La indiscreción de Bernarda

Bernarda Linares había insistido en las clases de baile que sería bueno que tomaran en Palacio. La virreina había cedido con tal de que aquel canario turbulento se quedase sosegado. Manolo Vargas iría los miércoles por la tarde y las chicas aprenderían las zarabandas y gallardetas que se bailaban en Europa. Tal era la insistencia de Bernarda cuando quería algo, que visto con más malicia en realidad era su deseo por los galanteos y las caricias de Juan Mata, que persuadió a la virreina de que la pequeña aprovechase también las clases aunque no tuviera edad de estar en las tertulias de salón. Total, la postura y el movimiento beneficiarían la gallardía de su cuerpo. Y logró también que después de la primera clase en que Juana Inés permaneció junto al clavecinista, apresando la elocuencia de las melodías y observando el manejo de los dedos en las teclas de marfil, se animara a hacer los pasos y a intentar la coreografía que el bailarín proponía. Con las palmas marcaba el acento, y con su salero ponía algo costeño a los movimientos de las chicas. Gonzalo Vargas era de Veracruz y sin duda llevaba sangre de esclavos en sus cadenciosos movimientos. Muchos decían que había provocado delirios de hombres y mujeres por igual cuando bailaba en el fandango de su rancho, que borracheras y peleas sacudieron no sólo el caserío sino la plaza de la ciudad y que tuvo que salir a donde sus maneras se disimularan y la desmesura se atenuara con otras preocupaciones. Juana Inés le había confesado esa primera noche que tomaría las clases del maestro sólo porque las llevaba a los negros de Panoayan, que se reunían junto al fuego y cantaban y bailaban, que por instantes se había olvidado del Palacio y sus adornos para instalarse en la desnuda belleza de los volcanes nevados. Bernarda no se conmovió con sus recuerdos; sólo pensó que iba por buen camino, que si la melancolía la movía al baile, el baile bien podía llevarla a los brazos de un hombre que acompañara sus pasos. Y ese hombre, le estaba claro a Bernarda, sería Cristóbal Pocilio, no sólo porque notó su interés por las palabras de la chica y por su aguda inteligencia, sino porque ella misma, aprovechando que Juan Mata hablaba con el virrey, se le acercó y le insinuó por lo bajo:

—Yo sé un secreto.

Cristóbal era un hombre serio y disimuló ante la provocación de la rubia, pero Bernarda insistió dando sorbos al vaso de oporto.

—Es sobre Juana Inés.

Cristóbal, entonces, aunque fingiendo poco interés, preguntó:

—¿Qué hay sobre ella, además de que es la favorita de la marquesa de Mancera?

—Está tomando clases con Vargas para poder bailar contigo.

Sin esperar respuesta, se fue hacia donde la hija de los virreyes aparecía en el salón con su ropa de cama y el gesto de venir de una pesadilla. Qué oportuna era la chiquilla.

Cuando se alejó del muchacho hacia los aposentos, volvió a verlo con disimulo. Su desconcierto era total; así desarmado se veía como un niño ingenuo. Pensó que si en ese momento lo viera Juana Inés también su corazón habría de rebosar ternura.

Ella misma, Bernarda Linares, podía sentirla. Y aunque se acercó a la habitación de Juana Inés para seguir con sus artes alcahuetas, no pudo entrar a la habitación. Tras la puerta escuchó unos sollozos taimados. Soltó a la hija de los virreyes y le dijo que siguiera de frente, ya la alcanzaría, y con el oído pegado a la puerta se quedó escuchando el sufrimiento de la sobrina de Juan Mata. De quien exhibía tanta seguridad sin duda era un gesto extraño. Iba a tocar a la puerta pero el pudor la detuvo. Ya la abordaría en los próximos días.