Juana Inés, indispuesta

Isabel María de San José sirvió el caldo sobre aquellos platos azules y blancos. Las novicias se turnaban el trabajo en el comedor y ella, fácil a la alegría, gozaba de ver cómo desaparecían aquellos motivos orientales cuando el líquido con verduras y pollo ocupaba el tazón. Sirvió primero la mesa de la madre superiora y las hermanas mayores. Fue entonces que notó la ausencia de su tía. No supo qué contestar a la priora que le preguntó por sor Juana. Rara vez faltaba a la mesa. Así que Isabel María contestó lo que sospechó no podía ser una mentira: se siente mal. Le habría gustado acudir a la celda para ver qué sucedía. ¿Y si se hubiera caído por las escaleras? ¿Si necesitara ayuda como había ocurrido con sor Jimena que había tenido un desmayo por los cólicos menstruales que le venían con fuerza diabólica cada mes? No era el caso de su tía, porque no la había visto lavar los paños con sangre en la pileta común como lo hacían las otras. Su tía no sangraba más, pero Isabel María había visto las dolencias de las que ya no sangraban. Como la propia superiora que se sentaba en el patio en los días de mayo, los más calurosos de aquel año, y abría las piernas, cosa que disimulaba el hábito largo, pero no la posición de sus pies despuntando por la bastilla. Y se sostenía del borde de la pileta, como reteniendo un vahído. Isabel María la miraba desde el corredor de la planta alta abanicarse y hasta despojarse del tocado. El calor era cosa difícil cuando se estaba vestida de pies a cabeza con aquellos trajes oscuros. Pero su tía no padecía de esos calores y bochornos de las más viejas. Cuando escribía en la celda, en la mesa que había hecho colocar junto a los libros en la parte alta, no se descubría la cabeza. Parecía que el ceñimiento le ajustaba las ideas, o le exprimiría esas palabras justas con que luego entretenía en las obras de teatro o convencía en las cartas. Isabel María ignoraba de dónde le habían salido tantas ideas a su tía, de dónde tanto conocimiento por el que la visitaban la virreina de Galve y muy respetados señores, catedráticos de la universidad. Su tía era la única que hablaba con los hombres como si fuera un hombre. A veces ella había estado en el locutorio con las visitas y le asombraba la manera en que desaparecían los ojos tibios que tenía con ella y su mirada se endurecía y se hacía intensa, como si fuera una guerrera y las palabras espadas. Le habían contado que cuando joven había estado en Palacio, perseguida por hombres, consentida por la virreina Leonor que en paz descansaba, asistiendo a saraos, vistiendo de todos colores. Isabel María la miraba contrita entre sus libros o en los cuadernos anotando los gastos del convento y no podía imaginarla quebrada.

—Pido permiso para ir con la madre Juana —dijo María Isabel asaltada por la preocupación.

—Después de la cena —contestó la priora—. La madre sabe sus obligaciones.

Isabel María obedeció silenciosa. Terminó de servir a las otras y se sentó perturbada. Sabía que en otro tiempo las cosas no habían sido así, pero desde que se fuera la marquesa de la Laguna, desde que pasara el furor por los libros que le publicaran en España, su tía no era la misma. Guerreaba aún con las palabras, pero los demás le exigían más, desde la priora hasta el obispo. Miró a la priora desde su banca sin entender dónde estaba la caridad cristiana que pregonaba. La miró con recelo pero los ojos de la superiora, intensos, la atizaron con la culpa. Obedecer, obedecer, pensó Isabel María mientras se llevaba a la boca las cucharadas del caldo tibio. Servir a las demás obligaba a comer al último, pero la verdad ella no tenía apetito.

Su tía no flaqueaba; cuando ella tenía dudas porque extrañaba la vida de allá afuera, la casa de su bisabuelo, la ordeña de las vacas, el sol sobre sus piernas en el arroyo, a sus hermanos, su tía le daba consuelo. Le decía que no había vida más alta que estar cerca de Dios, que sería una mujer ajada y llena de hijos allá afuera, y pobre porque sus dineros no eran tanto y que aquí en cambio hacía el bien enseñando a las niñas labores de costura, aromas de cocina, música. Lo que la convencía no eran las palabras de su tía sino su manera de pronunciarlas, sin pizca de nostalgia, sin deseos de asomarse por una ventana al mundo de pregones de la calle. Ella, en cambio, nunca era más dichosa que cuando atendía las peticiones de agua en la puerta del convento. Aunque a las monjas más viejas les correspondía abrir la puerta, no siempre tenían las fuerzas y se hacían ayudar por las jóvenes. Por turnos, como todo en el convento, las novicias permitían que entraran por agua, pues al convento llegaba directamente del viaducto y la ley obligaba a que se suministrara a quienes la pidieran. Entonces la tornera abría el zaguán y se acercaban a la fuente hombres, mujeres y niños que llevaban toneles de madera o vientres de cerdo curados. Era un día de fiesta mirar a los muchachos jóvenes inclinarse sobre el agua y con sus brazos fuertes alzar las cubetas. Alguno ya se había percatado de la mirada de las novicias y se solazaba en llevar los antebrazos descubiertos. Isabel María no había elegido a ninguno para mirarlo, y se sentía aliviada, porque otras en cambio, como sor Catalina, padecían ya la tortura de esperar a que volviera el aguador de los ojos oscuros. Sufría cuando su turno tardaba y pagaba a las otras porque le vendieran el suyo y ya la superiora empezaba a notarlo; pero sor Catalina no se percataba del peligro porque se le había nublado la razón. La van a quemar viva, murmuraban las hermanas. De seguir allí tan atenta al cuerpo de ese muchacho la mandarán a otras tareas, pero no a la puerta. Isabel María rezaba mientras miraba ese hato de piernas, ese ondular del lomerío masculino, como el ganado de Panoayan paciendo sobre la hierba. Se santiguaba porque le llegaba una punzada a la entrepierna como si la hubiera picado un animal. Rezaba con más ahínco mientras los hombres cargaban sobre la espalda la cubeta repleta de agua. Cerraba los ojos y el sonido del líquido la mecía. Y el animal la pellizcaba entre sus vellos, como si no llevara bragas, como si anduviera desnuda por debajo y la atenazara con fuerza dulce, y cuando sus ojos comenzaban a mirar sin mirar, reconocía al animal aquel. Sabía que el demonio tenía sus mañas y que podía ser una serpiente metiéndose por su pulpa rosada para ocuparla toda, para hacerla hija del mal, sierva de Satanás. Se santiguó, sudorosa, con el ansia de ahorcar aquel animal entre sus piernas. De aquello no habló nunca con su tía; en cambio lo compartió con sor Andrea.

Allí en el refectorio buscó el rostro de su amiga en la otra mesa; necesitaba que alguien comprendiera su zozobra. Algo no estaba bien con su tía. Sor Juana era su familia y mientras a su tía los pesares la retenían en su habitación ella deglutía un caldo colmado de esferas grasosas. Mordió una hoja de laurel todavía crujiente. Sabía del poder de las hierbas y desconocía si aquélla podía tranquilizarla como la valeriana. Andrea y ella se miraron por entre las cabezas de las otras hermanas. Isabel María observó los dedos de Andrea rozar sus labios insinuantes. No era el momento de escarceos y se sintió sola. La angustia la invadía.