María Izta de los Volcanes

Ser la mayor no era fácil. No era raro que el padre se ausentara, pues a menudo iba a la capital o al puerto de Veracruz a vender las pieles de becerro o de cabra o las de oveja de cuya suavidad presumía; pero esta vez había transcurrido más de un mes y dos y entendía que algo no estaba bien. Su madre se había puesto enferma, alegaba que eran las jaquecas y pedía que las tres niñas la dejaran sola en la habitación de la casa grande de Nepantla.

—Llévate a Josefa y a Juana Inés a pasear, vayan por la miel. La miel me hará bien.

María, Marieta, como la llamaba su familia, prudente por demás, no se atrevía a preguntar por el padre; sólo sentía un extraño cosquilleo en la panza. Advertía que la normalidad se había violentado. Pedro de Asbaje tardaba no más que un mes en aquellas ausencias de comercios, y al regreso las colmaba con regalos: a su madre, zarcillos que tanto le gustaban; a ella un abanico de caras chinas; a Josefa y a Juana, un juego de té en miniatura. Eso era lo que había traído el padre en su último viaje. María estaba pendiente aquella mañana del trote de caballos mientras se alejaba con sus hermanas. Miraba de cuando en cuando hacia la entrada de la finca junto al camino, pero no había más ruido que un pasmoso zumbar de abejas y las voces de Josefa y Juana que cantaban la tonadilla de los peines.

María se resignó y alejó la vista y los oídos de la promesa del galope que anunciaría el regreso de su padre. Se concentró en el verdor al frente, en que bajaran con cuidado por la ladera de la barranca hasta el borde del río. Su madre no enfermaba fácilmente, era alegre. A veces callada, pero no se encerraba como estos días en que la luz del sol le molestaba. Tal vez sabía algo que María y sus hermanas ignoraban.

Se enteró días después, ya que su madre seguía en cama y, siendo la mayor, la mandó llamar. Estaba recostada, con el pelo recogido en una trenza oscura que caía sobre su hombro. A María no le gustaba verla así; que estuviera enferma era como si permaneciera lejos. ¿Acaso se enteró de que la sangre le había empezado a escurrir entre las piernas y que había sido Francisca quien le dio los paños para que los colocara en las bragas, atados a la cintura para evitar que se movieran? Y ella asustada, y la negra diciéndole que no molestara a su madre. Ella harta, aburrida de que su madre fuera una cosa ajena. ¿Qué no imaginaba que a ella y a sus dos hermanas también les dolía la ausencia de su padre? María no preguntó nada; se acercó disimulando la rabia que le producía la postración de su madre.

—Estoy sin fuerzas —la escuchó—. Nos iremos a Panoayan, a la casa del abuelo Pedro.

A María le pareció que las palabras caían como el agua de la cascada en el río, que le pegaban en la coronilla y que escurrían por su cuerpo llevándosela de esos campos, alejándola para siempre de los paseos con su padre, quien le describía la tersura de las pieles, cómo las secaban y les daban color, y cómo las había crespas o blandas; cómo unas eran buenas para cinchos, otras para calzado y sólo algunas para las chaquetillas y los gabanes. Y su madre insistía:

—¿Escuchaste, Marieta? Ve con tus hermanas para que guarden sus cosas en los baúles.

María, sin moverse, sus pies fundidos con la esterilla de la alcoba.

—Marieta, ¿estás bien? —preguntó su madre.

—¿Empacar todo, mamá?

Y ahora estaban de vuelta en Nepantla, para celebrar el bautizo de Antonia; nada más que en esa casa de Nepantla ni Josefa ni Juana ni ella tenían ya lugar. Inés y ahora Antonia ocupaban su antigua habitación. Francisca las recibió con una sonrisa cuando bajaron de la carreta. Ese día su padrastro festejaba por todo lo alto. Dispuso dos carretas que llevaron a la familia de su mujer desde Panoayan hasta la iglesia en Chimal y luego a Nepantla.

—Querubines —dijo la negra, manoteando en el aire. Y aunque besó mucho a Josefa y a Juana la vio muy grande y lo resaltó; a María la apretó contra su pecho como si se la hubieran desprendido sin quererlo ella. Pero María había aprendido como hermana mayor a no llorar, a pesar de que la tibieza oscura de Francisca la ablandaba como a una ciruela en dulce.

—Y tú, ¿vas a la escuela con tus hermanas?

María hizo un gesto de desdén; ella bordaba como su abuela, con muchas linduras, y por ser la mayor ayudaba en las faenas de la casa, como lo había hecho en Nepantla. Y aunque sus hermanas insistieron en los primeros días de Panoayan que jugara al té con las muñecas, ella había desistido ante la vista de ese juego de cerámica en miniatura que su padre presumía venía desde China. Solía encaramarse al piso alto junto a la capilla y sentada en un poyete se abanicaba primero suave y luego más fuerte mirando los volcanes que allí se contemplaban más cercanos, como si del cono del Popocatépetl fuese a brotar Pedro de Asbaje con una vasija llena de lava dorada: "Para la princesa de estos lares", como solía llamarla. En tardes así, en las que se iba acostumbrando a no verlo más, se solazaba en el tesoro de sus recuerdos. De las tres hermanas sólo ella había sido la "princesa de esos lares", y si las otras dos andaban jugueteando —Juana husmeando en la biblioteca del abuelo Pedro, Josefa en la cocina con la negra María—, ella podía soñar con su padre y en esos momentos estaba segura de que no la había olvidado.

Pero volver a Nepantla era un crudo recordatorio; pensó negarse. Aquella mañana del bautizo de su hermana Antonia Ruiz, inventaría, como su madre, una jaqueca. Su abuela diría que era una maldita herencia y pasaría el día encerrada en Panoayan, o caminando por el bordo de las hayas, lejos de todos, tan lejos de la nueva familia de su madre como de su padre, que pasados ya tres años no había enviado una línea y algunos sospechaban que estaba muerto, aunque su madre no. Bien decía que de los muertos siempre se sabe, sobre todo si son de cierta importancia. Y su padre, curador y vendedor de pieles de Vizcaya, lo era. Aquella mañana del bautizo vio desde su cama a Josefa y a Juana lavarse la cara en el aguamanil y luego ponerse aquellos vestidos que la abuela y ella habían confeccionado para la ocasión. Era la segunda hermana que le nacía a su madre de ese nuevo padre que vivía con ella en Nepantla y María ya debía haber pasado los sofocos pero en aquella ocasión el bautizo de Inés fue en Amecameca y el ágape allí mismo, en Panoayan: el patio central se había convertido en enorme comedor. Qué contentas sus hermanas, iban a una fiesta y verían a su madre y a la pequeña Inés Ruiz, y eso las alegraba. Para ellas, Pedro de Asbaje era un fantasma. Josefa recordaba su bigote y sus ojos claros, pero precisaba la confirmación de la mayor.

—¿Verdad, Marieta, que tenía los ojos verdes?

Juana, en cambio, de esos tres primeros años no poseía más que una voz, eso le dijo un día a María.

—¿Papá hablaba muy bajo?

Curioso que su hermana pequeña recordara esa voz susurro de su padre. María pensó que tras aquella voz Juana debía guardar algunas palabras. Se le ocurrió preguntarle desde la cama que aún no abandonaba:

—¿Qué te decía papá, Juana?

Con el vestido azul cielo que Josefa le abotonaba a la espalda, Juana, desconcertada, miró a su hermana.

—¿Papá?

—Sí, el de la voz suave.

—Ah, ése —contestó sorprendida, como recuperando algo entre velos.

María recordó la cascada de la barranca y aquella noticia de su madre, y vio a Juana al otro lado de la cortina de agua. Parecía que hacía un gran esfuerzo; luego dijo, aunque no eran palabras de niña y era una mentira:

—Óyeme con los ojos.

Sus hermanas volvieron al arreglo y María, perpleja y aliviada, sintió la cercanía del padre. Se puso de pie a todo vuelo y le plantó a Juana un beso en el cachete. Se dieron prisa para estar a tiempo cuando llegara la carreta para Chimal.

Esa mañana, María no quería separase de Juana Inés. La llevaba de la mano, aunque Josefa recelara, para entrar al atrio de la iglesia. Quizás ella había estado demasiado distante, enfurruñada con su madre y con su padre, para notar esa clara sagacidad de su hermana menor. Por algo la maestra de la escuela Amiga no protestó cuando, desde pequeña, Josefa la llevó consigo. Ahora que Juana Inés había cumplido siete años la miraba por primera vez. Ya no como una muñeca a quien coser vestidos, o alguien a quien cantar canciones a la hora de dormir, porque desde que su madre se mudó a Nepantla con el capitán ella había adoptado la misión materna. Por nada en el mundo iba a permitir que sus hermanas sintieran el hueco que ella sufrió durante los días de enfermedad de su madre.

Curioso como ahora, aunque la madre viviera lejos, no la sentía así. Su rostro era vivaz, se reía a menudo y cuando comían todos juntos en las celebraciones, el capitán tenía muchas atenciones con ella. La llamaba Bellota cuando pedía el pan en la mesa o para avisar que saldría con el abuelo a hablar de negocios —lo cual a Josefa y a María les daba mucha risa—; pero su madre no se daba cuenta, estaba volcada con Inesita y ahora Antonia había nacido en ese hogar de mujeres.

—Estoy condenado a las mujeres —suspiraba el abuelo cuando se veía entre todas ellas.

Esperaba que algún hombre rompiera ese rosario.

Caminaron atrás de sus abuelos y de sus tíos Diego y Magdalena, y de Pedro Ramírez, su primo, que ya era un joven, por entre los fresnos cubiertos de heno hacia el pórtico de la iglesia. Allí, a la entrada, María podía ver a su madre, vestida de gris perla, cargando a la nueva hija que parecía un capullo de mariposa, toda blanca. Juana se desprendió y corrió para abrazar la falda de su madre. María la alcanzó junto con Josefa. Notó que Juana, en lugar de ver la carita rosada de su nueva hermana, que hacía gestos, hundía el rostro entre la tafeta aperlada de su madre. El capitán acarició la cabeza de Juana, que remolona la evitó.

Era momento de ser la hermana mayor, y después de besar a su madre y saludar al capitán, tiró de Juana.

—Mira a la criatura. Le van a hacer lo mismo que a ti en este lugar. Unas gotas de agua en la cabeza.

Juana, intrigada, se desprendió por lo que su hermana sabía.

—Aquí te bautizaron —dijo María y la jaló al interior de la parroquia de San Vicente Ferrer, hasta el borde de la misma fuente. Observó el asombro de Juana y cómo miraba el agua cristalina del interior.

—Es agua bendita —le explicó, metió un dedo a la fuente y la dejó escurrir sobre la cabeza de Juana—. Yo te nombro Princesa de estos lares.

Juana la miró, sorprendida de que fuera tan fácil mudar los nombres.

Ella también metió su mano e hizo que María se inclinara para que pudiera rociarle la cabeza.

—Yo te nombro Izta. María Izta de los Volcanes.

Josefa se acercó; había advertido un juego que le intrigaba, pero ya las voces del coro comenzaban a entonar el Ave María y el cura, que cruzaba desde el altar, severo, las observó.

María tomó a Josefa con una mano y a Juana con la otra. Y así, ungida con un nombre nuevo, salió de la capilla para unirse al cortejo que acompañaba a su nueva hermana, a su madre y al capitán, segura de que con sus manos enlazadas a las de sus hermanas evitaba que el Asbaje de su sangre y la voz susurrada de su padre se perdieran para siempre.