16

El sol brillaba sobre los campos de Brinkley Court y el oído percibía el gorjear de los pájaros en la hiedra, fuera de la ventana, cuando, a la mañana siguiente, me desperté. Pero no había sol en el alma de Bertram Wooster ni gorjeos en su corazón cuando se incorporó en el lecho para saborear el té. No podía negarme a mí mismo, pasando revista a los acontecimientos de la noche anterior, que la situación Tuppy-Angela había empeorado mucho. A pesar de mi buena voluntad para hallar un rayo de luz, había de reconocer que la disensión entre aquellos dos seres había llegado a alcanzar tales proporciones que sobrepasaba mis fuerzas la misión de reconciliarlos.

Soy un agudo observador, y el modo de lanzar Tuppy el plato de emparedados de jamón descubría fácilmente que él no había perdonado.

Considerando, pues, las circunstancias, pensé que más valía dejar a un lado, de momento, ese problema y emplearse en el de Gussie, que presentaba un aspecto más brillante.

Con respecto a Gussie, todo proseguía con normalidad. Los delicados escrúpulos de Jeeves en disfrazar el zumo de naranja me habían acarreado muchas preocupaciones, pero pude salvar los obstáculos, como suelen hacerlo los Wooster. Me había apoderado de una buena dosis de alcohol, que conservaba en un botellín, dentro del cajón de mi tocador, y me había asegurado de que la jarra para Gussie, debidamente llena, sería depositada en la despensa, hacia la una. Sacarla de la despensa, llevarla a escondidas a mi habitación, y volver a bajarla, regada ya, antes del almuerzo, era una tarea que, aunque requiriese algo de astucia, después de todo no era exageradamente difícil.

Con la emoción, pues, de quien prepara una sorpresa para un niño bueno, acabé el té, y luego me tumbé de nuevo para el suplemento de sueño que sienta tan bien cuando se debe realizar algo importante y es necesario tener el cerebro en su sitio.

Y cuando bajé, un par de horas después, comprendí cuánta razón había tenido al concebir el plan que había de reanimar a Gussie. Le hallé en el césped y enseguida comprendí que nunca hubo individuo más necesitado de un estimulante que él. Toda la naturaleza sonreía, pero Augustus Fink-Nottle no. Daba vueltas arriba y abajo refunfuñando algo sobre la intención de no entretener mucho rato, y sobre tener que pronunciar unas palabras en tan fausta ocasión.

—¡Ah, Gussie! —dije, interrumpiendo su paseo—. Hermosa mañana, ¿verdad?

Aunque no lo hubiese sabido, la violencia con que envió al diablo a la hermosa mañana me habría dejado claro que no estaba de buen humor. Me dediqué a la ocupación de que volviera el color a sus mejillas.

—Buenas nuevas para ti, Gussie.

Me miró con súbito interés.

—¿Se ha quemado el instituto de Market Snodsbury?

—No, al menos que yo sepa.

—¿Ha estallado una epidemia de viruela? ¿Está cerrado el instituto por sarampión?

—No, no…

—Entonces, ¿por qué dices que tienes buenas nuevas para mí?

—No te lo tomes tan a pecho, Gussie —dije, intentando calmarle—. ¿Por qué agitarte por el sencillo y honroso encargo de entregar premios en el instituto?

—¡Ah! Sencillo y honroso, ¿eh? ¿No sabes que estoy estudiando desde hace días y que aún no he sido capaz de encontrar ninguna frase más después de decirles que no quiero entretenerles mucho rato? Puedes estar seguro de que no les entretendré largo rato. He cronometrado mi discurso: dura cinco segundos. ¿Qué diablos he de decir, Bertie? ¿Qué dices tú, cuando entregas los premios?

Reflexioné: una vez, en mi escuela, había logrado un premio en religión. Debía, por tanto, estar bastante instruido en la materia, pero la memoria me falló.

Luego algo emergió de la niebla.

—Has de decir que no siempre, en las carreras, el premio es para el más veloz.

—¿Por qué?

—Bueno, es un buen argumento; y, por lo general, sirve de ayuda.

—Ya, pero quiero decir que por qué el premio no es para el más veloz.

—Eso sí que no lo sé. Pero lo dicen…

—¿Y qué significa?

—Supongo que lo dicen para consolar a los no premiados.

—¿Y a mí qué me importa? No me preocupan. ¡Me preocupan, en cambio, los premiados! Esos seres insignificantes que subirán al estrado. Suponte que me hagan muecas…

—¡No, hombre!

—¿Cómo puedes saberlo? Probablemente será lo primero que se les ocurrirá. Y aunque no lo hagan… Bertie, ¿puedo confesarte una cosa?

—¿Qué?

—Tengo deseos de seguir tu consejo, y beber.

Sonreí astutamente. No sabía que había expresado lo que yo pensaba.

—¡Oh!, todo marchará bien —dije.

De nuevo comenzó a agitarse.

—¿Cómo lo sabes? Seguro que me embrollo en el discurso.

—¡Qué va!

—O dejo caer algún premio.

—¡Qué va!

—O, en suma, cometo alguna equivocación. Lo noto en los huesos. Estoy seguro, como de que estoy aquí, de que algo sucederá esta tarde, y que todo el mundo se reirá a costa mía. Me parece que les estoy oyendo. ¡Como hienas, Bertie!

—¿Y qué?

—¿Recuerdas aquella escuela infantil que frecuentábamos antes de ir a Eton?

—Claro; allí fue donde logré mi premio en religión.

—Deja en paz tu premio en religión. No hablo de eso. ¿Te acuerdas del incidente de Bosher?

Desde luego que lo recordaba: fue uno de los acontecimientos de mi juventud.

—El general de división sir Alfred Bosher vino a repartir premios en aquella escuela —continuó Gussie con voz triste y monótona—. Dejó caer un libro. Se dobló para levantarlo y, al hacerlo, los pantalones se le rompieron por detrás.

—¡Las carcajadas que soltamos!

El rostro de Gussie se contrajo.

—¡Claro que reímos, como que éramos unos grandes sinvergüenzas! Alborotamos con regocijo, en vez de permanecer silenciosos y demostrar así nuestra simpatía hacia un bravo oficial en un momento embarazoso. Yo más que los otros. He aquí lo que me sucederá hoy, Bertie. Y será el castigo por haberme reído de aquella manera del general de división sir Alfred Bosher.

—¡No, Gussie, amigo mío! ¡Tus pantalones no se romperán!

—¿Y cómo lo sabes? A hombres mejores se les han roto: el general Bosher estaba condecorado, tenía una magnífica hoja de servicios en la frontera noroccidental de la India; sin embargo, los pantalones se le rompieron. Yo seré objeto de mofa y de ridículo. Lo sé. Y tú, que sabes en qué condiciones me encuentro, vienes hablándome de buenas noticias. ¿Qué noticia mejor para mí, en este momento, que la declaración de la peste bubónica entre los alumnos de Market Snodsbury? ¿O la de que están todos en cama, cubiertos de viruelas?

Había llegado el momento de hablar. Posé gentilmente la mano sobre su hombro; él la apartó, volví a posarla, y él la apartó de nuevo. Cuando lo intentaba por tercera vez, se alejó, preguntándome, con cierto mal humor, si me había convertido en un osteópata bromista.

Me pareció muy mal educado, pero quise mostrarme indulgente. Me dije a mí mismo que seguramente vería a un Gussie muy cambiado, después del almuerzo.

—Cuando te hablaba de buenas noticias, mi querido muchacho, me refería a Madeline Bassett.

La expresión febril desapareció de sus ojos y fue sustituida por una mirada de infinita tristeza.

—No puedes tener buenas noticias de ella: lo he echado todo a perder.

—En absoluto. Estoy convencido de que si haces otra tentativa, todo saldrá a pedir de boca.

Y, con delicadeza, le conté la conversación que tuvimos miss Bassett y yo la noche anterior.

—Lo que debes hacer es recitar nuevamente tu papel, hoy. Y lograrás el aprobado. Eres el hombre de sus sueños.

Él meneó la cabeza.

—No.

—¿Por qué?

—Es inútil.

—¿Qué dices?

—Es inútil intentarlo.

—Pero si te repito que me lo ha dicho claramente…

—Eso no significa nada. Puede que un día me haya amado, pero, a buen seguro, la noche pasada mató al amor.

—¡Claro que no!

—Sí. Ahora me desprecia.

—No, hombre, sabe solamente que eres tímido.

—Y volveré a serlo, si lo intento de nuevo. No hay esperanza, Bertie. Todo ha concluido. El destino me ha creado incapaz de hablar hasta con una oca.

—Pero aquí no se trata de hablar con una oca. Eso nada tiene que ver ahora. Se trata solamente…

—Lo sé, lo sé. Pero es inútil: no puedo hacerlo. Todo ha concluido. No quiero repetir el chasco de la otra noche. Hablas con ligereza de intentarlo otra vez. Pero no sabes lo que significa. Nunca te has encontrado en el caso de empezar una entrevista con la intención de pedirle a la muchacha amada que se case contigo, para darte cuenta, de improviso, de que estabas hablando de las agallas externas, semejantes a unas aletas, de las salamandras recién nacidas. Es una escena que no se puede repetir. ¡No! Acepto mi destino. Todo ha concluido. Y ahora, Bertie, mi querido muchacho, vete. Tengo que componer mi discurso y no puedo hacerlo mientras rondes a mi alrededor. Si, no obstante, quieres continuar dando vueltas, cuéntame, por lo menos, un par de historietas. Esos animalitos esperarán ciertamente alguna…

—¿Sabes la de…?

—No, no; no quiero nada que recuerde al salón de fumar de Los Zánganos. Quiero algo gracioso y limpio, algo que luego pueda ayudarles en la vida. No es que me importen un comino sus vidas, sólo desearía que todos se ahogasen.

—Oí una el otro día. No la recuerdo muy bien, pero sé que trataba de un tipo que roncaba, molestando sobremanera a sus vecinos, y acababa así: «Y eran sus adenoides que adenoidaban a los demás».

Hizo un gesto de cansancio.

—¿Y tú crees que yo puedo insertar semejante cosa en un discurso que he de pronunciar delante de un auditorio de muchachos, los cuales, probablemente, estarán todos dotados de adenoides? ¡Saltarían sobre el estrado! Déjame, Bertie, vete. Es lo único que te pido. ¡Vete! Señoras y caballeros —continuó en un tono de amplio soliloquio—, no albergo la intención de entretenerles largo rato en esta fausta ocasión…

Un Wooster muy pensativo fue el que se alejó, dejándole en aquellas condiciones. Me congratulaba íntimamente por haber tenido la brillante idea de tomar todas las precauciones para poder, en el momento oportuno, oprimir un botón y mover a todos los personajes.

Hasta aquel momento, ¿comprenden?, había alimentado la esperanza de que, cuando le hubiese revelado la actitud mental de Madeline Bassett, la naturaleza habría hecho lo demás, reanimándole en modo tal que los estimulantes artificiales resultaran inútiles. Porque, al fin y al cabo, un individuo no puede ir vagabundeando por el mundo con unas jarras de zumo de naranja, si no es absolutamente esencial.

Pero ahora estaba seguro de que debía llevar a cabo mi plan. La total ausencia de pimienta, de jengibre y de ingenio que el hombre había demostrado en nuestro cambio de impresiones, me había convencido de que eran imprescindibles unas medidas enérgicas. En cuanto le hube dejado, me dirigí sin demora a la despensa, aguardé a que el camarero se hubiese alejado y me adueñé de la fatal jarra. Momentos después me hallaba en mi habitación y lo primero que vi fue a Jeeves, atareado con un par de pantalones.

Dirigió a la jarra una mirada que juzgué de desaprobación. Me puse algo serio; no quería aceptar sus observaciones.

—¿Bien, Jeeves?

—¿Señor?

—Tiene el aspecto del hombre que está a punto de hacer una observación.

—¡Oh, no, señor! Solamente he visto que tiene en su poder el zumo de naranja de míster Fink-Nottle y deseaba hacerle notar que, según mi parecer, puede que fuera imprudente añadirle alcohol.

—Eso es una observación, Jeeves, y precisamente…

—No, señor, porque ya he tomado yo las medidas necesarias.

—¿Cómo?

—Sí, señor. Decidí acceder a sus deseos.

Miré al hombre con ojos desorbitados. Estaba conmovido. ¿Y quién no lo estaría, cuando, después de haberse convencido de que el antiguo espíritu feudal está muerto, repara, en cambio, en que aún subsiste?

—Jeeves —dije—, me siento conmovido.

—Gracias, señor.

—Conmovido y halagado.

—Muchas gracias, señor.

—Pero ¿qué le ha hecho cambiar tan radicalmente de opinión?

—Encontré por casualidad a míster Fink-Nottle en el jardín, mientras el señor todavía estaba en la cama, y hemos sostenido una breve conversación.

—¿Y está usted convencido de que necesita un buen reconstituyente?

—Sí, mucho, señor. Su actitud me ha parecido un tanto derrotista, señor.

Asentí.

—Es la misma impresión que tuve yo. «Derrotista» describe bien la actitud. ¿Le dijo usted que su actitud parecía derrotista?

—Sí, señor.

—¿Y eso no acarreó mejoría alguna?

—No, señor.

—Pues entonces, Jeeves, ha llegado la hora de actuar. ¿Cuánta ginebra ha puesto en la jarra?

—Un vaso abundante, señor.

—¿Lo cree suficiente para un derrotista adulto?

—Creo que sí, señor.

—No lo sé. No quisiera estropear la nave por ahorrar un poco de brea. Acaso conviniera más añadir un buen chorro de líquido.

—No se lo aconsejaría, señor. El caso del loro de lord Brancaster…

—Vuelve a caer en el viejo error, Jeeves, de creer que Gussie es un loro. Debería luchar contra esa manía. Yo añadiré las gotas.

—Muy bien, señor.

—¡Oh, Jeeves! A propósito de míster Fink-Nottle, ¿sabe alguna historieta alegre y limpia que pueda insertar en su discurso? Necesita una o dos.

—Conozco la historia de dos irlandeses, señor.

—¿Pat y Mike?

—Sí, señor.

—¿Que caminaban por Broadway?

—Sí, señor.

—Justo lo que necesita. ¿Alguna más?

—No, señor.

—Bueno, todo puede servir. Vaya a contársela.

—Muy bien, señor.

Salió de la habitación. Yo abrí el botellín y dejé caer en la jarra una generosa dosis del contenido. Lo acababa de hacer cuando, desde el exterior, llegó a mis oídos un ruido de pasos. Apenas tuve tiempo de ocultar la jarra detrás del retrato del tío Tom, sobre la repisa de la chimenea, cuando la puerta se abrió para dejar pasar a Gussie, que caracoleaba como un caballo de circo.

—¡Viva, Bertie, viva! ¡Y de nuevo viva! ¡Cuán hermoso es el mundo! ¡El más hermoso de todos los que he visto!

Le miré, mudo de estupor. Pero nosotros, los Wooster, somos rápidos como el rayo en comprender las cosas, y me percaté inmediatamente de lo que debía de haber sucedido.

Como recordarán, les he dicho que, cuando le vi en el césped, iba dando vueltas en círculo. Si supiera describir aquella escena con la vivacidad adecuada, ustedes verían, ante sus ojos, la imagen de un Fink-Nottle reducido a un nervioso despojo, de flojas rodillas, de color verdoso en torno a la nariz, agarrado febrilmente a las solapas de su propia americana en un ataque de terrible miedo. En suma, un Gussie derrotista, que, en tal ocasión, había manifestado todas las características de una tarta aplastada.

Harto diferente era el Gussie que ahora tenía delante. La confianza en sí mismo le rezumaba por todos los poros. Su rostro estaba sonrojado, una luz alegre brillaba en sus ojos, sus labios estaban entreabiertos en una suave sonrisa y cuando, con gesto cordial, antes de que yo pudiese evitarlo, me descargó un manotazo en la espalda, me pareció haber recibido la coz de una mula.

—¡Bien, Bertie! —continuó muy risueño—, te alegrará saber que tenías razón. Tu teoría ha sido aplicada y ha resultado acertada. Me siento como un gallo de combate.

Mi cabeza cesó de dar vueltas. Había comprendido.

—¿Has bebido?

—Sí, como me aconsejaste. Un sabor desagradable… Parece una medicina… Quema la garganta… Produce una sed de mil diablos… Jamás comprenderé por qué la gente bebe por gusto. Sin embargo, no seré yo quien niegue que provoca una agradable sacudida al organismo. Podría morder a un tigre.

—¿Qué has bebido?

—Whisky. Por lo menos, eso decía la etiqueta de la botella y yo no tengo razón alguna para pensar que una mujer como tu tía, una perfecta y pura inglesa, quiera engañar al público. Si pone la etiqueta «Whisky» en una botella, seguro que lo que hay dentro es whisky.

—Un whisky con soda, ¿eh? No podías hacer nada mejor.

—¿Soda? —dijo Gussie pensativo—. Ya me parecía a mí que había olvidado algo…

—¿No pusiste soda?

—No se me ocurrió. Entré furtivamente en el comedor y bebí directamente de la botella.

—¿Cuánto?

—¡Oh! Unos diez sorbos, aproximadamente. O quizá doce o catorce…, pongamos dieciséis sorbos… Cielos, estoy sediento.

Se acercó al lavabo y bebió ávidamente el agua de la botella. Eché una mirada, a hurtadillas, a la fotografía del tío Tom. Por vez primera me alegré de que fuera grande: conservaba bien su secreto, por fortuna, puesto que si Gussie hubiese descubierto aquella jarra de zumo de naranja se habría abalanzado sobre ella a gran velocidad.

—Bien, estoy contento de que te sientas fuerte —dije.

Se alejó del lavabo e intentó pegarme otro manotazo en la espalda; sorprendido por mi rápido movimiento, se tambaleó y cayó sentado sobre el lecho.

—¿Fuerte? ¿Acaso no te he dicho que podría morder a un tigre?

—Sí.

—Puedes, incluso, decir a dos tigres. Podría abrir dos boquetes, con los dientes, en una puerta de acero. Debes haberme juzgado muy necio, abajo en el jardín. Ahora comprendo que debías reírte para tus adentros.

—No, no.

—Sí —insistió Gussie—, y no lo critico. No logro comprender por qué le daba tanta importancia a cosa tan sencilla como una entrega de premios en un modesto instituto del campo. ¿Te lo puedes explicar tú, Bertie?

—No.

—Exactamente. Tampoco yo. No hay absolutamente razón alguna para preocuparse. Subo al estrado, digo algunas palabras graciosas, entrego a los pilluelos sus premios y bajo, admirado de todos. Nada de roturas de pantalones. ¿Por qué habrían de romperse? No acierto a explicármelo. ¿Y tú?

—Yo tampoco.

—Tampoco yo. Será un éxito. Sé perfectamente lo que hace falta: frases sencillas, viriles, optimistas… No me explico de ninguna manera cómo pude estar tan nervioso esta mañana. Es imposible imaginarse acto más natural que repartir unos libritos a un grupo de niños sucios. Sin embargo, por alguna razón que no me sé explicar, me sentía algo nervioso. Pero ahora estoy bien, Bertie, bien, bien, bien, y te lo digo como a un viejo compañero. ¡No creo haber tenido un compañero más viejo! ¿Cuántos años hace que eres mi viejo compañero, Bertie?

—¡Oh, muchos!

—¡Fíjate! Sin embargo, debió existir un tiempo en que tú fuiste un amigo nuevo. ¡Eh, el gong del almuerzo! Vamos.

Y, saltando de la cama con la agilidad de una pulga, corrió hacia la puerta.

Le seguí muy pensativo. Lo que sucedía era un poco exagerado. Quería, es cierto, un Fink-Nottle más vigoroso, es decir, todos mis planes tendían a alcanzar este fin. Pero me preguntaba si estaría excesivamente reformado el Fink-Nottle que bajaba ahora deslizándose por la barandilla de la escalera. Su conducta me parecía la de un hombre capaz de tirar el pan al aire estando en la mesa.

Pero, afortunadamente, la tristeza del ambiente ejerció sobre él una acción calmante. Para hacer el loco en una reunión como aquélla habría hecho falta un hombre bastante más enérgico. Yo le había dicho a Madeline Bassett que en Brinkley Court había corazones doloridos y, además, parecía posible que muy pronto hubiera también cabezas enfermas. Supe que Anatole se había metido en cama con una crisis de nervios y que la comida que nos sirvieron la preparó la criada de la cocina. ¡Una desgraciada ejecutante, en verdad!

Esto, añadido a los demás contratiempos, provocaba un silencio unánime que podría llamarse una quietud solemne, y ni siquiera Gussie parecía dispuesto a turbarla. Efectivamente, salvo un leve inicio de canto, por parte suya, nada turbó la atmósfera, y finalmente nos levantamos, habiéndonos ordenado expresamente la tía Dahlia que nos pusiéramos los trajes de fiesta y nos encontráramos en Market Snodsbury a las tres y media. Eso me daba tiempo para fumarme un cigarrillo bajo la sombreada pérgola, cerca del lago, y me aproveché, volviendo a mi habitación hacia las tres.

Jeeves se hallaba allí, ocupado en cepillarme la chistera, y yo me disponía a contarle los últimos acontecimientos a propósito de Gussie, cuando se me anticipó anunciándome que éste, en aquel preciso momento, acababa de hacer una visita a mi habitación.

—Encontré a míster Fink-Nottle sentado aquí, cuando vine a prepararle el traje, señor.

—¿De veras? ¿Gussie estaba aquí?

—Sí, señor. Se ha marchado hace pocos minutos. Irá a la escuela con míster y mistress Travers, en el coche grande.

—¿Le contó usted la historia de los dos irlandeses?

—Sí, señor, y se rió de todo corazón.

—Bien. ¿Le dio algún consejo más?

—Me permití sugerirle que dijera a los jóvenes señoritos que la educación es un toma y daca. El difunto lord Brancaster se dedicaba mucho a la entrega de premios y siempre usaba esta expresión.

—¿Y qué dijo?

—Se echó a reír, señor.

—Eso le habrá sorprendido, sin duda. Me refiero a la risa continua.

—Sí, señor.

—La habrá encontrado extraña en una persona que era un campeón del derrotismo la última vez que le vio usted.

—Sí, señor.

—Hay una fácil explicación, Jeeves. Desde entonces ha hecho ejercicio y ahora está fuerte como un toro.

—¿De veras, señor?

—Absolutamente. Sus nervios, demasiado tensos, cayeron; entonces entró furtivamente en el comedor y comenzó a ingerir licor como una aspiradora. Debió de llenar el radiador de whisky. No sé si aún ha quedado algo en la botella. ¡Vaya, Jeeves! ¡Es una verdadera suerte que no haya encontrado la jarra de zumo de naranja!

—Una grandísima suerte, señor.

Miré la repisa de la chimenea. La fotografía del tío Tom había caído sobre la pantalla y la jarra estaba allí, al descubierto. ¡Tenía que haberla visto! ¡Dios santo! ¡Estaba vacía!

—Fue un gesto muy prudente por su parte, señor, el hacer que desapareciera el zumo de naranja.

Clavé los ojos en él.

—¿No fue usted quien lo hizo, Jeeves?

—No, señor.

—Jeeves, aclaremos esto. ¿No fue usted quien tiró el zumo de naranja?

—No, señor. Cuando entré en la habitación y vi que el recipiente estaba vacío, creí que había sido el señor.

Nos miramos aterrados. Dos mentes y un solo pensamiento.

—Mucho me temo, señor…

—¡Yo también, Jeeves!

—Me parece casi seguro…

—Absolutamente seguro. Considere los hechos en su evidencia. La jarra estaba ahí, sobre la repisa de la chimenea, y atraía la mirada. Gussie se había quejado de que tenía sed. Usted le encontró aquí, riendo alegremente. Creo, Jeeves, que no cabe duda alguna y que el contenido de la jarra yace ahora superpuesto a la carga existente en ese ya bastante iluminado interior humano. Una cosa inquietante, Jeeves.

—Extremadamente inquietante, señor.

—Miremos cara a cara la situación, procurando conservar la calma. Usted había introducido en esa jarra… un vaso de alcohol…

—Un vaso lleno, señor.

—Y yo le añadí aproximadamente otro tanto.

—Sí, señor.

—Y dentro de dos minutos, Gussie, con esa cantidad de licor en el cuerpo, entregará los premios en el instituto de Market Snodsbury ante un público formado por las personas más eminentes y refinadas del pueblo.

—Sí, señor.

—Me imagino, Jeeves, que la ceremonia promete ser muy interesante.

—Sí, señor.

—Según usted, ¿cuál será el resultado?

—Es difícil hacer conjeturas, señor.

—¿Quiere decir que la imaginación no llega a tanto?

—Sí, señor.

Consulté a mi imaginación… Tenía razón, ¡no llegaba a tanto!