18
Le miré atentamente. Su aspecto no me agradaba. En realidad, nunca me había agradado mucho, porque la naturaleza, al plasmar aquel brillante camarada, le dotó de unos maxilares mucho más salientes de lo necesario, y de unos ojos excesivamente penetrantes para un individuo que no es ni fundador de un imperio, ni policía adscrito al tráfico. Pero, en aquel momento, dejando a un lado la ofensa que infligía al sentido de la estética, Glossop, según mi parecer, tenía también un aspecto amenazador que me hizo desear algo menos de tacto por parte de Jeeves.
Quiero decir que es muy discreto escabullirse como una anguila cuando el amo recibe un visitante, pero que hay momentos —y aquél me parecía el más indicado— en los que el verdadero tacto consiste en quedarse para ayudar en caso de necesidad.
Bien, el hecho es que Jeeves ya no se hallaba con nosotros. No le había visto marcharse, pero se había ido y en cuanto alcanzaba mi vista sólo veía a Tuppy, cuya actitud, ya se lo he dicho, me parecía algo intranquilizadora. Me sugería extrañamente a alguien que intentara suscitar la cuestión de mis cosquillas en los tobillos de Angela.
Sin embargo, sus primeras palabras me probaron que me había alarmado injustamente. Eran de naturaleza pacífica y me proporcionaron un gran alivio.
—Bertie —dijo—, tengo que pedirte mil perdones. He venido para eso.
Como ya he dicho, mi alivio fue grande al oír estas palabras que nada tenían que ver con tobillos cosquilleados. No obstante, creo que fue mayor mi sorpresa. Habían pasado muchos meses desde el incidente de Los Zánganos y, hasta aquel momento, Tuppy jamás había manifestado ni remordimiento ni contrición. Al contrario, fuentes privadas me habían informado de que con frecuencia, en comidas y reuniones, contaba la historia riendo estúpidamente a carcajada limpia.
No lograba, por tanto, comprender qué le había inducido ahora a rebajarse. Probablemente le había empujado a ello la parte mejor de su ser. Pero ¿por qué?
Sin embargo, así era.
—Querido mío —dije con dignidad—. No lo menciones siquiera.
—¿Por qué dices «no lo menciones siquiera»? Yo no lo he mencionado.
—Quería decir: no hables más de ello. No pienses más en ello. Todos, a veces, nos olvidamos y hacemos unas cosas que, en momentos más tranquilos, deploramos haber hecho. Naturalmente, tú, en aquella ocasión, estabas algo bebido.
—Pero ¿qué diablos dices?
No me gustó su tono. Era brusco.
—Rectifícame si estoy equivocado —dije con cierta rigidez—, pero creía que me pedías excusas por tu estúpido modo de proceder aquella noche en Los Zánganos, cuando al empujar hacia atrás la última anilla, me hiciste caer en la piscina en traje de etiqueta.
—¡Pero, so burro, si no se trata de eso!
—¿Y de qué, pues?
—¡Del asunto de Madeline Bassett!
—¿Qué asunto de Madeline Bassett?
—Bertie —dijo Tuppy—, cuando me dijiste, anoche, que estabas enamorado de Madeline Bassett, te dejé suponer que lo creía. No era cierto. La cosa me parecía increíble. A pesar de todo hice unas investigaciones y los hechos concuerdan con lo que me referiste. He venido a pedirte perdón por haber dudado de ti.
—¿Hiciste unas investigaciones?
—Le pregunté a ella si te le habías declarado y me contestó que sí.
—Tuppy, ¿hiciste eso?
—Lo hice.
—Pero ¿es que no tienes ninguna delicadeza?
—No.
—¡Oh, está bien! Pero sería mejor que la tuvieras.
—¡A paseo la delicadeza! Quería estar seguro de que no has sido tú el que me ha robado el amor de Angela. Y ahora lo sé.
Desde el momento en que estaba convencido, ya no me importó tanto su falta de delicadeza.
—Ah —dije—. Bueno, está bien. Pues no lo olvides.
—He descubierto quién fue.
—¿Cómo?
Se quedó pensativo unos momentos. Sus ojos brillaban con un fuego sombrío, y el maxilar le sobresalía como la parte posterior de la cabeza de Jeeves.
—Bertie —dijo—, ¿te acuerdas de lo que juré hacerle al que me hubiese robado a Angela?
—Por lo que recuerdo, concebiste la idea de hacerle migas.
—… y hacerle tragarse a sí mismo. Perfectamente. El programa sigue siendo válido.
—Pero Tuppy, te aseguro, como testigo ocular, que en Cannes nadie te robó a Angela.
—¡No, pero lo hizo al regreso!
—¿Cómo?
—No continúes diciendo «¿Cómo?». Lo has oído bien.
—¡Pero si no ha habido nadie desde su regreso!
—¿Ah, no? ¿Y el fulano de las salamandras?
—¿Gussie?
—El mismo. La serpiente Fink-Nottle.
Aquello me daba la exacta dimensión de su delirio.
—No es posible, Gussie ama a Madeline Bassett.
—¡Pero no estaréis todos enamorados de esa bendita Bassett! ¡Ya me extraña que uno solo pueda estarlo! Te digo que ama a Angela, y Angela le corresponde.
—¡No! ¡Angela rompió contigo antes de que él viniese aquí!
—No. Lo hizo un par de horas después.
—Pero no puede haberse enamorado de él en un par de horas.
—¿Y por qué no? Yo me enamoré de ella en un par de minutos. La adoré en cuanto la vi, a esa petulante tontuela.
—Pero en suma…
—No discutas, Bertie. Los hechos han sido descubiertos. Angela ama a ese cretino de las salamandras.
—Eso es absurdo, chico, completamente absurdo.
—¿Ah, sí? —dijo él, golpeando con un tacón sobre la alfombra, cosa que yo había leído varias veces en las novelas, pero que nunca había visto hacer—. Entonces, ya me explicarás por qué razón se ha prometido con él.
Una brizna de paja habría podido tumbarme.
—¿Prometido con él?
—Me lo dijo ella misma.
—Habrá querido tomarte el pelo.
—No me tomaba el pelo en absoluto; inmediatamente después del asunto de Market Snodsbury, le pidió que se casaran y parece que ella consintió sin discusión.
—Debe de haber un error.
—El error lo ha cometido la serpiente Fink-Nottle, y apuesto a que ya debe de haberse dado cuenta. Desde las cinco y media lo estoy buscando.
—¿Que lo estás buscando?
—Por todas partes. Quiero arrancarle la cabeza.
—Comprendo, comprendo.
—¿Lo has visto por casualidad?
—No.
—Bueno, pues si lo ves, despídete y corre a encargar una corona… ¡Oh! Jeeves…
—¿Señor?
No le había visto llegar, pero se hallaba de nuevo en escena. Mi opinión personal —que creo haber expresado ya— es que no necesita abrir las puertas. Es como uno de esos faquires de la India que, volatilizados en Bombay, recomponen los pedazos de su cuerpo y se presentan dos minutos más tarde en Calcuta. Sólo esta teoría puede explicar el hecho de que un momento esté y al siguiente ya no. Parece fluctuar desde el punto A hasta el punto B en forma de una especie de gas.
—¿Ha visto a míster Fink-Nottle, Jeeves?
—No, señor.
—Voy a matarlo.
—Muy bien, señor.
Tuppy desapareció, cerrando con violencia la puerta tras de sí, y yo asalté a Jeeves.
—Jeeves, ¿sabe que míster Fink-Nottle se ha prometido con mi prima Angela?
—¿De veras, señor?
—Bueno, ¿qué piensa de ello? ¿Capta la psicología? ¿Comprende el significado? Hace unas pocas horas, estaba prometido con Madeline Bassett.
—Los caballeros rechazados por una joven se ven a menudo inducidos a pegarse sin demora a otra señorita, señor. Es lo que se conoce con el nombre de «represalia».
Comenzaba a comprender.
—Entiendo lo que quiere decir. Algo así como una especie de desafío.
—Sí, señor.
—Una especie de «¡De acuerdo…! ¡Haz lo que gustes! Pero si tú no me quieres, hay otras que sí me quieren».
—Exacto, señor. Mi primo George…
—Deje en paz a su primo George, Jeeves.
—Muy bien, señor.
—Déjelo para las largas noches de invierno, ¿de acuerdo?
—Como usted quiera, señor.
—De todos modos, apuesto a que su primo George no era una temblorosa gelatina de pescado como Gussie. Y lo que más me extraña, Jeeves, es que haya sido el propio Gussie quien haya maquinado esta represalia.
—Debe recordar, señor, que míster Fink-Nottle se encuentra en un estado de excitación cerebral.
—Está algo desquiciado, ¿verdad?
—Eso es, señor.
—Bien, pues debo decirle que su estado de excitación cerebral empeorará si Tuppy logra atraparle… ¿Qué hora es?
—Las ocho en punto, señor.
—En tal caso, Tuppy lo está intentando cazar desde hace lo menos dos horas y media. Hay que salvar a ese desgraciado, Jeeves.
—Sí, señor.
—Una vida humana es una vida humana, ¿no lo cree usted?
—Absolutamente cierto, señor.
—Lo primero es encontrarle. Luego se podrán discutir planes y esquemas. Vaya a sondear por los alrededores, Jeeves.
—No es necesario, señor. Si quiere usted mirar a su espalda, señor, verá comparecer a míster Fink-Nottle, que sale de debajo de la cama, señor.
¡Y, por todos los santos, tenía razón!
Gussie se presentaba en aquel momento, como había dicho Jeeves. Estaba cubierto de pelusas y parecía una tortuga que asomase la cabeza en busca de un soplo de aire.
—¡Gussie! —dije.
—¡Jeeves! —dijo Gussie.
—¿Señor? —dijo Jeeves.
—¿La puerta está cerrada con llave, Jeeves?
—No, señor, pero puedo cerrarla inmediatamente.
Gussie se sentó en la cama y temí, por un momento, que tuviese la intención de ocultar el rostro entre las manos. Pero se contentó con apartar de su frente una araña muerta.
—¿Has cerrado la puerta, Jeeves?
—Sí, señor.
—Porque no se puede saber si a ese horrible Glossop se le va a ocurrir vol…
La palabra murió en sus labios. No había pronunciado la mitad, cuando el pomo de la puerta comenzó a dar vueltas y a chirriar. Él saltó de la cama y, por un momento, permaneció en la actitud de El ciervo acorralado, cuadro de Landseer que la tía Agatha tiene en el comedor. Luego pegó un brinco hacia el armario y allí desapareció, antes de que nos hubiéramos dado cuenta de nada. Había visto a personas retrasadas para el tren de las nueve y cuarto que no se movían con tanta agilidad.
Eché una mirada a Jeeves. Permitió a su ceja derecha levantarse ligeramente; es cuanto puede revelar emoción en él.
—¿Sí? —grité.
—¡Déjame entrar, maldita sea! —gritó Tuppy desde fuera—. ¿Quién ha cerrado la puerta?
Consulté nuevamente a Jeeves usando el lenguaje de las cejas. Él levanto una. Yo levanté la misma. Él levantó la otra. Yo también. Luego ambos levantamos las dos. Al final, no encontrando otra cosa que hacer, abrí la puerta de par en par, y Tuppy entró ruidosamente.
—Bueno, ¿qué quieres? —dije, con la mayor indiferencia posible.
—¿Por qué estaba cerrada con llave la puerta? —preguntó Tuppy.
Ya me había acostumbrado a levantar las cejas; por tanto, volví a hacerlo.
—¿No se puede hacer nada en privado, Glossop? —pregunté fríamente—. Dije a Jeeves que cerrara la puerta porque iba a desnudarme.
—¡Un cuento inverosímil! —dijo Tuppy, y acaso agregó un «¡Realmente!», no estoy seguro—. No trates de convencerme de que temes que la gente organice excursiones especiales para admirar tu ropa interior. Has cerrado la puerta porque ocultabas aquí a la serpiente Fink-Nottle. Lo he sospechado desde que te dejé, hace un rato, y he decidido volver atrás para investigar. Registraré toda la habitación… Me imagino que está en el armario… ¿Qué guardas en el armario?
—Mis trajes —dije, siempre en un tono indiferente, que, sin embargo, no estaba absolutamente seguro de que pudiese dar buenos resultados—. El habitual guardarropa de un joven inglés de visita en una casa de campo.
—¡Mientes!
Aún no había acabado Tuppy de pronunciar esas palabras, cuando Gussie saltó fuera del armario. He comentado su modo de entrar en el armario, mas la agilidad con que realizó el primer movimiento no fue nada en comparación con la que mostró al salir. Hubo una especie de ventolera, una sombra se proyectó en la habitación, y ya no estaba entre nosotros.
Me parece que Tuppy se quedó sorprendido. Es decir, estoy seguro. No obstante su manifiesta convicción de que Fink-Nottle estaba en el armario, le había desconcertado el hecho de verle escabullirse. Emitió una especie de gruñido y dio un brinco de metro y medio hacia atrás. Sin embargo, enseguida se recobró y comenzó a galopar por el pasillo, persiguiéndole. Solamente faltaba la tía Dahlia corriendo tras ellos y gritando «¡Duro con él!», o cualquier otra exclamación usada en tales ocasiones, para dar la completa sensación de una cacería del zorro.
Caí sobre la silla más cercana. No soy hombre que se desanime fácilmente, pero me parecía que los asuntos comenzaban a volverse demasiado complejos para Bertram.
—Jeeves —dije—. Todo esto es muy grave.
—Sí, señor.
—La cabeza me da vueltas.
—Sí, señor.
—Vale más que me deje solo, Jeeves. He de dedicar profundas reflexiones a la situación que se ha ido gestando.
—Muy bien, señor.
La puerta se cerró, encendí un cigarrillo y comencé a reflexionar.