20

Imperó un largo silencio, cargado de cosas inexpresadas, me parece que se dice así. Mi tía miraba al mayordomo. El mayordomo miraba a mi tía. Yo les miraba a los dos. Una misteriosa quietud, suave como una cataplasma de linaza, parecía llenar la habitación. En aquel momento estaba mascando un pedacito de manzana de la ensalada, y sonó como si Carnera hubiese saltado de la cúspide de la Torre Eiffel sobre una caja de pepinos.

La tía Dahlia se apoyó en la mesa y en voz baja y ronca dijo:

—¿Muecas?

—Sí, señora.

—¿A través de la claraboya?

—Sí, señora.

—¿Quiere decir que está sentado en el tejado?

—Sí, señora. Y eso ha perturbado a monsieur Anatole.

Creo que fue la palabra «perturbado» la que trastornó por completo a la tía Dahlia. Sabía por experiencia lo que significaba que Anatole estuviese «perturbado». Siempre supe que mi tía era una mujer muy enérgica, pero jamás hubiese sospechado que fuese capaz del magnífico brinco que dio en aquel momento. Concediéndose, apenas, el tiempo para lanzar una sonora exclamación digna de ser pronunciada en un hipódromo, había salido de la habitación y se hallaba al pie de la escalera antes de que yo pudiera tragarme un pedacito de plátano. Sintiendo, igual que cuando recibí aquel famoso telegrama sobre Angela y Tuppy, que mi puesto estaba a su lado, dejé el plato sobre la mesa y me apresuré a seguirla, mientras Seppings galopaba detrás de nosotros.

He dicho que mi sitio estaba a su lado, pero no era muy fácil llegar hasta allí. Nos precedía a marchas forzadas. En el primer tramo de la escalera distaba media docena de pasos, y ya se me escapaba cuando se precipitó por el segundo. En el rellano siguiente, sin embargo, hubo de experimentar cierto cansancio, porque aminoró la marcha, con una especie de rugido; cuando llegamos al final de la escalera, nuestras cabezas estaban a la misma altura. Nuestra entrada en la habitación de Anatole tuvo lugar de la siguiente manera:

Resultado:

1) La tía Dahlia.

2) Bertram.

3) Seppings.

Yo, vencido por media cabeza. Media escalera separaba al segundo del tercero.

Lo primero que vi al entrar fue a Anatole. Este mago de la cocina es un hombrecillo tipo botijo, con un par de desmesurados bigotes que, generalmente, reflejan su estado de ánimo. Cuando todo marcha bien, los extremos se levantan como los de un sargento mayor. Cuando el alma está triste, se tornan colgantes.

En aquel momento colgaban, dándole una expresión siniestra. Y si aún quedaba alguna duda sobre sus sentimientos, su forma de comportarse la hubiera hecho desaparecer. Estaba al lado de la cama, en pijama rosa, levantando los puños hacia la claraboya. A través del vidrio, Gussie miraba hacia abajo. Tenía los ojos desorbitados, la boca abierta, y se parecía tanto a un pez raro en el acuario que el primer impulso era el de ofrecerle un insecto.

Observando al cocinero que apretaba los puños y amenazaba con ellos al huésped trastornado, confieso que todas mis simpatías fueron para el primero. Le consideraba absuelto, por muchos puños con que pudiera amenazar.

Reconstruyamos los hechos. Estaba allí, en cama, pensando en lo que puedan pensar los cocineros franceses cuando están en cama, y he aquí que descubre aquella horrible cara en la ventana. Lo cual hubiera hecho sobresaltar a la persona más flemática. Estoy seguro de que, si me hallara en cama, no me gustaría en absoluto ver a Gussie asomando la cabeza de aquel modo. Dígase lo que se quiera, el dormitorio es la fortaleza del individuo, y éste tiene el derecho de rebelarse si una grotesca máscara mira adentro.

Mientras reflexionaba así, la tía Dahlia, con su probado sentido práctico, llegaba al quid de la cuestión.

—¿Qué pasa?

Anatole ejecutó una especie de gimnasia sueca, con un ejercicio que partía de la base de la espina dorsal, a través de los omoplatos, y terminaba entre los negros cabellos.

Acto seguido, se lo contó.

Durante las conversaciones que yo había tenido con aquel hombre maravilloso, siempre encontré que su inglés era corriente, pero algo mixto. Si lo recuerdan, antes de llegar a Brinkley Court, él había estado al servicio de míster Bingo Little y, sin duda, había aprendido mucho de Bingo. Antes, había estado dos años con una familia americana, en Niza, y tomó lecciones del chófer, uno de los Maloney de Brooklyn. Así, entre Bingo y Maloney, su inglés había resultado corriente, pero algo mixto.

Habló más o menos de esta manera:

—¡Atiza! ¡Me preguntan qué pasa! Yo he probado, pero no he podido dormir tan bien, y ahora me despierto y veo a uno que hace muecas a mí a través de esta condenada ventana. ¿Es justo eso? ¿Es conveniente? Si creen que yo esté satisfecho, se engañan. Me vuelvo loco, como una gallina mojada. ¿Y por qué no? Soy alguien, ¿verdad? Ésta es una habitación para dormir, no una jaula de monos, ¿no? Y entonces, ¿por qué se sientan, frescos como rosas, sobre mi ventana para hacerme muecas?

—¡Justo! —dije. A mi modo de ver, tenía razón.

Echó una mirada a Gussie. Luego ejecutó el ejercicio número 2… Se agarró los bigotes, los sacudió, y comenzó la caza de las moscas.

—Aguarden un poco. Aún no he terminado. Digo que veo a ese tipo en la ventana, que me hace muecas. Pero ¿qué hace? Se queda allí, no cuidándose de nada, inmóvil como un gato que mire a una oca. Me hace muecas y más muecas, y más yo le digo que se vaya al diablo, lejos de aquí, más él no se va al diablo lejos de aquí. Me grita algo en contra mío y yo pido qué quiere y él no explica. ¡Oh, no, esto nunca sucede! Él menea la cabeza. ¡Qué condenada estupidez! ¿Es que me divierte? ¿Creen que me gusta? No estoy contento con esta locura. Creo que el pobre está loco. Je me fiche de ce type infect. C’est idiot de faire comme ça l’oiseau… Allez vousen, louffier… Digan a ese ser que se vaya. Está loco como un caballo.

Tenía razón y la tía Dahlia lo comprendía como yo. Le pasó una temblorosa mano por la espalda.

—Lo haré, monsieur Anatole, lo haré —dijo. Y yo nunca hubiera creído que aquella voz tan fuerte pudiese reducirse a un murmullo tan cariñoso—. Todo está bien.

La tía Dahlia había cometido un error. Él hizo el ejercicio número 3.

—¿Bien? Nom d’un nom d’un nom! ¿Qué diablos está bien? ¿Para qué decir esas cosas? ¡Aguarde medio minuto! ¡No van a arreglarse tan pronto las cosas, mi querida señora! Nada de bien. Mire otro poco. Hay muchos platos diferentes de pescado. Yo puedo tomar muchas cosas a la ligera, pero no me resulta agradable cuando alguien hace bromas en contra de mí a mis ventanas. Eso no me gusta. No es una bonita cosa. Yo soy un hombre serio. No quiero bromas a mis ventanas. Me desagradan las bromas a mis ventanas más que a cualquier otro. Nada de «bien». Si tienen que ocurrir estas cosas, yo no me quedo más. Yo me escapo y no me quedo plantado aquí.

Palabras siniestras. No me sorprendió el grito de la tía Dahlia, que recordaba el aullido de los perros al ver una zorra muerta de un tiro. De nuevo Anatole se había puesto a agitar los puños contra Gussie, y ella se unió a él. Seppings, que, en el fondo de la escena, la acompañaba con un respetuoso resoplar, no mostró los puños, pero dirigió a Gussie una severa mirada. Para cualquier atento observador, resultaba claro que Fink-Nottle, al subirse allá arriba, había cometido un error. No hubiera podido ser más impopular en casa de G. G. Simmons.

—¡Márchese, loco bribón! —gritó la tía Dahlia con aquella voz sonora que en otros tiempos hacía perder los estribos a los miembros de su club de caza, obligándoles a saltar de las sillas de montar.

La respuesta de Gussie consistió en levantar las cejas. Comprendí el mensaje que intentaba transmitirnos.

—Creo que quiere decirnos —expliqué (¡oh razonable, viejo Bertram, siempre dispuesto a echar aceite sobre las aguas tempestuosas!)— que si lo hiciese se caería abajo, rompiéndose la crisma.

—Bueno, y ¿por qué no? —dijo la tía Dahlia.

Comprendía su punto de vista, pero me parecía que podía haber una solución más acertada. Aquella claraboya era la única abertura que el tío Tom dejara libre de sus famosas rejas. Supongo que pensaba que si un ladrón tenía el valor de encaramarse hasta allá arriba, merecería lo que luego le sucediera.

—Si abriesen la claraboya podría saltar adentro.

La idea tuvo éxito.

—Seppings, ¿cómo se abre?

—Con un palo, señora.

—¡Entonces coja un palo, coja dos…, coja diez!

Y, poco después, Gussie formaba parte de nuestra compañía. El desgraciado, como esos tipos de las novelas, parecía consciente de su posición.

He de confesar también que el proceder y los modales de la tía Dahlia no eran de los que más pudieran ayudarle a recobrarse. Ya no quedaba huella ninguna de la amabilidad demostrada conmigo al discutir las actividades de aquel infeliz, mientras comíamos la macedonia de frutas, y no me sorprendió que las palabras se helasen en los labios de Fink-Nottle. No es fácil que la tía Dahlia, por lo general amable y cordial, se deje arrastrar por la ira, pero cuando esto sucede no les queda más remedio a los hombres más fuertes que encaramarse a los árboles con la mayor celeridad posible.

—¿Bien? —dijo.

Gussie, como respuesta, sólo dejó oír una especie de sollozo ahogado.

—¿Bien?

El rostro de la tía Dahlia se volvió de un color más oscuro. La caza, practicada como deporte habitual, confiere a la tez del paciente un tono algo subido, y los mejores amigos de la tía Dahlia hubieran podido afirmar que, incluso en los momentos más normales, el color de su piel tendía al de una fresa aplastada. Pero nunca la había visto de un tinte brillante como ahora. Parecía un tomate que intentara expresar algo.

—¿Bien?

Gussie hizo lo que pudo. Y, en un determinado momento, pareció que algo hubiese de salir de su garganta, pero, al final, no resultó más que una especie de estertor de muerte.

—¡Oh! ¡Llévatelo, Bertie, y ponle un poco de hielo sobre la cabeza! —dijo la tía Dahlia, renunciando a ocuparse de él. Y se dedicó a la difícil tarea de apaciguar a Anatole, que ahora estaba haciendo un rápido soliloquio en voz baja.

Tal vez consciente de que a la situación no le hacía justicia con el angloamericano de Bingo-cum-Malone, se había refugiado ahora en su idioma natal. Palabras como marmiton de Domange, pignouf, burluberlu y roustisseur vagaban por su boca, como murciélagos en el granero. Todo inútil para mí, naturalmente, porque, aunque hubiese sudado sobre el gálico idioma durante mi estancia en Cannes, estoy siempre, más o menos, en el punto de «Esker-vous-avez?». Lo siento; a lo mejor haré progresos más adelante.

Asistí a Gussie escaleras abajo. Como pensador más profundo que la tía Dahlia, ya había adivinado la razón oculta que le empujara a subirse al techo, y donde ella vio a un borracho que se divertía, yo supe ver al cervato perseguido.

—¿Te perseguía Tuppy? —pregunté con simpatía.

Fue sacudido por lo que generalmente se llama un frisson.

—Me había casi atrapado cuando pasé por una ventana, asiéndome a un saliente.

—Eso le desorientó, ¿verdad?

—Sí, pero luego descubrí que estaba bloqueado. El techo pendía en todas direcciones. No podía volverme atrás. Tenía que seguir arrastrándome por aquel saliente. Y luego me encontré mirando abajo por la claraboya. ¿Quién era aquel tipo?

—Era Anatole, el chef de la tía Dahlia.

—¿Francés?

—Hasta la punta de las uñas.

—Eso explica por qué no lograba hacerme comprender. ¡Qué burros son los franceses! Parecen incapaces de entender las cosas más sencillas. A ti se te habría ocurrido, al ver a un individuo sobre el tragaluz, que el otro deseaba bajar. Pero a él no: no se movía de allí.

—Enseñándote los puños.

—Sí. ¡El muy cretino! De todos modos, aquí me tienes.

—Sí, aquí estás, de momento.

—¿Eh?

—Pienso que Tuppy probablemente estará al acecho en cualquier parte.

Dio un brinco como un cabrito en primavera.

—¿Qué debo hacer?

Reflexioné.

—Corre a tu cuarto y levanta una barricada detrás de la puerta. Me parece la política más segura.

—¿Y si está al acecho precisamente allí?

—En ese caso buscarás otro refugio.

Sin embargo, una vez llegados a su habitación, comprobamos que Tuppy estaba infestando otra parte de la casa. Gussie se refugió en su cuarto y le oí dar vueltas a la llave. Convencido de que, por ese lado, ya no me quedaba nada más que hacer, volví al comedor para comer un poco más de aquella macedonia de frutas y reflexionar con calma. Acababa de llenar el plato cuando la puerta se abrió y compareció la tía Dahlia. Se dejó caer en una silla, con expresión de infinito cansancio.

—Dame algo para beber, Bertie.

—¿Qué?

—Lo que quieras, con tal de que sea fuerte.

Si se dirigen a Bertram Wooster para esos asuntos, le encontrarán en su elemento. Los perros San Bernardo, cuando ejercen su tarea con los viajeros de los Alpes, no pueden desplegar mayor energía. Cumplí el encargo que me fue dado, y durante unos momentos no se oyó más que el leve gorgoteo de mi tía, que refrescaba sus mucosas.

—Bebe, tía Dahlia —dije cariñosamente—. Esas cosas molestan enormemente, ¿verdad? Te ha debido de costar mucho trabajo calmar a Anatole —continué, cogiendo una rebanadita de pan, cubierta con pasta de anchoas—. Pero ahora todo estará arreglado, ¿no es cierto?

Me miró intensamente, con una mirada lánguida y la frente arrugada, como si estuviese reflexionando hondamente.

—¡Atila! —dijo al fin—. ¡Ése es el nombre! ¡Atila, el azote de Dios!

—¿Eh?

—Estaba intentando recordar a quién me recuerdas tú. Alguien que iba sembrando ruina y desolación, y destruyendo hogares que, antes de su llegada, estaban llenos de paz y felicidad. ¡Atila! Es extraño —dijo, mirándome fijamente—, pero a primera vista pareces uno de esos corrientes idiotas amables, discutibles quizá, pero inocuos. Por el contrario, eres un azote peor que la muerte. Te aseguro, Bertie, que cuando te contemplo me parece descubrir todos los horrores y pesares de la vida, y recibo un golpe como si hubiese chocado contra un farol.

Dolorido y asombrado, no contesté, porque lo que había clasificado como pasta de anchoas era algo más gelatinoso que ahora se me pegaba a la lengua y me impedía el uso de la palabra, como una mordaza. Y mientras intentaba aclarar mis cuerdas vocales y ejercitarlas nuevamente, ella continuó:

—¿Sabes qué hiciste cuando enviaste aquí a ese Spink-Bottle? Por lo que se refiere a su borrachera y a haber transformado la entrega de premios en Market Snodsbury en una escena cómica de película, nada objeto porque me he divertido. Pero que empiece a hacerle muecas a Anatole a través del tragaluz, precisamente después de que yo, con infinito trabajo y tacto, le había convencido para que retirara su dimisión, y le haga enfadar tanto que no quiera quedarse ni siquiera mañana…

La cosa pastosa cedió terreno. Por fin fui capaz de hablar:

—¿Qué?

—Sí, Anatole se irá mañana, y temo que el pobre Tom sufra indigestiones el resto de su vida. Y eso no es todo. Acabo de ver a Angela y me ha informado que se ha prometido con ese Bottle.

—Temporalmente, sí —tuve que admitir.

—Pero ¿qué dices de «temporalmente»? Está definitivamente prometida con él y habla, con odiosa frialdad, de casarse en octubre. Así están las cosas. Si el profeta Job entrase ahora en esta habitación, podría cambiar tristes discursos con él hasta la hora de acostarme. Por otra parte, Job no es mi tipo.

—Tenía forúnculos.

—¿Y qué son los forúnculos?

—Unas cosas muy dolorosas, por lo que me han dicho.

—¡Tonterías! Aceptaría todos los forúnculos del mundo a cambio de mis desgracias. ¿Te das cuenta de mi posición? He perdido al mejor cocinero de Inglaterra. Mi marido, pobrecito mío, probablemente se morirá de dispepsia. Y mi única hija, para la que soñé un maravilloso porvenir, está prometida con un borracho, experto en salamandras. ¡Y tú me hablas de forúnculos!

La corregí en un nimio detalle.

—No he hablado de forúnculos. Sólo he dicho que Job los tenía. Sí, te doy la razón, tía Dahlia. El panorama no se presenta muy risueño, de momento. Pero anímate. A un Wooster es muy difícil derrotarle más de una vez.

—¿Te preparas a urdir otro proyecto?

—Lo más rápidamente posible.

Suspiró con resignación.

—¡Ya me lo suponía! No faltaba más que eso. No sé cómo los asuntos podrían empeorar, pero tú lo lograrás. Tu genio y tu intuición hallarán el camino. Continúa, Bertie. Sí, continúa. Ahora ya no me importa nada. Es posible, quizá, que acabe encontrando un débil interés en ver los oscuros y profundos abismos en que lograrás precipitar a esta casa. Inténtalo, jovencito querido… ¿Qué estás comiendo?

—Es difícil decirlo. Una especie de pasta sobre el pan, como cola aromatizada con extracto de carne.

—Dame un poco —dijo la tía Dahlia con indolencia.

—Ve con cuidado al masticar —le advertí—. Se pega más que un hermano… ¡Oh, Jeeves!

El hombre se había materializado sobre la alfombra. Como siempre, sin el menor ruido.

—Una carta para el señor.

—¿Una carta para mí, Jeeves?

—Una carta para el señor.

—¿De parte de quién, Jeeves?

—De miss Bassett, señor.

—¿De quién, Jeeves?

—De miss Bassett, señor.

—¿De miss Bassett, Jeeves?

—De miss Bassett, señor.

En este punto la tía Dahlia, que, después de un mordisco, había dejado el pan con la pasta, nos rogó, con cierta impaciencia, que diéramos por terminado aquel diálogo de opereta. Tenía bastantes cosas que soportar, sin necesidad de añadirle nuestro duelo. Siempre dispuesto a contentarla, alejé a Jeeves con un movimiento de cabeza; se inclinó un momento y desapareció. Muchos espectros habrían sido menos ágiles.

—Pero ¿qué diantre puede escribir esa mujer? —refunfuñé jugueteando con el sobre.

—¿Por qué no lo abres y lees lo que dice?

—Excelente idea —dije, poniéndome a la obra.

—Si mis evoluciones te interesan —añadió la tía Dahlia dirigiéndose hacia la puerta—, te diré que me voy a mi cuarto a hacer algunos ejercicios respiratorios, en busca del olvido.

—Está bien —dije pensativamente, leyendo la página número uno; luego, al dar vuelta a la hoja, salió de mis labios un grito que hizo encabritar a la tía Dahlia como un caballo salvaje.

—¡No hagas eso! —dijo, temblando con todos sus miembros.

—Es que ¡diantre!

—¡Qué peste eres, miserable sujeto! —suspiró ella—. Recuerdo que, en la cuna, cuando me dejaron a solas contigo, casi te tragaste el chupete y te tornaste de un color rojo escarlata. Y yo, tonta de mí, te salvé la vida. Te aseguro, Bertie, que si volvieras a tragártelo y yo estuviese a tu lado, las cosas se desarrollarían de un modo algo peor para ti.

—Pero ¡diantre! —grité—. ¿Sabes qué sucede? ¡Madeline Bassett dice que está dispuesta a casarse conmigo!

—¡Te está bien merecido! —dijo mi parienta, y salió de la estancia como un personaje de una novela de Edgar Allan Poe.