickersteth. Por consiguiente, si usted es verdaderamente el duque de Chiswick, ¿cómo es que él no tiene el título de lord Percy de… no sé qué…? He leído muchas novelas inglesas, y les aseguro a ustedes que estoy bastante al corriente.

—¡Esto es un insulto!

—No se enfade, por favor. No hago más que pedir una explicación. Creo que tengo derecho a ello. Usted cobrará nuestro dinero, y es natural que queramos asegurarnos de su honorabilidad.

En aquel momento, el de la conducción de agua potable se mezcló en la conversación.

—Tiene usted razón, Simms. Ya pensaba en esto mientras hacía el trato. Nosotros somos hombres de negocios, por tanto exigimos que se nos garantice la buena fe de estos señores. Pagamos ciento cincuenta dólares a míster Bickersteth por esta entrevista, y es natural que queramos saber…

El duque de Chiswick buscó a Bertie con los ojos y después, volviéndose hacia el de la conducción de agua potable, le dijo con la mayor cortesía:

—Le aseguro a usted que no sé una palabra de esto y le quedaré muy agradecido si quiere explicármelo.

—Es muy sencillo. Hemos contratado con míster Bickersteth que, a cambio de una retribución aceptada por ambas partes, ochenta y siete ciudadanos de Birdsburg tendríamos el privilegio de ser presentados a usted y estrecharle la mano. Y lo que mi amigo quiere decir es que no tenemos garantía de que usted sea verdaderamente el duque de Chiswick, más que la palabra de míster Bickersteth, el cual nos es completamente desconocido.

El duque de Chiswick resopló y exclamó con un tono muy particular:

—Puede usted estar seguro de que soy el duque de Chiswick.

—¡Muy bien! Es todo lo que deseábamos saber —dijo el otro cordialmente—. Continuemos, señor.

—Siento decirles —repuso el duque— que la ceremonia no puede continuar. Estoy muy cansado y ruego que me disculpen.

—¡Pero, caballero! ¿Y los setenta y siete amigos que están esperando fuera para ser presentados a usted?

—Siento que se hayan molestado por nada.

—Pues no pagaremos la suma convenida.

—He dicho que no tengo nada que ver con esto. Ya lo discutirán con mi sobrino.

El otro parecía turbado.

—¿De veras no quiere recibir a mis amigos?

—De veras.

—Entonces, nos vamos.

Una vez se fueron todos, el silencio reinó en la habitación. El duque miró a Bicky:

Bicky no parecía muy dispuesto a hablar.

—¿Ese hombre ha dicho la verdad? —le preguntó.

—Sí, tío.

—¿Quieres explicármelo?

Bicky estaba tan confundido que me pareció oportuno intervenir.

—Vale más, amigo, que se lo cuentes todo.

Por el modo como movió la nuez de la garganta, comprendí cuán intenso era su nerviosismo. Pero al cabo de un momento se decidió:

—Todo lo hice porque usted, tío, me había retirado la asignación, y yo necesitaba dinero para instalar una granja donde criar gallinas. Es seguro, pero se requiere un pequeño capital. Se compra una gallina y se venden los huevos a razón de siete por veinticinco centavos. Criar gallinas no cuesta nada, y, en cambio, el provecho…

—¿Qué son esas tonterías de pollos y gallinas? Me dijiste que estabas muy bien situado en los negocios.

—Bicky exageró un poco, señor —dije, acudiendo en socorro del desgraciado—. Lo cierto es que la asignación que usted le daba era su mayor ingreso, y al retirársela le puso en un gran apuro. Le era preciso salir de él lo más deprisa posible. Y por eso imaginamos la escena de las presentaciones.

—¡De manera —dijo el duque, echando chispas por los ojos— que usted me engañó con toda premeditación sobre la situación económica de mi sobrino!

—El pobre chico no tenía ningún deseo de ir a aquel rancho —insistí—. No le gustan las vacas ni los caballos; en cambio, entiende bastante de gallinas. Todo lo que pide es un pequeño capital para empezar. ¿No le parece a usted que haría una buena obra si le prestase…?

—¿Después de lo ocurrido…? ¿Después de estas mentiras…, de esta farsa…? No, no, ¡ni un céntimo!

—Pero…

—Ni un céntimo.

En ese momento se oyó una leve tosecilla detrás de nosotros.

—Si me permite, señor…

Jeeves estaba allí, a pocos pasos, con el rostro resplandeciente de inteligencia.

—Hable, Jeeves.

—¿No le parece, señor, que si míster Bickersteth necesita un poco de dinero y no lo puede obtener de otro modo, podría procurárselo relatando lo ocurrido para la edición del domingo de algunos periódicos satíricos y mundanos de la ciudad?

—¡Magnífica idea! —exclamé.

—¡Ya lo tengo! —dijo Bicky.

—¡Dios mío! —gritó el duque, aterrado.

—Muy bien, señor —acabó Jeeves.

Bicky se dirigió a su tío con ojos brillantes.

—Jeeves tiene razón. Voy a hacerlo. ¡A los del Chronicle les encantará! Tienen debilidad por esta clase de historias.

El viejo lanzó un gemido.

—Te lo prohíbo terminantemente, Francis.

—Lo siento —dijo Bicky, asombrosamente animado—, pero no tengo otro medio de ganar dinero.

—¡Espera, espera, hijo! ¡Qué excitado estás! Tal vez podamos arreglarlo…

—Yo no quiero ir a aquel rancho.

—Desde luego. No se hable más de eso. Ni pensarlo. —Parecía estar librando un violento combate—. Me… me parece que lo mejor sería que volvieras a Inglaterra conmigo. Creo… que podrías serme muy útil como secretario.

—Eso no me interesa.

—No estoy en situación de darte un sueldo, pero, como ya sabes, en la vida política inglesa un secretario, aunque no sea retribuido, tiene una situación…

—La única situación que me interesa —dijo Bicky, muy decidido— es la que proporciona quinientas libras al año pagaderas por trimestres.

—¡Mi querido sobrino!

—Eso, o nada.

—Pero ¿no ves, mi querido Francis, qué buenas ocasiones tendrías si fueses mi secretario, de adquirir experiencia, de conocer las intrigas de la política…?

—Quinientas libras al año —insistió Bicky—. Después de todo, ¿qué son quinientas libras comparado con lo que ganaría criando gallinas? Supongamos que uno empieza con doce gallinas. Cada gallina da un mínimo de doce huevos. Los polluelos crecen y cada uno, a su vez, tiene doce pequeñuelos, y toda esa multitud empieza a poner huevos. Es una fortuna en ciernes. Hay que tener en cuenta que en Estados Unidos uno obtiene todo lo que quiere a cambio de huevos. Se conservan en hielo durante años y no se venden hasta que llegan a valer un dólar por unidad. ¿Usted cree que puedo sacrificar una fortuna así por menos de quinientas libras?

En la cara del duque se reflejaba una expresión de angustia. Se sumió en hondas meditaciones y, por fin, pareció decidirse.

—Bien, muchacho; quinientas libras.

—¡Trato hecho, tío! —contestó Bicky contento.

Una vez Bicky se hubo llevado a su tío a comer fuera para celebrar el contrato, dije:

—Ha sido un golpe maestro, Jeeves.

—Gracias, señor.

—Aún me dura la impresión.

—¿De veras, señor?

—Lo malo es que usted no ha sacado ningún provecho.

—Por lo que he podido comprender, cuando míster Bickersteth esté en mejor situación piensa recompensarme lo poco que, en mi modesta opinión, he podido hacer por él.

—¡No es bastante, Jeeves!

—¿Señor?

No resultaba muy duro, pero comprendía que no podía hacer otra cosa.

—Traiga mis utensilios de afeitado.

Un destello de esperanza brilló en los ojos del hombre, mezclado con cierta duda.

—¿Y qué debo hacer, señor?

—Quitarme el bigote.

Hubo un momento de silencio. Me di cuenta de que Jeeves estaba profundamente emocionado.

—Se lo agradezco mucho, señor —dijo a media voz.