Las tijeras de casa
María Mata estaba disgustada. Había buscado las tijeras en su costurero, había revuelto los cajones de la cómoda y sumido los brazos en el bargueño. Llamó a Trinidad pero la mujer juró no haberlas visto ni tocado. Y ella que estaba en un apuro, rematando aquella toquilla para lucirla en la fiesta de la condesa Ibarra. Entró en la habitación de los chicos y luego en la de las niñas, que habían salido a la panadería por los bollos. Juan se pondría furioso si ella no estaba a tiempo; era menester que las relaciones de su marido se deslizaran aceitadas de cordialidad pues su clientela eran españoles y criollos. Necesitaba estar bien con cabildos y abogados; incluso tenía clientes mestizos porque aquello de la mezcla no se podía parar. Comentaba divertido en las reuniones:
—¿Qué va a hacer un español cuando su virilidad reclama mujer? ¿Esperar a las peninsulares? ¿Y si se le atraviesa una india con su misterio y su cuerpo de hembra tentándolo? Pues familia. Malo está que una mujer se interese por indio porque españoles sobramos. Eso sí que no había de tolerarlo mi suegro, que en paz descanse. Y tuvo suerte de que sus hijas no hicieran mezclas ni sus hijos tampoco, de que lo indio no llegara a la sangre de su descendencia. Aunque yo he visto cómo de india y español salen criaturas hermosas que bien criadas en el cristianismo y el castellano no desmerecen. Por eso yo surto de vino a las familias aunque la sangre se haya entintado con la de esta tierra. No nos podemos traer a todos de allá.
María ya lo podía escuchar riendo, hablando como tanto le gustaba, y luego advirtiendo que si sus hijos embarazaban a la Trini los desheredaba, que nada más le faltaba emparentar con la sirvienta. Ya había visto casos así. De no tener curas, había de tener abogados o militares. Y cuando le preguntaban de la niña, era rotundo: casada o monja. María estaba nerviosa y cuando eso le ocurría se le instalaba en la cabeza el escenario inmediato: su marido enérgico, fustigante porque iban retrasados. Todo estaba bien mientras no quedaran mal con los otros, mientras María Ramírez luciera sin demasiada coquetería; no como la esposa de Balbuena, que a la menor provocación sonreía a los hombres subrayando lo poca cosa que era su marido. Qué inquietos ponía a los señores con sus escotes, con sus escarceos; qué molestas, a las señoras. Y, sin embargo, todos tenían que ir a rendirle pleitesía al jefe de aduanas porque si no cómo vender los vinos y las sedas, las piedras preciosas y la pimienta, las almendras y los marfiles. Juan Mata vivía bien de su negocio de importaciones. Los curas y los conventos eran sus mejores clientes porque para ellos eran los relicarios de marfil, las sotanas de seda púrpura, los misales de tapa de concha, los clavicordios florentinos, los cálices romanos. Con ellos sí que había que estar bien, obsequiar al obispo con golosinas y vinos y una que otra agua de colonia para perfumar su cuerpo tan cerca de Dios.
Las malditas tijeras no aparecían. María buscó en la habitación de su hija; sobre la mesilla de estudio de Juana Inés, en la estantería de libros, en las camas, por el suelo, y allí estaban brillando a un lado de la jofaina. La sensación fue de alivio y de ira a la vez. Por qué las habían tomado sin avisarle, por qué no estaban en su sitio. Ya hablaría con esa María cada vez más traviesa, cada vez más tiempo en la cocina con esa Trini. Las ideas de la india no le debían hacer bien; tampoco sus comidas de hongos negros. Eso es lo que enturbiaba el sueño a su niña que por las noches los llamaba como si no tuviese allí la compañía de su prima. Prohibiría los hongos negros en su cocina; además quedaban rastros de ellos en los cazos y en las ollas. Su negrura no era fácil de despejar. Con sus padres nunca los había comido pero en la ciudad todo se colaba por las puertas y las ventanas. Lo que uno no se imaginara se vendía en la Plaza Mayor o en el baratillo, pero ella jamás mercaría los frutos negros ni la fruta, esa verde con el alma oscura. María se persignó. Había mucho que enseñarles a estos indios, pero sobre todo que no malenseñaran a su María. Tal vez cuando Juana Inés vino a la ciudad hubiera convenido que la niña suya se criara un rato en el campo, con sus abuelos, pero desde que nació la niña fue demasiado tarde; primero eran unos ancianos y luego se murieron. Y con Isabel y el capitán, ni loca. Su hermana parecía tener golondrinas en la cabeza; muchos apetitos en el cuerpo. Tanto hijo y dos hombres, uno después de otro. Era hermosa, es cierto. La mejor de las tres, pero algo tenía con los hombres que la voluntad se le perdía. Qué decía ella, pensó ya sentada en la silla de costura, con el hilo entre sus dedos, la aguja punzando el lino para moldear las figuras de la puntilla. Que las señoras no dijeran que ella no era un dechado de virtudes, que supieran que su madre le había enseñado el punto como lo había aprendido en Sanlucar. Su voluntad estaba en la tela y en sus dedos. Ese era el mundo que podía gobernar. Fuera de casa ella no mandaba. Oyó los pasos de las criaturas en la escalera, se asomó por el alero y llamó a su hija.
Cuando su madre acabó con la retahíla de reproches y mencionó los hongos negros de Trini, la niña lloraba sin comprender. Se defendía alegando que ella no las había tomado, que las tijeras no eran cosa suya y que Trini nada tenía que ver. Y María no comprendía que le mintiera y más ira le daba con aquella mujer de la casa que estaba volviendo a su hija desleal con su propia madre. Yo soy tu madre, porfió María. Y la niña se le echó a las rodillas insistiendo en que ella no era. Parecía querer decir algo más que la torturaba. Entonces su madre tuvo piedad. Reconoció que algo le pasaba y la escuchó. María había visto desde la cama, en aquellas noches de insomnio en que su prima permanecía con la vela encendida y ella no podía dormir, a Juana Inés, que frente al espejo se desataba la trenza para dormir y poniendo las tijeras cerca del pelo suelto cortaba las puntas. A María le perturbaba la mirada de rabia de Juana Inés en el espejo. Se cortaba el pelo con ira. Después salía de la habitación con la jofaina y seguramente la vaciaba en el vertedero de basura. Así no quedaba huella.
—Es verdad, mamá. La última vez le pregunté por qué hacía eso y me dijo que de qué le servía esa cabellera y las lindeces de su cabeza si no podía retener lo que leía en los libros.
Con esto último, María confirmó la tozudez de su sobrina. ¿O sería una voluntad descomunal, un rigor que no es de este mundo, por aprender y retener? Abrazó a su hija como si la quisiera proteger de esa criatura fuera de lo normal con quien pasaba las noches y los días. Era verdad que era dulce y diligente y siempre estaba dispuesta a la ayuda doméstica, pero en todos esos años nunca quiso desatender el estudio para volver a Panoayan unos días, no insistió en ver a sus hermanas ni a su madre. Cuando Refugio trajo la triste noticia de la muerte de Beatriz, su madre, Juana Inés no quiso acompañarla a los funerales. El tiempo le era precioso. Su capacidad de estudio solitario rebasaba a cualquier bachiller. Una cosa le estuvo clara a María: Juana Inés no podía permanecer bajo su techo para siempre. Su hija no podía sufrir más la desatención de su padre ni la sombra que le haría siempre la virtuosa Juana Inés. Lo hablaría con Juan esa noche. Colocó a su hija fatigada en llanto sobre la cama y acarició su rostro de niña. Le miró las pecas salpicadas por la cara e hizo un ademán de comérselas para que su hija sonriera.
Por qué había dudado de ella. Su hija no mentía y haber delatado a su prima no le había sido fácil. Trini entró a la habitación con las jarras de agua para el aseo de la señora; sabía que en unas horas ésta se acicalaría. María le hizo señas de que guardara silencio pues ya la niña dormía. Observó la figura menuda de Trinidad, los pies descalzos, el pelo trenzado mientras se inclinaba para colocar la jarra en su sitio. Tomó el frasco de agua de rosas y vertió un poco para perfumar el agua. María se regodeó en lo bien que conocía sus costumbres. Iba a reclamarle aquello de los hongos negros, pero desistió. No era con Trini con quien tenía que hablar sino con Juan. En su casa ella gobernaba.