27

El sol estaba alto, o bastante alto, cuando me desperté a la mañana siguiente. Desde el otro lado de la puerta cerrada del dormitorio de Boko llegaba un ruido rítmico, como el de aserrar madera, lo que indicaba que no había saltado todavía de la cama. Sentía deseos de despertarlo y preguntarle si todo había ido bien, pero me contuve. Sin duda alguna, habría regresado a casa un poco tarde y necesitaría una dosis doble de lo que había oído a Jeeves llamar «el dulce restaurador de la naturaleza». Me puse el traje de baño y el albornoz para ir al río, y apenas acababa de asomar la nariz al jardín cuando llegó Nobby en bicicleta.

El espectador más distraído e ignorante hubiera visto claramente que estaba radiante. Sus ojos brillaban como estrellas gemelas, y me saludó con uno de esos grititos que salen siempre de las gargantas femeninas.

—¡Hola, Bertie! —gritó—. Oye, Bertie, ¿no encuentras que todo esto es supercolosal?

—Eso me parece —contesté—. Así lo espero. Dejé al tío Percy de un humor maleable, y Boko iba precisamente a conferenciar con él. Todo debe de haber ido bien.

—Entonces, ¿no lo sabes aún? ¿No te lo ha contado Boko?

—No lo he visto todavía. Nuestro despertar no está sincronizado. Cuando él llegó, yo dormía, y cuando yo me he levantado, dormía él.

—Ya. Pues fue a mi casa a primeras horas, arrojó piedrecitas a mi ventana y me contó lo ocurrido. Todo ha ido de perlas.

—¿Sí?

—Según Boko, fue una fiesta de amor. El tío Percy lo mandó al bar a buscar otra botella de champán, y bebieron como un par de marineros de permiso.

—¿Y ha dado su consentimiento?

—Definitivamente, según dice Boko. Te agradece mucho todo lo que has hecho, Bertie. Y yo también. Te daría un beso.

—Como quieras —asentí cortésmente, mientras ella cumplía su deseo. Después siguió andando hacia la casa y yo hacia el río.

Mi humor, mientras rompía el cristal de las aguas, estaba en su apogeo. El relato de Nobby no dejaba lugar a dudas de que el desenlace feliz había acudido a saltitos, como un conejo. Había olvidado preguntarle cuándo enseñaría mi carta a Florence, pero sin duda lo haría durante el transcurso de la mañana, lo que me relevaría de mis honrosas obligaciones. Y en cuanto a Boko y Nobby, entraba dentro de las posibilidades que antes de la caída de la tarde estuviesen unidos por el dulce lazo del himeneo. Boko no me había ocultado que desde hacía varios días tenía la licencia matrimonial oculta en un cajón de su mesa, dispuesta a desempeñar su papel en el momento en que sonase la señal de salida.

Por otra parte, el uniforme de Stilton flotaba en dirección al mar, y jamás se podría probar que Bertram tuviese la menor relación con ello. Era posible que alguna certera sospecha acudiese a la mente del fiel guardián de la ley, y le llevase a mirarme, cuando nos encontrásemos de nuevo, con cierta suspicacia, e incluso rechinando los dientes; pero en cuanto a reunir una cantidad de pruebas fehacientes que pudiesen llevarme al banquillo de los acusados y, subsiguientemente, a la más profunda mazmorra de los fosos del castillo, no había ni la menor esperanza.

Con la vaga sensación de que ése era el día más feliz de aquel año de gracia, regresé a casa, donde evocadores aromas procedentes del comedor me hicieron vestirme en un santiamén. Al entrar en la zona alimenticia pocos momentos después, encontré a Boko restaurando sus tejidos orgánicos, y a Nobby sentada al extremo de la mesa, bebiendo sus palabras.

—¡Ah, Bertie! —dijo Boko—. Buenos días, Bertie. Ahora que estás aquí, volveré a empezar.

Así lo hizo, y durante algunos minutos me tuvo como hechizado. A pesar de que Nobby me había referido ya los acontecimientos y sabía, por lo tanto, el final de la historia, estuve pendiente de sus labios desde el principio al fin.

—¿No le pediste su consentimiento por escrito? —pregunté cuando hubo terminado.

—Pues no —admitió—, no se me ocurrió. Pero si piensas que pueda volverse atrás, quítatelo de la cabeza. No tienes idea, Bertie, literalmente ni idea, de la camaradería que reina entre nosotros. Nuestras manos se estrecharon y nuestras espaldas recibieron las palmaditas del cariño. Estaba pendiente de mí como de un anzuelo. En fin, para darte una idea, dijo que le gustaría tener un hijo como yo…

—Teniendo en cuenta que tiene uno como Edwin, no es decir gran cosa.

—No seas sarcástico, Bertie. No trates de extender un velo de melancolía sobre una mañana como ésta. Dijo también que esperaba que tuviese gran éxito en Hollywood, y que debería quedarme varios años trabajando allí, es decir, indefinidamente. Comprendo lo que quiso decir, desde luego. Como tantos, hace tiempo que se ha dado cuenta de la decadencia del cine y cuenta conmigo para sacarlo de ella.

—Y lo harás, ángel mío —dijo Nobby.

—Ya puedes apostar… —repuso Boko, y bebió un sorbo de café.

El desayuno siguió su agradable curso. Una persona menos condescendiente que Bertram Wooster hubiera podido producir una nota discordante hablando de la cuestión del erizo en mi cama, pero me abstuve. En lugar de ello pregunté qué había sido del tío Percy al final de la conversación.

—Supongo que regresaría a casa en su bicicleta —dijo Boko—. ¿Qué has hecho del uniforme de Stilton?

Le expliqué que lo había expedido hacia alta mar, y dijo que no podía haber tomado medida más oportuna. Y de nuevo empezaba a sentirse chistoso a propósito del traje que había usado la noche anterior, cuando lo detuve con un ademán imperativo.

Con el rabillo del ojo acababa de ver algo grandote y azul que entraba por la puerta del jardín. Un momento después llegó a nuestros oídos el ruido de unos pies que andaban sobre la arena; el timbre y el volumen del ruido era tal que sólo podía ser producido por unas botas de reglamento. Por consiguiente, no me sorprendió cuando el torso y la encasquetada cabeza de Stilton se enmarcaron en la ventana abierta. Y más profundamente que nunca me congratulé de la agudeza y previsión que me había llevado a arrojar aquel uniforme al río.

—¡Ah, Stilton! —exclamé, y, lo que es más, lo dije con cierta animación. El oído más agudo no hubiera podido notar en mi voz el menor síntoma de que mi conciencia no estaba tan limpia como un silbato. El hombre prefiere siempre, como es natural, hallarse en todas las ocasiones sin mancha ni reproche, pero, en caso contrario, la primera medida a tomar es, indiscutiblemente, librarse del cuerpo del delito.

Boko, que en todas ocasiones es un anfitrión perfecto, le dio una cordial bienvenida y le pidió que abriese la boca para arrojarle una sardina dentro. Pero, al parecer, Stilton ya había desayunado, porque declinó la oferta con un gesto de petulancia.

—¡Oh! —dijo.

Hay que hablar un momento de esta cuestión de la policía y de la palabra «¡Oh!». Tengo el convencimiento de que lo primero que enseñan a un recluta que se alista en el Cuerpo de Policía es a lanzar esta exclamación. Jamás he encontrado a un agente de policía que no la profiriese, y todos ellos la dicen exactamente de la misma manera. Hay que suponer que es cuestión de escuela.

—¿Conque estás aquí, maldito Wooster?

Al meditar, como lo había hecho la noche precedente, sobre cuál podría ser la posible actitud del celoso agente la siguiente vez que nos encontrásemos, nunca presumí que pudiera ser aquélla. Había previsto el sombrío fruncimiento de ceño, el rostro congestionado y los ojos salientes. Y allí estaban, precisamente como los había presagiado, y me encontraron dispuesto a enfrentarme con ellos.

Conservé mi aplomo.

—Sí, aquí estoy —respondí, poniendo distraídamente mantequilla sobre una tostada—. ¿En qué otro lugar podía estar, mi querido Stilton? Aquí, gracias a la principesca hospitalidad de Boko, es donde vivo.

—¡Oh! —dijo Stilton—. Pues no vas a vivir mucho tiempo más, porque vas a venir conmigo.

Boko me miró y arqueó las cejas. Yo miré a Boko y arqueé las cejas. Nobby nos miró a los dos y arqueó las cejas. Entonces miramos a Stilton y todos arqueamos las cejas. Era una de aquellas mañanas indicadas para arquear las cejas.

—¿Que se va a ir contigo? —preguntó Boko—. Seguramente, Stilton, no usarás esa frase en el sentido técnico de la expresión.

—Sí.

—¿Has venido a detener a Bertie?

—Sí.

—¿Por qué?

—Por birlarme el uniforme.

Nobby se volvió hacia mí con infantil asombro.

—¿Le has birlado el uniforme a Stilton, Bertie?

—¡De ninguna manera!

—¡Qué suerte!

—Verdaderamente afortunado.

—Porque te podrían caer tres meses por una cosa así.

—Además de la vergüenza —hice observar—. Si alguna vez sintiese la tentación de cometer tal acto, lucharía contra ella. Pero no creo que me ocurra.

—No es probable —asintió Nobby—. Además, ¿para qué diablos querrías un uniforme de policía?

—Exacto —dije yo—. Has puesto el dedo en la llaga.

—¿Qué dices que he hecho?

—Es una de las frases de Jeeves —expliqué—. Rem… no sé qué. Cosas de los latinos.

Boko, que había estado reflexionando profundamente, penetró más hondo en la materia.

—Me parece saber lo que piensa Stilton —dijo—. No sé si os lo dije, pero ayer, mientras se estaba bañando, alguien le robó el uniforme que había dejado en la orilla. ¿No os lo he contado?

—Que yo recuerde, no —dijo Nobby.

—Ni yo tampoco —añadí, moviendo la cabeza.

—Es extraño —dijo Boko—. Se me habrá ido de la cabeza.

—Son cosas que ocurren —dijo Nobby.

—A menudo —asentí.

—Pues así ocurrió, y no hay que censurarlo porque quiera entregar el criminal a la justicia. Pero lo que no puedo llegar a comprender es por qué se le ha metido en la cabeza que Bertie es el responsable del delito. Ya te dije ayer, Stilton, que la mano oculta es ciertamente la de Edwin.

—Sí, y acabo precisamente de interrogarlo sobre este punto. Lo niega de manera categórica.

—¿Y crees en su palabra?

—Sí, creo. Tiene una coartada.

—Eres un perfecto idiota —gritó Nobby—. ¿No comprendes que eso es precisamente lo que le acusa? ¿Es que nunca has leído una novela policíaca? Pregunta a lord Peter Wimsey la importancia que tiene una coartada.

—O a monsieur Poirot —sugerí.

—Sí. O a Reggie Fortune, o al inspector French, o a Nero Wolfe. No comprendo que un hombre de tu inteligencia se deje engañar por una coartada.

—¡Increíble! —exclamé—. Es el truco más viejo del mundo.

—Ve a buscarlo y detenlo. Es mi consejo —dijo Boko.

Cualquiera hubiese esperado que un agente de policía se dejase influir por todo esto, pero vi rápidamente que los Cheesewright están hechos de una pasta más dura.

—Si queréis saber por qué he admitido la coartada del joven Edwin —repuso, dejando que sus ojos saliesen un poco más que de costumbre de sus órbitas— es porque está corroborada por el vicario, la mujer del vicario, el acólito, la hermana del acólito, el doctor, la tía del doctor, un jefe de boy scouts, quince comerciantes diversos y cuarenta y siete boy scouts. Parece que ayer por la tarde el doctor daba en el pueblo una conferencia sobre primeros auxilios, y Edwin fue el que subió al estrado para hacer las demostraciones. En el momento en que me robaban mi uniforme, estaba echado sobre una mesa, envuelto en vendajes, demostrando lo que hay que hacer a un camarada que se ha fracturado la cadera.

Esto, lo confieso, acalló nuestras baterías. Nadie dijo que podía ser un cómplice hábilmente disfrazado de Edwin, pero se vio claro que todo el mundo tenía ganas de sugerirlo.

—Sí —dijo Boko al fin—, esto parece realmente dejar a Edwin fuera del caso. Pero sigo sin ver de dónde diablos has sacado la extraordinaria idea de que Bertie es el culpable.

—También os lo diré —dijo Stilton, claramente decidido a no ocultarnos detalle—. Edwin me refirió una curiosa historia. Declaró que, cuando entró en el dormitorio del acusado a fin de ponerle un erizo en la cama…

—¡Ah! —exclamé, dirigiendo una mirada de remordimiento a Boko, arrepentido de haber sospechado de mi admirable huésped.

—… vio el uniforme allí. Y esta mañana he encontrado a un hombre que sirvió anoche como camarero en el baile de disfraces de East Wibley, y me ha dicho que había un tipo asqueroso que tomaba parte en el regocijo, vestido con un uniforme de policía seis números mayor que el que le correspondía. Estoy listo para emprender el camino, Wooster, si tú lo estás.

Me pareció un policía leal, como dice la frase, y consideré que nada ganaba retardando lo inevitable. Me levanté y me limpié los labios con la servilleta, como un aristócrata francés al que han informado de que la carreta está a la puerta.

Pero Boko, no obstante, estaba todavía en el ring.

—Un momento, Stilton —dijo—. No tan aprisa, agente. ¿Tienes una orden de detención?

La pregunta pareció desconcertar a Stilton.

—¿Cómo?… ¿Yo?… ¿Eh?… No…

—Es necesaria una orden de detención —dijo Boko—. No puedes hacer una detención arbitraria como ésta por un motivo grave.

La debilidad momentánea pasó. Stilton volvió a ser el mismo.

—No lo creo —dijo secamente—. Me parece que estás hablando por hablar. No obstante, iré a la delegación a consultar con el sargento.

Desapareció y Boko se sintió de nuevo brillante y eficiente.

—Tienes que burlarlo, Bertie —dijo—, y sin perder un instante. Toma tu coche, márchate a Londres y vete al extranjero. No habrán vigilado los puertos todavía. Será conveniente que de camino pases por Cohen Bros. y te compres un bigote postizo.

No permito muy a menudo a aquel zascandil que intervenga ni guíe mis acciones, pero en aquella ocasión comprendí que su consejo era bueno. Yo había pensado lo mismo. En aquel preciso momento suspiraba por tener las alas de una paloma. Tras rogarle brevemente que buscase a Jeeves y le diese orden de seguirme con mis efectos personales, me dirigí al garaje.

Y estaba a punto de abrir de par en par las puertas, cuando desde el otro lado de ellas llegó a mí el sonido de una voz ronca, y me detuve, atónito. A menos que mis oídos me hubiesen engañado, dentro del edificio había un alma humana.

Habló nuevamente, y una serie de adjetivos calificativos de ruda e isabelina especie que precedieron al nombre «Fittleworth» me permitieron identificar la garganta que los había emitido. En el acto comprendí la situación.

Al regresar de East Wibley Town Hall, cuando concluyó la fiesta, Boko se había llevado sin darse cuenta al tío Percy en el coche. Condujo rápidamente entonando una canción, e, ignorado de todos, mi viejo pariente tomó parte en la expedición, mientras reparaba un poco las fuerzas de su fatigada naturaleza en el asiento trasero del automóvil.