2. LA CARRERA ARTÍSTICA DE CORKY

Notarán ustedes, a medida que avancen en la lectura, que de vez en cuando la acción transcurre en la ciudad de Nueva York, o en sus alrededores; y hasta es posible que den ustedes un brinco de sorpresa. «¡Cómo!», es posible que se digan a sí mismos. «¿Qué hace Bertram tan lejos de su querida patria?».

Es una historia bastante larga. Empezando por el principio, lo que ocurrió es que mi tía Agatha me envió en una ocasión a Estados Unidos para que evitara que mi primo Gussie se casara con una corista de un teatro de vodevil, y el resultado de mi gestión fue tan desastroso que decidí que lo más adecuado era quedarme una temporada en Nueva York en lugar de regresar y tener que aguantar largas y enojosas charlas sobre el asunto.

De modo que le pedí a Jeeves que buscara un piso decoroso y nos instalamos en el exilio.

Tengo que decir que Nueva York es un lugar encantador para exiliados. Todo el mundo se mostró muy amable conmigo, y todo parecía ir a pedir de boca, por lo cual no pasé grandes dificultades. Unos me presentaban a otros, y así sucesivamente, y al cabo de poco tiempo conocía a multitud de personas; algunas de las que frecuentaban las mansiones de los alrededores de Central Park, y otras que vivían con alguna sordidez, la mayor parte cerca de Washington Square: artistas, escritores, etc. Gente intelectual.

Corky, el individuo de quien voy a hablar, era un artista. Un pintor de retratos, según se autoproclamaba, pero hasta entonces su producción era nula. Porque lo malo que tiene el dedicarse a pintar retratos —lo he observado de cerca— es que no se puede empezar a pintar hasta que se presenta la gente y pide concretamente que se la retrate, y la gente no se presenta a un pintor hasta que éste se ha acreditado ya como pintor de retratos. Esto hace que los comienzos sean siempre difíciles.

Corky se las arreglaba para ir tirando haciendo algún que otro dibujo para periódicos satíricos —tenía gran habilidad para el humorismo, cuando se le ocurría una buena idea— y para publicidad. Sin embargo, su principal fuente de ingresos consistía en exprimir a un tío rico (un tal Alexander Worple) que estaba metido en el negocio del yute. No sabría decir qué es en realidad el yute, pero al parecer se trata de una materia que la gente aprecia mucho, porque míster Worple había amasado con ella una cuantiosa fortuna.

Ahora bien: muchos creen que sablear a un tío rico es una gran suerte; pero, según Corky, no es cierto. El tío de Corky era un individuo muy robusto que daba la sensación de tener que vivir eternamente. Tenía cincuenta y un años y su aspecto sugería que los doblaría por lo menos. De todos modos, no era eso lo que desazonaba al pobre Corky, porque él no era intolerante, y no tenía nada que objetar a que la gente siguiera viviendo. Lo que le molestaba era el modo con que el mencionado Worple lo incordiaba.

Porque se daba el caso de que el tío de Corky no quería que éste fuese artista. No consideraba que el muchacho tuviese talento para ello. Siempre le insistía en que mandara a paseo el arte y se metiera en el negocio del yute, donde podría empezar desde abajo y progresar. A lo que Corky contestaba que, como ignoraba lo que había que hacer en la parte de abajo del negocio del yute, el instinto le decía que esa empresa era tan necia que ni siquiera valía la pena hablar de ella. Además, Corky creía en su porvenir de artista. Decía que llegaría a ser alguien. Entretanto, recurriendo al tacto y a la persuasión, había convencido a su tío de que le pasara, aunque a regañadientes, una asignación trimestral.

No lo hubiera logrado si su tío no hubiese tenido una afición. Míster Worple era muy peculiar a este respecto. Por regla general, y a juzgar por lo que he podido observar, el hombre de negocios norteamericano no hace nada fuera de las horas de oficina. Cuando echa el cierre y deja la oficina por ser ya de noche, se sume en una especie de sopor del que sólo sale para tornar a ser hombre de negocios. Pero se sabía que, a ratos perdidos, míster Worple era ornitólogo. Había escrito un libro titulado Pájaros americanos y estaba escribiendo otro que se titularía Más pájaros americanos. Se sospechaba que cuando terminase empezaría otro, y así sucesivamente mientras no se agotaran las aves americanas. Al parecer, se podía conseguir todo del viejo Worple, con tal de que se empezara hablándole de su tema favorito; estas charlas eran lo que permitían que Corky siguiera recibiendo su asignación. Pero resultaba muy aburrido para el pobre muchacho.

Para completar el estudio psicológico de míster Worple diremos que era un hombre de humor variable, y su opinión sobre Corky dictaminaba que éste era un pobre diablo cuyas iniciativas eran continuas demostraciones de su idiotez innata. Es precisamente lo que creo que Jeeves piensa de mí.

Así pues, cuando una tarde Corky entró en mi casa acompañado de una muchacha y dijo: «Bertie, te presento a mi novia, miss Singer», lo primero que se me ocurrió fue que había venido a consultarme sobre el asunto. Y lo primero que le dije fue:

—Corky, ¿qué dirá tu tío?

El pobre muchacho me lanzó una de sus miradas más tristes. Parecía ansioso y preocupado, como persona que ha cometido un asesinato sin el menor obstáculo pero no sabe cómo desembarazarse del cadáver.

—Estamos muy asustados, míster Wooster —dijo la joven—, y pensamos que tal vez usted podría sugerirnos un modo de presentarnos ante él.

Muriel Singer era una de aquellas muchachas tan quietecitas y simpáticas que tienen un modo de mirar con sus ojazos como si pensaran que uno es la cosa más grande de la Tierra y como sorprendidas de ver que uno no lo haya descubierto aún. Se sentó allí, con cierto abandono, mirándome como si se dijera a sí misma: «¡Oh, sé que este hombre tan fuerte no me va a comer!». Daba a su interlocutor el deseo de protegerla, de tomarla de la mano, acariciársela y decirle: «Vamos, pequeña; no será nada», o algo por el estilo. Me provocó la sensación de que no había nada que yo pudiese dejar de hacer por ella. Aquella joven se parecía a esas bebidas norteamericanas de sabor inocente, pero que se apoderan de uno de manera imperceptible, al extremo de que, antes de que tenga tiempo de darse cuenta de sus efectos, le impulsan a reformar el mundo, por la fuerza si es preciso. Quiero decir que aquella muchacha reavivó mi actitud, me hizo emprendedor como un caballero andante o algo parecido. Presentí que en este asunto tenía que ayudarla hasta el fin.

—No veo por qué tu tío no ha de quedar encantado —dije a Corky—. Pensará sin duda que miss Singer es una esposa ideal para ti.

Corky renunció al optimismo.

—Tú no le conoces. Aun cuando Muriel le gustara, no lo admitiría. Es testarudo como un asno. Estimará cuestión de principios rechazarla. Sólo verá que me he propasado al tomar una decisión importante sin pedirle su opinión, provocando un alboroto automáticamente. Siempre hace igual.

Me exprimí los sesos para hacer frente a esa dificultad.

—Veamos. Necesitas que él conozca a miss Singer sin que sepa que tú la conoces. Luego…

—Pero ¿cómo es posible eso?

Enseguida vi la solución. No quedaba otra.

—Sólo se puede hacer una cosa —dije.

—¿Qué?

—Ponerlo en manos de Jeeves.

Pulsé el timbre.

—¿Señor? —preguntó Jeeves, a modo de presentación.

Una de las peculiaridades de Jeeves es que, a menos que se esté en guardia, pocas veces se le ve cuando entra en una estancia. Es semejante a aquellos pájaros embrujados de la India que se disuelven en el aire y se descomponen a trozos, que no vuelven a reunirse hasta que se los necesita. Tengo un primo que dice ser teosofista, y afirma que ha estado a punto de realizar el experimento en su mismísima persona, pero no lo ha logrado de un modo definitivo probablemente porque en su niñez se alimentó de carne de animales muertos por la mano del hombre.

En el momento en que vi a mi criado de pie allí, en respetuosa espera, pareció que se me quitaba un peso de encima. Tuve la misma sensación del niño extraviado que vuelve a encontrar a su padre.

—Jeeves —le dije—, necesitamos un consejo.

—Muy bien, señor.

En pocas y bien escogidas palabras le expuse el caso de Corky.

—De modo que ya ve usted de qué se trata, Jeeves. Necesitamos que nos sugiera alguna manera de hacer que míster Worple conozca a miss Singer sin que se sepa que míster Corcoran la conoce ya. ¿Entendido?

—Perfectamente, señor.

—Muy bien; a ver si se le ocurre algo.

—Ya se me ha ocurrido, señor.

—¿Ya?

—El proyecto que puedo sugerir es infalible, pero quizá le parezca algo oneroso al señor, porque tiene un aspecto financiero.

—Quiere decir —le traduje a Corky— que, en principio, tiene una idea, pero que para llevarla a cabo se necesitará algún dinero.

Naturalmente, el pobre muchacho puso cara de pocos amigos, porque este aspecto lo echaba todo a rodar. Pero yo me encontraba todavía bajo la influencia de la hechicera mirada de la muchacha, y en este punto comencé a comportarme como un caballero andante.

—Puedes contar conmigo para todo lo que necesites, Corky —le dije—. Estaré encantado de poder serte útil. ¡Adelante, Jeeves!

—Quería sugerir, señor, que míster Corcoran aproveche la afición de míster Worple por la ornitología.

—¿Cómo diablos sabe usted que le gustan los pájaros?

—Vera, señor, el sistema que siguen en Nueva York para construir las viviendas es muy diferente del de nuestras casas de Londres. Los tabiques que separan las habitaciones no pueden ser más delgados. Y sin tener el menor deseo de escuchar, he oído algunas veces que míster Corcoran hablaba con gran interés del tema.

—¡Oh…! ¡Bien, bien!

—Sugiero que miss Singer escriba un tomito titulado, por ejemplo, Los pájaros americanos al alcance de los niños, y dedicado a míster Worple. Podría publicarse a costa suya una edición reducida; como es natural, la mayor parte del libro podría destinarse a comentar elogiosamente el tratado que míster Worple tiene publicado sobre el mismo tema. Recomendaría que, inmediatamente después de publicado, se enviara un ejemplar dedicado a míster Worple, acompañado de una carta en la cual miss Singer le pidiese conocer personalmente al tratadista a quien tanto debe la ciencia. Creo que esto produciría el resultado buscado; ahora bien, como he dicho, los gastos serían considerables.

Tuve la misma sensación del propietario de un perro de circo cuando éste pasa por el aro limpiamente. Había depositado toda mi confianza en Jeeves, y estaba seguro de que no me defraudaría. A veces me pregunto cómo un hombre que es un verdadero genio se contenta siendo un simple criado. Si yo tuviera la mitad del cerebro de Jeeves, ya sería primer ministro o algo por el estilo.

—Jeeves —le dije—. ¡Es usted un portento! ¡Ésta es una de sus ideas más memorables!

—Gracias, señor.

La muchacha puso una objeción.

—Pero me consta que no sé escribir un libro sobre nada. Ni siquiera redactar correctamente una carta.

—El talento de Muriel —dijo Corky con una tosecilla— es más apto para el teatro, Bertie. No lo dije antes, pero uno de los principales motivos que tenemos para sentirnos nerviosos es el modo con que el tío Alexander recibirá la noticia de que Muriel forma parte del coro de la revista Busca una salida que hacen en Manhattan. Es absurdo e irrazonable, pero ambos creemos que esta circunstancia puede aumentar la natural tendencia del tío Alexander de echarlo todo a rodar.

Comprendí. No sé por qué —quizá uno de esos tipos que entienden de psicología podría explicarlo—, pero el caso es que tíos y tías, como categoría social, se muestran siempre sordos al drama, tanto si es legítimo como si no lo es. Al parecer, no son capaces de soportarlo a ningún precio.

Pero, naturalmente, Jeeves encontró una solución.

—Creo que sería muy sencillo, señor, que algún intelectual sin recursos aproveche encantado la oportunidad de ganarse algún dinero redactando el libro. Lo interesante es que el nombre de la señorita figure en la portada.

—Es verdad —dijo Corky—. Sam Patterson lo haría por cien dólares. Escribe cada mes una novela corta, tres cuentos y diez mil palabras para el folletín de una revista, todo bajo nombres diferentes. Una cosa como ésta sería coser y cantar para él. Iré a verle enseguida.

—Es lo mejor.

—¿Desea algo más, señor? —dijo Jeeves—. Muy bien, señor. Gracias, señor.

Siempre había pensado que los editores tenían que ser formidablemente inteligentes, henchidos de materia gris; pero ahora ya les conozco. Todo lo que un editor tiene que hacer es rellenar cheques de vez en cuando, mientras una pandilla de serviciales e ingeniosos individuos le rodean y hacen en realidad todo el trabajo. Lo sé porque yo mismo he sido editor. Simplemente, me limitaba a estarme quietecito en mi despacho, con una estilográfica en la mano, y de vez en cuando me presentaban un libro nuevo y flamante.

Se dio la circunstancia de que me hallara presente, junto a Corky, cuando me entregaron los primeros ejemplares de Los pájaros americanos al alcance de los niños. Muriel Singer estaba hablando conmigo de temas generales, cuando llamaron a la puerta y nos entregaron el paquete.

Era un libro auténtico. Tenía tapas encarnadas, con una especie de gallina en la portada, y el nombre de la muchacha en letras doradas. Abrí el ejemplar al azar.

La página veintiuna empezaba así: «Si paseáis por el campo una mañana de primavera, oiréis el dulce gorjeo del pardillo y del pinzón dorado. Cuando seáis mayores, amiguitos míos, podréis leer muchas cosas sobre estos pájaros en el maravilloso libro Pájaros americanos, de míster Alexander Worple».

Una descarada adulación al tío. Y sólo unas pocas páginas más adelante, se le volvía a ensalzar tomando como pretexto al cuclillo. ¡Era estupendo! Cuanto más leía, más admiraba al individuo que lo había escrito y al genio de Jeeves, que lo había ideado. Imposible que el tío no cayese en la celada. No se le puede proclamar a uno la primera autoridad del mundo en materia de cuclillos sin despertar sentimientos de simpatía.

—Es magnífico —dije.

—¡Estupendo! —coincidió Corky.

Y uno o dos días después, acudió a mi piso de la avenida para decirme que todo iba sobre ruedas. El tío había escrito a Muriel una carta tan halagadora que si Corky no hubiese conocido la letra de Worple, se habría resistido a creer que fuese suya. En ella decía a miss Singer que estaba deseando conocerla.

Poco después tuve que ausentarme de la ciudad. Varios famosos deportistas me habían invitado a visitar sus residencias campestres, y hasta al cabo de unos meses no regresé a mi casa. Desde luego, había pensado mucho en Corky, en si su asunto marchaba bien, etc. La primera tarde que volví a Nueva York fui a cenar a un pequeño restaurante donde acudo cuando me siento inclinado a las luces estridentes, y allí encontré a Muriel Singer, sentada en una mesa próxima a la puerta. Pensé que Corky debía andar por allí cerca, telefoneando. Me acerqué a ella.

—¡Vaya, vaya, vaya! —dije.

—¡Hola, míster Wooster! ¿Cómo está usted?

—¿Dónde está Corky?

—¿Cómo dice?

—Está usted esperando a Corky, ¿verdad?

—Oh, no le había entendido. No, no le espero a él.

Me pareció que había algo en su voz, cierto retintín, para entendernos.

—¿Tal vez hay tormenta?

—¿Qué?

—Quiero decir que tal vez… han tenido alguna discusión…, quizá han reñido…

—¿Qué le hace pensar eso?

—¡Oh, no sé! Quiero decir que creí…, que por lo general usted cenaba con él antes de ir al teatro.

—Ya no trabajo en el teatro.

De pronto lo comprendí todo. Había olvidado mi larga ausencia.

—¡Sí, ahora lo veo claro! ¡Se ha casado usted!

—Sí.

—¡Oh, qué bien! Le deseo muchas felicidades.

—Gracias. A propósito, Alexander —dijo mirando a otra parte—, míster Wooster, es un amigo mío.

Giré en redondo. Detrás de mí había un individuo de cabellera casi gris y una rolliza cara de salud. Era un hombre formidable, y en aquel momento parecía sereno y apacible.

—Míster Wooster, le presento a mi marido. Alexander, míster Wooster es un amigo de Bruce.

El desconocido me estrechó la mano calurosamente, y aquello fue lo que me privó de caer sentado al suelo, pues me quedé viendo visiones.

—Así pues, ¿usted conoce a mi sobrino, míster Wooster? —le oí decir—. Le agradecería que intentara inculcarle un poco de cordura en su cabeza y quitarle esa manía de pintar. Aunque ya me parece que empieza a comprender… Me di cuenta la primera noche que vino a cenar con nosotros para presentarle a Muriel. Parecía muy compuesto y serio. Daba la sensación de que estaba anonadado por algo… ¡Pero en qué estoy pensando…! ¿Quiere honrarnos cenando esta noche con nosotros, míster Wooster…? ¿O tal vez ha cenado usted ya?

Dije que sí, que ya había cenado. Necesitaba aire y no alimentos. Era preciso que saliera al exterior y meditara sobre todo aquello.

Cuando llegué a mi piso oí a Jeeves moviéndose en su cubil. Le llamé.

—Jeeves —le dije—, necesito el auxilio de un hombre de buena voluntad como usted. Tráigame whisky con soda; luego le daré una noticia colosal.

Volvió con una bandeja y un gran vaso.

—Será mejor que también beba usted, Jeeves. Lo necesitará.

—Gracias, señor; ya lo beberé después, si es preciso.

—Bien, como quiera. Pero se va a quedar pasmado. ¿Recuerda usted a mi amigo míster Corcoran?

—Sí, señor.

—¿Y a la muchacha que tenía que conseguir la estima del tío de mi amigo escribiendo un libro sobre pájaros?

—Perfectamente, señor.

—Bien, pues ya la ha conseguido. ¡Se ha casado con el tío!

Encajó la noticia sin pestañear. Realmente es imposible hacer perder la serenidad a Jeeves.

—Es un resultado que era de prever.

—¿Quiere decir que usted lo daba por descontado?

—Lo tuve en cuenta como una posibilidad, señor.

—¿De veras? ¡Pues tenía que habérnoslo advertido!

—No me atreví a tomarme esa libertad, señor.

Tras haber comido algo y haberme serenado, vi que, naturalmente, yo no tenía la culpa de lo ocurrido. Nadie podía exigirme la perspicacia necesaria para prever que el proyecto, que en sí mismo era excelente, diera un resultado tan opuesto al que se esperaba; sin embargo, he de reconocer que no me tienta la idea de volver a encontrar a Corky hasta que el tiempo haya obrado su función balsámica. Me propuse no acercarme a Washington Square por espacio de varios meses. Y luego, precisamente cuando empezaba a pensar que ya podía atreverme a caminar por aquellos barrios y reanudar la antigua amistad, resultó que el tiempo, en lugar de obrar como bálsamo, había empeorado las cosas. Porque cuando una mañana abrí el periódico, leí que la esposa de míster Alexander Worple había obsequiado a su marido con un hijo y heredero.

Quedé tan apesadumbrado por el pobre Corky, que no tuve ánimos de probar el desayuno. Mi anonadamiento fue absoluto. ¡Aquello era el colmo!

No sabía qué hacer. Naturalmente, sentía deseos de echar a correr hacia Washington Square y estrechar cariacontecido la mano del pobre muchacho. Pero no tenía arrestos para ello. La ausencia parecía el tratamiento más indicado. Así pues, le envié mi condolencia por telepatía.

Pero, pasado un mes aproximadamente, empecé a vacilar otra vez. Se me ocurrió que no era correcto lo que estaba haciendo con el pobre chico evitando su presencia de tal modo, quizá cuando más necesitaba la compañía de sus amigos para animarle. Me lo figuré sentado en su solitario estudio sin otra compañía que sus amargos pensamientos, y tanto me impresionó esta escena que me metí en el primer taxi que encontré y ordené al chófer que se dirigiera a escape al estudio de mi amigo.

Entré en tromba, y allí estaba Corky, pintando ante el caballete; en la tarima destinada al modelo había una robusta mujer de mediana edad, con un niño de pecho.

Hay que estar siempre prevenido contra las sorpresas.

—¡Oh! ¡Ah! —exclamé, retrocediendo.

Corky miró por encima del hombro.

—¡Oh, Bertie! No te vayas. Precisamente ahora terminamos la sesión. Es suficiente por hoy —añadió dirigiéndose a la nodriza.

Ésta se levantó y puso al niño en un cochecito que había allí.

—¿Mañana a la misma hora, míster Corcoran?

—Sí.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes.

Corky se quedó inmóvil, con la vista fija en la puerta. Luego se volvió y empezó a desembuchar. Afortunadamente, daba por descontado que yo sabía todo lo ocurrido, por lo cual la escena no fue todo lo dolorosa que podía haber sido.

—La idea es de mi tío —dijo—. Muriel no sabe nada aún. El retrato será una sorpresa para el día de su cumpleaños. La nodriza se lleva al niño con la excusa de tomar el aire, y viene aquí. Si quieres un ejemplo de la ironía del destino, Bertie, aquí tienes uno. Éste es el primer retrato que me encargan en la vida, y tengo que retratar precisamente a este mochuelo humano que me ha robado la herencia. ¡Es para desesperarse! Tengo que pasar tardes contemplando la espantosa carita de este mamoncete que me ha birlado todo lo que me pertenecía. Y no puedo negarme a pintar el retrato, porque en tal caso mi tío me retiraría la asignación. Cada vez que le miro y tropiezo con la inexpresiva mirada del chiquillo, sufro espantosamente. Te aseguro, Bertie, que cuando me mira con aires de superioridad y se vuelve berreando, como si le sublevara verme, me dan tentaciones de ocupar la primera página de los periódicos con la noticia de un salvaje infanticidio. A veces, casi veo los titulares: «Joven pintor asesina a hachazos a un niño».

Le di unos golpecitos en el hombro. Mi compasión por aquel pobre amigo era demasiado profunda para poder expresarla con palabras.

Tras esta escena, me mantuve alejado del estudio durante algún tiempo, porque no me pareció delicado entrometerme en las desventuras del pobre muchacho. Además, aquella nodriza me intimidaba: tenía la misma mirada de la tía Agatha.

Pero una tarde Corky me llamó por teléfono.

—¿Bertie?

—¿Dime?

—¿Tienes algo que hacer ahora?

—Nada en particular.

—¿Podrías venir a verme?

—¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo?

—He terminado el retrato.

—Muy bien. Te felicito.

—Gracias. —Su voz parecía insegura—. El caso es, Bertie, que no me parece que esté muy bien. Tiene algo… Mi tío vendrá dentro de media hora a verlo, y… no sé por qué…, no podría explicarlo…, pero creo que voy a precisar tu ayuda moral.

Empecé a comprender que iba a meterme en algo complicado. La simpática cooperación de Jeeves parecía estar indicada.

—¿Crees que es posible que tome alguna decisión desagradable?

—Sí, ¿por qué no?

Acudió a mi mente la rolliza cara del individuo que me fue presentado en el restaurante, y traté de imaginármelo hecho una furia. No era nada difícil. Y contesté categóricamente a Corky:

—Iré —dije.

—¡Bien!

—Pero sólo si puedo llevar a Jeeves.

—¿Por qué a Jeeves? ¿Qué tiene que ver Jeeves en este asunto? ¿Quién habla de Jeeves? Él fue el idiota que propuso el plan que terminó con…

—¡Oye, Corky! Si te imaginas que voy a enfrentarme con ese tío que tienes sin el apoyo de Jeeves, te equivocas. Antes me metería en el foso de los leones y mordería a una de esas fieras en el pescuezo.

—Bueno —contestó Corky.

Comprendí que no le hacía mucha gracia, aunque de todos modos accedió al fin. Así pues, llamé a Jeeves y le expliqué la situación.

—Muy bien, señor —contestó Jeeves.

Encontramos a Corky cerca de la puerta, contemplando el cuadro, con una mano en actitud defensiva, como si tuviera miedo de que el chiquillo se le abalanzara encima.

—Quédate quieto donde estás, Bertie —me dijo, sin moverse—. Ahora dime sinceramente qué te parece.

La luz que entraba por la gran ventana caía de lleno sobre el cuadro. Lo miré detenidamente. Luego me acerqué un poco más y volví a examinarlo. Después retrocedí al mismo sitio donde había estado, porque desde allí no me había parecido tan malo.

—¿Y bien? —preguntó Corky, ansioso.

Vacilé algo.

—Naturalmente, amigo, sólo he visto al niño una vez, y aun un breve instante, pero… pero, si no recuerdo mal, era muy feo.

—¿Tan feo como me ha salido aquí?

Volví a examinar el cuadro y me vi obligado a decir la verdad.

—¡No comprendo cómo puede haber sido, amigo mío…!

El pobre Corky se pasó una mano por los cabellos en actitud un tanto dramática. Suspiró.

—Tienes toda la razón, Bertie. Ha pasado algo raro con este cuadro. Mi impresión personal es que, sin saberlo, he hecho lo mismo que Sargent: he pintado el alma del retratado. He atravesado la apariencia exterior y he plasmado sobre la tela el alma del niño.

—Pero ¿es posible que un chiquillo de tan corta edad tenga semejante alma? ¡No sé cómo se las habrá arreglado…! ¿Qué le parece, Jeeves?

—Lo dudo, señor.

—Y… y mira de reojo, ¿verdad?

—¿También te has dado cuenta de eso? —dijo Corky.

—No creo que haya nadie que deje de advertirlo.

—Lo único que quise hacer fue darle una expresión alegre. Pero ahora resulta que tiene aspecto de disoluto.

—Es lo mismo que iba a decirte. Da la sensación de encontrarse en una formidable juerga y de estar disfrutando a más no poder en ella. ¿No le parece, Jeeves?

—Decididamente, tiene el aspecto de haber bebido más de la cuenta, señor.

Corky iba a decir algo, cuando se abrió la puerta y entró el tío.

Durante tres segundos, todo fue alegría, satisfacción y buena voluntad. El viejo me estrechó la mano, dio unos golpecitos en el hombro de Corky, dijo que no creía que jamás hubiese hecho un día tan precioso como aquél, y se golpeó también una pierna con su bastón. Jeeves se había retirado a segundo término, y el tío no le veía.

—Bien, Bruce, hijo mío. Entonces, el retrato ya está listo, ¿eh? ¿Terminado del todo? Vaya, veámoslo. Será una maravillosa sorpresa para tu tía. ¿Dónde está? Vamos a…

Súbitamente lo descubrió sin tener tiempo para reprimir la sorpresa. Retrocedió dando un brinco sobre sus talones.

—¡Oooh! —exclamó.

Durante un minuto reinó un espantoso silencio.

—¿Se trata de una broma? —dijo al fin, con voz que hizo temblar las paredes.

Creí deber mío disponerme a la defensa del bueno de Corky.

—Se ve mejor alejándose un poco del cuadro.

—¡Tiene usted razón! —contestó con sorna—. Es natural. Es conveniente alejarse mucho del cuadro, hasta que no se pueda divisar ni con telescopio. —Se volvió hacia Corky con la misma actitud del tigre que en la selva acaba de descubrir una buena presa—. ¿Y para esto…, ¡para esto!, has estado malgastando el tiempo y mi dinero tantos años? ¡Pintor! ¡Ni siquiera te dejaría enjalbegar una pared de mi casa! Te encargué esto pensando que eras un buen artista, ¡y el resultado es esta caricatura…! —Hecho una furia, se dirigió a la puerta—. ¡Todo ha concluido…! Si quieres, puedes seguir con tu locura de hacerte pasar por pintor, ya que necesitas un pretexto para tu holgazanería. Ahora bien, tengo que decirte una cosa: a menos que te presentes en mi oficina el lunes por la mañana dispuesto a abandonar esta idiotez, comenzando a aprender el negocio desde abajo y a abrirte camino en él, como ya tendrías que haber hecho media docena de años antes, no te daré ni un centavo más, ¡ni un centavo más!, ni un…

¡Bum!

Retumbó el portazo, y ya estaba fuera. Yo emergí a la superficie.

—¡Cuánto lo siento, Corky! —le dije en un susurro.

Corky estaba con los ojos fijos en el cuadro. Su rostro permanecía inmóvil y su mirada era la del hombre derrotado.

—¡Todo ha concluido! —musitó descorazonado.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Hacer? ¿Qué puedo hacer? No es posible sostener esto, si él cierra el bolsillo. Ya has oído lo que ha dicho. Tendré que ir a la oficina el lunes.

No se me ocurrió nada que decir. Sabía exactamente lo que pensaba él de la oficina. La situación se presentaba insostenible. Es como intentar charlar con un individuo que acaba de ser condenado a veinte años de trabajos forzados.

Y entonces, una suave voz rompió el silencio.

—Si me permite una idea, señor…

Era Jeeves. Había salido de la penumbra sin darse cuenta nadie, y estaba contemplando muy serio el cuadro. Les aseguro que la mejor idea que puedo dar del trastornador efecto que había causado en mí el tío de Corky es que me había hecho olvidar por completo que Jeeves estuviese allí.

—No sé si le he explicado alguna vez, señor, que en cierta ocasión estuve al servicio de míster Digley Thistleton. Tal vez le conoce usted. Era un financiero. Ahora ostenta el título de lord Bridgworth. Tenía una frase favorita, que era: «Siempre queda un recurso». La primera vez que le oí utilizar esta expresión fue después del fracaso de un depilatorio patentado que él financiaba.

—Jeeves —le dije—. ¿De qué diablos habla usted?

—He mencionado a míster Thistleton, señor, porque, en algunos aspectos, su caso era parecido al presente. Su depilatorio fracasó, pero él no se desesperó. Lo volvió a poner en el mercado con el nombre de El Cultivador del Cabello, específico indicado para hacer brotar una magnífica cabellera en pocos meses. Como recordará usted, lo anunciaron con un dibujo humorístico a base de una bola de billar antes y después de aplicársele el específico, y él amasó una fortuna tan grande que pocos meses después le hicieron lord, por servicios prestados a su partido. Me parece que si míster Corcoran estudia el asunto, descubrirá, como míster Thistleton, que «siempre queda un recurso». El propio míster Worple ha sugerido la solución del asunto. En el calor del momento, ha comparado el retrato con una caricatura. Creo que la idea es muy valiosa, señor: el retrato hecho por míster Corcoran puede no haber gustado a míster Worple por no encontrarle parecido con su primogénito, pero no tengo la menor duda de que los directores de periódicos lo aceptarían muy a gusto como principio de una serie de dibujos humorísticos. Si míster Corcoran me permite expresar una opinión, diré que su talento ha sido siempre para lo humorístico. Este cuadro tiene un no sé qué de energía y descaro que llama la atención. Estoy convencido de que se haría muy popular.

Corky estaba sumido en la contemplación de la pintura, sin dejar de hacer un extraño gesto con la boca. Parecía estar completamente anonadado.

Y de pronto se echó a reír como un loco.

—¡Corky, amigo mío! —le iba diciendo yo, dándole golpecitos en el hombro, afectuosamente.

Temí que el pobre muchacho se hubiese vuelto loco. Empezó a dar traspiés.

—¡Colosal! ¡Este hombre tiene toda la razón! ¡Jeeves, es usted un salvavidas! Ha dado con la gran idea del siglo. ¡Presentarme a la oficina, el lunes! ¡Empezar a conocer el negocio! Compraré toda la empresa, si me da la gana. Conozco al director de la sección humorística del Sunday Star. Él se tragará eso. El otro día me estaba contando, precisamente, que es difícil, hoy en día, encontrar historietas originales. Me dará lo que le pida por esto. ¡He hallado una mina de oro! ¿Dónde está el sombrero? ¡Esto será una renta vitalicia! ¿Dónde está el maldito sombrero? Déjame cinco dólares, Bertie. Tengo que tomar un taxi hasta Park Row.

Jeeves sonrió paternalmente. O mejor: hizo la pequeña mueca muscular a ambos lados de la boca que hace cuando quiere sonreír.

—Si me permite una idea, míster Corcoran, le aconsejaría que las historietas que piensa hacer las titulara Las aventuras de Baby Blobbs.

Corky y yo miramos el cuadro, cada uno desde su punto de vista. Jeeves tenía razón. No podía haber otro título.

Habían pasado unas pocas semanas. Acababa yo de dar un vistazo a la sección humorística del Sunday Star.

—Jeeves —le dije—. Soy un optimista. Siempre lo he sido. Cuantos más años tengo, tanto más coincido con Shakespeare y otros poetas, en que antes de amanecer es cuando más oscuro está. Mire, por ejemplo, el caso de míster Corcoran. Era un individuo que bien pudiéramos decir que no tenía porvenir alguno. A juzgar por todas las apariencias, estaba a la última pregunta. Y mírele ahora. ¿Ha visto usted estos dibujos?

—Me tomé la libertad de darles una ojeada antes de traerle el periódico a usted. Divertidísimos.

—Han tenido un éxito formidable.

—Ya se lo auguré, señor.

Me arrellané en los almohadones.

—¿Sabe, Jeeves, que es usted un genio? Tendría que cobrar una comisión por estas cosas.

—No puedo quejarme a este respecto, señor. Míster Corcoran ha sido muy generoso conmigo. ¿Le traigo el traje castaño, señor?

—No, creo que me pondré el azul con rayas encarnadas.

—El azul con rayas encarnadas no, señor.

—¡Pero si me gusta mucho!

—El azul con rayas encarnadas no, señor.

—Bueno, pues tráigame el que quiera.

—Muy bien, señor. Gracias, señor.