13
—Jeeves —dije.
—¿Señor?
—Acabo de hablar con el joven Tuppy. ¿No se ha fijado que esta mañana tenía muy mala cara?
—Sí, señor. El rostro de míster Glossop parecía velado por la pálida sombra de los sinsabores.
—Efectivamente. Fue sorprendido por mi prima Angela anoche en la despensa, y se produjo una escena penosa.
—Lo siento mucho, señor.
—Más debió de sentirlo él. Lo encontró delante de un pastel de riñones y al parecer se refirió de un modo excesivamente cáustico a los hombres gordos que viven sólo para comer.
—Muy desagradable, señor.
—Mucho. Podría haber quien pensara que el asunto entre los dos ha llegado a un punto tal que es inútil intentar arreglarlo. Cuando una muchacha habla de pitones humanos que comen nueve o diez veces al día y que han de andar con cuidado al subir los escalones por el peligro de un ataque de apoplejía, podría decirse que el amor ha muerto en su corazón. ¿No le parece, Jeeves, que la mayor parte de la gente pensaría así?
—Desde luego, señor.
—Pues no tendrían razón.
—¿Lo cree usted, señor?
—Estoy convencido de ello. Conozco a las mujeres. No podemos juzgarlas por lo que dicen.
—¿Piensa usted que las palabras de miss Angela no han de ser tomadas demasiado au pied de la lettre, señor?
—¿Eh?
—Quiero decir literalmente, señor.
—¡Literalmente! En efecto, eso es lo que quiero decir. Ya sabe cómo son las chicas: el más mínimo incidente basta para hacer cambiar su modo de pensar. Pero, en el fondo, el antiguo amor continúa ardiendo. ¿Tengo razón?
—Absolutamente, señor. El poeta Scott…
—De acuerdo, Jeeves.
—Muy bien, señor.
—Y para que el antiguo amor vuelva a la superficie, basta un tratamiento adecuado.
—Y por tratamiento adecuado usted entiende, señor…
—Saber llevar adelante las cosas como es debido, Jeeves. Un trabajo fino de astucia… Es lo que hace falta para que mi prima Angela retorne a la normalidad. ¿He de explicárselo?
—Si es tan amable, señor.
Encendí un cigarrillo y le miré fijamente, mientras fumaba. Él aguardaba respetuosamente a que yo pronunciase las palabras de la sabiduría. Debo decir en favor de Jeeves que, aunque a veces ponga trabas y haga obstruccionismo, constituye, sin embargo, un excelente auditorio. No sé si en realidad presta atención, pero lo parece, y eso es lo más importante.
—Suponga que camina por una inmensa selva y que encuentra un cachorro de tigre.
—Las probabilidades son muy escasas, señor.
—No importa. Supongámoslo.
—Muy bien, señor.
—Suponga que ha herido al cachorro y que la noticia ha llegado a oídos de la madre. ¿Qué actitud cree que tendría la madre? ¿En qué estado de ánimo se le acercaría la tigresa?
—Me parece que con cierta dosis de irritación, señor.
—Exacto. Debido a lo que se llama el instinto maternal.
—Sí, señor.
—Muy bien, Jeeves. Supongamos ahora que, precisamente en esa época, hubiese cierta frialdad entre el cachorro y su madre y que los dos, desde varios días antes, fingieran no conocerse. ¿Cree que eso iría en detrimento del impulso con que la tigresa correría a auxiliar a su cachorro?
—No, señor.
—Exacto. He aquí, en pocas palabras, mi plan, Jeeves. Quiero conducir a mi prima Angela a un lugar aislado, en donde pueda poner verde a Tuppy a mis anchas.
—¿Ponerle verde?
—Pegarle, abofetearle, golpearle, insultarle, de palabra, naturalmente. Seré muy duro: le diré que, en mi opinión, más parece un cerdo que un exalumno de una distinguida y vieja escuela inglesa. ¿Qué sucederá? Viéndose así atacado, el corazón femenino de Angela se ablandará como la cera. La tigresa se despertará en ella. Nada importa lo que haya sucedido anteriormente entre ellos; sólo recordará que se trata del hombre que ama y volará a defenderle. Y de eso, a caer en sus brazos, olvidando el pasado, el camino será corto. ¿Qué le parece?
—La idea es ingeniosa, señor.
—Nosotros, los Wooster, siempre somos ingeniosos, Jeeves. Muy ingeniosos.
—Sí, señor.
—Por lo demás, no hablo sin conocimiento de causa. Hice una experiencia a este respecto.
—¿De veras, señor?
—Sí, en persona. Estaba sobre los escollos del Eden, en Antibes, mirando ociosamente a los bañistas que chapoteaban en el agua, cuando una muchacha conocida mía, señalándome a un joven que se estaba zambullendo, me preguntó si las piernas de él no eran las más cómicas que se pudiesen ver. Contesté que sí y por espacio de dos minutos critiqué e hice unos chistes sobre aquellas piernas. Al final me percaté de que mi interlocutora se había dejado arrastrar por el vórtice de un ciclón.
»Comenzó con una crítica de mis piernas, que, como observó justamente, no tenían nada de particular. Luego la muchacha continuó analizando mi conducta, mi carácter, mi inteligencia, mi físico en general y mi modo de comer los espárragos, con tanta acritud que, al final, Bertram parecía capaz de todo, aunque por el momento no hubiese asesinado a nadie ni prendido fuego a ningún orfelinato. Por posteriores pesquisas me enteré de que ella estaba prometida al joven de las piernas y que, precisamente la noche anterior, había tenido con él una ligera discusión por si debía haber pedido el dos de picas, teniendo el siete, pero no el as. Aquella misma noche, poco después, les vi cenando juntos, contentos y de acuerdo, con una llama de alegría en los ojos. Eso demuestra la exactitud de mi teoría, Jeeves.
—Sí, señor.
—Espero semejante resultado de mi prima Angela, cuando comience a hablarle mal de Tuppy. Confío en que, a la hora del almuerzo, el noviazgo quede restablecido y que el anillo de platino y brillantes vuelva a brillar en el tercer dedo de la muchacha. ¿O es en el cuarto?
—Es difícil que sea para la hora del almuerzo, señor. La doncella de miss Angela me ha dicho que ha salido muy temprano esta mañana, en su coche, para pasar el día con unos amigos que viven por aquí cerca.
—Bueno, será media hora después de su regreso, Jeeves. Eso son meros detalles. No nos ocupemos de ello, Jeeves.
—No, señor.
—Lo esencial es que, por lo que atañe a Tuppy y a Angela, creo que todo estará arreglado muy pronto. Y eso me proporciona una profunda alegría, Jeeves.
—Claro está, señor.
—Lo que más me entristece es ver separados a dos corazones que se aman.
—Lo comprendo perfectamente, señor.
Dejé la colilla en el cenicero y encendí otro cigarrillo para indicar que la primera parte había terminado.
—De acuerdo, pues. Eso es todo, en el frente occidental. Ahora pasemos al oriental.
—¿Señor?
—Hablo metafóricamente, Jeeves. Quiero decir a la cuestión GussieBassett.
—Sí, señor.
—Aquí, Jeeves, hace falta un método más enérgico. Debemos recordar que nos las habemos con un pedazo de corcho.
—Con una mimosa sensitiva sería una expresión más gentil, señor.
—No, Jeeves, un pedazo de corcho. Y con él hay que emplear los sistemas fuertes, enérgicos, violentos. La psicología de nada sirve. Usted, si puedo recordárselo sin ofenderle, cayó en el error de pensar en la psicología con respecto a ese Fink-Nottle, y el resultado fue desastroso. Le disfrazó de Mefistófeles para el baile de máscaras, pensando que el traje escarlata podría darle ánimos. Inútil.
—Ni siquiera pudo intentarlo, señor.
—No, porque ni llegó a ir al baile, y eso es una confirmación de mi tesis. Un hombre que sube en un vehículo para ir a un baile de máscaras y no llega allí, es realmente un cretino. No conozco a nadie tan necio como para no saber siquiera ir a un baile de máscaras. Y usted, ¿conoce a alguien, Jeeves?
—No, señor.
—Pero no se olvide de esto, porque es lo importante: aunque Gussie hubiese ido al baile, aunque aquel ropaje rojo, unido a las gafas de concha, hubieran hecho enfermar a la muchacha, aunque ella hubiese resistido el golpe y él hubiese podido bailar y charlar con ella, aun en ese caso sus esfuerzos habrían resultado inútiles porque, ataviado de Mefistófeles o no, Augustus Fink-Nottle jamás habría tenido el valor de pedirle a miss Bassett que se casara con él. El único resultado habría sido que ella hubiese escuchado la conferencia sobre las salamandras unos cuantos días antes. ¿Y todo esto por qué, Jeeves? ¿Quiere que se lo diga?
—Sí, señor.
—Porque intentaba llevar adelante el asunto con zumo de naranja.
—¿Señor?
—Gussie es adicto al zumo de naranja y no bebe nada más.
—No lo sabía, señor.
—Lo he sabido por su misma boca. Ya sea por alguna tara hereditaria, ya sea por habérselo prometido a su madre moribunda, o sencillamente porque no le agradara su sabor, Gussie Fink-Nottle jamás, en toda su vida, ha introducido por su garganta la más vulgar ginebra u otro tónico por el estilo. Y él, el necio, el miedoso, el vacilante, el desconfiado conejo de apariencia humana, espera llegar a hacer una declaración a la mujer amada en estas condiciones. No se puede decir si es mejor llorar o reír, ¿verdad?
—¿Considera usted que la abstinencia es un obstáculo para un caballero que quiera formular una petición matrimonial?
Me extrañó la pregunta.
—¡Pero, diablos! —exclamé asombrado—. Bien podría usted comprenderlo. Use su inteligencia, Jeeves. ¡Piense lo que significa una petición de matrimonio! Significa que un individuo decente debe escucharse a sí mismo mientras pronuncia unas palabras que, si las oyese en un escenario, le obligarían a correr a la taquilla y pedir la devolución del dinero de la entrada. Si, además, intenta hacerlo con zumo de naranja, ¿qué sucede? La vergüenza le sella los labios o, cuando menos, le hace perder la seguridad y tartamudear. Gussie, por ejemplo, ha tartamudeado al hablar de salamandras sincopadas.
—Palmeadas, señor.
—Palmeadas o sincopadas, lo mismo da. La cuestión es que ha tartamudeado y volverá a tartamudear si lo intenta de nuevo. A menos que, y aquí es cuando necesito que me preste mucha atención, Jeeves, a menos que se adopten unas medidas oportunas. Medidas rápidas, enérgicas, que puedan darle a ese desgraciado pusilánime la energía necesaria. Y he aquí por qué, Jeeves, pretendo coger mañana una botella de ginebra y con ella regar abundantemente su zumo de naranja.
—¿Señor?
Chasqueé la lengua.
—Ya tuve ocasión, Jeeves, de comentar su manera de decir «¡Bien, señor!» y «¿De veras, señor?». Aprovecho ahora la ocasión para informarle de que tampoco apruebo su «¿Señor?» puro y sencillo. Esta palabra hace pensar que, según usted, he expresado algo tan extravagante que su cerebro lo rehúye. En las circunstancias actuales no hay absolutamente nada que justifique ese «¿Señor?». El plan que le he expuesto es por completo razonable y lógico, y no puede despertar crítica alguna. ¿No lo cree así?
—Bien, señor…
—¡Jeeves!
—Le pido mil perdones, señor. La expresión se me escapó sin advertirlo. Puesto que usted me lo pregunta, le diré que el proyecto me parece algo imprudente.
—¿Imprudente? No le comprendo, Jeeves.
—Hay algunos riesgos, a mi modo de ver, señor. No es fácil prever el efecto del alcohol sobre un sujeto que no está acostumbrado. He tenido ocasión de comprobar los desastrosos resultados de experimentos hechos en tal sentido sobre los loros.
—¿Loros?
—Pensaba en un incidente de mi vida, antes de entrar a su servicio, señor. Estaba entonces con el difunto lord Brancaster, un caballero que poseía un lorito y estaba muy encariñado con él. Una vez el pájaro pareció caer en letargo, y su señoría, con la loable intención de reanimarlo, le ofreció un pedazo de tarta embebida en oporto del 84. El ave aceptó con agradecimiento el pedazo de tarta y lo tragó con evidente satisfacción. Enseguida, no obstante, sus movimientos se tornaron febriles. Después de haber mordido el pulgar de su señoría y de haber cantado una canción marinera, cayó al fondo de la jaula y allí se quedó durante largo rato con las patas al aire, incapaz de moverse. He recordado esto, señor, sólo para…
Puse el dedo sobre el punto flaco. Lo había encontrado enseguida.
—¡Pero Gussie no es un loro!
—No, señor, pero…
—Me parece llegado el momento de decidir qué diablos es el dichoso Gussie: él opina que es una salamandra macho, y usted quiere insinuar que es un loro. En realidad es un sencillo y normalísimo tonto que necesita una buena sacudida. No más discusiones, Jeeves. Estoy decidido. Hay un solo medio para llevar a buen fin este asunto, y es el que le he dicho.
—Muy bien, señor.
—De acuerdo, Jeeves. Esto queda liquidado. Ahora hay algo más: habrá reparado en que he dicho «mañana» a propósito de mi proyecto, y sin duda le habrá extrañado. ¿Sabe por qué lo he dicho, Jeeves?
—Sin duda porque usted cree que lo que se debe hacer se debe hacer pronto.
—Ésa es una razón, pero no la única. El principal motivo para fijar la fecha de mañana ha sido que precisamente mañana, quizá lo haya olvidado, es el día establecido para la entrega de premios del instituto Market Snodsbury, ocasión en la cual Gussie habrá de ser la estrella y el maestro de ceremonias. De esta manera, regando ese famoso zumo, no sólo le alentaremos en su declaración a miss Bassett, sino que además le pondremos en condiciones tales que el auditorio de Market Snodsbury quedará entusiasmado.
—En suma, usted quiere cazar dos pájaros de un tiro, señor.
—Eso es; encuentro que ha expresado mi deseo con mucha gracia. Y ahora hay un detalle: pensándolo bien, me parece mejor que, en vez de ser yo, sea usted quien riegue el zumo.
—¿Señor?
—¡Jeeves!
—Le pido mil perdones, señor.
—Y yo le digo que será mucho mejor así, porque usted puede llegar mucho más fácilmente hasta esa bebida. Se la sirven a Gussie, lo he observado, en un recipiente especial. Éste, naturalmente, estará en la cocina o por allí cerca, antes del desayuno, mañana por la mañana. Le resultará sumamente fácil echarle dentro dos o tres dedos de ginebra.
—Sin duda, señor, pero…
—¡No diga «pero», Jeeves!
—Temo, señor…
—«Temo, señor» es igualmente feo.
—Lo que quiero decir, señor, es que lo lamento, pero temo entrar en un inequívoco nolle prosequi.
—¿Un qué?
—Es una expresión legal, señor, y significa la sentencia de «no ha lugar» en una demanda. En otras palabras, a pesar de que, por lo general, esté dispuesto a ejecutar sus órdenes, en este caso me veo obligado a negarle mi cooperación.
—¿No quiere hacerlo?
—Exactamente, señor.
Estaba aturdido. Comenzaba a comprender lo que debe de experimentar un general cuando ordena a un regimiento que cargue y le contestan que no les da la gana.
—Jeeves —dije—, nunca lo habría supuesto de usted.
—¿No, señor?
—No, de veras. Naturalmente, me doy perfecta cuenta de que regar el zumo de naranja no es una ocupación regular por la que usted cobra el salario mensual, y, si quiere atenerse estrictamente al contrato, nada puedo decir. Pero me permitirá hacerle observar la ausencia aquí de todo espíritu feudal.
—Lo siento, señor.
—Está bien, Jeeves, está bien. No estoy enojado. Sólo estoy un poco afligido.
—Muy bien, señor.
—De acuerdo, Jeeves.