Escribir Yo, la peor
Sor Juana la intocable.
Confieso que no ha sido fácil. Que aproximarme a sor Juana, a su vida, a su tiempo, a su deseo de saber por encima de todo e intentar darle vida, me pareció un atrevimiento. Aún me lo parece, por su estatura literaria, por ser motivo de estudio de los sorjuanistas (muchos le han dedicado décadas de estudio), por ser un enigma y por los hallazgos continuos que van dando explicaciones, nuevos matices y renovadas dudas a un genio extraordinario en un momento de la Nueva España también singular. Pero el atrevimiento ha valido la pena. Me acerqué temerosa al cementerio de las luminarias mexicanas; mi quimera era rozar lo inalcanzable. Me quería meter detrás de los ojos de Juana Inés, en su piel, en sus oídos, escuchar su respiración, verla llevarse la cuchara a la boca, vestirse en el convento, conocerla de niña, espiarla andar por las calles de la ciudad. Opté por escoger los ojos de otras, la experiencia de las mujeres reales y mujeres probables que atestiguaron, acompañaron o estorbaron su vida. La primera persona de Juana Inés de la Cruz me parecía tan clara en su poesía, en su Respuesta a sor Filotea, que más valía que la miraran las mujeres de su tiempo para que dieran cuenta de quién iba siendo. La novela debía contemplar a sor Juana desde que aún no era la que sería (como dice Borges de Emma Zunz); hasta el tiempo último en que se quería que dejara de ser la que ya era.
A su madre Isabel, amancebada dos veces y afincada en Nepantla y después en Panoayan, le pedí constancia de maternidad; a su abuela Beatriz, andaluza, observar la relación de la niña Juana con su abuelo Pedro en la biblioteca de Panoayan; a Josefa, su hermana, la tristeza de que se llevaran a Juana Inés a la ciudad de México; a María, la hermana mayor, la melancolía por el padre ausente, y a su hija Isabel María, testimonio desde el convento de San Jerónimo donde también ingresó a la vera de su tía. Entre todas, me encontré una cómplice perfecta, una mujer que pudiera atravesar e hilvanar todas las etapas de la vida de sor Juana desde el descubrimiento primero de la palabra, hasta sus últimos meses de despojo y ataques. Refugio Salazar, la maestra de la escuela Amiga, acudió a mi llamado. Ya la mencionaba sor Juana en su Respuesta a sor Filotea, pequeño legado autobiográfico de la monja, sin darle nombre, ni cara. Tomé ese hilo que me tendía Juana Inés en el tiempo y volví a la viuda, personaje acompañante de la vida de Juana Inés en los tres tiempos en que está dividida la novela, que corresponden a cuatro espacios: el campo en Amecameca, la ciudad de México, el palacio y el convento.
El primero es el de la infancia a los pies del volcán. La visita a Nepantla, pero sobre todo a la hacienda de Panoayan, donde Juana Inés vivió de los tres a los ocho años fue fundamental. Allí estaba la bruma y los árboles, el alero para que la abuela bordara, la cocina para que la esclava María preparara la comida, la capilla para rezar, la biblioteca del abuelo Pedro. Allí estaba el escenario para poder mirar lo que miró la niña Juana Inés de 1652 a 1657 (incluida una explosión del Popocatépetl). Con un retrato de Juana Inés adolescente, vestida de rojo, en el portal de entrada, la casa grande de la hacienda que rentara don Pedro Ramírez por tres vidas, permitía soñar en una vida resucitada tras los muros y a la vera del volcán. El testamento del abuelo Pedro fue fundamental para conocer a los esclavos negros —edades, nombres y parentesco— que trabajaban en Panoayan y cuyos cantos probablemente escuchaba la niña Juana Inés, como lo recuerdan las voces negras que incorpora en sus villancicos.
Para ir a la ciudad de México fue necesaria la mirada de otras mujeres: de su tía María, casada con Juan Mata, en cuya casa vivió Juana Inés hasta el momento en que la conoció la virreina Leonor Carreto, y al nombrarla muy querida, la invitó a quedarse en palacio. De ese periodo, anterior al ingreso al convento de San Jerónimo, es decir, hasta los veintiún años de Juana Inés, poco se sabe (aunque sabemos que entró por algunos meses a la orden de las Carmelitas Descalzas); por eso es jugoso para la invención. Los estudios acuciosos de otros, como Antonio García Rubiales, me dieron la escenografía y los permisos para inventarle una querida al tío Juan Mata, práctica común en palacio pues las familias criollas llevaban a sus hijas para que se formaran en las lides cortesanas, las amatorias incluidas. Bernarda Linares, con su visión mundana y práctica, con su sensualidad de niña consentida, de mujer enredada en amores, me permitió ver a la Juana Inés de los saraos de palacio, la que estudiaba pero también departía con los hombres invitados al salón. Y el balcón de la virreina, desde el cual las mujeres miraban tras la celosía, la perspectiva de una plaza mayor con su catedral inacabada en una capital bulliciosa, habitada por castas y mezclas, mercaderes y religiosos.
Las esclavas negras como Juana de San José, que la madre de Juana Inés le regaló al entrar al convento, o Virgilia, que asistía a las chicas en palacio, me dieron otra óptica y permitieron que el pensamiento mágico coexistiera con el religioso, los bailes y las maneras amorosas más libres de las clases bajas.
Entrar al convento de San Jerónimo fue cambiarle el ropaje a Juana Inés y comenzar a ascender con ella por la escalera de sus logros, de sus apadrinamientos, de sus poderosos lazos con la virreina María Luisa, que fue su protectora, amiga, la única inteligencia femenina a su altura y mujer con sed de conocimiento y relaciones fundamentales. Mujer de su misma edad que estuvo a su lado incluso a su vuelta a España y de quien se ha dicho que sor Juana estuvo enamorada, quizás porque es más fácil este enfoque, que la altura y la sutileza de una amistad apasionada basada en la admiración mutua y la lealtad. En todo caso yo me inclino por esta relación de amistad profunda que será fundamental en Yo, la peor, pues la marquesa de la Laguna será el pivote de la última batalla con la palabra que sostendrá Juana Inés antes de morir y contra todas las suposiciones del arzobispo Aguiar y Seixas, el obispo Fernández de Santa Cruz y el confesor Núñez de Miranda (a quienes he llamado los lobos). A partir de esos últimos meses de la vida de Juana Inés, en que las condiciones que le fueron favorables se voltearon en su contra, Juana Inés y María Luisa Manrique, con las monjas portuguesas de La Casa del Placer, darán la estocada final. En la estructura de la novela, estos últimos meses en cuatro cartas son el presente detrás del cual las voces de las mujeres recorren la vida de Juana Inés. Encontrar la estructura dependió de las lecturas y la información que me iban dando claridad y complicaban la figura de Juana Inés.
Sin el hallazgo de Los enigmas ofrecidos a la discreta inteligencia de la soberana asamblea de la Casa del Placer, por su más rendida y aficionada Sóror Juana Inés de la Cruz, Décima Musa que —indica Sara Poot Herrera— fueron localizados por Enrique Martínez López en la Biblioteca Nacional de Lisboa, en 1968, y muchos años después dados a conocer por Antonio Alatorre, no hubiera sido posible darle esa dimensión a la novela, es decir, la certeza de que Juana Inés no renunció nunca a la palabra escrita, a su sed de conocimiento, a la comunicación con el mundo, al desahogo de su inteligencia. Si ya el lúcido ensayo de Paz sobre Juana Inés había puesto el acento en su deseo de saber y en la libertad del estudio por encima de todo, el hallazgo de los enigmas (acertijos literarios que sor Juana mandaba a las monjas portuguesas para que ellas los descifraran), recalcaba la vocación irrenunciable de Juana Inés. Le devolvían su estatura guerrera, de una heroína y no de una mártir de la historia. Ese papel de Juana Inés me emocionó. Por eso imaginé su batalla contra el arzobispo, el obispo (sor Filotea) y el confesor como la del Quijote con el Caballero de la Blanca Luna (disfraz del bachiller). A Juana Inés y al Ingenioso Hidalgo les tienden una trampa, ambos la libran de diferente manera. El Quijote ya había sido publicado en 1605 y quiero pensar que la monja tendría noticias de él, aunque no lo hubiera leído.
Los estudiosos de sor Juana fueron mi guía; con sus reflexiones, hallazgos y luminosa pasión por la vida y la obra de la décima musa, me dieron asideros y alas para la invención. No todos ellos están en la bibliografía que consigno, pues muchas referencias están dentro de los consultados. Sabemos que no es posible acercarse a sor Juana sin visitar los textos de Dolores Bravo, Margo Glantz (y el espléndido apartado sobre sor Juana que dirige dentro de la biblioteca virtual Miguel de Cervantes), Elías Trabulse, Antonio Alatorre, Octavio Paz, entre otros. Los textos de Sara Poot Herrera sobre los nuevos hallazgos en la vida de sor Juana fueron fundamentales para añadir la intriga y el antídoto (bien dice de quienes la asediaron: "dijeron para ocultar, se ocultaron para decir"). Por más que los estudiosos disientan entre sí, pues el tema sin duda enigmático desata polémicas, el novelista debe elegir, optar por las especulaciones que le parezcan más adecuadas para comprender a la figura y su tiempo, y asirse de los nudos concretos de información comprobable (aunque posteriores hallazgos la desbarranquen). En la escritura de la novela hay mucho de viaje y permiso, con inevitables paradas en sitios concretos.
A sor Juana le tocó vivir la segunda mitad de un siglo luminoso en que el renacimiento ocupaba las actitudes de los hombres de aquel tiempo: dudar y conocer. El avance de la ciencia derrumbaba viejas nociones y el planeta y el universo estaban más cerca por las recientes exploraciones y los descubrimientos debidos, entre otros, al telescopio de Galileo. Sin duda había un sustrato nutritivo para que sor Juana no dejase de asombrarse y equiparse. Por ello fue amiga de inquietudes semejantes como la del matemático Sigüenza y Góngora, o la del jesuita Kino. (La crónica de Sigüenza y Góngora fue indispensable para narrar los dramáticos sucesos de la ciudad en la década de 1690: la inundación de la capital, el motín y el incendio.) Si el barroco fue luz y oscuridad, símbolo y representación, Juana Inés se montó en ello.
La obra de Juana Inés, sorprendente, seductora, compleja como el Primero sueño, inagotable, asombrosa, no es objeto de esta novela, pero sin duda es referencia. La novela está del otro lado de sus escritos, en el momento y la circunstancia en que éstos ocurrieron. Y aunque me acerco a ellos muy poco, pues no son objeto de la novela, me serví de ellos durante la escritura. Me propuse leer un poema diario (no siempre lo logré), para estar en la música y en las imágenes de su tiempo. Fue sobre todo una forma de acompañarme. Una especie de fetichismo. Necesitaba a sor Juana.
Ahora que he concluido Yo, la peor, mi interés no se ha agotado. Podría nunca haber puesto punto final a la novela. Por el renovado deseo de saber más, de conocer mejor su tiempo, su temperamento, las circunstancias que la rodearon. Pero dejo eso para quienes dedican parte de su vida al estudio de la enigmática figura. Para mí ha sido un privilegio estar cerca de ella durante la escritura. Si he logrado atrapar una mirada suya, estaré complacida. Ahora, la admiro más.
Mónica Lavín