Amiga de las palabras

Refugio Salazar se ató el delantal a la cintura, y aunque le estorbaba aquel chal de lana para moverse y escribir en el pizarrón, el frío de esa mañana no le permitía quitárselo. Sabía que en unas horas el sol estaría más elevado y que al mediodía el calor sería severo y que tendría que pedir a las criaturas que jugaran bajo la sombra de los árboles. Ese sol de montaña era incisivo. Algunos peninsulares, conocedores del clima de montaña de su tierra, insistían en que los rayos en estas latitudes eran harto más bravos y que escocían en la piel con tal velocidad que no había ungüento que mitigara las quemaduras. Por eso ataban sombreros a las criaturas, quienes los abandonaban en el perchero al llegar a aquel salón y luego se olvidaban de ellos al salir al patio. Que no la reprendieran a ella que no estaba para cuidar a hijos ajenos; bastante era ya darles una instrucción que les permitiera entender los números y las letras. Como había sucedido con ella entre las concepcionistas en el convento de Puebla. Pero aquí, en Amecameca, había mucha carencia de enseñanza. El convento más cercano estaba en Tlayacapan y allí sólo a los muchachos se les podía instruir. Refugio miró por la ventana el día recién clareado con esa bruma mañanera que serpenteaba entre los encinos. Tanta quietud la llenaba de tristeza y quería ya que las voces niñas la interrumpieran en tropel, como cuando entraba con sus hermanos a la cocina de la casa en Puebla. Las voces la llevaban al olor de los peroles: el frijol negro con epazote. Podía comer uno tras otro platos repletos de aquel potaje, aunque el estómago le doliera luego y su madre la reprendiera y la hiciera aprenderse de memoria una oración, otra más de las muchas que en casa y en el convento les tomaban las monjas para cerciorarse de que el camino de la fe se iba sembrando. De no ser por Plácido no hubiera dejado la ciudad. ¿Por qué no se había casado con el hermano del alcalde que tan buena vida le hubiera dado y que no se habría muerto a destiempo como su marido y seguiría dando de qué hablar porque aún estaba vivo y era pudiente? Refugio podía ser la señora del muy notable administrador de la alcaldía poblana, Becerra y Acosta, y en cambio era la viuda de Plácido Sanjuanes, navarro de nacimiento, estéril de enfermedad, mentecato de crianza, funcionario del ayuntamiento cuya dote y origen cautivó a la familia Salazar que no quiso oscurecer el tono de la piel, tan esmerada en conservarlo claro como el queso manchego de oveja que compraba su padre.

Refugio anticipó las voces; parecían brotar de la bruma porque sólo hasta que llegaron al prado frente a la entrada del salón distinguió a los hermanos Gedovius y a la niña Dorotea, quien por la edad ya debía saber más de lo que sus luces le permitían comprender, y del lado derecho y correteando se acercaron los gemelos Mondragón, y aquel niño solo de su cuñada Concepción, que había dado a luz a un pequeño tímido y callado, acompañado de su negro Martín que se sentaba junto a él durante la lección. Refugio advertía que el negro Martín aprendía esas letras y esos números mejor que su sobrino; debía ignorarlo cuando espontáneamente respondiera el resultado de una suma o deletreara una palabra. El negro era un fantasma; era como la bruma espesa de Amecameca y no había que reparar en él. Pero a Refugio le costaba mucho trabajo el fingimiento pues los niños gritaban: "Que pase Martín, Martín sabe resolver la resta". Y ella comprendía que los negros también tenían inteligencia, pero no podía quebrar la regla. La censurarían. Como si no los hubiera escuchado pedía a su sobrino, al delicado hijo de Concepción, que se acercara al pizarrón, y cuando lo miraba llorar y ella misma iba por él con la idea de tomarle la mano y conducirla mientras trazaba la M en el pizarrón, el chico se replegaba hacia su esclavo, apenas dos años mayor, y no atendía los ruegos de su tía. Martín se quedaba inmovilizado por la timidez de su patrón, por la invisibilidad a la que lo obligaba Refugio, hasta que ella cedía y le proponía al sobrino pasar con Martín, que el chico lo ayudara. Y entonces las cosas funcionaban, el chico escribía la letra con una pulcra manuscrita y luego leía en voz alta y para todos: María, porque Refugio se cuidaba de que, ante la afrenta pagana de un negro en clase, se nombrara a los principales de la fe. En cuanto el chico y el esclavo regresaban a su asiento, Refugio se persignaba de cara al pizarrón, pero, a decir verdad, cada vez lo hacía menos y cada vez permitía que Martín hablara más. Había cometido el desatino de dejarlo como maestro sustituto, explicando unas sumas, cuando sintió aquel retortijón pavoroso. Era la venganza del plato de frijoles que almorzó a las seis de la mañana, curioso que su única rebeldía fuese almorzar frijoles negros, tan prohibidos en casa, donde se cocían las alubias por conocidas y por blancas, y sólo en la cocina, con las indias, ella podía probar ese manjar oscuro. Cuando le daba la melancolía, sólo la comida la consolaba. Era una suerte que no le hiciera provecho, pues a sus veintisiete años seguía siendo esbelta.

Los chicos iban entrando al salón y saludaban a la maestra, que les recordaba colgar el sombrero en el perchero, igual que los gabanes y las piezas que les pudieran incomodar para trabajar en clase. Las últimas en llegar fueron las hermanas Ramírez. Desde que Josefa traía a su hermana pequeña, llegaba tarde. Se disculpaba siempre por interrumpir con su llegada, pero cuando Refugio miraba a Juana Inés, comprendía. Era tan pequeña, que venir desde la hacienda de Panoayan la debía fatigar. La primera vez que vio entrar a Josefa con aquella pequeña a quien acomodaba en la banca a su lado, se acercó y preguntó quién era la visitante.

—Es mi hermana Juana Inés —dijo Josefa, orgullosa.

—Es muy pequeña para la instrucción —se defendió Refugio, observando las manos pequeñas de la niña, que sin atenderla garabateaba en un papel.

—Pero es muy lista —la defendió Josefa.

—¿Don Pedro sabe que la traes hasta acá?

Josefa bajó la cabeza y Juana Inés susurró algo al oído de su hermana, que respondió por ella:

—Mi abuelo sí sabe porque le gustan los libros. Mi mamá no.

A Refugio le pareció bien la sinceridad de la pequeña, pero le parecía raro que alguien eligiese venir a la escuela por cuenta propia. Lo que sucedía con frecuencia es que los chicos se quedaban a jugar por el bosque y que la viuda tuviera que dar cuenta a sus padres de las faltas.

—Si quieres volver, debes pedir permiso a tu madre.

Mientras Refugio hacía esa advertencia sabía que tal vez sería inútil. Isabel Ramírez vivía con don Manuel de Asbaje y se ocupaba de la hacienda en Nepantla, y era el abuelo quien atendía a las criaturas. Don Pedro era muy respetado, y en la región el único letrado; por eso procuraba que las criaturas tuvieran alguna instrucción.

No fue necesario que Refugio cumpliera la advertencia. Al ver el papel donde Juana Inés garabateaba notó que había copiado con bastante precisión la palabra "Junio" en el pizarrón.

Refugio siempre escribía la fecha antes de comenzar la clase. Hacía algunas alusiones religiosas si se trataba de una fecha emblemática y luego refería a la estación del año, a las cosechas y al clima. Porque más allá de las palabras, o para retenerlas, como ella había aprendido a hacerlo bordándolas, era preciso llenarlas de imágenes. Por eso al final de la clase los chicos dibujaban.

A partir de entonces, ver entrar a las hermanas Ramírez de la mano se convirtió en rutina de la escuela Amiga. Y de alguna manera ver a aquella criaturita copiar las letras y pronunciarlas con esmero le producía una emoción particular. La misma que le provocaba cada vez más el esclavo Martín, pero que con Juana Inés no era preciso disimular. Todo lo contrario, aplaudir y señalar su asombro frente a los demás. Como ocurrió esa mañana del 24 de junio, cuando después de poner la fecha y señalar que era el día de san Juan, responsable del bautismo de Cristo nuestro señor, pidió a los chicos que felicitaran a la compañera más joven. Cuando Refugio la animó a pedir un deseo, Juana Inés dijo que quería aprender a escribir una palabra.

Señaló el cuaderno de su hermana Josefa y la maestra se acercó a ver el dibujo de la clase anterior.

—Es el Iztaccíhuatl —dijo riendo—. La mujer blanca.

Juana Inés intentó repetir "Iztaccíhuatl" lentamente. Se notaba que le gustaba que estuviera cargada de tantas letras difíciles de pronunciar.

—Es más fácil que aprendas a escribir mujer blanca —insistió Refugio.

—Iztaccíhuatl —repitió Juana Inés y se puso de pie asombrada de poder decirla mejor cada vez. El grupo empezó a imitarla intentando pronunciar aquella palabra extraña.

Vencida, Refugio anotó en el pizarrón el nombre náhuatl de la montaña, letra por letra. Titubeó cuando llegó a la doble c, y más aún cuando apareció la h. Juana Inés sonrió.

Cíhuatles mujer —explicó la maestra.

El escaso náhuatl que sabía lo había aprendido de la cocinera india de su casa paterna.

—¿Entonces Iztac es blanca? —preguntó Juana asombrada de haber podido descifrar aquella palabra misteriosa.

Y abajo del dibujo de su hermana copió la palabra difícil, sonora, que Refugio fue paladeando esa tarde de regreso a su casa vacía, mientras contemplaba los volcanes fulgiendo de blancura. La palabra le sentaba bien al señorío de la montaña.