11
Todo lo que yo podía necesitar estaba elegantemente dispuesto sobre una mesita, y para mí resultó un asunto de un minuto escanciar en una copa un dedo o dos de alcohol y rociarlo con un poco de soda. Luego me repantigué en un sillón poniendo los pies encima de la mesita y paladeé la bebida con la misma satisfacción que debió de experimentar César al retirarse a su tienda después de la derrota de los nervios.
Al pensar en lo que debía de estar sucediendo en el plácido jardín, me sentía alegre y satisfecho. Aunque estaba seguro de que Augustus Fink-Nottle era uno de los ejemplares más típicos de la naturaleza en cuestión de bobaliconería, le apreciaba y me había visto tan profundamente complacido en el éxito de sus amores como si, en vez de ser él, fuese yo quien estaba bajo los efectos del éter amoroso.
Me alegraba en el alma pensar que en aquel momento habría probablemente llevado a buen término los pourparlers y que acaso ya estuviera haciendo planes para el viaje de novios.
Naturalmente, al considerar el tipo de muchacha que era Madeline Bassett —estrellas, conejos y similares— podrían ustedes afirmar que una sobria tristeza hubiera estado más indicada. Pero en estos asuntos, ya lo saben ustedes, sobre gustos no hay nada escrito. El impulso de un hombre con la cabeza en su sitio al encontrar a miss Bassett habría sido el de poner tierra de por medio. Mas, por alguna razón misteriosa, ella conmovía a Gussie. Así pues, nada había que objetar.
Me hallaba en este punto de mis meditaciones, cuando oí el rumor de una puerta que se abría. Alguien había entrado y se acercaba a la mesita con movimientos felinos. Bajando los pies, vi que se trataba de Tuppy Glossop.
Al verle experimenté una punzada de remordimiento, porque me acordé de que, en mi excitación por ayudar a Gussie, me había olvidado totalmente del otro cliente. Es algo que suele suceder cuando se quieren hacer dos cosas a la vez.
Sin embargo, como lo de Gussie ya había sido solucionado, estaba dispuesto a dedicarme completamente al problema de Glossop.
Había estado muy satisfecho de él durante la cena. ¡Y no fue fácil! Todos los manjares eran de la más excelsa calidad, y además habían servido un plato, me refiero a las nonnettes de poulet Agnès Sorel, que habría podido inducir a romper las más férreas disciplinas. Pero él se había reprimido como un experto profesional, y me sentía orgulloso de él.
—¡Hola, Tuppy! —dije—. Deseaba verte.
Se volvió con un vaso en la mano y percibí claramente en su rostro las huellas de las privaciones sufridas. Parecía un lobo de las estepas que hubiese visto al campesino codiciado en lo alto de un árbol.
—¡Ah, sí! —dijo en tono casi rudo—. Bueno. Aquí me tienes.
—Bien.
—¿Qué quieres decir con «Bien»?
—Empieza tu relato.
—¿Qué relato?
—¿No tienes nada que decirme acerca de Angela?
—Sólo que es una criticona.
La frase me chocó.
—¿Aún no ha empezado a rondarte?
—No.
—¡Qué raro!
—¿Por qué es raro?
—Debió de observar tu falta de apetito.
Carraspeó ásperamente, como si tuviese enfermas las amígdalas del alma.
—¿Falta de apetito? Estoy vacío como un pozo sin fondo.
—Ánimo, Tuppy. Piensa en Gandhi.
—¿Qué tiene que ver Gandhi?
—No ha hecho una comida de veras desde hace años.
—Y tampoco yo. Podría jurarlo. ¡Gandhi me importa un bledo!
Comprendí que más valía dejar de lado el motif Gandhi y volví al punto de partida.
—Probablemente te está buscando.
—¿Quién? ¿Angela?
—Sí. Debe de haber observado tu supremo sacrificio.
—No creo que haya observado nada, esa tontuela atolondrada. Apuesto a que ni siquiera se ha percatado de ello.
—Vamos, Tuppy —objeté—, eso ya es ser morboso. No has de verlo todo tan negro. Debió de darse cuenta, aunque no fuese más que cuando rechazaste las nonnettes de poulet Agnès Sorel. Fue una renuncia sensacional, tan visible como un dedo enfermo. Y las crêpes à la Rossini…
Un grito salvaje salió de sus labios contraídos.
—¿Quieres acabar ya, Bertie? ¿Crees que soy de mármol? ¿No te parece bastante doloroso estar mirando cómo pasaban ante mis narices, plato tras plato, sin haber podido probar ni un bocado de una de las más extraordinarias cenas de Anatole? No me recuerdes aquellas nonnettes. No lo resisto.
Procuré consolarle e infundirle ánimos.
—Sé fuerte, Tuppy. Piensa en el pastel de carne y riñones que está en la despensa. Como rezan las Sagradas Escrituras: «Todo llega con la mañana».
—¡Sí, con la mañana! ¡Y ahora son las nueve y media de la noche! ¡Y tú me sales con el pastel, precisamente ahora, cuando intentaba olvidarlo!
Le comprendí. Tenían que pasar horas antes de que pudiese tocar el pastel. Dejé el tema y permanecimos un rato en silencio. Luego se levantó y comenzó a pasearse arriba y abajo por la habitación de un modo salvaje; parecía un león en el parque zoológico que, habiendo oído tocar el gong de la comida, espera que el guardián no se olvide de él. Con tacto, aparté la mirada, pero le oía tropezar contra las sillas y otros objetos. Sin duda la mente de aquel hombre estaba atormentada y su tensión era alta.
Luego volvió a sentarse y vi que me estudiaba atentamente, como si tuviese algo que comunicarme.
Había adivinado. Me dio un significativo golpecito en la rodilla y dijo:
—Bertie…
—¿Qué hay?
—He de decirte algo.
—Claro, viejo —dije con cordialidad—. Precisamente estaba pensando que le faltaba un poco de diálogo a la escena.
—Se trata del asunto entre Angela y yo, ¿sabes?
—Bien.
—He pensado muchísimo en ello.
—¡Oh!, ¿de veras?
—He analizado despiadadamente la situación y una cosa resulta límpida como el diamante. Alguien me la ha jugado.
—No te comprendo.
—Deja que haga un resumen de los hechos. Hasta el momento en que partió para Cannes, Angela me amaba. Estaba enteramente por mí. Yo era, por decirlo así, la niña de sus ojos. ¿Lo admites?
—Es indiscutible.
—Y en cuanto regresó, estalló la tempestad.
—De acuerdo.
—Y por una cosa sin importancia.
—¿Cómo que sin importancia? Estuviste falto de tacto en el asunto del tiburón.
—Fui franco y honrado por lo que atañe al tiburón. ¿Crees seriamente que un leve desacuerdo a propósito de los tiburones puede inducir a una muchacha a romper con un hombre, si realmente le quiere?
—¡Claro!
Me chocaba que él no se diese cuenta. Pero el pobre Tuppy jamás fue rápido en captar sutilezas. Era un tipo robusto, fuerte, como esos jugadores de fútbol que carecen de la más delicada sensibilidad, como dice Jeeves. Excelentes para marcar un tanto, para golpear el rostro del adversario con la bota, pero incapaces de comprender el temperamento femenino. Ni siquiera le pasaba por la cabeza que una muchacha pudiese renunciar a la felicidad antes que al tiburón.
—En absoluto. Ha sido un pretexto.
—¿Qué?
—El asunto del tiburón. Quería librarse de mí y ha aprovechado la primera ocasión que se le presentaba.
—¡No, hombre!
—¡Te digo que sí!
—Pero ¿por qué iba a desear librarse de ti?
—También yo me he hecho esa pregunta. Se ha enamorado de otro. Se le ve a un kilómetro. No cabe otra explicación. Cuando se marcha a Cannes está a partir un piñón conmigo y cuando regresa, a matar. Desde luego, durante esos dos meses, allá abajo debe de haber transferido sus afectos a algún idiota.
—¡No, hombre!
—No sigas diciendo: «¡No, hombre!». Seguro que es así. Bien. Voy a hacer una declaración y te ruego la consideres como oficial. Si encuentro entre la hierba a esa vil y sinuosa serpiente, más vale que reserve plaza en el hospital, porque no tendré piedad. Tengo el propósito de agarrarle por el cuello y de sacudirle hasta que se convierta en papilla y luego echarle con las patas al aire y hacerle que se trague a sí mismo.
Y, dichas estas palabras, se fue. Después de esperar unos momentos a que se alejara, me levanté y me dirigí hacia el salón. Conocía la tendencia de las mujeres a recrearse en el salón después de cenar. Esperaba encontrar a Angela. Y tenía la intención de hablar con ella.
La teoría de Tuppy me parecía el producto de una mente trastornada, y no hice caso de su aseveración de que alguien, en Cannes, hubiese robado el corazón de la muchacha. Naturalmente, fue el tiburón el que interrumpió el encanto de aquel juvenil sueño de amor. Estaba convencido de que unas pocas palabras, cambiadas con mi prima en aquella circunstancia, lo arreglarían todo.
Porque, francamente, me parecía imposible que una muchacha de su suavidad y ternura de corazón, no hubiese quedado conmovida por lo ocurrido durante la cena. Incluso Seppings, el mayordomo de la tía Dahlia, un hombre muy frío, había retenido el aliento, tambaleándose visiblemente, al rechazar Tuppy las nonnettes de poulet Agnès Sorel, mientras que al camarero que le ofrecía las patatas se le habían desorbitado los ojos como si hubiese tenido una visión. No podía admitir, en absoluto, que el hecho no hubiera tenido ningún significado para Angela, una chica tan sensible. Esperaba hallarla en el salón con el corazón sangrante, pronta a una rápida reconciliación.
En el salón vi sólo a la tía Dahlia. Me pareció que me lanzaba una mirada histérica cuando me interné en su campo visual; pero, después de mi experiencia con Tuppy, lo atribuí a que ella también había ayunado durante la cena. No se puede esperar de una tía en ayunas la misma amabilidad que de una tía saciada.
—Oh, ¿eres tú?
Naturalmente, era yo.
—¿Dónde está Angela? —pregunté.
—Se ha ido a la cama.
—¿Tan temprano?
—Ha dicho que tenía dolor de cabeza.
—¡Hum!
El conjunto de los hechos no me agradaba mucho. Una muchacha que ha visto a su novio rechazado privarse tan sensacionalmente de todo alimento, no se va a la cama con dolor de cabeza si el amor ha resurgido en su pecho. Se queda levantada y le dirige, entre las pestañas, rápidas miradas que expresan remordimiento; en suma, hace lo posible para que comprenda que, si quiere comenzar las negociaciones, está dispuesta a salir a su encuentro. Sí, confieso que se me antojó algo intranquilizador el hecho de que se fuera a la cama.
—¡Ah! ¿Se ha ido a la cama?
—¿Por qué la buscabas?
—Quería pedirle que viniese a dar una vuelta conmigo y charlar un ratito.
—¡Ah! ¿Quieres ir a dar una vuelta? —dijo la tía Dahlia con repentino interés—. ¿Y por dónde?
—Quisiera pasearme por ahí.
—En tal caso me gustaría pedirte un favor.
—Habla.
—No te llevará mucho tiempo. ¿Conoces el camino que pasa por el invernadero y lleva al huerto? Al final se encuentra el estanque.
—Lo sé.
—Bien. Coge un buen trozo de cuerda gruesa y recorre el camino hasta el estanque…
—Hasta el estanque, está bien.
—… y mira a tu alrededor hasta que encuentres una hermosa piedra muy pesada. Un ladrillo grande también puede servir.
—Comprendo —dije, a pesar de que no comprendía absolutamente nada—. Una piedra o un ladrillo. Sí, ¿y después?
—Entonces —dijo mi pariente— deseo que, como un buen muchacho, asegures la cuerda a la piedra y te la ates al cuello, luego te tires al agua y te ahogues. Dentro de unos días enviaré a alguien a sacarte de allí y te haré sepultar, porque quiero bailar sobre tu tumba.
Estaba más aturdido que nunca. Y no sólo aturdido sino además herido y lleno de resentimiento. Recuerdo haber leído en un libro algo acerca de una joven que «súbitamente huyó de la estancia temiendo permanecer allí, temiendo que pudieran salir de sus labios horribles palabras. Y decidida a no quedarse un solo día más en aquella casa en donde era insultada e incomprendida». Me sentía en el mismísimo estado de ánimo.
Luego pensé que había que ser indulgente con una señora que tenía en el estómago solamente una cucharada de sopa y retuve la exclamación que ya me había subido a los labios.
—¿Qué quiere decir todo esto? —pregunté con gentileza—. Me pareces irritada con Bertram.
—¿Irritada?
—Notablemente irritada. ¿Por qué esa hostilidad?
Una llamarada repentina salió de sus ojos, quemándome los cabellos.
—¿Quién fue el asno, quién fue el idiota, quién fue el cretino que me aconsejó, en contra de mi parecer, que no comiera durante la cena? Debí figurarme que…
Vi que había adivinado la razón de su estado de ánimo.
—Está bien, tía Dahlia —dije—. Lo comprendo todo. Un poco de debilidad, ¿no es eso? Pero es un mal que pasa. No tienes más que ir abajo y saquear la despensa cuando todos estén acostados. Sé que hay un pastel de riñones que te compensaría la molestia. Ten fe, tía Dahlia —continué—. Pronto el tío Tom llegará lleno de simpatía y de preguntas ansiosas.
—¿Ah, sí? ¿Sabes dónde está ahora?
—No lo he visto.
—Está en su gabinete con la cabeza entre las manos, blasfemando contra la civilización y contra todo lo que va hacia la ruina.
—¿De veras? ¿Y por qué?
—Porque he tenido que informarle de la despedida de Anatole.
Reconozco que me tambaleé.
—¿Cómo?
—Se ha despedido. Ése es el resultado de tu inteligentísima faena. ¿Qué podías esperar de un cocinero francés, de temperamento sensible, si convences a todos de que rechacen la comida? Me han dicho que cuando los dos primeros platos volvieron a la cocina sin haber sido tocados, se deprimió tanto que empezó a llorar como un niño. Y cuando el resto de la cena sufrió la misma suerte, dedujo que se trataba de un insulto decidido y calculado y resolvió irse.
—¡Atiza!
—Ya lo creo que puedes decir «¡Atiza!». Anatole, la delicia del estómago, se va, como el rocío de los pétalos de una rosa, por tu idiotez. Supongo que ahora comprenderás por qué deseaba que fueras a tirarte al estanque. Debí imaginarme que algún horrible desastre caería como un rayo sobre esta casa, si se te ocurría venir aquí y dártelas de listo.
Palabras crueles, naturalmente, y más si las dice una tía a un sobrino. Pero yo no experimenté resentimiento alguno. Se darán ustedes cuenta de que Bertram, considerado desde cierto punto de vista, se había tornado semejante a un flotador.
—Lo siento.
—¿Y de qué sirve?
—He aconsejado lo que juzgaba mejor.
—Otra vez aconseja lo que juzgues peor. Entonces, quizá logremos salir con una herida superficial.
—¿Está muy disgustado el tío Tom?
—Da vueltas arriba y abajo por la habitación como un alma en pena. Y toda esperanza de sacarle dinero se ha esfumado para mí.
Me rasqué la barbilla, reflexionando. Nadie mejor que yo podía comprender la justicia de las cosas que decía y el golpe terrible que debió de ser para el tío Tom la dimisión de Anatole.
Ya les he dicho en estas memorias mías que el curioso ser al que la tía Dahlia ha unido su destino, parece un pterodáctilo que haya sufrido mucho, y este aspecto es debido al hecho de que durante todos los años que permaneció en el Lejano Oriente acumulando millones, su digestión se echó a perder. Y el único cocinero capaz de introducirle algo en el estómago sin provocar una tempestad correspondiente a la altura del tercer botón del chaleco, resultó ser el gran Anatole. Al verse privado de los servicios de Anatole, su fiel esposa no podía arrancar de él más que miradas feroces. Sí, el asunto había adquirido un cariz debidamente trágico y confieso que, en aquel momento, me hallaba absolutamente sin ninguna idea restauradora.
Confiando, empero, en que pronto se me ocurriera alguna, conservé cierta actitud de superioridad.
—Malo —admití—. Muy malo, desde luego. Una gran desgracia para todos. Pero no temas, tía Dahlia, yo lo arreglaré todo.
Ya he hablado acerca de la dificultad de tambalearse cuando se está sentado. Yo, por ejemplo, jamás logré hacerlo. La tía Dahlia, en cambio, lo logró sin esfuerzo aparente. Estaba bien hundida en un sillón de brazos, y sin embargo se tambaleó como un bolo. Su rostro se contrajo con un espasmo de horror y de aprensión.
—Si te atreves a salir con otro de tus estrafalarios proyectos…
Me di cuenta de que era inútil intentar razonar con ella. No estaba en sus cabales. No sabía si se le ocurriría arrojarme uno de los tomos de lord Alfred Tennyson. Lo había visto a su lado, sobre la mesita, y, mientras cerraba la puerta, recuerdo haber tenido la impresión de que algo pesado iba a chocar contra la madera, pero me hallaba excepcionalmente preocupado para observar y resolver.
Me reprochaba no haber previsto las posibles consecuencias de aquella abstinencia general en un ser de impulsivo temperamento provenzal como Anatole. Hubiese debido recordar que los galos no pueden soportar los desaires de ese tipo. Su tendencia a montar en cólera por la más mínima provocación es harto conocida. No cabe duda de que un hombre que pone toda su alma en aquellas nonnettes de poulet y ve que se las devuelven todas intactas, debe sentirse como herido por un puñal.
A pesar de todo, es inútil llorar sobre el cántaro de la lechera. Ahora esperaba a Bertram la misión de poner en orden las cosas, y recorría las avenidas del jardín, reflexionando, cuando oí un lamento tan doloroso que pensé en el tío Tom, escapado de su prisión, y vagando por el parque, gimiendo.
No obstante, a mi alrededor no vi señal alguna de mi tío. Confuso, estaba a punto de seguir con mis cavilaciones, cuando oí otro gemido. Y, escudriñando en la oscuridad, percibí una sombra sentada en el rústico banco, y otra sombra, en pie al lado de la primera.
Nombrándolas por orden, dichas sombras eran: Gussie Fink-Nottle y Jeeves. Y me resultaba completamente inexplicable la razón que impulsaba a Gussie a gemir de aquella manera y en aquel lugar.
Porque no había posibilidad de error. No cantaba. Mientras yo me acercaba, emitió otro sonido que era, sin duda, un lamento. Y cuando pude verlo, comprobé que su aspecto era el de un ser completamente abatido.
—Buenas noches, señor —dijo Jeeves—. Míster Fink-Nottle no se encuentra bien.
Tampoco yo me encontraba muy bien. Gussie había comenzado a producir un sonido grave, semejante a un gorgoteo, y me persuadí de que algo grave debía de haber sucedido. Sé que el matrimonio es un acto solemne y que estar destinado a afrontarlo puede perturbar a un individuo, pero jamás tuve ocasión de ver a un novio sufrir de esa manera.
Gussie alzó una mirada triste y asió su sombrero.
—Adiós, Bertie —dijo, levantándose.
Pensé que había detectado un error.
—Quieres decir «hola», ¿verdad?
—No, quiero decir «adiós». Me voy.
—¿Adónde?
—Al estanque, a ahogarme.
—No seas burro.
—No soy burro… ¿Soy un burro, Jeeves?
—Puede que el señor no sea muy juicioso.
—¿Porque quiero ahogarme?
—Sí, señor.
—¿Piensa que, en resumidas cuentas, sería mejor que no me ahogase?
—Así se lo aconsejaría, señor.
—Bien, Jeeves, acepto su consejo. Después de todo, sería una cosa desagradable para mistress Travers encontrar mañana un cadáver hinchado en el estanque.
—Sí, señor.
—Y ella ha sido muy amable conmigo.
—Sí, señor.
—También usted ha sido muy amable conmigo, Jeeves.
—Gracias, señor.
—Y también tú, Bertie. Muy amable. Todos han sido muy amables conmigo. Muy amables, de veras. No puedo quejarme. Está bien. Entonces, iré a dar un paseo.
Le seguí con ojos desorbitados, mientras desaparecía en la oscuridad.
—Jeeves —dije, y he de admitir que, en mi emoción, balé como un corderito que se aproxima a sus padres—. ¿Qué diablos significa todo esto?
—Míster Fink-Nottle está algo fuera de sí. Ha pasado por una dura prueba.
Intenté ligar entre sí los precedentes sucesos.
—Le dejé aquí con miss Bassett.
—Sí, señor.
—Yo la había preparado.
—Sí, señor.
—Él sabía exactamente lo que tenía que hacer; se lo aprendió al pie de la letra.
—Sí, señor. Míster Fink-Nottle me ha informado de ello.
—Bien, entonces…
—Siento decirle que sobrevino un leve accidente.
—¿Quiere decir que algo ha salido mal?
—Sí, señor.
No podía imaginar qué había sido; mi cerebro parecía tambalearse en su trono.
—Pero ¿cómo ha podido salir mal? Ella le ama, Jeeves.
—¿De veras, señor?
—Me lo ha dicho clara y rotundamente. Él no tenía más que exponer su petición.
—Sí, señor.
—Pues bien, ¿no lo ha hecho?
—No, señor.
—¿De qué diablos ha hablado?
—De las salamandras, señor.
—¿Salamandras?
—Sí, señor.
—¿Salamandras?
—Sí, señor.
—Pero ¿qué necesidad tenía de hablar de las salamandras?
—No tenía necesidad alguna, señor. Por lo que he podido saber por míster Fink-Nottle, nada distaba más de sus propósitos.
No lograba comprenderlo.
—Pero nada puede obligar a un hombre a hablar de salamandras.
—Míster Fink-Nottle fue víctima de un repentino y desgraciado ataque de nerviosismo, señor. Confiesa que perdió la cabeza al encontrarse a solas con miss Bassett. Son circunstancias en las que los caballeros suelen hablar desconsideradamente y decir lo primero que se les ocurre. En este caso, fueron las salamandras y su tratamiento, cuando están enfermas y cuando están sanas.
La venda se me cayó de los ojos. Lo comprendí todo. Lo mismo me había sucedido a mí en algunos momentos de crisis. Recuerdo haber detenido a un dentista con el taladro preparado para horadar mi canino inferior, entreteniéndole durante unos diez minutos con la historia de un escocés, un irlandés y un judío. Algo completamente automático. No obstante, él intentaba continuar con su trabajo, pero yo barboteaba atropelladamente incomprensibles palabras. Cuando uno pierde el dominio de sus nervios, comienza a balbucear.
Me puse por un momento en el lugar de Gussie y reconstruí la escena. Miss Bassett y él se hallaban solos en la tranquilidad del anochecer. Sin duda, siguiendo mis consejos, él había iniciado el discurso con la puesta de sol y las princesas fascinadoras y había llegado al punto en que debía exclamar «Tengo algo que decirle». Y veía que ella bajaba la vista, diciendo: «¡Oh! ¿De veras?».
Supongo que entonces él habría continuado, diciendo que era un asunto muy importante, y me imagino que ella habría contestado: «¿Realmente?», o bien: «¿Sí?», o habría sencillamente retenido el aliento. Y en aquel momento sus ojos se habrían encontrado, exactamente como los míos encontraron los del dentista, y algo se habría repentinamente agarrado al estómago de él; todo se habría vuelto oscuro a su alrededor y habría oído su propia voz que hablaba de salamandras. Sí, ésa es una psicología que yo puedo comprender perfectamente.
A pesar de todo, culpaba a Gussie. Al darse cuenta de que estaba divagando con las salamandras, debió callarse aun a costa de permanecer allí, mudo, como un palo. La agitación en que se hallaba no le excusaba. Ninguna muchacha que está esperando la declaración de un apasionado amor hacia ella, puede soportar que se le endilgue un discurso en honor de un lagarto acuático.
—Malo, Jeeves.
—Sí, señor.
—¿Y todo eso ha durado largo rato?
—Creo que un tiempo considerable, señor. Según míster Fink-Nottle, le habló a miss Bassett no sólo de las salamandras vulgares, sino también de las crestadas y palmeadas. Le describió cómo, durante la época de la reproducción, las salamandras viven en el agua, se alimentan de ranitas, de insectos en estado de larvas y de crustáceos; cómo más tarde se encaminan a tierra y comen caracoles y gusanos; cómo la salamandra recién nacida tiene tres pares iguales de agallas externas parecidas a unas plumas. Y prácticamente cuando estaba observando que las salamandras difieren de los lagartos por la forma de la cola, que es aplastada, y que un marcado dimorfismo sexual prevalece en muchas especies, la señorita se levantó y dijo que deseaba volver a casa.
—¿Y entonces?
—Se fue, señor.
Permanecí pensativo. Comprendía cada vez más lo difícil que resultaba ayudar a un tipo como Gussie. Carecía de un modo absoluto de energía y espíritu. Con infinitas precauciones había logrado situarle en una posición desde la cual podría cómodamente atacar. Y he aquí que él, apartándose, fallaba completamente el objetivo.
—Difícil, Jeeves.
—Sí, señor.
En momentos más felices le habría preguntado, naturalmente, su parecer en la materia. Pero después del incidente de la chaqueta blanca, mis labios estaban sellados.
—Bueno, habrá que volver a comenzar.
—Sí, señor.
—Hacer trabajar al cerebro e intentar hallar un remedio.
—Sí, señor.
—Bueno, buenas noches, Jeeves.
—Buenas noches, señor.
Se alejó, dejando a un pensativo Bertram Wooster inmóvil en la oscuridad. Me parecía difícil decidir qué era lo que más convenía hacer.