Comer conejos
Jacinto entró a la cocina cargando los conejos por las orejas; parecía llevar un trofeo delicado. Los mostró, orgulloso, a su hermana María. Se acercó hasta donde ella pelaba las papas y los dejó caer sobre la mesa. María observó el producto de la caza: dos grises, uno marrón y uno pardo y pequeño. Se burló de su hermano:
—El más oscuro es como tú: esmirriado.
Para mostrar su aprobación le sirvió un tazón de leche de la ordeña del día. Puso un pedazo de pan del que hacían allí mismo en Panoayan y le acercó los frijoles para que los untara y se repusiera de aquella pesquisa matutina. María sabía que no era fácil atrapar cuatro conejos al hilo, cuando la neblina mañanera estorbaba la vista y cuando había presión por que no fallaran las vituallas para el festejo del patrón. Ya doña Beatriz había dispuesto que se hiciera el conejo como le gustaba a su marido, y que, si no había suerte en el campo, se usaran pollos con la misma receta. No era lo mismo; María y doña Beatriz lo sabían, pero la mesa no se podía sujetar a la suerte de la cacería, sobre todo cuando la familia entera se reunía alrededor del viejo. Pero su hermano menor era ágil como una liebre y había aprendido de Manuel, el viejo, a tirar con puntería. Era, por una extraña razón, el más oscuro de los hermanos y éstos aprovechaban para reír de su condición. Encontraban una ventaja en aquella oscuridad: resaltaba en la niebla. Su madre solía contarlo: "A ti es al único que encuentro fácilmente en el día; de noche no, mi negrito". Lo abrazaba la niña Josefa, y a María le daba gusto ver esas ternezas, porque de todos, Jacinto era el menos dotado para los trabajos del arreo y la trilla, pues su cuerpo era escuálido y su tamaño pequeño; casi lo alcanzaba la niña Juana Inés que estaba por cumplir los seis años.
—Le van a gustar a don Pedro —dijo María—; mejor los despellejas para que estemos a tiempo.
Nada más decir eso se fijó en aquellos cuerpos aún tibios sobre la mesa. Les miró las pieles y los ojos abiertos y sintió asco. Ella que no se arredraba con nada y que tan pronto cocinaba lengua de vaca como lechón o guajolotes engordados en el patio, ahora sentía pena por aquellos animales recién muertos. Le miró al marrón la pata que tenía pasto adherido e imaginó la carrera: el animal advirtiendo el peligro que lo acechaba, los pasos de su hermano tras él, el zacate escudándolo, los agujeros de la nariz abiertos, las patas elevándolo de la tierra para volar entre trancos. Se quedaría con la pata del conejo. La colocaría en la puerta de su habitación para que al hijo que traía en el vientre lo protegieran los espíritus del volcán. La pondría junto a la virgen rubia que su patrona le dio: la Virgen del Rocío. Y si era niña la criatura que llevaba en el vientre y nacía completa y sana, le pondría el nombre de la señora porque en esa casa nadie se llamaba Beatriz, y porque tal vez así podría encontrar un Pedro, como el patrón, que cuidaba de ella y que, por las noches, cuando merendaban junto a la chimenea, le decía "Solecito". ¿Y si mejor le ponía Solecito? Dejó el cuchillo sobre la mesa y observó el cerro de papas peladas. Volvió a ver la cara del conejo marrón y sintió un vahído. Quizás el embarazo la hacía frágil frente a la muerte. No comería el guisado de esa tarde. Tal vez las papas con chorizo, pero no las piernas ni el lomo del conejo; mucho menos el pecho tierno en el que el animal había confiado para retener el aire necesario y así vencer al enemigo, aunque al final la velocidad del perdigón lo alcanzó. Jacinto entró cargando el cuerpo rosado del primer conejo desollado y buscó una atarjea para colocarlo. María señaló las que colgaban en la pared y le pidió que lo dejara allá, junto a la ventana. Aliviada, miró cómo tomaba al conejo marrón por las orejas.
—Quiero la pata —le dijo contundente.
Jacinto la miró preocupado.
—Nada, debe ser la criatura —dijo.
La Beatriz, pensó. Si le salía hombre ya vería cómo llamarlo. Ya había tenido otros hijos, pero se sentía diferente; sus areolas se habían puesto moradas antes de tiempo y los mareos la asaltaban pasados los cuatro meses. Iba a ser una terca. Por lo menos tendrá techo, pensó aliviada. Era una suertuda como ella: su negrita nacería en casa de la familia Ramírez y les darían comida, techo y ropa para que el frío de los volcanes no le dañara los pies hechos para el sol. Eso decía su madre, que qué diablos hacían ellos en tierra de nieve si estaban hechos sus pellejos para resistir el calor. Lo decía porque el frío de enero y el de febrero le calaba los huesos. Por negra y por vieja, insistía Catalina mientras la señora Beatriz le mandaba a los cobertizos las medias de lana y su vasito de brandy.
—Tómeselo como mi marido, con la leche. Con un carajillo cualquiera aguanta. Que si lo sabré yo, que vengo de los calores.
María estaba absorta rebanando las papas, cuando escuchó unos pasos menudos en la cocina.
—Me asustaste, criatura —dijo cuando descubrió a Juana Inés que se inclinaba en la tinaja de caracoles.
La niña sonrió por respuesta y se quedó mirando el hervidero de conchas que oleaba allá dentro. María sabía a qué venía. Era una niña muy lista que sólo necesitaba que le explicaran las cosas una vez. Juana Inés tomó el preparado de avena y puso un poco sobre la tina. Luego levantó uno de aquellos animales y lo colocó al lado de la avena. María se acercó temerosa de que la criatura estropeara la purga de los babosos, pero Juana Inés volteó hacia ella deseosa de saber por qué en lugar de comer el animal había desaparecido bajo la concha. Volvió a tomar la concha y hurgó con su vista en ese fondo gris que disimulaba la longitud del molusco.
—Tu abuela se va a enojar si los molestas, luego amargan —la reprendió María, aunque le gustaba la persistente curiosidad de la niña.
Juana Inés se quedó quieta esperando que el animal hiciera algo. María le explicó que se escondía cuando se asustaba. Así se defendía del peligro.
—Cada quien tiene sus maneras —añadió María—. Mira, es como la criatura de mi panza; te aseguro que si se asomara ahorita y viera esos conejos despellejados, y la neblina del campo, preferiría estar calientita en mi panza.
Juana Inés puso la mano sobre el abdomen de María.
Las antenas del caracol asomaron por la concha. La niña se olvidó de María, pero la negra siguió pensando en voz alta.
—Los conejos se esconden en sus madrigueras; a mí me gustaba meterme en el tronco del árbol hueco del cerro. Y tú, Juana, ¿dónde te escondes?
Juana Inés seguía el recorrido del animal que se deslizaba hacia la comida, ajena a las palabras de María.
—Qué bien saben dónde está lo bueno. Y así la tripa les va a quedar bien limpia.
—Ya no quiero avena —dijo de pronto la niña.
—A ti no te vamos a cocinar —se rió María, mostrando sus dientes blancos—. ¿Sabes dónde se esconde Jacinto? —dijo observando a su hermano que completaba la limpieza de los conejos afuera—. En la carreta de tu abuelo, pero no le digas nada. Dice que desde allí se puede ir corriendo si el volcán explota. Quién sabe de dónde sacó esas ideas, si estas montañas heladas están bien muertas.
—Iztaccíhuatl —pronunció despacio Juana Inés.
—Ay, criatura, si pareces señor de la iglesia; ésos son los únicos que hablan bien.
—Iztac, blanco —añadió Juana Inés.
—¿Dónde andas aprendiendo esas cosas? ¿Será cuando acompañas a la Josefa?
—Jacinto no Iztac—se rió María cuando vio a su hermano entrar con el último conejo limpio.
—No Iztac —la secundó Juana Inés.
El chico no comprendió de qué se reían.