El baño de Juana Inés
No es nuestra la voluntad. Se lo había dicho su madre en Panoayan. Había que atenerse a lo dispuesto por la señora Isabel. Juana era un regalo para la señorita Juana Inés.
—Para sor Juana Inés de la Cruz —la corrigió su madre. Que aunque llevaban el mismo nombre no eran lo mismo por mucho.
Las dos Juanas, pero ella nacida después de Juana Inés bautizada con su nombre, porque en esa hacienda todas eran Juanas, Isabeles, Marías o Ineses, y los nombres se repetían; la segunda hija del capitán Diego y la señora Isabel se llamaba Inés; no importaba que ya hubiera una anterior que llevara el Inés.
Juana de San José tenía poca memoria de quién era Juana Inés porque apenas tenía tres años cuando la niña se fue a la capital con sus tíos Mata. Y ya nunca la volvió a ver; creció cuidando a las criaturas del capitán y la señora Isabel. Antonia e Inés eran sus luceros, su razón de alegría además de su madre y sus hermanos y Catalina y Jacinto, con los que cantaba en la noche. Por esto tuvo tanto miedo cuando le dijeron que se iba de Panoayan al convento; sintió ese pasmo en el cuerpo como cuando iba con Jacinto a la cueva y todo era oscuro y húmedo. Allá adentro se miraba al diablo que apagaba las velas nada más entraban y luego les susurraba cosas malas al oído, y les robaba el sueño por la noche. Tuvo la certeza de que eso era un convento con monjas vestidas de oscuro, una cueva húmeda de donde no podría salir.
—¿Cuánto tiempo, madre? —había preguntado resignada.
—La vida no es nuestra, hija, es de los patrones.
Y Juana de San José había tenido ganas de ahorcarse en el encino frente a su casa. Sólo hubo una razón que la detuvo: las niñas Antonia e Inés habían sido enviadas con su hermana la monja "para alejarlas de los peligros del campo", había dicho el capitán viendo con recelo a Jacinto que seguía solo, sin agarrar esposa negra, ni india. El capitán malamente pensaba que al muchacho, como a los indios que vivían cerquita y trabajaban en las faenas, le gustaban las criollas. Ahora que las muchachas tenían catorce y trece años tenía miedo de sus pubertades, de los cuerpos que ya no eran de niñas y de las tentaciones que en el campo se podían dar sin que su mujer y él se enteraran. Así le había dicho a la señora Isabel frente a ella que servía la mesa:
—Las niñas se van al convento en la capital.
La señora Isabel se santiguó.
—Si quieren volverse monjas que lo hagan; si no, se mantendrán tranquilas con los estudios y los rezos —continuó.
Sólo la vista de las mozas que se habían ido hacía varios meses le dio consuelo para irse a aquella cueva y dejar las montañas y el arroz con plátano que guisaba su madre y los cantos por la noche y las historias que contaban cuando se reunían los que quedaban y los niños más chicos. El mundo se le había venido abajo cuando abrieron el portón del convento y ella entró con su itacate de ropa. Miró la calle de Verde como si dejara un paraíso incierto que era la vida de esa ciudad que desconocía. Parecía mentira que, aunque esclava, la compañía de su familia e iguales le había brindado una forma de libertad. Ahora renunciaba a todo porque su voluntad no contaba. Al menos, pensó, que un mulato la amartelara y le diera la libertad que sus amos no le habían dado.
El portón se cerró tras la tornera y fue conducida a la celda de sor Juana Inés por una monja anciana y encorvada. Le preguntó insolencias en el camino, que si ella se iba a hacer monja, que las negras no se hacían monjas porque eran criaturas del diablo y a quién se le ocurría mandarla al convento, que si la madre Juana Inés recibía demasiados favores de los virreyes y los ricos y los curas, y que éstos eran tiempos más malos. La monja vieja arrastró los pies mientras el enorme medallón que llevaba en el pecho en lugar de pegársele al cuerpo colgaba como un badajo de tan arqueada que tenía la espalda. Juana de San José no hablaba, sólo cruzaba el gran patio asustada, esperando la familiaridad de los ojos de las niñas Ruiz Ramírez para que le consolaran el destierro del campo. Pero cuando la anciana la dejó en la celda de sor Juana y se alejó sin mayor explicación, la negra se topó con el silencio del lugar. Y no supo qué hacer. Se quedó de pie porque nadie le había dado permiso para sentarse; miró hacia la pared forrada de libros con la extraña sensación de que estaba ante los de la biblioteca de don Pedro. Y así se quedó sabiendo que tendría que limpiarlos como ocurría con los de Panoayan, sin entender esos signos ni el secreto placer que producían a quienes los miraban, pero segura de que en esa fila de lomos y pergaminos se prolongaba la vida de la hacienda.
Cuando entraron las chiquillas y la descubrieron, la abrazaron y saltaron gozosas, aunque Juana Inés, que venía detrás de ellas, acalló su algarabía recordándoles el comportamiento en el convento. Juana explicó que la señora Isabel la mandaba como un regalo para ella, "señorita Juana Inés; perdón, madre de la Cruz", dijo con torpeza. Juana de San José y las niñas se rieron aclarándole que ellas le decían hermana, pero como en realidad era su hermana no estaban en falta. La negra las apretó contra su pecho, como asideros de su vida, como pedruscos que no le permitirían resbalar a lo más hondo de la cueva en que había entrado.
Había pasado tiempo de aquello, pensaba apesadumbrada Juana mientras preparaba la tina tibia de sor Juana. Era ella quien semana a semana calentaba el agua y la llevaba a cubetadas a donde estaban las tinas que utilizaban las madres acompañadas solamente de sus donadas o esclavas. Y era en esos momentos de soledad oscura y tibia, en la antesala de la intimidad de Juana Inés, que la asaetaba la melancolía que había incorporado a sus días desprovistos de la alegría de cantar frente al caldero en Panoayan. Alejada del resto de las hermanas, de la hora del comedor, de las faenas de la celda donde entraban y salían las niñas y otras donadas que las atendían, donde asomaba la abadesa o sor Cecilia pidiendo favores y dulces —porque la monja regordeta sabía que Antonia e Inés recibían dulcería de casa—, alejada de las misas y las confesiones de los viernes donde las monjas pegaban la cara al piso para gritar sus pecados y aquello le imponía porque había quienes eran condenadas al cilicio en sus celdas, aquel refugio de agua y silencio le daba una paz oscura y necesaria.
Ese día no podría ser como los otros. Había llegado la triste noticia de la muerte de Leonor Carreto. Veinte días antes habían venido los marqueses de Mancera a despedirse de sor Juana. Habían estado mucho tiempo en el locutorio y Juana Inés no asistió a las vísperas ni a las completas, mucho menos a la cena. Tenía permiso de la abadesa por ser día muy especial. Juana de San José la miró entrar desde el petate en que dormía al lado de las niñas, la vio subir a la parte alta de la celda donde estaba su habitación y su estudio, y contempló la luz de la vela parpadeante en el muro hasta que se quedó dormida.
La imaginó escribiendo con el tintero que Juana de San José mantenía limpio y lleno. Pero esta mañana el padre Antonio Núñez la había mandado llamar a las oficinas de la abadesa; volvió descompuesta, más pálida de lo que lucía con esa toca tan apretada a su cara.
—Murió Leonor —dijo, y contuvo el llanto.
Juana de San José no supo qué decir. Torpemente anunció que le prepararía el baño aunque no fuera el día en que lo acostumbraba. Y Juana Inés aceptó. Que la perdonara la abadesa que ya la había reprendido otras veces, pero ella no podía agregarle el sor; prefería decirle hermana como las niñas, producía una familiaridad real. Ahora que vaciaba el agua calentada a leña en la tina de mármol temía ver el sufrimiento de la hermana Juana Inés. Sabía cuán importante había sido esa señora elegante que la visitaba a menudo; la hermana Juana Inés le había contado del Palacio, de cómo la educó y le mandó a hacer vestidos muy hermosos, y de cómo todo eso no valía nada frente a la amistad muy grande de esa señora.
Cuando entró la monja, apenas la distinguió en la penumbra de ese salón. Atrás del biombo que había en la pieza se desvistió silenciosa. Por un costado, entregó a Juana de San José el medallón que siempre llevaba en el pecho y la negra lo colocó en la mesilla de costumbre. Luego se quitó el cordel de la cintura y lo entregó; desprendió la toca que ceñía su rostro y escondía el pelo oscuro y abundante que a Juana de San José le gustaba lavar dentro del agua. El contacto de esa mata brillante era una vida escondida de la monja que sólo ella tenía permiso de ver. Ajena a la desnudez de su cuerpo, como si no le perteneciera porque sin pudor alguno la monja siguió despojándose de las prendas, entregó a la esclava el escapulario negro, el hábito blanco que le pesó en sus brazos y por último deslizó por sus piernas delgadas esas bragas deshiladas que Juana lavaba con cuidado como el resto de las prendas de la monja. Envuelta en un paño blanco con el que después secaría su cuerpo, caminó a la tina y metió un pie al agua que humeaba. Lo retiró bruscamente y pidió que la enfriara. Juana vació un poco de agua fresca de la cubeta que siempre tenía para mediar la temperatura. La monja debía estar más sensible pues ella bien conocía cómo le gustaba el agua del baño. Le dio la mano para que se introdujera y se deslizara dentro. Apenas cuatro años mayor que ella no podía evitar hacer comparaciones con su propio cuerpo. Le asombraba el contraste de su pubis oscuro con su piel blanca olivo y los pezones púrpura de sus pechos. Pensaba que ningún hombre los vería jamás. No era un cuerpo desbordado como el suyo, porque las caderas eran menudas, casi varoniles, pero era armónico. Y mientras la bañaba como siempre, pasando la esponja por sus pies pequeños, recordaba los suyos tan toscos y ásperos y los envidiaba. Pies de monja que no tuvieron que andar descalzos en el cerro, se decía.
Juana Inés cerró los ojos ajena al lienzo que Juana frotaba por su cuerpo. Se dejó alzar los brazos como una muñeca y limpiar las axilas velludas, los senos bajo el doblez con el que reposaban sobre el tórax. Juana pasó el paño por el pubis con extremo cuidado como siempre lo hacía. De alguna manera, por las charlas con la monja, tenía la certeza de que el cuerpo de Juana Inés no era como el suyo: tan sólo era el caparazón del alma. Y así, frotando la piel, no mancillaba la pureza ni la virtud de la monja. El cuerpo de la hermana era un alma necesitada de aseo. De la misma manera que cuando se golpeaba con el cilicio, estaba castigando un alma en pecado. De pronto, Juana Inés tomó el paño que había rozado su pubis y lo extendió sobre su cara. Juana de San José, desconcertada y temerosa de haber ofendido a la monja, se quedó muy quieta hincada al borde de la tina; pudo escuchar el llanto apagado bajo la humedad del trapo. Se puso de pie y dejó que la monja llorara. Al rato volvió con un poco de anís del que le había mandado su madre para los dolores del estómago y del ánimo. Le acercó la copa a Juana Inés.
—Un trago, hermana, un trago.
—Tal vez no se quería ir —dijo de pronto Juana Inés, reconfortada—. Porque irse a morir tan cerca de tomar el barco que la llevaría a España. Dejar en Tepeac confundido y solo a don Antonio, no son maneras. Lo hubiera hecho antes, para rezarle en catedral, para llorarle y despedirla como Dios manda. Pero no tan lejos de todos lados. La enterrarán allá porque uno es de donde se muere, no de donde nace.
Juana de San José la escuchó pensando con desagrado en que cuando la monja y ella murieran no las llevarían a sepultar a Panoayan. Aprovechó que Juana Inés cerraba los ojos para dar un trago al anís que quedaba en la copa. Uno se moría cuando Dios disponía, eso le habían enseñado en los rezos de la capilla de Panoayan. El destino nuestro es de Dios, que con ella, por negra, no había tenido más remedio que hacerla esclava. ¿Y dónde propondría que muriera? Ojalá no fuera en ese convento oscuro; prefería la cueva de su tierra, los amaneceres escarchados, el aguanieve del volcán.
Parecía que el anís hacía hablar de más a Juana Inés. A Juana de San José le gustaba escucharla pensar en voz alta. Por un momento reflexionó en la dicha que tenían quienes podían dejar palabras en el papel y más quienes las podían desprender del papel con los ojos. Porque así se podían repetir una y otra vez cuando uno quisiera, como los rezos que guardaba en su memoria. Tal vez debía pedir a las niñas Ruiz Lozano que la enseñaran a entender las palabras de los libros. Tal vez así estaría menos sola cuando pensara en el destino de sus huesos que en su blancura eran iguales a los de todos. Juana Inés la sacó de su letargo con un suspiro que indicaba que la vida debía proseguir. Cuando salió de la tina, la negra protegió su desnudez con el paño de secado, y mientras la monja reposaba en una silla con el cuerpo envuelto, pasó el peine por el cabello húmedo y lo desenredó con suavidad y paciencia. Un acto sencillo que le recordaba a su propia madre intentando desbaratar sus rizos apretados. Una vez seca, ayudó a la hermana acercándole prenda por prenda de las que limpias yacían en la mesilla junto al biombo. Por último, hizo el nudo al cordel de la cintura y le entregó el rosario y el medallón que Juana Inés pasó con decisión por su cabeza, como si aquella mujer desnuda y sollozante se hubiera diluido en el agua tibia de la tina. Juana sonrió; le gustó que la monja saliera a flote. Siempre se corría el peligro de quedarse pegada a la tristeza y la monja debía estar en el coro de la tarde.
—No faltes a misa —la conminó.
Juana aceptó porque el coro la animaba y una vez al día era todo el tiempo que tenía entre limpiezas y lavado de ropa para estar en la capilla del convento. Esa misa, suponía, sería especial; el padre Antonio había sido invitado para el sermón. Y no solía tener deferencias con el convento. Para escucharlo, había dicho Juana Inés, era necesario ir a catedral, y escucharlo siempre resultaba edificante. Con más razón si esta vez dedicaría sus palabras a tan generosa y sensible mujer.
—Que Dios la tenga en su gloria —dijo en voz alta Juana Inés y al santiguarse se alejó del baño.