En casa de los Mata
A Isabel, la pequeña Mata, no le parecía bien compartir la habitación con su prima Juana Inés, que no sólo era mayor, sino que además tenía la costumbre de quedarse leyendo hasta muy tarde sentada en la escribanía. Le molestaba ese parpadeo de la vela y ser la única con habitación propia sólo por haber nacido la última de su familia. Acaso ella había escogido que su prima viviera con ellos. Acaso ella había pedido que alguien estuviera en vela como un fantasma durante la noche. En algunas ocasiones despertaba atribulada y la contemplaba desde la cama: su cara blanca fulgía nacarada bajo el pabilo; el cabello oscuro atado a la nuca definía el rostro ovalado de su prima mayor. Isabel Mata ponía sus manos juntas y rezaba porque no sabía si era su prima la que estaba allí sentada con la bata de noche blanca o un espectro antiguo. Trini decía que en esa casa había vivido una señorita que por enamorarse de un indio y escaparse una noche por la ventana, colgándose de las sábanas amarradas, había caído hasta la calle y al amanecer sus padres descubrieron el cuerpo de la hija muerta rodeada de flores y un hombre arrodillado, con guaraches y traje de manta, que le lloraba. Trini contaba que lo azotaron en el ayuntamiento con un látigo hasta dejarlo medio muerto. Como era del barrio de indios allí lo fueron a tirar, para escarmentar a quienes se metían con las hijas de los españoles. Con las niñas blancas.
—Por eso, criatura, yo no me ando fijando en los señoritos de capa y espada. Por la Tonantzin que no iba yo a tener fingimientos con las lisonjas de ajenos, tan apuestos y pellizcadores, ni con sus hermanos que me chulean los ojos y mi piel oscura.
Isabel no entendía tanta explicación que le daba Trini ni podía imaginar a sus hermanos persiguiéndola por el patio ni en la cocina para arrellanarse con ella, para restregarla, como decía Trini, persignándose y sacando su ojo de tigre y acercándolo de paso a Isabel para que los malos espíritus se fueran todos. Isabel recordaba los lamentos del indio, porque Trini los repetía dolida, como si ella fuera la que, hincada junto a la novia muerta, sufriera su cuerpo descoyuntado, su sangre desparramada.
—Un lago, niña, un lago rojo oscuro y el indio queriendo ser el muerto porque no hay peor cosa que les pase algo a los más cercanos. Yo me quisiera morir. Huitzilopochtli, toma mi corazón.
Isabel Mata veía al indio llevarse las manos al corazón, al tiempo que Trini lo hacía.
—Sácalo, llévatelo, pero no me dejes sin ella.
Trini volvía a la historia en las lluvias del verano que cimbraban los techos, cuando los rayos aluzaban el patio y develaban sombras y siluetas que no parecían las macetas ni las columnas del alero, sino animales y nahuales y hombres y nauyacas. De pronto Trini se quedaba callada y decía:
—Oye, criatura, oye; allí está el indio.
E Isabel, como Trini, confundía la voluntad del viento con el dolor del hombre. Se quedaban mudas, abrazadas la una a la otra junto al hogar de la cocina. Los padres de Isabel regresaban tarde de convivios y festejos. Isabel se levantaba sobresaltada después de haberse quedado dormida en el regazo de la nana. Pensaba que era el indio que venía de nuevo por su novia para tener hijos moreno claro, como decía Trini que salían los mestizos.
—Como noches de luna —explicaba, y la cara de la india con su blusa verde manzana se dulcificaba.
Para apaciguar la tragedia visitada le gustaba sospechar la felicidad de los amantes.
Ya se habían acostumbrado a aquella escena de la niña y la nana dormidas en la cocina frente al hogar. Isabel sentía la mano de su madre alcanzar la suya y luego los brazos de su padre que la cargaban y la subían las escaleras hasta su habitación. La depositaban en la cama y la madre la cubría con las cobijas. Lo hacían en silencio, procurando no despertar a Juana Inés si es que ya estaba dormida. Las más de las veces la vela parpadeaba e Isabel se refugiaba en los brazos de su padre como si la llama la hiriera y podía escuchar las palabras de sus padres sorprendidos de ver a Juana Inés tomando notas, sin fatiga.
—A descansar —decía su padre—, que es preciso que el cuerpo se sosiegue para que las ideas se queden.
Pero ni su madre ni él pensaban en el sueño de Isabel, en el miedo de Isabel, en la novia muerta cayendo desde esa misma ventana frente a la cual Juana Inés escribía e Isabel veía su cara reflejada. Dos veces el fantasma. ¿Y si Juana Inés era la novia que había vuelto convertida en prima? Trini decía que los muertos no descansaban, por eso había que hacerles comida el día de los difuntos. Que había que contentarlos con lo que más les gustara en vida para que se acabaran de despedir. Isabel apretó su mano al corazón agitado y la quitó enseguida recordando la petición del indio y aquello que Trini le había dicho que hacían los antiguos mexicanos: ofrecían el corazón vivo para alegrar a los dioses. Su Dios no pedía el corazón.
—Santa María, madre de Dios.
Juana Inés la miró extrañada, Isabel se persignó.
—¿Eres la novia? —le preguntó.
Juana Inés seguía mirándola con el ceño fruncido; sus cejas oscuras se juntaban y la hacían más temible.
—¿Qué te gustaba en vida? —Isabel se atrevió a preguntarle apenas asomando la nariz y los ojos por el embozo de la cama.
—¿Qué dices? —escuchó la voz de la novia.
—Tu vestido favorito, tu cepillo del pelo, tu muñeca, tu pulsera —enumeró Isabel, intentando descifrar los objetos que pondría en el altar de Trini.
—Isabel, ¿estás bien? —caminó Juana Inés hacia ella.
Parecía que venía de un lugar distante; Isabel no podía reconocer que los libros podían ser ese lugar. Juana Inés debió pensar que era un juego y siguió la corriente a la niña porque dijo que el vestido rojo era su favorito. E Isabel se incorporó confirmando que sus sospechas eran ciertas y que podía encontrar la manera de acabar con su miedo.
—Mi pulsera de zafiros, la que me dio mi abuela, ni la Eneida de Virgilio, ni la Metamorfosis de Ovidio...
Isabel empezó a dudar. No sospechaba que la novia muerta hubiese leído un libro, porque salvo su padre y sus hermanos no conocía persona mujer que se metiese entre las letras como lo hacía Juana Inés, la que había venido en canoa desde los volcanes, cuando ella, Isabel Mata Ramírez, era una recién nacida.
—No eres la novia muerta —le dijo decepcionada.
Juana Inés se sentó a su lado.
—¿Qué ideas tienes? —preguntó asombrada.
—La que se quiso bajar por las sábanas atadas y cayó en la calle descoyuntada.
—¿La Coatlicue?
Isabel empezó a sollozar y su prima la abrazó. Parecía notar por primera vez los temores de la pequeña.
—¿Todos los días te da miedo?
Isabel asintió sin despegar la cara de los hombros de su prima. Juana Inés miró hacia la escribanía donde ella había estado. El libro estaba abierto, la luz vibraba. Comprendió a la pequeña. Había estado tan atenta a las lecciones de latín que se había olvidado de los temores que acompañan a los niños.
—¿La Coatlicue era la novia muerta?
Isabel vio desde su cama cómo Juana Inés dejaba los libros aquellos, soplaba a la vela y se volvía a su lado para contarle de un reino muy lejano donde las princesas se visten con velos y están encerradas en una torre porque el rey puede tener muchas esposas y todas son muy felices bañándose juntas, hablando, paseando por el jardín, cortando flores, escuchando música sobre cojines de seda, y cómo las niñas de las esposas del sultán se vuelven princesas que saben poemas y danzas y por las noches deleitan a su esposo... La voz persistente, musical, de su prima, fue entibiando los oídos temerosos de Isabel, que se abandonó a un dulce sueño entre azahares, camellos y desiertos que nunca había visto.