El despecho de Bernarda

Bernarda Linares había dedicado ese jueves de tertulia a prepararse especialmente para la noche: se dio un baño en la tina caliente que tenía en su habitación, pidió a la negra Virgilia que salpicara el agua con magnolias cuyo aroma embriagante no sólo le gustaba, sino que se le metía por la piel. Se volvía ella pétalos de carne lechosa y perfumada que después Juan Mata acariciaba y probaba con su lengua experta. Luego de relajarse en el agua tibia, tuvo cuidado de untarse el cuerpo con aceite de almendras, de ponerse unas gotas de limón en el pelo que Virgilia desenredó pausadamente; aquellos rizos eran difíciles de controlar pero la mujer sabía domarlos. Colocaba la diadema de carey para que el pelo no cayera en la cara y luego retenía las puntas de la cabellera en un atado que dejaba ver lo esponjado de su melena rubia. Se frotó los dientes con bicarbonato frente a la palangana para asegurarse de su blancura diamantina. Hizo gárgaras con el agua de hojas de menta para que la voz se le transparentara al cantar, lo que ocurría antes de los escarceos amorosos con su hombre. Todo eso para nada aquella noche, para que Juan Mata apenas pasara rozándola y fingiera que no tenía esa cercanía con ella. El hombre había permanecido cerca del virrey y de algunos principales, mientras que la virreina se paseaba acompañada muy de cerca de Juana Inés, la sobrina. Todo era culpa de la estorbosa sobrina, de esa remilgosa que se hacía la sabihonda y que en todo momento tenía palabras inteligentes y agudas para responder a las dudas y a los comentarios de los virreyes.

Menos mal que ella se había negado a compartir su habitación cuando la virreina le dijo que habría una chica nueva y que seguramente le produciría a ella, Bernarda, una enorme alegría saber que esa chica era familiar de Juan Mata, con quien tanto trato tenía. Lo dijo con esa especial y atenta manera de hablar, sin herirla pero haciéndole saber que suponía que las enseñanzas del señor Mata iban más allá del baile, la conversación y los temas de la política del reino.

"¿Cuál alegría?", pensó Bernarda con la cara hundida en la almohada, con los rizos desperdigados y fuera de control, mientras escuchaba la música que venía del salón, esa música que siempre la regocijaba tanto y que ahora le parecía un insulto. Tenía ganas de volver a casa donde ella era una hija consentida por su padre y por su madre, y por sus hermanos. Cuando le preguntaron si quería entrar al convento a educarse con las madres o a la corte no lo dudó un segundo. Le gustaba la risa, el desenfreno, todo lo que la música y el vestir provocaban. Los rezos no eran para ella; cuando se confesaba decía mentiras. No había imaginado que a pesar de estar entre virreyes y lujos tendría que lidiar con las obligaciones religiosas, con aquel padre que olía mal y que usaba ropas raídas, y que se acercaba a las chicas a la hora de la merienda y con el chocolate ribeteando sus dientes gastados les hablaba de la pureza, de la necesidad de hacer votos de castidad, pues eran muy jóvenes aún para decidirse por esposarse con Cristo o con un hombre de la tierra; pero en cualquier caso, la devoción, la obediencia, la bondad eran las que debían ensayar desde ahora, y no permitir que Satanás ocupara sus cuerpos llevándolas, con esas poderosas maneras del ángel caído, hacia el placer que desemboca en el abismo. "Hacerse respetar, no mirarse el cuerpo desnudo", decía cerrando los ojos; "a vuestra edad es una joya de blandura, una dulzura al tacto, un bálsamo a la vista". No mirarlo para no cargarse de vanidad y arrogancia por sus formas redondas, jugosas, convocadoras de las pasiones de los hombres. Y mucho menos tocarlo; ellas que estaban en Palacio podrían pedir a las mucamas que se encargaran de su aseo para que no tuvieran que pasarse las manos por esas partes ocultas cuyo secreto la vida aún no les había descubierto. Esas partes ocultas pertenecían a Dios, eran jardín del Señor y él era el único que podía permitir que se las ofrecieran en santo matrimonio al hombre que prodigara sus cosechas para que los hijos de Dios en la tierra se multiplicaran adorándolo y esparciendo su amor por todos los confines del planeta. Estar en ese palacio y en esa tierra híbrida de dioses derrocados, de costumbres paganas, de dioses hígado, de dioses muerte, de dioses viento, ofrecía peligros que las mujeres del reino al otro lado del mar no tenían que sortear, pero aquí corrían los conjuros y las supersticiones, las pócimas mágicas. Por ello debían cerrar sus oídos a lo que decían las indias, o las negras, y no hacer caso de la palabra de los hombres, a menos que esos hombres tuvieran la bendición de él, que era el padre confesor de los virreyes y por ello la moral de los mandatarios estaba bajo su cuidado.

Tener que escuchar todo aquello de un hombre tan desagradable al principio le había dado ganas de marcharse a casa, de aceptar las bondades del convento antes que el extremo desagrado que le producía el padre Antonio Núñez de Miranda y el temor que alcanzaba a despertarle su mirada, cuando se acercaba a ella, como hacía con cada una, en la capilla de Palacio, y preguntaba si tenía algo que confesar. Algún pecadillo del cuerpo, una tentación a la que hubiese cedido su pureza inmaculada, el don que la Virgen María había depositado en todas las mujeres. Pero ahora Juan Mata la había hecho fuerte; ella resistía, aunque el padre la miraba tan a los ojos, resbalándose por ellos hasta el extremo del pubis que Juan Mata hacía estremecerse de placer con sus sabidurías amatorias, que imaginaba un arroyo de lodo vertido en su cuerpo, volviéndolo oscuro y feo. Tan verdadera era la sensación que las palabras pronunciadas por el padre producían que viera la lengua de Mata volverse morada y al hombre alejarse con una mueca de asco y grandes arcadas, reteniendo el vómito que ese cuerpo sucio le producía. Guardaba silencio pero no estallaba en sinceridad, porque el propio Mata le había dado la certeza de que el placer la hacía mejor persona, mejor esposa del hombre con el que contraería nupcias algún día, más alegre, y que la alegría era un don al que todo caballero quería acogerse, y también se sabía rica, para casarse con un hombre que le diera buena vida, y por ello no sentía el desprecio divino que el padre quería infundirle.

Si entonces decía un no rotundo, un no piadoso que convencía de su virtud; ahora, si el mismo padre entrara y con su cuerpo hediondo se reclinara sobre ella y le susurrara al oído que todavía se podía salvar, que confesara a qué enjuagues del diablo había cedido su juventud y su virginidad, lo haría sin remedio, porque su única razón de ser era la aprobación de Juan, el deseo de Juan, los piropos de aquel hombre que le había mostrado lo que era propio de su cuerpo y que precisaba de un descubridor. "Navegarte, fundar una ciudad en ti", le decía; "América precisó un navegante para constatar su existencia". Su hombre de mar era Mata, ella su América; él la había nombrado y le había construido una plaza en el pubis donde retumbaban las campanas de catedral, un palacio en los pechos donde se erguían los pendones de la realeza. Ella era mujer territorio nuevo, ya no Bernarda virtuosa sino Bernarda elevada por los cielos. Los anchos cielos azules de su propia religión donde ella era templo y él un devoto. Pero sin el orador, sin el hombre que venerara su cuerpo de rodillas ella no era nada; era un templo desocupado, una pirámide sin Quetzalcóatl, sólo piel y huesos, piedras para ser demolidas.

Bernarda Linares no había pensado en la muerte porque la vida le había prodigado una frescura y una luz que no tuvo que buscar. Su existencia había sido ligera como una pluma, pero verlo allí entre los otros, sin buscar pretextos para comenzar a charlar con las chicas y luego con ella hasta desaparecer juntos por los pasillos y entrar en su habitación, levantarle las faldas y miriñaques y llenarla de su virilidad diestra, eso era la oscuridad. Había recorrido los rostros de los otros hombres que se reunían en el salón, pero ninguno tenía esa mirada de astuta complicidad, de protección infinita, que le daba su amante.

Había estado equivocada cuando pensó que la presencia de Juana Inés en Palacio haría que Juan acudiese con más frecuencia; que la chica tan admirada por la virreina lo ataría a esas paredes de otra manera. Qué tonta había sido; Juana Inés era la sobrina de su mujer, eran ojos y oídos atentos que podían diseminar esa verdad que todos conocían en Palacio pero que afuera se ocultaba a sus propios padres y hermanos, a la familia de Mata.

Bernarda, que se había colocado cerca de la virreina junto a las demás damas aquella velada, escuchó con ira las palabras de Juana Inés, que conversaba con Leonor Carreto sobre alguna tragedia griega, una obra que recién había leído y que Leonor gozaba enormemente. Juana Inés habló de la unidad dramática y de la precisión del armado, de la geometría de las escenas; y ella, Bernarda, no entendió nada porque no leía latín ni le interesaban esos nombres, Lisístrata, Aristófanes, todos tan lejanos como la mirada de Juan esas últimas noches.

Poco a poco se fue serenando, resignándose a que Juan Mata no estuviera con ella un tiempo, tal vez mientras Juana Inés se aflojaba y conocía las leyes de la corte, porque la chica tendría que convertirse en cortesana como ella. ¿O no? Aquel pensamiento le dio bríos. Juana Inés también tendría que acercarse a un hombre casado, como ella, que fuera su maestro en las formas de Palacio, que le diera conversación y andar de mujer, actitud para el galanteo, cortesías y gratitudes que la volverían una noble. Sí, aquello tendría que suceder; al fin y al cabo, ella había entrado a Palacio también a los dieciséis años y ahora era sólo dos años mayor que Juana Inés. Ella vería la manera de acercarle a un amante, un hombre a cuyos vuelos y mundo no se podría resistir. Había visto que el mundo más allá de la capital y del resto de la Nueva España le atraían poderosamente. Esa curiosidad de la recién llegada le serviría para que cayera en brazos de alguien y entonces Juan Mata se olvidaría de los cuidados y las formas y los lazos se tejerían para proteger los pactos entendidos. Se limpió las lágrimas, se calzó los zapatos satinados, se miró en el espejo y se acomodó los rizos. Volvería al salón, ya no para encontrarse con Juan Mata y tampoco para cantar. Miraría con atención a los caballeros asiduos a la corte para elegir a alguno para Juana Inés. La virreina sería su cómplice.