Entre piratas y partos
Aquel vientre abultado incomodaba a la virreina, sobre todo porque impedía sus visitas frecuentes al convento. A Tomás de la Cerda le mentía, que dormía mal, que temía por el nacimiento de la criatura; le aterraba que fuera mujer cuando él deseaba un descendiente. La elocuencia con que pronunciaba sus temores era tal que disimulaba lo que verdaderamente le afligía: no escuchar las palabras de Juana Inés, conversar con ella, mirarle los ojos que reflejaban esa perspicacia de la razón y las luces del sentimiento. Se encontraba sin par, sola, frente al virrey y sus atenciones varias, demasiadas, pensaba María Luisa. El doctor le había mandado reposo, lo cual le parecía intolerable. Y lo hubiera sido si no llegaran a Palacio las misivas con aquellos sonetos que elogiaban su futura maternidad. Con esas palabras, le parecía que eran dos las madres que esperaban a la criatura que se movía caprichosa en su cuerpo, ella y Juana Inés. Y que no había mejor persona con quien compartir la alegría y las tribulaciones de un estado que va a mudar porque el ánimo todo deberá acoger otra presencia que necesitará afecto, cuidados, crianza, que con la monja destinada a la infertilidad, a ser esposa sin descendencia, a tener marido sin caricias. La virreina leía por enésima vez las líneas de Juana Inés mientras acariciaba su vientre fuerte, restirado por aquella vida que palpitaba próxima a aflorar. Y al hacerlo rozaba sus pechos frondosos, sus pezones reventando de vida. Estar próxima a parir la exaltaba y aquellas bondades del cuerpo no las podía expresar más que a la vera de Juana Inés, más mujer que monja, más cercana que su propio marido tan preocupado por ella. No entendía que Tomás le diera más importancia a su estado parturiento que a su deber de estar en Veracruz donde los piratas habían tomado el puerto. Aunque la virreina albergaba sospechas de que retuviera al virrey el amorío que tenía con la actriz del Coliseo, más que su estado de gravidez. "¿Cómo mandar una comitiva a negociar con los delincuentes el pago, aludiendo el delicado estado de su mujer? Y con ello, querida Juana Inés, me ha arruinado." Deseaba escribir aquel pensamiento, hacerlo llegar a la monja para que reconociera en la transparencia de su corazón el desasosiego de tenerle que ser fiel a la excusa de su marido. No podía salir de Palacio, porque qué dirían quienes la vieran tan delicada ella, montando en carreta, zarandeando el cuerpo con el futuro conde, el hijo del virrey, un noble más. No podía decirle la verdad a la monja y faltarle al respeto al marido; tampoco podía hablar a solas con ella. Sólo le quedaba el placer de leerla, de escribirle una carta para que si la monja también padecía su ausencia como ella, al no mirarla ni escucharla, comprendiera entre líneas su dolor.
Impulsada por la ilusión de cercanía que la palabra escrita le brindaba, se sentó en la escribanía y contó a Juana Inés la preocupación de su marido por la toma de Veracruz y la humillación a la que habían sido sometidos los habitantes porque un tal Lorencillo y el francés Agramont habían hecho de las suyas en el puerto principal de la Nueva España. Tal vez ella no estaba enterada pero no sólo se habían aposentado saqueando casas e iglesias, sino que se llevaban más de mil esclavos para su beneficio. Aunque el beneficio que la asolaba era el que obtenía su marido en el cuerpo de la puta, de aquella actriz a la que había dado el mando del Coliseo. Y entre el saqueo habían tomado rehenes y ahora la única manera de librarse de ellos era pagando el rescate que pedían. Aunque la derrota era la suya, sujeta por la lujuria de su marido, utilizada como pretexto para mecerse en las carnes de una mujer de la escena, sin poder gozar del único aliciente a su esclavitud: visitar a sor Juana. Seguramente de todo ello estaba enterada la monja a quien llegaban las noticias por muy buenas fuentes —el gobernador Pedro Velásquez de la Cadena, su hermano el rector Diego Velásquez, el propio obispo de Puebla, el bachiller Sigüenza y Góngora, entre muchos otros— al locutorio de Santa Paula; pero ella quería que la monja entendiera su aflicción por la derrota de su marido a manos de los filibusteros, aquellos salvajes que no respetaban ley, que desafiaban a la muerte, que no tenían dios que les indicara el camino del bien, como ocurría con los indios de Nuevo México que hacía dos años se habían sublevado sin que las tropas del virrey pudieran acallarlos. Cómo hubiera sido prudente entonces un soneto de la monja cantando victorias para exaltar el ánimo de su marido y con ello el de ella, subrayó; pero ahora había que esperar la partida de los malhechores, la liberación de los rehenes y la respuesta del rey. Esperaba que su marido encontrara la manera de restituir su respetabilidad como gobernante y entonces, tal vez, los acontecimientos podrían acaso inflamar a la poeta para que buscara nobleza donde había habido ineptitud. Estaba claro que en un pago no había victoria, sino derrota y sometimiento, debilidad manifiesta; que sin el relumbrón de las armas y el tronar de la pólvora, sin los enemigos muertos no había gloria que contar. Había escrito de todo aquello que sin duda le importaba, porque la reputación de su marido estaba en juego, así como los años de permanencia en la Nueva España; pero también lo había hecho por colocar su exaltación en la prudencia. Por no verter los sentimientos reales donde se mezclaba la indignidad pública y la soledad de su encierro.
Su único deseo, pensó María Luisa, atenta a sus sentimientos exaltados, era poder estar con sor Juana y constatar su cercanía antes del alumbramiento próximo. Temía que siendo madre dejaría de ser venerada por la monja, temía que sus funciones la desligaran de las visitas habituales. Y quería, desde ahora, suplicarle que asistiera al bautizo del futuro vástago que se celebraría en catedral. Suponía que la priora habría de consentir, y si no ella misma lo solicitaría, pues no existía para ella mayor gozo que compartir tan brillante acontecimiento frente a Dios y ante la presencia de la monja. Se cuidó de dedicar abundantes líneas a la preocupación de su marido por su salud para que quedara claro que aquello la encadenaba a su recámara en Palacio y no su voluntad. Que si no acudía al convento era porque estaba obligada a ser consistente con las razones de su marido para aplazar el viaje a Veracruz. No le diría que sospechaba de amores ajenos entre el virrey y una actriz; pero, suplicó, necesitaba los versos de la monja, su amistad, su amor y la generosidad de sus palabras, de su talento lúcido y elevado como el de los poetas españoles que tanto se alababa en los confines del reino. Notó que se excedía, que las palabras escritas ponían en claro lo que no podía reprimir: la certeza de que la vida le había dado la oportunidad de estar ante una inteligencia poco usual, una mujer como no había conocido alguna. Y aquello la regocijaba; la sapiencia la entusiasmaba, pero la sensibilidad y la sublimación de su persona transmutada en Lysi en los versos de la monja la extasiaban.
Aunque cegué de mirarte
¿qué importa cegar o ver,
si gozos que son del alma
también un ciego los ve?
Qué don de Dios ser ella la receptora de aquel genio, de aquella vehemencia. Entre el dolor de la lejanía a la que estaba condenada esas semanas, agradecía ser la depositaría de esos versos sonoros y perfectos. Una punzada en el vientre la alertó. No había más tiempo para lamentaciones, era preciso llamar a la partera. Daría a luz a un hijo en la Nueva España. Alguien tendría que buscar al virrey.