23
Recuerdo que en una ocasión Jeeves dijo (ya no sé por qué razón, puede que por decir algo, como hace a veces) que no hay furia infernal que se pueda parangonar a una mujer burlada. Hasta aquella noche siempre había compartido su opinión. Yo nunca me había burlado de una mujer, pero Pongo Twistleton una vez escarneció a su tía negándose del modo más absoluto a ir a recibir a su hijo Gerald en Paddington para almorzar con él y despedirle cuando partiera hacia la escuela en Waterloo. Y el asunto nunca quedó zanjado. Fueron escritas cartas increíblemente ofensivas. Fueron cursados incluso dos violentos telegramas y enviada una tarjeta postal atroz con una vista del Little Chilbury War Memorial.
Como he dicho, hasta aquella noche nunca había puesto en duda la verdad de tal afirmación. También yo era de la opinión de que, ante la gravedad de las consecuencias que pudiera acarrear mofarse de una mujer, todo lo demás ya no tenía importancia.
Pero aquella noche cambié de parecer. Si quieren saber lo que el infierno puede producir realmente en calidad de furias, busquen al individuo obligado a dar un largo e inútil paseo en bicicleta, sin faro.
Fíjense en la palabra «inútil». Era la auténtica espina en el corazón. Si se hubiese tratado de salvar a un niño que tiene la difteria, o de ir a la taberna a buscar refuerzos cuando la bodega estuviese vacía, nadie habría saltado sobre el sillín con mayor velocidad que yo. Absolutamente un joven Lochinvar. Pero ser enviado de paseo sólo para contentar el morboso deseo de diversión de mi propio ayuda de cámara era demasiado grave, y hervía yo de pies a cabeza.
Así, aunque la providencia que protege a las personas buenas vigilase para que yo hiciera el viaje de regreso ileso —salvo en las regiones posteriores— y no encontrara ni cabras, ni elefantes, ni siquiera lechuzas semejantes a la tía Agatha, fue un enfurruñado y bilioso Bertram el que descendió finalmente ante la puerta de entrada de Brinkley Court. Y cuando vi a una oscura figura surgir del porche y venir a mi encuentro, me dispuse a dejar que estallase todo el rencor acumulado dentro de mí durante el camino.
—¡Jeeves! —dije.
—Soy yo, Bertie.
La voz que hablaba tenía un tono que definí como cariñoso, y aunque no la reconocí enseguida como la de miss Bassett, sin embargo comprendí inmediatamente que no procedía del hombre que deseaba encontrar. Porque la figura que se hallaba ante mí llevaba un sencillo traje de lana y había usado mi nombre en la frase que me dirigió. Y Jeeves, cualesquiera que fuesen sus defectos morales, no se paseaba vestido de mujer ni me llamaba «Bertie».
Madeline Bassett era la única persona, naturalmente, a la que no hubiese deseado encontrar después de una larga noche sobre el sillín, pero me expresé con un amable:
—¡Hola!
Hubo una pausa que empleé en dar masaje a las pantorrillas; las mías, por supuesto.
—¿Ha entrado, pues? —dije, aludiendo al cambio de ropa.
—¡Oh, sí! Aproximadamente un cuarto de hora después de su marcha, Jeeves, buscando por todas partes, halló la llave de la puerta de servicio sobre el antepecho de la ventana de la cocina.
—¡Ah!
—¿Qué?
—Nada.
—Me pareció que había dicho algo.
—No, nada.
Y continué sin decir nada. Porque, como de costumbre, cuando aquella muchacha y yo nos encontrábamos juntos, la conversación decaía. La brisa nocturna murmuraba, pero la Bassett no. Un pajarito gorjeó, pero ningún otro gorjeo salió de la garganta de Bertram. Era realmente extraño hasta qué punto su presencia bastaba para poner en fuga todas las palabras que pudieran salir de mis labios; y, por lo demás, verme a mí le producía a ella el mismo efecto. Comenzaba a imaginar que nuestra vida conyugal se parecería a veinte años pasados entre los cartujos.
—¿Ha visto a Jeeves por algún sitio? —pregunté finalmente, haciendo un esfuerzo.
—Sí, está en el comedor.
—¿En el comedor?
—Sí, está sirviendo a todos. Hay huevos con jamón y champán… ¿Qué ha dicho?
No había dicho nada. Me había limitado a resoplar. Había algo que me hería como una flecha envenenada en el hecho de que aquella gente tomase tranquilamente una cena fría mientras ignoraban si yo era arrastrado en la campiña por algún rebaño de cabras o si me estaba devorando algún elefante. Era uno de esos hechos que se cuentan como sucedidos antes de la Revolución Francesa… Los soberbios nobles en sus castillos bebiendo y regocijándose, mientras los desgraciados, afuera, sufrían horribles privaciones.
La voz de la Bassett interrumpió estas amargas reflexiones.
—Bertie.
—Hola.
Silencio.
—Hola —dije de nuevo.
Ninguna respuesta. Parecía una de esas conversaciones telefónicas en las cuales, a un extremo del hilo, ustedes continúan diciendo «¡Diga!, ¡diga!», sin saber que el que está al otro lado ha decidido irse a tomar el té.
Súbitamente, ella volvió a la superficie.
—Bertie —dijo—, he de decirle algo.
—¿Qué?
—He de decirle algo.
—Lo sé. He dicho «¿qué?».
—¡Oh! Creí que no había oído lo que he dicho.
—Sí, he oído perfectamente lo que ha dicho, pero no lo que quiere decirme.
—¡Oh, comprendo!
—De acuerdo.
Eso, por lo menos, estaba claro. Pero, en vez de continuar, se concedió más tiempo. Permaneció erguida ante mí, enlazando los dedos y restregando la tierra con un pie. Cuando finalmente habló, fue para pronunciar una frase impresionante.
—Bertie, ¿lee usted a Tennyson?
—Si puedo evitarlo, no.
—¡Me recuerda usted tanto a los caballeros de la Tabla Redonda en Los idilios del rey!
Naturalmente, había oído hablar de ello… Lancelot, Galahad y compañía, pero no hallaba la semejanza. Me parecía que debía de estar pensando en un tipo totalmente distinto de personas.
—¿Qué quiere usted decir?
—Tiene un gran corazón, una bella alma. Es usted tan generoso, altruista, caballeroso… Siempre estuve segura de que era usted uno de los pocos hombres caballerosos que se encuentran.
Resulta muy difícil saber qué decir cuando alguien le lisonjea a uno de esa manera. Murmuré un «¿Ah, sí?», o algo semejante y me froté las regiones posteriores con cierto disimulo. Hubo otro silencio interrumpido sólo por un gemido, cuando froté un poco más fuerte.
—Bertie.
—¡Hola!
La oí tragar saliva.
—Bertie, ¿será caballeroso ahora?
—Claro. Encantado. ¿Qué quiere decir?
—Estoy a punto de ponerle a prueba, hasta el límite, como pocos hombres han sido puestos a prueba. Estoy…
Todo aquello no me gustaba.
—Bueno… —dije vacilando—, siempre encantado de complacerla. Pero ¿sabe?, he hecho una espantosa carrera en bicicleta y estoy algo cansado y dolorido, especialmente en…, en fin…, algo cansado y dolorido. Si necesita que suba a buscarle algo…
—No, no; no me comprende.
—No, realmente.
—¡Oh, es tan difícil…! ¿Cómo puedo decírselo?… ¿No puede adivinarlo?
—No, ¡diantre!, no puedo.
—¡Bertie, déjeme usted!
—¡Pero si yo no la retengo!
—¡Devuélvame mi libertad!
—¿Dev…?
Y, repentinamente, comprendí. Supongo que fue el cansancio lo que me hizo tan lento en comprender.
—¿Qué?
Me tambaleé, y el pedal izquierdo se levantó y me desgarró la piel. Pero tan grande era el éxtasis de mi alma que no lancé siquiera un grito.
—¿Devolverle su libertad?
—Sí.
No quería que quedasen dudas.
—¿Quiere decir que tiene la intención de renunciar? ¿Que, después de todo lo que ha sucedido, quiere volver a empezar con Gussie?
—Solamente si usted es tan noble y generoso para consentir en ello.
—¡Oh, lo soy!
—Le he dado mi promesa.
—¡A paseo la promesa!
—Entonces, verdaderamente…
—Absolutamente.
—¡Oh, Bertie!
Parecía cimbrearse como un arbolillo. Me parece que los arbolillos son los que se cimbrean.
—Un verdadero, un perfecto caballero —la oí murmurar. Y no habiendo nada más que decir, me despedí con el pretexto de que quería cambiarme la ropa sucia de barro.
—Vuelva al lado de Gussie —dije—. Y comuníquele que todo está arreglado.
Me contestó con una especie de sollozo. Luego, lanzándose hacia delante, me besó en la frente. Muy desagradable, naturalmente, pero, como habría dicho Anatole, se pueden aceptar muchas cosas dulces con un poco de amargo. Un momento después ella trotaba hacia el comedor, mientras yo, dejando la bicicleta en un matorral, me dirigía hacia la escalera.
No me extenderé sobre mi alegría, que ya pueden ustedes imaginar. Piensen en los individuos que, teniendo la soga al cuello y al verdugo delante a punto de cumplir con su deber, ven a alguien llegar galopando sobre un humeante caballo, agitando la hoja del indulto. ¡El indulto absoluto! No sé si puedo darles una clara idea de mis sentimientos al decirles que, mientras atravesaba el vestíbulo, experimentaba tal benevolencia hacia toda la creación, que pensaba con indulgencia incluso en Jeeves.
Estaba a punto de subir las escaleras cuando un repentino «¡Hola!» me hizo volver la cabeza. Era Tuppy, que tenía el aspecto de haber estado en la bodega en busca de refuerzos, porque llevaba un par de botellas debajo del brazo.
—¡Hola, Bertie! ¿Has vuelto? —dijo, y rió alegremente—. Me haces pensar en el naufragio del Hesperus. ¿Has chocado contra un barco, o algo semejante?
En otros momentos me hubiera costado un esfuerzo soportar su chanza, pero ahora mi alegría era tan grande que no me importó y le di la buena noticia.
—Tuppy, viejo amigo, la Bassett se casa con Fink-Nottle.
—Una gran suerte para ambos, ¿no?
—Pero ¿no lo comprendes? ¿No ves lo que eso significa? Quiere decir que Angela está libre de nuevo y que a ti no te queda sino jugar bien tus cartas.
Se echó a reír de todo corazón. Vi que estaba alegre. En realidad, ya había observado algo de buenas a primeras, pero supuse que lo ocasionaba una excitación alcohólica.
—¡Dios santo, llegas tarde, Bertie! Y es natural, si te vas de paseo en bicicleta a pasar la noche. Angela y yo nos hemos reconciliado hace varias horas.
—¿Qué?
—Claro. Ha sido una nube pasajera. Lo que se necesita en estos casos es un poco de sereno razonamiento por ambas partes. Hemos hablado: ella retiró lo de la papada doble; yo concedí lo del tiburón. Todo ello muy sencillo. Cuestión de dos minutos.
—Pero…
—Lo siento, Bertie, pero no puedo quedarme aquí charlando contigo toda la noche. En el comedor hay una magnífica comilona y me esperan con los refuerzos.
Y probó la verdad de esta aseveración un repentino grito procedente de la mencionada habitación. Reconocí, ¿y cómo no reconocerla?, la voz de la tía Dahlia.
—¡Glossop!
—¡Voy!
—¡Apresúrese con esas botellas!
—¡Voy enseguida!
—¡Bueno! ¡Venga, pues! ¡Aprisa!
—Al trote, por no decir al galope. Tu tía —dijo Tuppy— está un tanto fuera de sí. No sé qué ha pasado con exactitud, pero parece que Anatole había presentado la dimisión y que ahora, en cambio, ha consentido en quedarse, y también que tu tío le ha dado un cheque para el periódico. No conozco los detalles, pero sé que está muy alegre. Nos veremos luego. Ahora tengo prisa.
Afirmar que Bertram estaba sencillamente pasmado sería decir la verdad. No entendía nada. Había dejado Brinkley Court siendo una casa sombría, en la que en todas partes se podían hallar corazones atormentados, y al volver se había trocado en un paraíso terrenal. Me sentía desconcertado.
Tomé el baño en un permanente estado de estupefacción. El pato de juguete aún seguía sobre la jabonera, pero estaba demasiado preocupado para hacerle caso. Volví a mi cuarto, todavía muy confuso, y allí encontré a Jeeves. Y la prueba de la perturbación de mis facultades la constituye el hecho de que las primeras palabras mías no fueron de amargo reproche, sino de interrogación.
—¡Oiga, Jeeves!
—Buenas noches, señor. Me han informado de su regreso. Deseo que haya hecho usted una agradable excursión.
En otros momentos, semejante frase habría despertado un demonio en Bertram Wooster. Ahora, en cambio, apenas me percaté de ella; estaba demasiado ocupado en descubrir el fondo del misterio.
—Oiga, Jeeves, ¿qué pasa?
—¿Señor?
—¿Qué significa todo esto?
—¿Se refiere usted, señor…?
—Naturalmente; me refiero a lo que usted sabe perfectamente. ¿Qué ha sucedido desde que me marché? Brinkley Court está saturado de felices resultados.
—Sí, señor. Me alegro de que mis esfuerzos hayan sido recompensados.
—¿Qué quiere decir con «sus esfuerzos»? ¿No querrá dar a entender que ese estúpido proyecto de hacerme tocar la campana de alarma tiene algo que ver con todo esto?
—Sí, señor.
—No diga tonterías, Jeeves. Fue un fracaso.
—No del todo, señor. Temo, señor, no haber sido completamente sincero con mi sugerencia de tocar la campana de alarma. En realidad, no había pensado que ella sola pudiese dar los resultados apetecidos. Pretendía que fuese sólo un preliminar a lo que podría llamarse el verdadero asunto de la noche.
—¿Está delirando, Jeeves?
—No, señor. Era esencial que las señoras y los señores estuviesen todos fuera de la casa y que, una vez fuera, pudiese estar seguro de que se quedaban el tiempo necesario.
—¿Qué quiere usted decir?
—Mi plan estaba basado en la psicología, señor.
—¿Cómo?
—Es harto sabido, señor, que no hay nada que una más satisfactoriamente a dos individuos que han tenido la desgracia de pelearse, que un fuerte y mutuo sentimiento de hostilidad hacia otra persona. En mi familia, para dar un ejemplo casero, era un axioma, generalmente aceptado, que bastaba invitar a mi tía Annie para arreglar todas las desavenencias entre los diversos miembros de la familia. Los que se habían alejado se reconciliaban inmediatamente, unidos en la animosidad despertada por la tía Annie. Recordando esto, pensé que usted, señor, habría de ser la persona responsable de la permanencia de las señoras y de los señores al aire libre, en la noche, y que todos habrían de experimentar tal antipatía por usted que, en este común sentimiento, acabarían, tarde o temprano, por acercarse los unos a los otros.
Quería hablar, pero él continuó:
—Así sucedió. Ahora todo está arreglado. Usted lo ha visto, señor. Después de su marcha en bicicleta, las diversas partes pleiteantes coincidieron tan bien en revolverse contra usted que el hielo, si se me permite usar la expresión, se fundió, y poco tiempo después míster Glossop se fue a pasear bajo los árboles con miss Angela, narrándole anécdotas referentes a usted y a su vida en la universidad, señor, a cambio de las que la señorita le contó acerca de su vida cuando niño, señor. Y esto, mientras míster Fink-Nottle, inclinado sobre el reloj de sol, entretenía a miss Bassett con narraciones sobre la vida del señor en la escuela. Al mismo tiempo, mistress Travers le contaba a monsieur Anatole…
Volví a recuperar el uso de la palabra.
—¡Oh! —dije—. Comprendo. Y ahora supongo que, gracias a su maldita psicología, la tía Dahlia estará tan irritada conmigo que habrán de pasar años antes de que yo pueda aparecer por aquí… Años, Jeeves, en los cuales, un día tras otro, Anatole guisará aquellas comidas…
—No, señor. Para prevenir semejante contingencia le sugerí irse a Kingham Manor. Cuando informé a las señoras y a los señores que había encontrado la llave y ellos comprendieron que usted había hecho el largo viaje inútilmente, su animosidad desapareció de repente, sustituida por una alegría irresistible. Se rieron mucho.
—¿Ah, sí?
—Sí, señor. Me temo que habrá de soportar cierta dosis de alegres y bonachones comentarios, pero nada más. Todo, si me permite expresarme así, ha sido olvidado, señor.
—¡Oh!
—Sí, señor.
Reflexioné un poco.
—Desde luego, parece que ha conseguido usted arreglar las cosas.
—Sí, señor.
—Tuppy y Angela están prometidos de nuevo. Y lo mismo sucede con Gussie y la Bassett. El tío Tom ha soltado el dinero para el Milady’s Boudoir. Y Anatole se queda.
—Sí, señor.
—Supongo que puede decirse: bien está lo que bien acaba.
—Muy apropiado, señor.
Reflexioné de nuevo.
—A pesar de todo, sus métodos me parecen un tanto rudos, Jeeves.
—No se puede hacer la tortilla sin romper los huevos, señor.
Di un respingo.
—¿Tortilla? ¿Cree usted que podría traerme una?
—Seguramente, señor.
—¿Junto con media botella de algo?
—Sin duda, señor.
—Hágalo pues, Jeeves, y a toda velocidad.
Salté sobre la cama y me apoyé en las almohadas. Tengo que confesar que mi profunda indignación había experimentado un gran descenso. Sufría en todo el cuerpo, especialmente hacia la mitad, pero para mitigar el sufrimiento estaba el hecho de que había dejado de ser el prometido de la Bassett. Y siempre estamos dispuestos a sufrir por una buena causa. Sí, observando las cosas desde todos los puntos de vista, veía que Jeeves había acertado y, cuando volvió con las provisiones, le acogí con una sonrisa de aprobación.
No contestó a mi sonrisa. Me pareció algo serio y yo le pregunté amablemente:
—¿Hay algo que le disguste, Jeeves?
—Sí, señor. Debí decírselo antes, pero los incidentes de la velada me lo habían hecho olvidar. Siento haber sido negligente, señor.
—¿De veras? —dije, comiendo alegremente.
—Con respecto a su chaqueta, señor.
Un loco temor hizo presa en mí, provocando que me atragantara con un bocado de tortilla.
—Siento tenerle que decir, señor, que esta tarde, mientras la planchaba, estaba tan distraído que dejé encima la plancha caliente. Temo que le será imposible usarla de nuevo, señor.
La habitación se llenó de uno de esos famosos silencios impregnados de cosas inexpresadas.
—Lo lamento mucho, señor.
Por un momento, lo confieso, mi profunda indignación volvió a flote, manifestándose en una contracción de los músculos y un leve resoplar a través de la nariz, pero, como dicen en la Costa Azul, à quoi sertil? No ganaría nada, ahora, con mis profundas indignaciones.
Nosotros, los Wooster, sabemos soportar los golpes. Acepté el hecho consumado con un seco movimiento de la cabeza, y ensarté en el tenedor otro pedazo de tortilla.
—De acuerdo, Jeeves.
—Muy bien, señor.