La favorita de la virreina

Esa mañana Bernarda caminó con Leonor Carreto hacia el patio donde habrían de festejar el cumpleaños del virrey. A Antonio le gustaban las corridas de toros y ella tenía preparada esa sorpresa en aquel patio; incluso había pensado que si la corrida se hacía en el que daba a las ventanas de la cárcel, la fiesta tendría un sentido social. Entretendría a los presos, quienes podrían animar con sus oles y sus vivas. Bernarda escuchó a la virreina y no se atrevió a decirle que le daban temor las miradas de los encerrados: indios, negros, mulatos. La esclava Dorotea ya la había puesto al tanto de cómo, cuando se barrían esos patios o se adornaban, "los ojos asomaban hambrientos por los barrotes y el silencio era peor porque se posaba en las caderas y en los pechos como si la frotaran a uno, mi linda. Y uno ya no puede seguir con la faena". Bernarda le temía a esos ojos, a la crudeza del deseo. Desconocía esa hambre de muchos días. Se persignó en cuanto Leonor Carreto y ella entraron al patio último.

—Debes caminar segura —le dijo la virreina, notando su atolondramiento—. La barbilla en alto.

Bernarda hizo un esfuerzo por separar el cuerpo de su cabeza, por olvidarse que llevaba un vestido de muselina amarilla que se ceñía al talle y la cintura, y que su piel amarfilada se mostraba en sus brazos y en su cuello. Miró la punta de los zapatos de la virreina asomarse por el borde de la falda con cada paso que daba y se concentró en su firmeza.

—Aquí pondremos las trancas y de este lado las gradas —explicó a la chica.

En seguida se volvió y llamó a voces al secretario particular de su marido. El hombre debía acompañarlas y algo lo había entretenido en el patio de las oficinas; pero ya venía presuroso y tomaba nota de lo que la virreina deseaba.

—Quiero sorprenderlo —insistió.

Bernarda miró entonces, poseída por una oscura curiosidad, hacia las ventanas diminutas que vestían un flanco del patio. No encontró los ojos pero sí las manos aferradas a los barrotes. Manos ansiosas que delataban a los que la oscuridad de las mazmorras no permitía distinguir. Manos negras y morenas; alguna más blanca, empuñando los barrotes. Imaginó esos cuerpos de hombres capaces de robar o matar, cuerpos fuertes y decididos, emergiendo como animales en una cueva, como tiburones bajo el agua para devorarla; un estremecimiento recorrió su espalda. Se apretó la chalina al talle y miró a la virreina que estaba varios pasos atrás. Hubiera querido que Juana Inés las acompañara. La virreina también tenía esa intención, pero cuando se acercaron a invitarla la descubrieron charlando con el padre Antonio, y su conversación se veía tan enrielada que la virreina no osó interrumpir. Al bajar las escaleras dijo que se alegraba de que el confesor Núñez tomara en cuenta a Juana Inés, que incluso había propuesto pagar las clases de latín que el maestro Oliva podría darle allí mismo en Palacio. Tal vez Bernarda estuviese interesada también. Se dirigía a ella por cortesía y Bernarda sólo inclinó la cabeza.

—Sí, ya sé —dijo con cariño Leonor—; quisieras las clases de zarabanda con el Manolo Vargas.

Bernarda se atrevió a decir que también le harían bien a Juana Inés, que así podría bailar en el salón como otras de las chicas. Bernarda estaba confundida respecto a lo que sentía por la sobrina de su amante; por un lado le parecía afable y divertida, porque era capaz de decir cosas muy ingeniosas jugando con las palabras en los almuerzos con los pajes y con las otras damas; pero también tenía envidia de las conversaciones que sostenía con Leonor, con el virrey y con algunos caballeros. Lo que no le envidiaba ni tantito era su cercanía con el padre Núñez. Por otro lado, dificultaba su idea de que la chica fuera la favorita de algún señor.

—Volvamos —la apresuró la virreina, y Bernarda la siguió presintiendo el ansia de las manos en los barrotes, en sus caderas. Sonrió ante la libertad de andar de patio en patio.

Al volver a las habitaciones, Bernarda insistió en que la dejara la virreina asistir a la academia de baile de Vargas.

—Veremos, veremos —contestó ella, maternal.

No encontraron a las chicas ni a las damas a la vista, pero escucharon la música que venía de la calle y supusieron que estarían en el balcón de la virreina. Bernarda corrió como una chiquilla hacia la esquina protegida por la celosía y allí las encontró apelotonadas con sus vestidos crujientes y vaporosos. Por un instante las imaginó presas en esa casa y con los ojos devorando lo que ocurría en la Plaza Mayor. Se colocó al lado de Juana Inés y escuchó a alguien explicar que la procesión que veían era la de las huérfanas de la Cofradía del Rosario. Un grupo de muchachas vestidas con gran adorno caminaba sosteniendo enormes cirios encendidos. Las acompañaba un tañedor de laúd y un hombre que entonaba unos cantos. Ellas contestaban algo mientras seguían en la procesión que, le pareció a Bernarda, tenía algo de religioso y de festivo. Al frente una de las muchachas llevaba el estandarte de la Virgen. Cuando dieron vuelta otra vez hacia el Palacio, Bernarda pudo mirarles las caras. No eran indias ni mulatas. Se parecían en las pieles y en las facciones al manojo de mujeres que desde el balcón contemplaba. Bernarda se agarró de la celosía para mirar mejor lo que allí sucedía y descubrió a los hombres que habían formado un círculo y que miraban a las cofrades. Pensó en la corrida de toros y en las gradas. Ellas hacían su faena: se lucían. De pronto un hombre dio un paso adelante y tomó del brazo a una de las chicas que se desprendió del grupo. Parecía haber roto el ritual pero nadie protestó; unos pasos más adelante otro hizo lo mismo. Fue una de las damas de compañía quien explicó que como las huérfanas no tenían dote buscaban marido de esa manera. La cofradía pagaría la dote de las elegidas para el casorio. Bernarda miró a Juana Inés a su lado que seguía absorta la escena, como si algo intenso estuviese bullendo en sus pensamientos. Recordó entonces que Juana Inés era huérfana de padre, que su abuelo había muerto, como ella le contó, y que su madre vivía con el padrastro y con otros hermanos, pero que Juana Inés no podía contar con la dote que ella sí tenía esperando en casa al mejor postor para que nunca dejara de usar sus vestidos de muselina, sus perlas al cuello, sus medias de seda, sus guantes de cabretilla, y siempre la asistieran esclavas e indias en una buena casa.

—Debe ser horrible ser huérfana —soltó provocadora mirando de soslayo a Juana Inés.

—Pues las chicas de la plaza lo tienen solucionado.

—¿A ti te gustaría desfilar así y ser escogida?

Juana Inés fue contundente.

—A mí no me gustaría casarme.

Bernarda se sorprendió con aquella respuesta. Había visto a Juana Inés pasarla bien en las charlas con los chicos que la rodeaban; había visto su piel sonrojarse ante la mirada atenta de Cristóbal Pocilio.

—¿Por qué? ¿No te gustan las lisonjas de los hombres?

—No bastan.

Juana Inés era una chica rara, sin duda. Todas las demás damas de la virreina se morían por ser pretendidas, requeridas, y cada una se soñaba de la mano de un señor de su condición. Ella misma, Bernarda Linares, estaba segura de que ése era su destino. ¿Había otro? No sería monja por ningún motivo. Y de tantas pláticas que Juana Inés tenía con el padre Núñez quién sabe si aquello le rondara en su mente.

—Y entonces ¿qué te gustaría hacer? —preguntó.

—Ir a la universidad.

La respuesta, aunque desconcertante, consoló a Bernarda; no imaginaba a una chica como Juana Inés, a quien animaba tanto la conversación con los virreyes y sus invitados, decidiéndose por el encierro.

El círculo de chicas seguía dando vueltas cada vez más disminuido. Bernarda miró a las que charlaban con los hombres que, como frutas en un puesto, habían sido escogidas por el color, la turgencia y el deseo de comerlas. Le pareció aterrador que a ella le ocurriera aquello; claro que se quería casar, pero no sería con Juan Mata. Ni quién lo quisiera viejo y achacoso al rato; sería con un lindo español de figura esbelta y de buenas maneras. Pero ¿sería un amante delicioso y atrevido como Juan? ¿Tendría ella que disimular sus conocimientos? Su mano apresó la celosía con más ansia. Había visto a Juana Inés charlar con Leopoldo Arenas, con Cristóbal Pocilio, hombres de distinción y mundo, y sus ojos se habían avispado pensando que a ese gusto por su compañía sucedería lo que a ella con Juan Mata: la intimidad. Pero Juana Inés no se acercaba a sus cuerpos en el baile, y la mayor parte de las veces se negaba a bailar aludiendo a su ignorancia. Prefería acomodarse donde el maestro que tocaba la música y seguir los placeres de la charla antes que los de la mirada y el cuerpo. También era cierto que desde que recibía las lecciones de latín y permiso para entrar a la biblioteca del virrey, le estorbaba menos para encontrarse con Juan en el aposento. Ni siquiera parecía ocuparse de los deslices de Palacio. Le daba ira su tranquilidad, a pesar de que Bernarda tenía campo abierto para los ritos de alcoba. También le daba ira lo que se murmuraba en los pasillos: Juana Inés era la preferida de la virreina. Leonor estaba pendiente de sus estudios, de su ropa, de sus deseos, de sus palabras. Con Bernarda era cordial y la trataba como a una pequeña, como a alguien sin importancia. A Juana Inés la admiraba. De haber estado en el balcón, aplaudiría sus deseos de hacer una vida diferente. Juana Inés era distinta y eso es lo que irritaba a Bernarda, que alguien pudiese ser mujer de otra manera, que alguien supiese del mundo de los libros y que escribiese comedias para entretener en Palacio y que hablara con gracia y acopio de palabras que deslumbraban a todos, y que encima fuese bonita. Bernarda miró su perfil, los ojos pardos y las cejas rotundas, la boca suave y la nariz acoplada a la intensidad del rostro. ¿Y de qué le serviría aquella cara si no la iba a colocar en la almohada junto a un hombre?, ¿de qué tanto saber para no tener la protección de un caballero? ¿Sería por huérfana que aquellas cosas pensaba? La procesión llegó a su fin cuando el grupo menguado de muchachas ya no regresó a la plaza y desapareció por la calle del Empedrado. Bernarda se soltó de la celosía que permitía que miraran sin ser vistas. Juana Inés seguía con la vista la desbandada de la plaza donde se inauguraba un nuevo orden de familias y convenios.

—Pero la universidad es para hombres —dijo Bernarda, encajando la muletilla, y sin esperar respuesta abandonó el balcón.