Trájeme a mí conmigo

Refugio se incorporó en la cama para poder mirar el mazo montañoso, pero bastó ese leve movimiento para que la tos la crispara y la doblara sobre la palangana que ya le acercaba Casia.

—Que no se moviera, dijo el doctor —la reprendió ante aquel esputo de sangre.

Si ni siquiera se podía asomar para que su horizonte se ensanchara, no valía la pena un minuto más de aquella agonía. Si Hermilo Cabrera siguiera a su lado, tal vez la cargaría con sus brazos fuertes para que, sin tener que hacer esfuerzo alguno, la luz de la ventana la alegrara. También si viviera Hermilo, ella se beneficiaría del clima de Apan y no respiraría la humedad montañosa que la tenía enferma. Fatalmente enferma, aunque el doctor no se lo decía, pero Refugio sabía que escupir sangre era mala cosa y ella ya llevaba varios meses de afección. Había sido necesario asomarse por la ventana, aunque no se lo explicaría a Casia, que ya se alejaba con la palangana rezongando, molesta por la enfermedad de la maestra que les había cambiado la vida a las dos, porque después de leer la carta a sor Filotea, cuya copia había tenido sor Juana la delicadeza de enviarle, su desazón era mucha. Aunque no era ésa la palabra correcta.

Llamó a la criada con la campana de bronce que tenía en la mesilla y le pidió la carta de la monja. Y un té, dijo nuevamente entre toses, porque hablar le agitaba las flemas.

—Estése callada —la volvió a reprender.

Con la carta del puño y letra de su admirada discípula ante sus ojos, debió admitir que la frescura en sus palabras, el tono donde Juana Inés explicaba su gusto temprano por el estudio, sus razones para entrar al convento y no al matrimonio, le pareció encantador. De pronto la explicación era mucho más clara y sencilla que las conjeturas de Refugio.

Entreme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de seguridad que deseaba de mi salvación a cuyo primer respeto... cedieron las impertenencillas de mi genio que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros...

Y Refugio sonrió con el gozo de la perfección con que las ideas iban en su estuche de palabras. Y sintió el humor fino, la inteligencia delicada de la niña ahora monja retada por sus atrevimientos de palabra y pensamiento, por ser más hombre que esposa de Cristo, porque sus palabras no correspondían a su circunstancia de monja. Eran desmesura y vanidad. Ella no podía ejercitarlas. Quiso estar a su lado como en casa de los Mata cuando la vio chiquilla avispada y ambiciosa. Le hubiera gustado escribirle a Velásquez de la Cadena para que la siguiera protegiendo ahora que la virreina María Luisa estaba tan lejos, pero el secretario de Gobernación y Guerra había renunciado. Cincuenta años en su cargo sin duda habían permitido tranquilidad a la monja, y a Refugio que le seguía atenta los pasos. Pero ahora la necesidad de esta defensa pública dirigida al obispo de Puebla, la impostada Filotea, mostraba su vulnerabilidad y su fortaleza. ¿Cuánto tiempo más resistiría la monja aquel asedio? Y así postrada como estaba Refugio volvió a leer el párrafo donde ella aparecía.

Digo que no había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que le daban la lección, me encendí yo de tal manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, le dije que mi madre ordenaba me diese la lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero por complacer al donaire me la dio. Proseguí yo en ir y ella en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por darle gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden. Aún vive la que me enseñó (Dios la guarde), y puede testificarlo...

Ya las lágrimas venían a los ojos de Refugio que había recobrado la visión primera de la niña entrando al aula de la mano de su hermana. La emoción la sofocaba por no poder imaginarse en esos años el camino que recorrería el empeño de la criatura. La tos irrumpió brusca y atosigante, y sin poder contener el acceso manchó la carta y estropeó algunos rasgos de esa letra precisa, de esa confesión del alma, donde, gloria de glorias, Juana Inés le había hecho ese homenaje, mientras perseguía otras intenciones. Con su sinceridad quería subrayar su amor a Dios. Y lo hacía —como la admiraba Refugio— con el instrumento que mejor templaba: la lengua, la palabra escrita. Dejar de escribir era morir. Que no la condenaran por soberbia. Qué ganas sintió Refugio de defenderla con su testimonio; sí, claro que la maestra de la escuela Amiga podía testificar y hablar de su genio temprano, de su disposición al estudio, de su natural talento y de su empeño sostenido, de su amor a Dios con aquella loa ganadora donde el náhuatl y el español se trenzaban en el oído atento y musical de la niña que ya era la que sería.

Testificaría lo que fuera necesario para que obispos y arzobispos dejaran paso franco a su dominio de palabras, a la lucidez de sus estudios y sus ideas. Pero le habían empañado el espíritu. Y estaba sola. No más padrino, ni virreina, ni abuelo, ni padrastro, ni tío, ni ella misma, su maestra, que estaba en cama muy cerca de la muerte.

Pasó la manga del camisón por los papeles manchados, aunque hubiera sido mejor no volver a leer las palabras dolorosas que allí aparecían.

Hasta que alumbrándome personas doctas de que era tentación, la vencí con favor divino, y tomé el estado que tan indignamente tengo. Pensé yo que huía de mí misma, pero ¡miserable de mí!, trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación, que no sé determinar si por prenda o por castigo me dio el Cielo...

La emoción la venció. Dudaba Juana Inés si sus dotes con la palabra y la razón eran para bien o para mal. Refugio notó que las palabras precisas la iban dejando sola; con ellas se desnudaba de razón y se vestía de dudas. Cuánto daño le habían hecho las palabras flamígeras de otros. Refugio no tuvo la certeza de que Juana Inés resistiera. Por primera vez sintió que la sinceridad de su Respuesta a sor Filotea, aunque salpicada de una fina ironía, lastimaba a la propia monja. Y tuvo miedo de morir rodeada del silencio de Juana Inés: que no renunciara a las palabras.