5. LA TÍA Y EL HOLGAZÁN

Ahora ya ha pasado todo, y puedo admitir que durante el caso de Rockmetteller Todd hubo un momento en que llegué a pensar que Jeeves me abandonaría. Era una tontería pensarlo, conociéndole como le conozco, pero lo pensé. Me pareció que tenía aspecto de estar desconcertado.

El caso de Rocky Todd empezó súbitamente a primeras horas de una mañana de primavera. Yo estaba en la cama, restaurando mi cuerpo con mis habituales nueve horas de descanso, cuando de pronto se abrió la puerta de par en par y alguien me dio un golpe en los riñones y empezó a agitar las ropas de la cama de un modo bastante desagradable. Después de parpadear y de reagrupar mis fuerzas, localicé a Rocky, y mi primera impresión fue que todo aquello sólo era una pesadilla.

Porque Rocky vivía en un extremo de Long Island, a varios kilómetros de Nueva York; y en más de una ocasión me había dicho que jamás se levantaba antes de las doce y pocas veces antes de la una. Por naturaleza, era el muchacho más perezoso de Estados Unidos, y se había organizado la vida de modo que le permitía llegar hasta el extremo de la gandulería. Era poeta. Por lo menos, escribía alguna que otra poesía; pero la mayor parte del tiempo lo pasaba en una especie de éxtasis. Una vez me explicó que podía pasarse horas enteras sentado en un seto siguiendo los movimientos de un gusano.

Su programa de vida estaba muy bien elaborado. Sólo dedicaba tres días al mes a escribir alguna poesía; los trescientos veintinueve días restantes del año, descansaba. Yo no sabía que la poesía proporcionase tanto dinero como para mantener a un individuo, aun del modo en que vivía Rocky. Pero parece que si se redactan poesías a base de consejos a la juventud y se prescinde de las rimas, los editores norteamericanos se pelean por ellas. Rocky me enseñó una vez un poema suyo. Empezaba de este modo:

¡Vive!

El pasado está muerto,

el futuro ha de nacer.

¡Vive hoy!

¡Hoy!

¡Vive hasta el último nervio,

hasta la última fibra,

hasta la última gota de tu sangre!

¡Vive!

¡Vive!

Seguían otras tres estrofas, y el conjunto estaba publicado en la contraportada de una revista, con una especie de orla alrededor, y en el centro un dibujo de un vistoso individuo desnudo, con prominentes músculos, que contemplaba alegremente el sol. Rocky me dijo que le pagaron cien dólares por este poema, y se estuvo en la cama hasta las cuatro de la tarde por espacio de casi un mes.

Respecto al futuro, era muy sólido, debido a que tenía una tía con dinero en algún lugar de Illinois. Es curioso cuántos amigos míos tienen tíos y tías que constituyen su principal fuente de ingresos. Uno es Bicky, con su tío el duque de Chiswick; luego está Corky, que, hasta que las cosas se pusieron feas, vivía gracias a Alexander Worple, el ornitólogo. Y luego contaré algo de un querido amigo llamado Oliver Sipperley, que tenía una tía en Yorkshire. Estas situaciones no pueden ser simple coincidencia. Tienen que significar algo. Quiero decir que la Providencia parece velar por los zoquetes de este mundo. Ya lo creo que sí. Supongo que, habiendo tenido que sufrir desde mi infancia el mal genio de mis tías, me gusta pensar que es posible que esta clase de parientes lleguen a serme de alguna utilidad algún día.

Pero todo esto son digresiones. Volviendo a Rocky, decía que tenía una tía en Illinois; y como se llamaba Rockmetteller, como ella (lo que, podríamos decir, le daba ya derecho a una compensación), y él era su único sobrino, su situación parecía muy clara. Me explicó que cuando dispusiera del dinero no trabajaría en nada, excepto, quizá, alguna que otra poesía recomendando al joven ante quien se abre el camino de la vida con todas sus espléndidas posibilidades, que encendiera la pipa y pusiera los pies sobre la mesa.

¡Y ése era el hombre que me estaba dando de puñetazos en las costillas a primeras horas de la mañana!

—¡Lee esto, Bertie! —gritaba Rocky.

Sólo vi que agitaba una carta ante mis ojos.

—¡Despierta y lee esto!

Yo no puedo leer si antes no bebo mi té del desayuno y fumo un cigarrillo. Pulsé el timbre.

Entró Jeeves, fresco como una rosa. Es un misterio cómo lo consigue.

—Té, Jeeves.

—Muy bien, señor.

Rocky empezó a agitar su odiosa carta.

—¿Qué es eso? —le dije—. ¿Qué diablos te pasa?

—Lee.

—No puedo en ayunas.

—Bien; escucha, entonces.

—¿De quién es?

—De mi tía.

En este punto me volví a quedar dormido. Cuando desperté oí que me decía:

—¿Qué debo hacer?

Jeeves entró con la bandeja, como un silencioso fluido que se deslizara sobre un lecho de musgo. Y vi salir el sol.

—Vuelve a leerla, Rocky —le dije—. Quiero que Jeeves la oiga. Míster Todd ha recibido una extraña carta de su tía, y queremos que usted nos diga qué le parece.

—Muy bien, señor.

Se quedó en el centro de la habitación, mostrando interés. Y Rocky volvió a leer:

Mi querido Rockmetteller:

Hace mucho tiempo que estoy meditando, y he llegado a la conclusión de que he cometido un desatino al demorar tanto lo que ahora he decidido hacer.

—¿Qué opina, Jeeves?

—Parece algo confuso, señor, pero sin duda se aclarará más adelante.

—Sigue, amigo —dije, untando mi pan con mantequilla.

Ya sabes que durante toda mi vida he deseado visitar Nueva York y ver con mis propios ojos la maravillosa vida alegre de que tanto he leído. Me temo que ahora ya no es posible realizar mi sueño dorado. Soy vieja y estoy llena de achaques. Ya no me quedan fuerzas.

—¡Qué triste!, ¿verdad, Jeeves?

—En efecto, señor.

—¡Nada de tristezas! —dijo Rocky—. Es pura pereza. Fui a verla por navidades, y la encontré rebosante de salud. Su médico me dijo que no tenía nada en absoluto. Pero ella sigue insistiendo en que es una enferma incurable, de modo que el médico tiene que seguirle la corriente. Además, tiene la idea fija de que un viaje a Nueva York la mataría, de modo que, a pesar de que este viaje es su sueño dorado, se queda donde está.

—Como aquel muchacho que tenía el corazón «en las Highlands cazando ciervos», ¿eh, Jeeves?

—Son dos casos bastante parecidos, señor.

—Continúa, Rocky.

Así pues, he decidido que, ya que no puedo disfrutar personalmente de todas las maravillas de la ciudad, pueda conocerlas a través de ti. Se me ocurrió esto ayer, súbitamente, al leer en una revista semanal una hermosa poesía sobre un joven que toda su vida había deseado ardientemente algo, y lo obtuvo al fin, pero cuando ya era demasiado viejo para disfrutar de ello. Es muy triste, y me conmovió mucho.

—Lo cual —intercaló amargamente Rocky— es algo que no me sucede desde hace diez años.

Como sabes, todo mi dinero será tuyo cuando muera; pero hasta ahora nunca te he dado ninguna cantidad. Ahora he decidido hacerlo, con una condición. He escrito a unos abogados de Nueva York dándoles instrucciones para que cada mes te entreguen una suma considerable. Mi única condición es que vivas en Nueva York y disfrutes de todo lo que yo he deseado disfrutar. Quiero que seas mi representante para gastar el dinero como lo haría yo misma. Quiero que penetres en la alegre y variada vida de Nueva York. Quiero que seas el cuerpo y el alma de grandes festines.

Por encima de todo, quiero —e insisto en ello— que me escribas al menos una vez por semana dándome detalladas descripciones de todo lo que haces y de todo lo que ocurre en la ciudad, de modo que yo también pueda disfrutar, de segunda mano, de lo que mi delicada salud me impide conocer personalmente. Recuerda que espero detalles completos, y que todo, por nimio que te parezca, es interesante para mí.

Tu tía que te quiere,

Isabel Rockmetteller

—¿Y bien? —preguntó Rocky.

—¿Y bien? —repetí.

—¿Qué diablos voy a hacer?

Hasta aquel momento no comprendí realmente la actitud extraordinariamente rara del muchacho ante el hecho de que le había caído del cielo, sin esperarlo, una buena suma de dinero. A mi modo de ver, aquélla era una excelente ocasión para esbozar una sonrisa radiante y la más desbordante alegría; y, en cambio, allí estaba él, poniendo una cara como si el Hado le hubiera afligido con las peores calamidades. Quedé pasmado.

—¿No te alegra? —le pregunté.

—¿Alegrarme?

—Si yo estuviera en tu lugar, estaría loco de alegría. Es una oportunidad única.

Dio un suspiro, se quedó mirándome un momento, y empezó a hablar de Nueva York de un modo que me recordó a Jimmy Mundy, el reformador. Éste acababa de llegar a Nueva York en una de sus campañas reformadoras y hacía dos días que había ido a escucharle al Madison Square Garden. Soltó una buena diatriba contra Nueva York, pues al parecer a Jimmy no le gustaba la ciudad, pero, en comparación con lo que dijo Rocky, las palabras del reformador parecían de un promotor de la ciudad.

—¿Una oportunidad única? —exclamó—. ¡Vivir en Nueva York! ¡Abandonar mi casa a cambio de uno de estos caldeados, sucios y malolientes pisos de este maldito infierno! Tener que mezclarme noche tras noche con una gentuza que piensa que la vida es una especie de sonambulismo, y que cree divertirse porque mete ruido por seis y bebe por diez. Odio Nueva York. Jamás me instalaría aquí, a no ser porque de vez en cuando tengo que ver a directores de periódicos. Es una ciudad maldita. Está enferma de delirium tremens moral. La sola idea de pasar aquí más de un día me pone enfermo. ¿A esto lo llamas una oportunidad única?

Me sentí como debieron de sentirse los amigos de Lot cuando le visitaron para charlar tranquilamente y su genial anfitrión empezó a criticar las Ciudades de la Llanura. No tenía idea de que Rocky pudiese ser tan elocuente.

—La vida en Nueva York acabaría conmigo —prosiguió—. ¡Compartir el aire con seis millones de personas! ¡Llevar cuellos planchados y ropa decente en todo momento! Y… —Pegó un respingo—. ¡Santo Dios! Supongo que tendría que vestirme para cenar, cada noche. ¡Abominable!

Me quedé pasmado, absolutamente pasmado.

—Pero ¡bueno! —le dije con tono de reproche.

—¿Tú te vistes cada noche para cenar?

—Jeeves —dije fríamente—. ¿Cuántos trajes de noche tenemos?

—Tres de noche, señor; dos esmóquines…

—Tres.

—En realidad sólo dos, señor. Recuerdo que el tercero no se puede llevar. También tenemos siete chalecos blancos.

—¿Y camisas?

—Cuatro docenas, señor.

—¿Y corbatas blancas?

—Los dos primeros cajones de la cómoda están llenos de corbatas blancas, señor.

Me dirigí a Rocky.

—¿Lo ves?

El muchacho se agitó como un ventilador.

—¡No quiero! ¡No puedo! ¡Que me aspen si lo hago! ¿Cómo diablos puedo vestirme así? ¿No comprendes que la mayor parte de los días no me quito el pijama hasta las cinco de la tarde, y sólo para ponerme un jersey viejo?

El pobre Jeeves dio un respingo, pues aquella revelación hirió sus más íntimos sentimientos.

—Entonces, ¿qué harás? —le pregunté.

—No lo sé.

—Puedes escribirle a tu tía, explicándoselo.

—Lo haría, pero ella daría contraorden a sus abogados y me dejaría sin un céntimo.

Lo comprendí.

—¿Qué sugiere usted, Jeeves? —pregunté.

Jeeves tosió respetuosamente.

—Al parecer, señor, el punto principal es que míster Todd está obligado, por las condiciones en que se le cede el dinero, a escribir a miss Rockmetteller largas y detalladas cartas explicando sus movimientos, y el único modo de hacerlo, si es que míster Todd persiste en quedarse en el campo, es encargar a otra persona que recoja los datos que miss Rockmetteller quiere conocer y se los entregue en un detallado informe, a fin de que míster Todd, con la ayuda de la imaginación, pueda elaborar una sugestiva correspondencia.

Una vez vaciado el diafragma, Jeeves guardó silencio. Rocky me miró con cara de desesperación. Él no conoce a Jeeves y no comprendió sus elucubraciones.

—¿No podría aclararlo un poco, Bertie? —me dijo—. Al principio creí que la cosa tenía sentido, pero luego se ha complicado. ¿Qué quiere decir?

—Pues está muy claro —le contesté—. Ya sabía yo que Jeeves nos sacaría del apuro. Todo lo que tienes que hacer es buscar a alguien que se divierta en Nueva York, en tu lugar; él tomará notas, y luego tú escribirás tus cartas. ¿No es eso, Jeeves?

—Exactamente, señor.

La luz de la esperanza brilló en los ojos de Rocky. Miró a Jeeves, asombrado por la aguda inteligencia del hombre.

—Pero ¿quién lo hará? —preguntó—. Ha de ser un hombre especial, alguien que se fije en las cosas.

—Lo hará Jeeves —dije.

—¿De veras?

—¿Lo haría usted, Jeeves?

Por primera vez desde que le conocí, observé que Jeeves apenas sonreía. El ángulo de la boca se le curvó casi medio centímetro, y por un momento sus ojos dejaron de parecer los de un pez meditabundo.

—Estaría encantado de hacerlo, señor. En realidad, ya he visitado algunos lugares de interés de Nueva York, en mis días de fiesta, y sería muy agradable ampliar estos conocimientos.

—¡Estupendo! Bien, tu tía seguramente quiere que la informes sobre los cabarets. En primer lugar, Jeeves irá al Reigelheimer. Está en la calle Cuarenta y dos.

Jeeves bajó la cabeza.

—Perdón, señor. Casi nadie va ya al Reigelheimer. El lugar de moda es el Bacanales en el Tejado.

—¿Lo ves? —le dije a Rocky—. Confía en Jeeves. Sabe lo que se hace.

No es frecuente encontrar un grupo de personas felices; pero nuestro reducido círculo era una prueba de que ello es posible. Todos estábamos contentos porque las cosas iban muy bien desde el principio.

Jeeves estaba contento, en parte porque le gustaba ejercitar su perspicaz cerebro, y en parte porque se divertía. Una noche le vi en el Orgías de Medianoche, sentado ante una mesa junto a la pista de baile y fumando un magnífico puro. En su rostro se veía una expresión de austera benevolencia, y tomaba notas en una libreta.

Por lo que se refiere al resto de nosotros, yo también estaba satisfecho, porque aprecio a Rocky y me gustaba echarle un cable. Rocky era perfectamente feliz, ya que podía seguir sentado en los setos, en pijama, observando los gusanos durante horas. Y en cuanto a la tía, al parecer estaba encantada. Leía ávidamente todo lo que se le contaba de Broadway, y ello daba la impresión de otorgarle nueva juventud. Leí una de las cartas que escribió Rocky, y rebosaba plenitud de vida.

Desde luego, las cartas de Rocky, basadas en las notas de Jeeves, eran capaces de resucitar a un muerto. Si se piensa bien, es un caso raro. Por ejemplo, a mí me gusta la vida de diversiones, y a Rocky le aburre soberanamente. En cambio, ahora verán ustedes una carta que envié a un amigo mío de Londres:

Querido Freddie:

Bien, ya estoy en Nueva York. La ciudad no está mal, y no puedo decir que me aburra. No hay nada que esté rematadamente mal. Los cabarets tampoco están mal. No sé cuándo estaré de regreso. ¿Cómo estáis todos? Recuerdos.

BERTIE

P. D. ¿Hace mucho que no ves a Ted?

No es que me importase en absoluto Ted. Pero si no le hubiese sacado a colación, no habría logrado que la maldita carta pasara a la segunda página.

Y ahora va una de Rocky, exactamente sobre el mismo tema:

Querida tía Isabel:

¿Cómo podré agradecerte nunca el haberme dado la oportunidad de vivir en esta maravillosa ciudad? Cada día que pasa me parece más encantadora Nueva York.

La Quinta Avenida está en el apogeo de su esplendor. ¡Los trajes son magníficos!

En este punto echaba un poco de paja sobre trajes y modas. No sabía que Jeeves entendiera tanto sobre este particular.

La otra noche fui con algunos amigos al Orgías de Medianoche. Antes fuimos al teatro, después de cenar en un nuevo establecimiento de la calle Cuarenta y tres. Nos divertimos mucho. Georgie Cohan se reunió con nosotros en la madrugada y nos contó cosas muy graciosas de Willie Collier. Fred Stone sólo pudo estar con nosotros algunos momentos, pero Douglas Fairbanks nos hizo reír muchísimo. También vino Ed Wynn, y gozamos de la compañía de Laurette Taylor. El espectáculo del Orgías es muy bueno. Le adjunto un programa.

Anoche fuimos unos cuantos amigos al Bacanales en el Tejado.

Y así sucesivamente, cuartilla tras cuartilla. Supongo que se debe al temperamento artístico, o lo que sea. Lo que quiero demostrar es que a un individuo acostumbrado a escribir versos le resulta más fácil que a mí redactar una carta de este estilo. Sea como fuese, no hay duda de que la correspondencia de Rocky era literatura de la más extraordinaria. Llamé a Jeeves y le felicité.

—Jeeves, es usted un portento.

—Gracias, señor.

—No comprendo cómo se las arregla para fijarse en tantas cosas, en esos lugares. Yo no sabría contar nada, salvo que me he divertido.

—Es cuestión de ingenio, señor.

—Bien, imagino que las cartas de Rocky han de entusiasmar de veras a miss Rockmetteller, ¿no le parece?

—Sin duda, señor —asintió Jeeves.

¡Y por supuesto que la entusiasmaron! ¡Demasiado! Porque he aquí que una tarde —cuando ya hacía casi un mes que la cosa marchaba—, con ocasión de estar cómodamente repantigado en mi sillón, fumando un cigarrillo, se abrió la puerta y la voz de Jeeves pulverizó el silencio como una bomba.

No es que hablase a gritos. Su voz era suave y apacible, una de esas voces que se deslizan por el aire como el lejano sonido de una esquila. Pero lo que me obligó a dar un brinco como una gacela joven fue las palabras que pronunció:

—¡Miss Rockmetteller!

Y entró una alta y robusta dama.

La situación me dejó anonadado. No lo niego. Hamlet debió de experimentar algo parecido cuando le salió al encuentro el espectro de su padre. Me había acostumbrado tanto a pensar que la tía de Rocky estaba permanentemente en su casa, que me parecía imposible que viniese a Nueva York. Me quedé mirándola. Luego miré a Jeeves. Estaba allí, de pie, en una actitud de digno desinterés. Si alguna vez tenía que estar dispuesto a ayudar a su señor, era ahora.

La tía de Rocky parecía gozar de tan buena salud como la que más, salvo mi tía Agatha. En realidad, tenía mucho de la tía Agatha. Presentaba todo el aspecto de ser muy peligrosa, si se lo proponía; y algo me decía que se lo propondría si llegaba a descubrir el juego del pobre Rocky.

—Buenas tardes —balbuceé.

—¿Cómo está usted? ¿Es míster Cohan?

—No…, no…, señora.

—¿Tal vez míster Fred Stone?

—No, señora, no. En realidad, me llamo Wooster, Bertie Wooster.

Pareció decepcionada. Un apellido tan atractivo como Wooster no parecía significar nada en su vida.

—¿No está Rockmetteller en casa? —preguntó—. ¿Dónde está?

Me quedé de una pieza. No le podía explicar que Rocky estaba en el campo, contemplando gusanos.

En un rincón de la estancia se produjo un leve ruido. Era la respetuosa tosecilla con la que Jeeves anuncia que va a hablar sin que nadie se lo haya pedido.

—Perdón, señor, pero míster Todd salió con unos amigos a primera hora de la tarde.

—Es verdad, Jeeves —dije, y consultando el reloj añadí—: ¿Dijo cuándo volvería?

—Me dio a entender, señor, que tardaría bastante.

Dicho esto, Jeeves se marchó silenciosamente. La tía ocupó la silla que yo había olvidado ofrecerle. Me miró de un modo raro. Fue una mala mirada. Experimenté la misma sensación del perro que ha encontrado un buen hueso y espera el momento favorable para esconderlo en alguna parte. Mi tía Agatha me había mirado del mismo modo años atrás, y sólo de pensarlo me dan escalofríos.

—Se comporta como si se encontrara en su propia casa, joven. ¿Es usted muy amigo de Rockmetteller?

—Sí, sí, ¡ya lo creo!

Frunció el ceño, como si hubiese esperado algo mejor de Rocky.

—Sí, tiene que serlo —añadió—, a juzgar por el modo con que se desenvuelve en esta casa.

Tan sarcástica observación me privó del uso de la palabra. Aquello de verme tratado como un huésped indeseable o un intruso, me desconcertó por completo. Ella no dio a entender que me consideraba un visitante como los demás. Sin duda me clasificó en un grado intermedio entre el ladrón y el fontanero.

En este punto la conversación pareció languidecer en terrible agonía. Pero tuve una idea: el té, el gran reconfortante.

—¿Le apetece una taza de té?

—¿Té?

Pronunció la palabra como si jamás hubiese oído hablar de esa infusión.

—No hay nada como una taza de té después de un viaje —le dije—. Alegra las neuronas. Le pone a uno a tono. Quiero decir que reanima al más decaído, ¿comprende? Voy a decírselo a Jeeves.

Me dirigí, pasillo adelante, hacia el cubil de Jeeves. El hombre leía un periódico de la tarde, como si no tuviese ninguna preocupación.

—Jeeves —dije—, necesitamos té.

—Muy bien, señor.

—Oiga, Jeeves, éste es un caso difícil.

Necesitaba que me compadecieran y me ayudaran. Mis centros nerviosos acababan de experimentar una violenta conmoción.

—Cree que este piso pertenece a míster Todd. ¿Quién diablos se lo puede haber dicho?

Jeeves llenó la tetera con contenida dignidad.

—Sin duda las mismas cartas de míster Todd, señor —contestó—. Si usted recuerda, yo propuse que la correspondencia se centralizara aquí, para hacerle creer que míster Todd tenía una buena residencia en el centro de la ciudad.

Lo recordé. A la sazón la consideramos una idea brillante.

—Pues mire qué resultado ha dado, Jeeves. Me considera un intruso. ¡Por Dios! Supongo que se cree que soy un gorrón que vive a expensas de míster Todd y que aprovecho las camisas que él desecha.

—Es muy probable, señor.

—Es una situación intolerable.

—Desde luego, señor.

—Y aún hay más. ¿Qué vamos a hacer con míster Todd? Tenemos que hacerle regresar cuanto antes. Lo mejor será que le ponga un telegrama diciéndole que tome el primer tren.

—Ya lo he hecho, señor. Me he tomado la libertad de redactar el telegrama y de mandarlo con el chico del ascensor.

—¡Caramba, piensa usted en todo, Jeeves!

—Gracias, señor. ¿Le apetecen unas tostadas con el té? Bien, señor.

Volví al salón. Ella no se había movido. Seguía erguida, en el borde de la silla, cogiendo el paraguas como si fuese un martillo. Cuando entré, volvió a lanzarme una de sus torvas miradas. Estaba claro que le era antipático. Supongo que se debía al hecho de que yo no era George M. Cohan. Aquello me resultaba muy molesto.

—Qué sorpresa, ¿eh? —le dije, después de cinco minutos de absoluto silencio, y con la intención de reanudar la charla.

—¿Sorpresa?

—Me refiero a su visita, naturalmente; usted verá…

Enarcó las cejas y me fulminó con la mirada a través de sus gafas.

—¿Qué tiene de sorprendente que yo visite a mi único sobrino? —exclamó.

—¡Oh, claro! —contesté—. Pues…, ¡naturalmente! Sin duda…, quiero decir…

Jeeves entró con el té. Pensé que su aparición me sacaría del apuro. No hay nada como ocuparse en algo para salir de un mal trance. Con la tetera en la mano me sentí más seguro.

—Bien, ya está aquí el té —dije. No era lo que hubiera querido decir. Mi intención era más ceremoniosa. Pero, aun así, aquello cubría el expediente. Le ofrecí una taza. Bebió un sorbito, y lo dejó con un escalofrío.

−¿Cree usted, joven —dijo fríamente—, que voy a beber este potingue?

—¡Pues claro! Esto le alegrará las neuronas.

—¿Qué significa «alegrar las neuronas»?

—Pues que se pondrá a tono, ¿comprende?

—No entiendo una palabra de lo que dice. Es usted inglés, ¿verdad?

Hube de admitir que sí. Ella no dijo palabra, pero su gesto fue peor que si hubiese hablado horas enteras. De lo cual deduje que no le gustaban los ingleses, y que si hubiese necesitado uno, el último habría sido yo.

Después de esto, la conversación volvió a decaer.

Traté de reanimarla. Cada vez estaba más convencido de que no puede haber conversación animada entre dos personas, especialmente si una de ellas replica con monosílabos y a veces ni siquiera con eso.

—¿Está a su gusto el hotel? —le pregunté.

—¿Qué hotel?

—En el que se hospeda.

—Yo no me hospedo en ningún hotel.

—¿En casa de algún amigo, entonces?

—No. Me alojo en casa de mi sobrino, como es natural.

Al principio no lo comprendí.

—¡Cómo! ¿Aquí? —dije por fin, estupefacto.

—¡Claro! ¿En qué otro sitio podría ser?

El horror de la situación me envolvió como una ola. No sabía qué diablos hacer. No podía explicarle que aquel piso no era de Rocky si no quería desbaratar la jugada de éste, porque entonces ella habría preguntado dónde vivía Rocky, y en este caso todo habría terminado. Estaba haciendo esfuerzos para reponerme del susto, cuando ella volvió a hablar.

—¿Tiene la bondad de decir al criado de mi sobrino que me prepare la habitación? Quiero descansar un rato.

—¿El criado de su sobrino?

—Sí, ese hombre a quien usted llama Jeeves. Si Rockmetteller ha salido de excursión, no es necesario que usted le espere. Es natural que, cuando regrese, quiera estar a solas conmigo.

Me encontré saliendo del salón. Aquello era demasiado para mí. Fui a ver a Jeeves.

—¡Jeeves! —le dije en voz baja.

—¿Señor?

—Estoy a punto de desmayarme.

—Muy bien, señor.

—Esto empeora por momentos, Jeeves.

—Entiendo, señor.

—Esa mujer cree que usted es el criado de míster Todd. Piensa que el piso y todo lo que contiene es de él. No sé qué podrá hacer usted, salvo quedarse y guardar la casa. No podemos decir nada, porque se descubriría todo el tinglado, y no quiero perjudicar a míster Todd. A propósito, Jeeves, quiere que usted le prepare la cama.

Parecía dolido.

—Le tendré que dar mi habitación, señor.

—Lo sé, lo sé. Pero hágalo como un favor personal. Se lo agradeceré mucho, Jeeves. Yo también tengo que irme a un hotel.

—¿Piensa irse a un hotel, señor? ¿Qué hacemos con las prendas de vestir?

—¡Maldita sea! No había pensado en ello. Cuando ella esté distraída, intente meter algo en una maleta, y llévela al Saint Aurea.

—Haré cuanto pueda, señor.

—Bien, creo que eso es todo. Dígale a míster Todd dónde estoy.

—Muy bien, señor.

Eché una mirada alrededor. Había llegado el momento de partir. Me entristecí y me acordé de aquellos melodramas en que un hombre se ve arrojado de su hogar y se queda solo entre la nieve.

—Adiós, Jeeves.

—Adiós, señor.

Y salí con paso incierto.

Estoy de acuerdo con los poetas-filósofos que insisten en que un hombre debe sentirse extraordinariamente satisfecho si pasa tribulaciones. Me refiero a todo lo que se ha dicho sobre el sufrimiento que purifica, y cosas por el estilo. El sufrimiento hace más comprensiva a la gente. La ayuda a hacerse cargo de las desgracias de los demás, si uno ha tenido que soportarlas antes.

Mientras estaba en mi solitaria habitación de hotel, esforzándome en hacerme el nudo de la corbata blanca, me asaltó el pensamiento de que en el mundo existen legiones de personas que no tienen a nadie que cuide de ellos. Siempre había considerado a Jeeves una especie de fenómeno natural; pero, claro, sin duda existen muchísimos hombres que tienen que plancharse los pantalones, que no tienen a nadie que les lleve el té por las mañanas, etc. Quedé muy emocionado por estos pensamientos. Y desde entonces he podido comprender las espantosas privaciones que han de soportar los pobres.

De un modo u otro acabé de vestirme. Jeeves no había olvidado nada. Todo estaba en la maleta. Creo que esto aún fue peor, porque me hizo ver más claramente mi desgracia. Era una especie de testimonio de simpatía de una persona desaparecida.

Cené informalmente y fui al teatro; pero todo me parecía indiferente. A la salida del espectáculo no tuve ánimos de ir a ninguna parte, me limité a acostarme. Jamás me había sentido tan desgraciado. De pronto, advertí que andaba por mi habitación de puntillas, como si hubiese un difunto en la casa. De haber tenido a alguien con quien hablar, lo habría hecho en voz baja; y cuando sonó el timbre del teléfono contesté con una voz tan desmayada que mi interlocutor dijo «¡Oiga!» cinco veces, creyendo que nadie le contestaba.

Era Rocky. El pobre estaba muy nervioso.

—¿Bertie? ¿Eres Bertie? ¡Oh, amigo! ¡Qué mal rato estoy pasando!

—¿Desde dónde llamas?

—Desde el cabaret Orgías de Medianoche. Hace una hora que estamos aquí y ya no sé qué hacer. He dicho a la tía Isabel que iba a ver si encontraba a algún amigo. Ella se ha quedado en la mesa con una expresión de infinita felicidad en el rostro. Se divierte como un niño, y yo me aburro como una ostra.

—Cuéntamelo todo, amigo —le dije.

—Si esto dura demasiado, me escabulliré hacia el río y acabaré de una vez. ¿Es posible, Bertie, que acudas a estos lugares cada noche y te diviertas? ¡Es sencillamente infernal! Ahora mismo me estaba durmiendo, disimulando detrás de la carta, mientras un millón de chicas chillaban como locas, jugando con globos de niño. Además, hay dos orquestas y cada una de ellas se esfuerza en hacer más ruido que la otra. Soy un náufrago mental y físico. Cuando recibí tu telegrama estaba fumando una pipa tranquilamente, arropado en una sensación de inefable paz. Tuve que vestirme apresuradamente y correr tres kilómetros para tomar el tren. Por poco sufro un ataque cardíaco; y por añadidura hube de inventar una montaña de mentiras para la tía Isabel. Por último, he tenido que enfundarme este maldito traje de noche tuyo.

Lancé un suspiro de profunda desesperación. Hasta aquel momento no pensé que Rocky tendría que recurrir a mi vestuario.

—¡Echarás a perder mis trajes!

—Creo que sí —contestó Rocky del modo más desagradable; al parecer, los disgustos que estaba pasando habían influido perniciosamente en su carácter—. ¡Ya quisiera yo dejarlos de una vez! Por lo menos son tres tallas pequeñas para mí, y todo parece a punto de estallar. Ojalá suceda de una vez; así podría respirar bien. No he podido hacerlo con desahogo desde las siete y media. Afortunadamente, Jeeves se las ha arreglado para salir un momento y comprar un cuello de mi talla; de lo contrario, a estas horas ya habría muerto estrangulado. Bertie, ¡estoy pasando un auténtico calvario! La tía Isabel insiste en que baile. ¿Cómo diablos puedo bailar si no conozco a nadie aquí? Además, ¿cómo diablos iba a hacerlo, aunque conociera a alguna chica, con estos pantalones tan estrechos, que amenazan con romperse de un momento a otro? Le he dicho que me dolía un pie. No hace más que preguntarme cuándo vendrán Cohan y Stone; y sólo es cuestión de tiempo el que descubra que Stone está sentado dos mesas más allá de la nuestra. ¡Necesito ayuda, Bertie! Tienes que idear algo para sacarme del atolladero, puesto que me metiste en él.

—¿Yo? ¿Qué quieres decir?

—Bueno, Jeeves. Es lo mismo. Tú fuiste el que propuso dejarlo en sus manos. Toda la culpa es de aquellas cartas que escribí inspirándome en las notas de Jeeves. Las redacté demasiado bien. Mi tía me ha hablado mucho de ellas. Dice que se había resignado a acabar sus días donde estaba, pero que mis cartas describiendo la vida feliz de Nueva York la impulsaron a emprender el viaje. Al parecer, cree que se ha curado milagrosamente. ¡Te aseguro que no puedo soportar esto, Bertie! ¡No puedo más!

—Y a Jeeves, ¿no se le ocurre nada?

—¡En absoluto! Se limita a decir: «¡Es muy lamentable, señor!». ¡Buena ayuda va a darme!

—Tranquilízate —le dije—; al fin y al cabo, es mucho peor mi situación que la tuya. Por lo menos tú dispones de una casa confortable y de Jeeves. Y, además, ahorras dinero.

—¿Que ahorro dinero? ¿Qué quieres decir?

—Que ahorras el dinero que te ha concedido tu tía por mediación de los abogados. Porque supongo que ella paga todos los gastos, ¿verdad?

—Así es; pero me ha retirado la asignación. Esta misma noche ha escrito a su administrador. Dice que ahora está ella en Nueva York, y ya no es necesaria la asignación, pues viviremos juntos para siempre, y que le es más sencillo darme el dinero en mano. Te aseguro, Bertie, que he examinado este maldito problema con microscopio, y no veo solución.

—¡Pero, Rocky, es terrible! No tienes idea de lo que sufro en este maldito hotel y sin Jeeves. Tengo que volver a mi piso.

—¡No te acerques al piso!

—¡Pero si es mío!

—No sé qué decirte. No le resultas simpático a mi tía. Me preguntó de qué vivías. Y cuando le dije que no trabajabas en nada, me contestó que ya se lo imaginaba, y que eres el ejemplo típico de una inútil y decadente aristocracia. De modo que no le haces mucha gracia. Y ahora tengo que irme; si no, vendrá ella a buscarme. Adiós.

A la mañana siguiente vino Jeeves. Su presencia pareció devolverme al ambiente familiar, y me emocionó.

—Buenos días, señor —dijo—; le traigo algunas cosas de uso personal.

Y empezó a vaciar una maleta.

—¿Ha tenido alguna dificultad en sacar todo esto de casa?

—No ha sido fácil, señor. Tuve que esperar el momento propicio. Miss Rockmetteller es una dama que lo vigila todo.

—Jeeves, estamos metidos en un buen lío.

—Evidentemente, señor; jamás me había encontrado en una situación así. Le traigo el traje castaño, muy adecuado para una situación como la presente. Mañana, si puedo, procuraré traerle otro.

—Esto no puede seguir así, Jeeves.

—Esperemos que se arregle, señor.

—¿No se le ocurre ninguna solución?

—He meditado detenidamente en el asunto, pero hasta ahora sin resultado positivo. Le traigo tres camisas de seda. Las pongo en el primer cajón, señor.

—No me dirá usted que no puede encontrar ninguna solución, Jeeves.

—De momento, así es, señor. Encontrará una docena de pañuelos y los calcetines oscuros en el primer cajón de la izquierda.

Cerró la maleta y la puso en una silla.

—Miss Rockmetteller es un caso muy curioso, señor.

—Y que lo diga, Jeeves.

Se quedó mirando meditativamente por la ventana.

—En muchos aspectos, señor, miss Rockmetteller me recuerda a una tía mía que vive en la parte sudeste de Londres. Sus caracteres son muy semejantes. Mi tía tiene la misma chifladura por los placeres de las grandes ciudades. Le gusta con locura pasearse en taxi, señor. Cada vez que la familia se descuida, ella se escapa de casa y se pasa el día en un taxi. Muchas veces ha llegado a forzar las huchas de los niños para reunir dinero con que satisfacer su deseo.

—Me gustan estas pequeñas charlas con usted sobre sus parientes, Jeeves —le dije fríamente, porque veía que no me ayudaba, y ello me hacía muy poca gracia—, pero no veo qué tiene que ver con mi caso.

—Perdón, señor. Le dejo aquí unas cuantas corbatas, para que escoja la que más le guste. Le recomendaría la azul con lunares rojos, señor.

Luego se dirigió silenciosamente hacia la puerta y desapareció.

He oído decir a menudo que los individuos que han sufrido una gran pérdida o una gran conmoción al enfrentarse con la dura realidad preguntándose por la causa de sus desgracias, suelen reaccionar adoptando la firme decisión de volver a empezar. El tiempo, que todo lo cura, y la naturaleza ayudan mucho a conseguirlo. Hay mucho de verdad en esto. Lo sé porque en mi caso, al cabo de un par de días de lo que podríamos denominar abatimiento, empecé a sobreponerme. La espantosa pérdida de Jeeves hacía que toda idea de placer pareciese más o menos una burla, pero al fin encontré que podía volver a disfrutar de la vida. Quiero decir que volví a frecuentar los cabarets, por lo menos para olvidar mis penas.

Nueva York es una ciudad muy pequeña si nos limitamos a la parte que se levanta cuando los demás se acuestan, y no tardé en encontrar a Rocky en una de mis correrías. Le vi una vez en el Peale y otra en el Bacanales en el Tejado. No le acompañaba nadie más que su tía, y aunque él se esforzaba en aparentar que se encontraba como pez en el agua, no me fue difícil, conociendo como conocía yo lo ocurrido, ver que debajo de su máscara el pobre sufría lo indecible. Me compadecí de él. Ofrecía el aspecto del náufrago a punto de ser tragado por las olas.

También me pareció que su tía estaba algo trastornada. Seguramente se preguntaba cuándo aparecerían tantas celebridades, y por qué habían desaparecido tan súbitamente aquellos amigos juerguistas que Rocky mencionaba en sus cartas. Yo había leído un par de aquellas cartas, y ciertamente daban la impresión de que Rocky estaba en camino de ser el primer juerguista de Nueva York, y que si él dejaba de asistir a un cabaret, el gerente decía «Es inútil continuar así», y bajaban la persiana.

Las dos noches siguientes no les vi; pero a la tercera, estaba yo sentado tranquilamente en la Maison Pierre cuando alguien me dio unos golpecitos en el hombro, y vi a Rocky a mi lado con una expresión mitad de avidez y mitad de apoplejía. Cómo se las había arreglado el chico para llevar mis trajes de noche sin que ocurriera un desastre, era un misterio. Después, cuando hubo pasado todo, me confió que había cortado el chaleco por detrás y que eso le había ayudado mucho.

Pensé por un instante que había conseguido librarse de su tía aquella noche, pero enseguida la vi a poca distancia. Me estaba mirando desde una mesa situada junto a la pared, como si yo fuera un tipo cuya presencia tuviera que lamentar la administración del establecimiento.

—Bertie, amigo mío —dijo Rocky en voz baja y quejumbrosa—, siempre hemos sido buenos amigos, ¿verdad? Sabes de sobra que haría por ti cualquier favor que me pidieras.

—Claro que somos buenos amigos —le contesté.

Aquel muchacho me había emocionado.

—Entonces, por el amor de Dios, ven y siéntate a nuestra mesa el resto de la velada.

Sí, estaba muy bien, pero la amistad tiene sus límites.

—Mi querido amigo —le dije—, ya sabes que haría cualquier cosa razonable, pero…

—Por favor, Bertie. Hay que hacer algo para distraerla. Está preocupada por algo. Ya hace dos días que guarda esa actitud. Creo que empieza a sospecharlo todo. No comprende por qué nunca encontramos a ningún conocido en estos lugares. Hace unas noches encontré por casualidad a dos periodistas amigos míos. Esto fue un alivio. Los presenté a la tía Isabel con los nombres de David Belasco y Jim Corbett, y se lo creyó. Pero ahora ya ha pasado el efecto, y vuelve a mostrarse meditabunda. Hay que hacer algo; de lo contrario lo descubrirá todo y ya no conseguiré ni un céntimo de ella. Así pues, por el amor de Dios, ven a nuestra mesa y procura animar la situación.

Lo hice. Hay que intentarlo todo cuando un amigo está en situación desesperada. La tía Isabel estaba sentada envaradamente en su silla. Daba la impresión de haber perdido algo de aquel entusiasmo con que empezó a explorar Broadway. Tenía todo el aspecto de haber meditado bastante sobre cosas desagradables.

—Ya conoce usted a Bertie Wooster, ¿verdad, tía Isabel? —preguntó Rocky.

—Sí.

—Siéntate, Bertie —dijo Rocky.

Y así empezó la alegre juerga. Fue una de aquellas despampanantes juergas en que se tose dos veces antes de hablar, y luego se opta por callar. Al cabo de una hora de esta estupenda disipación, la tía Isabel dijo que era hora de regresar a casa. Teniendo en cuenta lo que me había dicho Rocky, esto era un augurio siniestro. Me constaba que al principio tenían que llevarla a casa por la fuerza.

Aquello debió de sorprender también a Rocky, porque me lanzó una mirada suplicante.

—Nos acompañarás, ¿verdad, Bertie? Beberemos algo en casa.

Esto no formaba parte del trato, pero no tuve más remedio que aceptar. Parecía una herejía dejar al muchacho solo con aquella mujer. Así pues, le acompañé.

Desde el primer momento, es decir, desde que subimos al taxi, empecé a tener la convicción de que algo iba a pasar. En el extremo donde se había acomodado la tía de Rocky reinaba un impresionante silencio, y aunque Rocky, balanceándose en el pequeño asiento supletorio, hacía todo lo posible para mantener un diálogo, no constituíamos precisamente un grupo de parlanchines.

Cuando entramos en el piso, vi a Jeeves metido en su cubil, y mi deseo fue llamarle para que nos ayudara. Tenía la íntima convicción de que le necesitaría.

El licor estaba en la mesa del salón. Rocky levantó la botella.

—Avisa cuando tengas bastante, Bertie.

—¡Alto! —rugió la tía Isabel.

Rocky dejó caer la botella.

Mi mirada encontró la del muchacho cuando éste se agachaba para recoger los trozos de vidrio. Era la mirada del condenado a muerte.

—Deja eso, Rockmetteller —dijo la tía Isabel.

Rocky obedeció.

—Ha llegado el momento de hablar —dijo ella—. No puedo permanecer indiferente viendo a un joven al borde de la perdición.

El pobre Rocky emitió una especie de gorgoteo, un sonido parecido al del whisky al derramarse sobre la alfombra.

—¿De veras? —dijo el chico, parpadeando.

La tía prosiguió:

—La culpa es mía. Yo ignoraba la realidad. Pero ahora se han abierto mis ojos, y he comprendido lo terrible que ha sido mi error. Me estremezco al pensar en el mal que te he causado, Rockmetteller, al obligarte a que te relacionaras con esta maldita ciudad.

Rocky se acercó lentamente a la mesa. Sus dedos la tocaron y una expresión de alivio inundó el rostro del pobre muchacho. Comprendí lo que ocurría en su interior.

—Cuando te escribí aquella carta, Rockmetteller, ordenándote que vinieras aquí y te entregaras a la vorágine de esta vida, aún no había escuchado a míster Mundy predicar sobre Nueva York.

—¡Jimmy Mundy! —exclamé.

Ya saben ustedes lo que ocurre a veces: todo parece revuelto y confuso, y de improviso se encuentra el hilo del embrollo. Cuando ella mencionó a Jimmy Mundy empecé a comprender lo que había sucedido, más o menos. No era la primera vez que presenciaba un caso así. Recuerdo que, en Inglaterra, el ayuda de cámara que tuve antes de Jeeves acudió a uno de estos mítines, un día de fiesta; al volver me encontró en pleno festín, pues aquella noche yo obsequiaba con una cena a mis amigos; y ante todos ellos me apostrofó acusándome de ser la criatura más inútil que había creado la sociedad.

La tía me miró de pies a cabeza.

—¡Sí, Jimmy Mundy! —dijo—. Me sorprende que un hombre de su calaña haya oído hablar de él. A sus mítines no van beodos, ni desvergonzados, ni juerguistas, ni mujerzuelas; por eso deben de tener poco atractivo para usted sus conferencias. Pero para las personas que no están encenagadas en el pecado, su palabra es un mensaje de Dios. Él ha venido a salvar Nueva York; ha venido a encarrilarla. Hace tres días, Rockmetteller, le oí por primera vez, por pura casualidad. ¡Cuántas veces un simple azar hace cambiar toda una vida!

»Tú tuviste que salir —prosiguió dirigiéndose a su sobrino—, pues te telefoneó míster Belasco. Por ello no pudimos ir al hipódromo, como habíamos convenido. Le pedí a tu criado, Jeeves, que me acompañara allí. Este hombre es un poco tonto, porque me parece que no entendió bien. Pero le estoy agradecida por la equivocación. Me llevó a un sitio llamado Madison Square Garden, lugar donde celebra sus mítines míster Mundy. Me acompañó hasta el asiento, y luego me dejó. Y hasta que hubo empezado el acto no me di cuenta de la equivocación. Mi asiento estaba situado en el centro de una fila. No podía salir de allí sin molestar a muchas personas, de modo que no me moví.

La señora respiró profundamente.

—Rockmetteller —prosiguió—, jamás he sentido tan profunda gratitud. ¡Míster Mundy estuvo maravilloso! Era exactamente igual que un profeta de la Antigüedad, proclamando los pecados de la gente. De su boca salía un flujo de palabras inspiradísimas. De vez en cuando se expresaba de un modo raro, pero cada una de sus frases era un axioma. Me hizo ver una Nueva York con sus verdaderos colores. Me demostró la vanidad y la maldad que encierra el acto de estar bordeando las doradas orillas del vicio, comiendo langosta a horas en que la gente decente está acostada.

»Afirmó que el tango y el fox-trot son ritmos diabólicos que arrastran a la gente al abismo. Dijo que se peca mucho más en diez minutos de música negra de banjo que en todas las antiguas orgías de Nínive y Babilonia. Y cuando avanzó un paso y señaló claramente el lugar donde yo estaba, y dijo: “¡Esto va por usted!”, creí caer desmayada. Salí de allí convertida en otra mujer. Supongo que habrás observado el cambio, ¿verdad, Rockmetteller? Ya no soy la negligente y bobalicona mujer que insistía en que bailases en aquellos lugares de perdición.

Rocky estaba cogido a la mesa, como si ésta fuese su único amigo.

—Sí…, claro —tartamudeó—; cre… creí que te pasaba algo…

—¿Que me pasaba algo? ¡Sí, pero algo muy bueno! Rockmetteller, aún estás a tiempo de salvarte de la perdición. No has hecho más que probar la copa del mal. No la has apurado del todo. Al principio te será difícil, pero verás como resulta más fácil si decides luchar con todas tus fuerzas contra la fascinación y engañosa magia de esta horrenda ciudad. ¿Lo intentarás, Rockmetteller? Hazlo por mí. ¿Querrás volver mañana al campo y empezar la lucha? Poco a poco, si pones toda tu fuerza de voluntad en ello…

Estoy convencido de que fue precisamente la expresión «fuerza de voluntad» lo que despertó a Rocky como un toque de trompeta. Seguramente debió de hacerle comprender que se había operado un milagro que le salvaba de romper con su tía Isabel. Sea lo que fuere, el caso es que, cuando ella pronunció aquellas palabras, se plantó delante de ella con ojos radiantes.

—¿Quieres que vuelva de nuevo al campo, tía Isabel?

—Sí.

—¿Que me vaya a vivir al campo?

—Sí, Rockmetteller.

—¿Para quedarme definitivamente allí y no volver más a Nueva York?

—Sí, Rockmetteller. Exactamente. Es el único camino. Sólo allí podrás estar a salvo de tentaciones. ¿Lo harás, Rockmetteller? ¿Lo harás… por mí?

Rocky volvió a cogerse a la mesa. Parecía que el mueble le daba ánimos.

—¡Sí! —exclamó.

Al día siguiente de la escena anterior volvía a estar instalado en mi piso, sentado en mi sillón, con los tacones sobre la mesa. Acababa de presenciar cómo el bueno de Rocky se marchaba hacia su casita de campo, y una hora antes habíamos ido a despedir a su tía Isabel, que se dirigía al villorrio del que debía de ser la pesadilla. Por consiguiente; volvíamos a estar solos, al fin.

—Jeeves, no hay como estar en casa, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Las paredes amigas…, todas estas cosas…, ¿eh?

—Eso es, señor.

—Jeeves —dije, encendiendo otro cigarrillo.

—¿Señor?

—¿Sabe que en todo este asunto hubo un momento en que creí que usted se daba por fracasado?

—Es posible, señor.

—¿Cuándo se le ocurrió llevar a miss Rockmetteller al mitin? ¡Fue una idea genial!

—Gracias, señor. Se me ocurrió inesperadamente, una mañana en que estaba pensando en mi tía, señor.

—¿Su tía? ¿La de los taxis?

—Sí, señor. Recordé que siempre que notábamos que le iba a sobrevenir una crisis de ir en taxi, íbamos a buscar al párroco. Y no fallaba, pues después de charlar un rato sobre cosas elevadas, su mente se distraía de los taxis. Y pensé que tal vez resultara eficaz el mismo tratamiento en el caso de miss Rockmetteller.

Me maravillé del ingenio de aquel hombre.

—¡Es usted genial! —exclamé—. ¿Cómo se las arregla para tener tanto talento, Jeeves? ¿Toma mucho fósforo? ¿Come mucho pescado, Jeeves?

—No, señor.

—Pues será un don natural. No puede ser otra cosa.

—Exactamente, señor —contestó Jeeves—. Si me permite, señor, yo no seguiría llevando esa corbata. Le da un reflejo verdoso en la cara que le hace parecer enfermo de ictericia. Creo que podría sustituirla por la azul con topos encarnados, señor.

—Muy bien, Jeeves —dije humildemente—. Usted lo sabe mejor que nadie.