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Aquellas personas que disfrutaron de la íntima amistad de Bertram Wooster han dicho, y con razón, que si hay en él una cualidad que lo distingue más que otra es su facultad de poner al mal tiempo buena cara y sacar el mejor partido de las cosas. Aunque con el corazón destrozado, como dice la frase, se eleva de nuevo, no diré completamente regenerado, pero más erguido de lo que podía esperarse y con la mirada alerta para las perspectivas esperanzadoras.

Al despertarme al día siguiente y apoyar mi pulgar en el timbre para pedir el té, me encontré, aunque pensaba en el futuro con temor, considerablemente menos abatido por los vinos y los licores de lo que lo había estado la víspera. Mi carne seguía estremeciéndose todavía ante la idea de penetrar en la zona de influencia del tío Percy y sus amados familiares, pero me sentía capaz de vislumbrar un rayo de luz en las tinieblas del futuro.

—¿Dijo usted, Jeeves —dije, yendo directamente al grano en cuanto entró con la humeante tetera—, que la tía Agatha no estaría en Steeple Bumpleigh a mi llegada para darme la bienvenida?

—Sí, señor. Su señoría piensa estar ausente durante algún tiempo.

—Si piensa quedarse con el joven Thos hasta que se haya curado de las paperas, es muy posible que esté ausente durante toda mi estancia.

—Es concebible, señor.

—No deja de ser una gran ventaja.

—Sí, señor. Y celebro poder indicar otra. Durante su visita de ayer, miss Hopwood hizo alusión a un baile de disfraces que parece se celebrará en East Wibley, la población vecina a Steeple Bumpleigh. El señor se divertirá, sin duda.

—Desde luego, Jeeves, desde luego —asentí; porque en cuestión de baile soy mejor que Fred Astaire, y las juergas de disfraces son mi punto flaco—. ¿Y cuándo se celebrará?

—Creí entender que mañana por la noche, señor.

—Bueno, pues debo confesar que esto ha aclarado mucho mi horizonte. En cuanto haya desayunado saldré a comprarme un disfraz. ¿Qué le parece Simbad el Marino?

—Creo que produciría gran efecto, señor.

—Sin olvidar las patillas rojas, naturalmente.

—Exactamente, señor. Son la esencia misma.

—Si ha terminado usted el equipaje podrá meterlo en la maleta pequeña.

—Muy bien, señor.

—Iremos en el coche, desde luego.

—Quizá sería mejor, señor, que yo fuese en tren.

—Me parece un poco ofensivo este exclusivismo, ¿no cree usted, Jeeves?

—Debo decirle al señor que miss Hopwood ha telefoneado con la esperanza de que el señor podría acomodarla en su coche. Suponiendo que coincidiría con sus deseos, me tomé la libertad de responder que a usted le sería muy agradable.

—Ya comprendo. Sí, sí, muy bien.

—Su señoría ha telefoneado también.

—¿La tía Agatha?

—Sí, señor.

—Espero que no haya ninguna pega en su plan de ir a cuidar al joven Thos.

—¡Oh, no, señor! Era solamente para dejar un recado. Dijo que desearía que usted pasara por Aspinall’s, en Bond Street, a recoger un broche que compró ayer allí.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué yo? —dije con cierta acerbidad, porque me molestaba francamente aquella aparente incapacidad de mi parienta de distinguir entre un sobrino y un botones.

—Creí comprender que la joya es un regalo para miss Florence, señor, que celebra hoy su cumpleaños. Su señoría desea que el señor se encargue personalmente de llevarla a su destino, pues considera que, de mandar el regalo por los caminos habituales, el obsequio demoraría su llegada más allá de la fecha indicada.

—¿Quiere usted decir que si lo manda por correo llegará tarde?

—Precisamente, señor.

—Comprendo. Sí, en eso tiene razón.

—Su señoría parecía dudar un poco de que usted pudiese llevar el regalo a su destino sin contratiempo…

—¿Eh?

—… pero yo le aseguré que estaba dentro de sus facultades.

—Eso me parece —dije, ofendido, balanceando pensativamente un terrón de azúcar en la cucharilla del té—. Conque es el cumpleaños de miss Florence, ¿eh? —añadí ponderándolo—. Esto crea un problema social sobre el cual me gustaría saber su opinión. ¿Debo presentarme allí con un regalo?

—No, señor.

—¿Cree usted que no es necesario?

—No, señor. Después de lo ocurrido, no.

Me alegró que lo dijera. Quiero decir que, aun cuando uno desea en todas las ocasiones hacer algo galante, este asunto de los regalos es un poco molesto y, además, susceptible de meter toda clase de ideas en la cabeza de las muchachas. Después de lo de La hoja espinosa y Spinoza, una mera botellita de perfume podía representar tal sello de garantía de mi ternura que la muy bestia podía romper con Stilton y tomar otras disposiciones.

—Bien, me remito a su juicio, Jeeves. Nada de regalos para la Craye, entonces.

—No, señor.

—Pero, ya que hablamos de esto, pronto tendremos que buscar uno para la Hopwood.

—¿Señor?

—Regalo de boda. Se ha prometido con Boko Fittleworth.

—¿De veras, señor? Les deseo toda clase de felicidad.

—Bien dicho, Jeeves. Yo también. La proyectada unión, debo confesarlo enseguida, es una de las que merecen mi más completa aprobación. Lo cual no es siempre el caso cuando a un amigo le leen las amonestaciones.

—No, señor.

—En estas ocasiones uno siente a menudo, como siento yo intensamente respecto del pobre Stilton, que lo indicado sería agarrar al futuro novio con los dientes por los fondillos y alejarlo del peligro, como hacen los perros fieles con sus dueños al borde de los precipicios en las noches oscuras.

—Sí, señor.

—Pero en este caso no existe tal cosa. A mi juicio cada una de las partes contratantes ha acertado esta vez, y con verdadero júbilo en el corazón adquiriré el necesario obsequio. Estoy incluso dispuesto, si lo desean, a ser padrino y a pronunciar un discurso durante el almuerzo de bodas; creo que no se puede decir ya más.

—No, señor.

—De acuerdo, Jeeves —dije, apartando las ropas de mi cama y saltando del lecho—. Sirva los huevos con beicon, Jeeves. Estoy con usted al instante.

Después de haber roto el ayuno y fumado un sedante cigarrillo, me lancé a la calle, porque me esperaba una mañana ocupada. Pasé por Aspinall’s y me metí el broche en el bolsillo. Después me presenté en el establecimiento de Cohen Bros., en Covent Garden, conocido entre los cognoscenti como La Meca de los disfraces de fantasía. Afortunadamente, estuvieron en condiciones de ofrecerme el Simbad requerido, el último que tenían en el almacén, y una visita a un peluquero teatral me puso en posesión de un admirable par de patillas rojas, con lo que completé todo lo necesario.

A mi regreso a casa vi el coche en la puerta y una maleta femenina en el asiento posterior. Eso parecía indicar que Nobby había llegado, y, como esperaba, la encontré en el saloncito saboreando un refresco.

Como hacía bastante tiempo que no nos veíamos, empleamos también cierto período en volver a fraternizar. Después, tras haber despachado yo también un refresco, la escolté hasta mi coche y la ayudé a subir. Jeeves, siguiendo mis instrucciones, había colocado la maletita con el disfraz de Simbad el Marino debajo del asiento delantero, a fin de que estuviese bajo mi mirada. Pisé el arranque automático y emprendimos el viaje. Jeeves permaneció en la acera despidiéndonos, como un arzobispo que bendijera peregrinos, con el aspecto del hombre que en breve seguirá el viaje en tren con el pesado equipaje.

A pesar de que lamentaba tener que privarme de la compañía de aquel hombre hábil, cuya conversación tiende siempre a elevar e instruir, me alegraba de estar solo con Nobby. Quería enterarme de todo acerca de su inminente unión con Boko. Puesto que ambos eran valiosos miembros de mi séquito, la noticia de su compromiso me interesaba extraordinariamente.

Nunca he sido muy aficionado a charlar mientras hay tráfico, y hasta que hube sacado el vehículo de los distritos congestionados permanecí silencioso y pensativo, con los labios apretados y la vista fija. Pero cuando nos encontramos rodando por la carretera de Portsmouth, sin cosa alguna que distrajese mi atención, puse manos a la obra.