28

Contuve el aliento y durante algunos instantes permanecí arraigado en el suelo, con el ceño fruncido y los ojos saliéndoseme de las órbitas. Decir que aquello me había producido el efecto de un golpe en la base del cráneo con un calcetín relleno de arena, no sería exagerar los hechos. Mientras permanecía allí contra la puerta, escuchando los ruidos que se filtraban a través de la madera, no es mucho decir que la melancolía había impreso en mí su marca indeleble.

Hay que considerar la posición. Era esencial que Boko mostrase con aquel hombre una gran amabilidad y benevolencia, y era absurdo suponer que esto pudiera conseguirse encerrándolo toda la noche en un garaje vestido de Simbad el Marino. Un hombre de espíritu generoso como el tío Percy tiene inevitablemente que resentirse de tal tratamiento.

Y estaba resentido. Podía oírlo. El tono de sus observaciones no dejaba lugar a dudas. No eran las invectivas de un hombre que una vez liberado se ríe cordialmente de la pequeña confusión, sino más bien las del hombre cuyo lógico comportamiento sería desollar vivo al culpable de su encarcelamiento.

Y precisamente sobre este punto había empezado entonces a extenderse. Y no sólo estaba decidido a desollar a Boko. Declaraba en términos inconfundibles su intención de hacerlo lentamente y con un cuchillo desafilado. En una palabra, estaba bien claro que, por bella y afectuosa que hubiese sido la amistad que reinó durante toda aquella noche entre él y su huésped, en su momento había tomado un mal cariz y estaba definitivamente destrozada.

Me sentí incapaz de afrontar la situación. Era una de aquellas que requieren de manera imperiosa un par de palabras de consejo por parte de Jeeves. Y estaba precisamente lamentando que no estuviese allí cuando una suave tos detrás de mí me advirtió que sí estaba. Parecía que una especie de telepatía, si ésa es la palabra que quiero decir, le hubiese avisado de que su joven amo había perdido el control y necesitaba su asistencia.

—¡Jeeves! —grité, agarrándolo por la manga de la chaqueta, como el niño perdido que se agarra a su madre. Cuando hube terminado de verter mi relato en su atento oído, vi claramente que había comprendido.

—Sumamente inquietante, señor —dijo.

—Mucho —contesté.

Me abstuve de herirlo con alguna palabra de censura o reproche, pero no pude dejar de pensar, como he pensado antes con frecuencia, que un poco más de fuego, de asombro y de agitación hubiera estado más en concordancia con la situación. Creo haber dicho ya que si Jeeves tenía algún defecto, éste era su tendencia a limitarse a chasquear la lengua contrariado cuando hubiera sido preferible que se agitara su rizada cabellera.

—¿Supone el señor que su señoría está furioso?

Me fue fácil contestarle.

—Sí, Jeeves. Sus observaciones, hasta donde me ha sido posible entenderlas, son indudablemente las de un hombre en plena ebullición. ¿Qué es «la muerte de los cien cortes»?

—Es una sentencia que está en boga entre los tribunales correccionales de la policía china para delitos sin importancia. Equivale a nuestra detención de quince días permutable por una multa. ¿Por qué lo pregunta, señor?

—El tío Percy lo ha mencionado de paso. Es una de las cosas que planea hacerle a Boko en cuanto lo encuentre. ¡Válgame Dios, Jeeves! —exclamé.

—¿Señor?

El motivo de que lanzase la exclamación fue que su mención de los tribunales de policía y sentencias penales me recordó súbitamente mi situación. Durante un breve momento, ocupada mi mente con el asunto de tíos y garajes, había olvidado que era un fugitivo de un grupo de prisioneros encadenados.

—No lo sabe usted todo. Stilton ha descubierto lo del uniforme y ha ido en busca de una orden de detención.

—¿De veras, señor?

—Sí. El joven Edwin, al meterse en mi habitación anoche para colocar un erizo en mi cama, vio el uniforme y fue a darle el soplo a Stilton. Sólo largándome inmediatamente tengo la posibilidad de escapar a los más severos rigores de la ley. Ya ve usted el espantoso dilema entre cuyos cuernos estoy. Mi coche está en el garaje. Para sacarlo tengo que abrir la puerta. Abrir la puerta significa ver al tío Percy salir de él como el corcho de una botella.

—¿Tiembla ante un encuentro con su señoría, señor?

—Sí, Jeeves. Tiemblo ante un encuentro con su señoría. ¡Oh, ya sé lo que va usted a decir! Iba a decir que fue Boko quien lo encerró aquí y no yo.

—Precisamente. El señor está armado de tal inocencia que la cólera de su señoría pasará por su lado como un suave airecillo.

—Quizá. Pero ¿ha soltado usted alguna vez a un puma herido de una trampa?

—No, señor. Es una experiencia de la que carezco.

—Bien, pues cualquiera le dirá que en estas ocasiones el animal no se detiene a reflexionar y a elegir. Se limita a saltar sobre la primera víctima inocente que se le pone delante.

—Comprendo su punto de vista, señor. Quizá fuese mejor que usted regresase a casa y me permitiese que fuera yo quien liberase a su señoría.

Su nobleza me dejó aturdido.

—¿Lo haría usted, Jeeves?

—Ciertamente, señor.

—Es peligroso para usted.

—En absoluto, señor.

—Puede usted dar vuelta a la llave, gritar «¡Vía libre!» y salir corriendo como un conejo.

—Preferiría permanecer en escena, señor, con la esperanza de poder hacer algo para suavizar los heridos sentimientos de su señoría.

—¿Con palabras melosas, quiere decir?

—Exactamente, señor.

Lancé un profundo suspiro.

—¿No piensa usted por lo menos en subirse a un árbol?

—No, señor.

Lancé otro suspiro.

—De acuerdo. Usted lo sabrá mejor que yo. Adelante entonces, Jeeves.

—Muy bien, señor. Llevaré el coche ante la puerta principal a fin de que usted pueda partir inmediatamente. Yo le seguiré más tarde con las maletas.

Constituía para mí cierto consuelo en aquella hora sombría pensar que las noticias de que era portador harían que, si todavía seguía comiendo sardinas, estas sardinas se convirtiesen en cenizas en la boca de Boko. No soy un hombre vengativo, pero no estaba en buena disposición de ánimo con respecto a aquella especie de espantajo literario. Quiero decir que me parece muy bien que un tipo pretenda ser escritor, y, basándose en esto, adopte una conducta que calificaría a un hombre ordinario como apto para un viaje de ida a un manicomio; pero incluso un escritor, pensaba —y pensaba con razón—, debe tener el suficiente sentido común para mirar hacia atrás antes de encerrar su coche en el garaje durante toda la noche, a fin de asegurarse de que no hay magnates navieros echando sueñecitos en el asiento trasero.

Y lo que ocurrió sobrepasó la fase de las sardinas. Estaba recostado en su silla, gozando de su pipa matinal de después del desayuno, mientras Nobby, a su lado, hacía el crucigrama del periódico de la mañana. A la vista de Bertram, los dos expresaron su sorpresa.

—¡Cómo! ¿Tú aquí? —exclamó Nobby.

—¿No te has marchado todavía? —dijo Boko.

—No, no me he marchado —contesté, soltando una risa dura y sin el menor asomo de alegría.

Boko frunció el ceño, con reproche.

—¿Qué quiere decir esto de venir aquí con esas risitas? —preguntó austeramente—. Tienes que meterte bien en la cabeza, muchacho, que no es el momento para estas cosas. ¿No te das cuenta de tu situación? Como no hayas cruzado el Canal antes de la noche, no tienes esperanza alguna. ¿Dónde está tu coche?

—En el garaje.

—Entonces, sácalo de él.

—No puedo —repuse, largándole un directo bien aplicado—. El tío Percy está allí.

Y en cuatro palabras le puse al corriente de la situación.

Había supuesto que mi explicación le perturbaría un poco, y mi suposición se vio plenamente realizada. De hombre y de niño, había visto a muchas personas quedarse con la boca abierta, pero jamás una cuya mandíbula inferior cayese con aquella violencia. Me sorprendió que no se saliese de sus goznes.

—Pero ¿cómo es que estaba en mi coche? No puede haber estado en mi coche. ¿Cómo no me di cuenta?

Esto, desde luego, tenía una fácil explicación.

—Porque eres un perfecto idiota.

Nobby, que desde la escaramuza inicial había estado escuchando erguida en su silla, con los ojos brillantes, lanzando pequeños ruiditos ahogados y mordiéndose el labio inferior con sus dientes de perlas, apoyó la frase.

—Idiota —asintió con voz extraña y ahogada— es la palabra justa. Y de todos…

Por preocupado que Boko estuviese, sin duda se dio cuenta de lo que podría ser la cosecha si permitía que Nobby expusiese claramente sus opiniones. Trató de detenerla con un ademán torturado.

—Un momento, querida…

—De todos los…

—Sí, sí…

—De todos los imbéciles…

—Exacto, exacto. Pero espera un segundo, ángel mío. Bertie y yo estamos debatiendo un punto importante. Déjame que trate de recordar lo que ocurrió después de que te fueras anoche. He aquí los hechos, tal como los recuerdo. Hablé con el viejo Worplesdon, y, como ya os he dicho, obtuve la bendición de un tutor. Después… Sí, después volví al baile a llevar el compás un rato.

—De todos los imbéciles…

—Exacto, exacto. Pero no interrumpas el curso de mis pensamientos, preciosa. Estoy tratando de recordarlo todo. Bailé un par de veces y después entré en el bar un momento. Tenía ganas de tomarme una copa y pensar en mi felicidad. Y así lo estaba haciendo cuando súbitamente se me ocurrió que tal vez Nobby estuviese dando vueltas en la cama sin poder dormir, muriéndose por saber cómo había ido la cosa, y pensé que podía ir inmediatamente y arrojar un poco de grava a sus cristales. Por consiguiente, volví a mi coche y arranqué. Ahora comprendo por qué el viejo Worplesdon me pasó inadvertido. Es evidente que, en aquellos momentos, el viejo había perdido el conocimiento y estaba en el suelo. ¡Maldita sea! A un hombre en mi estado de ánimo, saturado de júbilo, éxtasis y excitación, y con el alma llena de tiernos pensamientos hacia la muchacha de sus sueños, no se le puede pedir que vaya a examinar el suelo de su coche con una lente de aumento, por si acaso hay algún Worplesdon por allí. Como es natural, al no verlo, pensé que habría marchado con su bicicleta. ¿Acaso tenía que pedir prestados dos sabuesos para registrar la casa del sótano al tejado? Estoy seguro de que ahora lo comprendes todo, querida, y que serás la primera en retirar el adjetivo «imbécil». ¡Oh! No estoy enfadado —añadió—; en realidad, ni siquiera sorprendido de que en el calor del momento hayas hablado como lo hiciste. Sólo con que comprendas que soy inocente…

Al llegar a este punto se oyó un ruido fuera, y el tío Percy cruzó el umbral a grandes pasos. Un momento después, Jeeves apareció a su lado.

Habiéndome acostumbrado durante los acontecimientos de la víspera a ver a mi tío en un plan de camaradería y francachela, había olvidado hasta qué punto podía tomar el aspecto de una estatua asiria arropada en sus pliegues cuando estaba enojado. Y esto era lo que en ese momento saltaba a la vista. Las rojas patillas que formaban parte del disfraz de Simbad el Marino oscurecían considerablemente su actitud, lo que hacía difícil observar en todo su esplendor la expresión de sus facciones, pero podía ver sus ojos, y ellos bastaban para dar una idea del resto. Fijos en Boko con mirada imperturbable, hicieron retirarse al desgraciado proveedor de literatura sensacional para las masas por lo menos tres metros. Y seguramente hubiera ido más lejos de no haber tropezado con la pared.

Jeeves había hablado de su intención de calmar y apaciguar al irascible Worplesdon con algunas palabras melosas. Pero era imposible decir si había conseguido colocar una sola o si había intentado algunas y no fueron lo suficientemente dulces. En todo caso, era evidente que sus sentimientos estaban más exacerbados que nunca, y que en todo Hampshire no podría hallarse en aquel momento a un magnate naviero más fuera de sí.

La prueba de esto fue la frase inicial de su discurso, que consistió en la palabra «¿Cómo?», repetida incesantemente como disparada por una ametralladora. Era siempre costumbre de mi tío, como he dicho antes, proferir esta exclamación en momentos de emoción, y esta vez no se apartó de su hábito.

—¿Cómo? —dijo sin apartar su mirada de los ojos de Boko—. ¿Cómocómo-cómo-cómo-cómo-cómo-cómo-cómo?

Aquí se detuvo, como esperando una respuesta, y creo que Boko hizo una tontería cuando le preguntó si quería una sardina. La pregunta pareció tocar un nervio, y produjo una llamarada en sus ojos.

—¿Sardina? —dijo con amarga entonación—. ¿Sardina? ¿Sardina? ¿Sardina?

—Te encontrarás mejor cuando hayas desayunado —dijo Nobby, tratando de suavizar la situación.

El tío Percy expuso su opinión.

—De ninguna manera. Lo único que haría que me encontrase mejor sería hacer pedazos a ese Fittleworth de cara de cerdo, hasta arrancarle la vida. Bertie, búscame un látigo de caza.

Avancé mis labios con gesto de duda.

—Creo que no tengo látigo —repuse—. ¿Hay algún látigo en casa, Boko?

—No, ninguno —respondió éste, tratando de atravesar la pared.

El tío Percy lanzó un rugido.

—¡Qué casa! ¡Jeeves!

—¿Sí, milord?

—Vaya al Hall y tráigame mi látigo de caza con puño de marfil.

—Sí, milord.

—Me parece que está en mi despacho. Si no, búsquelo por todas partes.

—Muy bien, milord. No hay duda de que milady podrá informarme respecto de su paradero.

Lo dijo tan indiferentemente que transcurrieron quizá tres segundos antes de que el tío Percy comprendiese su significado. Cuando lo consiguió, pegó un salto, como el que recibe súbitamente un dardo en la parte más carnosa de su cuerpo.

—Mi… ¿qué?

—Milady, milord.

—¿Milady?

—Sí, milady.

El tío Percy se había desplomado como un calcetín mojado. Cayó sobre un sillón, y se agarró al tarro de mermelada como buscando apoyo. Los ojos se le salían de la cabeza y ondulaban por el aire pendientes de sus filamentos.

—Pero milady…

—… regresó inesperadamente anoche a última hora, milord.