Los lobos
Diciembre 17 de 1694
Convento de San Jerónimo
María Luisa, divina Lysi, leal amiga:
¿Es posible que me haya tomado un mes retomar el cálamo y proseguir con las palabras que a ti te dirijo y que por tan escasas, pareciera ingratitud de mi parte? Nada hay de ello y quiero que para estas navidades mis palabras te encuentren con bien, con salud y con regocijo por la proximidad de la publicación que tenemos entre manos. Como ves el tono con que te escribo es más animado ahora, pues he leído con deleite los poemas que sor Feliciana de Milão y sor María de Céu me han enviado desde la Casa del Placer en Portugal. Qué inteligencia y qué luminosa dificultad la de sus versos. Espero que ellas encuentren deleite en las redondillas que les he enviado para que descifren sus entretelas. Como puedes ver, María Luisa, aquí en el papel, en las lides de los retos y acertijos de palabras me encuentro a mis anchas, respiro; lo que no me es dado hacer con libertad en el cuarto vacío, desprovisto de los libros que lentamente fui acumulando. Es este despojo tan grande que me es preciso referirlo, perdonarás que le dedique las líneas que debieran estar destinadas a la empresa que nos preocupa.
Comprenderás que para quien ha vivido sumergida entre los lomos de los libros y las líneas de los impresos, perderlos es quedarse en un encierro de ausencia. A veces me siento hermanada con las mujeres de Barcia. No sé si te conté lo que ocurrió a una de las religiosas de este convento que al visitar a su madre, encerrada desde tiempo atrás por adúltera, se encontró con un mundo de agresiones, abusos, reclamos, locura y despropósito. Mujeres sin esperanza. Volvió desgajada, contó algunas cosas, me recriminó no haberle advertido del infierno con el que se encontraría, pues yo participé de las diligencias para que se le diera el permiso de acudir. La verdad es que desconocía la dimensión del propósito del jesuita. Aunque tengo aún acceso a las noticias del mundo, y entonces más, desconocía el estado extremo en que aquel religioso, apoyado por el lobo mayor, el arzobispo, tenía a las mujeres. Esta desnudez de los muros, este silencio impuesto por los libros que no existen ha sido provocado por Aguiar y Seixas que nos odia a las mujeres. No lo dice así con las cuatro letras del verbo y porque el odio no es propio de un buen católico que debe poner la otra mejilla cuando ha sido injuriado. Pero la verdad es que tal desprecio nos tiene que no nos puede mirar a los ojos, que ha aceptado que el desquiciado Barcia encierre en Belén a cuanta mujer hace daño con su existencia. El arzobispo es enemigo del teatro, ha clausurado las salas de teatro y no permite los bailes que considera pecaminosos, y a las religiosas que escribimos obras, comedias o tragedias si es el caso, nos tiene repulsión. Si por él fuera nos tendría como a las mujeres de Belén, pero no es un loco como Barcia, que cree en la redención del género. Nuestro rostro de hembras le da tal temor, le provoca tan poco respeto y le parece tan cercano al diablo que nos ignora a todas, hasta a la madre superiora que no comenta nada por honor a su puesto. Este lobo mayor hizo que sor Filotea naciera como un disfraz del tercer lobo, el menos ofensivo en apariencia y el que comenzó los estragos que ahora me tienen desatendida de libros, pero no de tinta ni de papel ni de palabras ni de complicidades como la tuya, María Luisa, y la de las monjas portuguesas. Debo decirte, por cierto, que el poema que acompaña el libro y que me has hecho llegar para mis enmiendas es de una factura sorprendente y que tu modestia es infinita cuando sólo incluyes uno, en lugar de tener el mismo espacio que a mí me ha sido concedido.
¿Ves cómo me gana el placer del texto?, menos mal que se filtra impositivo y quita espacio al desvelo que me ha provocado el disfraz de quien se decía mi amigo, Manuel Fernández de Santa Cruz. Reprenderme públicamente es imperdonable, y hacerlo desde una hermana, una mujer religiosa, es vil por cuánto envilece nuestra condición. Pretendiendo ser una igual, nos ha denigrado creyendo que una mujer señalaría a otra que se ha salido de su cauce, sus deberes de esposa. Claro, hacerlo desde la voz de hombre y de autoridad eclesiástica ofendería la pretendida libertad de sus ideas. Recordarás cómo él gozaba de nuestras tertulias, de la lectura de textos, de la representación de las obras, cómo reconocía mi talento y no ponía reparos en que siendo monja dedicara tiempo a los poemas de ocasión y a las conversaciones sobre ciencia y otros temas. Apoyó mi gusto por saber de cometas como el propio padre Kino lo había hecho polemizando con mi amigo Sigüenza. Puedo imaginar su discurso si volviera a presentarse en el locutorio de San Jerónimo en estos tiempos. "¿Te acuerdas que le diste la razón a Eusebio Kino porque era amigo de la duquesa de Aveiro que era parienta de la virreina María Luisa? Pues yo me he visto en la misma situación, debo complacer a mi superior el arzobispo."
"No es lo mismo, Manuel, que yo no acusé de hereje a nadie, ni de vanidad, sólo di argumentos para inclinarme hacia una u otra teoría. Sí, algo había de complacencia, ¿quién es inmune a ello? Yo mejor que nadie lo puedo entender. Pero las formas importan, las lealtades íntimas también y tú fuiste cobarde. Te llamaste Filotea, aunque debo agradecerte que me permitiste responder y aclarar mi posición en el mundo. Si me han de excomulgar o quemar en la hoguera tú serás responsable, pero quedará esa carta a Sor Filotea, para que la sinceridad de mi corazón sirva y dé luz a quienes sean reprendidos y silenciados injustamente." María Luisa, habrás de perdonar estos devaneos pero mi ira con el lobo más cobarde no ha sido ventilada con todas sus palabras, a Manuel no lo he vuelto a ver ni lo veré. Sé que le enviaste el segundo tomo de mis obras y te lo agradezco, ese gesto presagia nuestra última estocada en este juego de autoridades, la de la permanencia de las palabras. Por ello, mi agradecimiento infinito al progreso de tus gestiones, al tejido que has logrado entre las monjas portuguesas y mi persona. Ya la tierra lusitana y el prodigio de su lengua, ya las saudades y el mar que baña ese país me han cincelado el corazón.
Bienaventurada tu idea y tu compañía. Desde el encierro de las paredes desnudas de mi celda, te honro y te lleno de afectuosas reverencias.
Tuya,
Juana Inés