Aún pasarían unas semanas, como una especie de moratoria de decencia, durante las cuales iría subiendo la temperatura y la primavera se instalaría en la región parisina; y luego, por descontado, llamaría a Rediger.
Exageraría ligeramente su propia alegría, sobre todo por delicadeza, para mostrarse sorprendido y darme la sensación de un libre albedrío; mi aceptación le haría muy feliz, lo sabía, aunque en el fondo ya la daba por sentada, sin duda desde hacía mucho tiempo, quizá incluso desde la tarde que pasé en su casa en la rue des Arènes: no intenté entonces en absoluto disimular la impresión que me causaban el atractivo físico de Aïcha, ni los hojaldres de Malika. Las mujeres musulmanas eran abnegadas y sumisas, de eso podía estar seguro, así las educaban, y en el fondo eso basta para dar placer; en cuanto a la cocina, me daba igual, era menos delicado que Huysmans al respecto, pero de todas formas recibían una educación apropiada, debía de ser muy raro que no lograran hacer de ellas unas amas de casa por lo menos pasables.
La ceremonia de conversión, en sí misma, sería muy sencilla: probablemente tendría lugar en la Gran Mezquita de París, era lo más práctico para todo el mundo. Dada mi relativa importancia estaría presente el rector, o por lo menos uno de sus colaboradores directos. Rediger también asistiría, por descontado. El número de asistentes, sin embargo, no era una imposición; también habría sin duda algunos fieles corrientes, la mezquita no se cerraba para la ocasión, era un testimonio que tenía que prestar ante mis nuevos hermanos musulmanes, mis pares ante Dios.
De madrugada me abrirían expresamente el hamam, cerrado por lo general a los hombres; vestido con un albornoz, recorrería largos pasillos de columnatas coronadas con arcos, de paredes decoradas con mosaicos de extremada delicadeza; luego, en una sala más pequeña, también decorada con refinados mosaicos, bañada por una luz azulada, dejaría correr el agua largamente, muy largamente, sobre mi cuerpo, hasta que mi cuerpo estuviera purificado. Luego me vestiría, habría previsto ropa nueva; acto seguido entraría en la gran sala, dedicada al culto.
A mi alrededor se haría el silencio. Me vendrían a la mente imágenes de constelaciones, de supernovas, de nebulosas espirales; también imágenes de fuentes, de desiertos minerales e inviolados, de grandes bosques casi vírgenes; poco a poco, me dejaría penetrar por la grandeza del orden cósmico. Luego, con voz serena, pronunciaría la fórmula siguiente, que me habría aprendido fonéticamente: «Ašhadu anna lā ilāha illā-llāh wa ašhadu ānna Mu.hammadan rasūlu-llāh.» Lo que exactamente significaba: «Doy fe de que no hay sino un Dios y Mahoma es su profeta.» Y acto seguido se habría acabado; sería, a partir de entonces, musulmán.
La recepción en la Sorbona sería mucho más larga. Rediger se orientaba a la carrera política y acababa de ser nombrado ministro de Asuntos Exteriores, ya no tenía mucho tiempo que dedicar a sus funciones de rector universitario; exigiría, sin embargo, pronunciar en persona el discurso de entronización (y lo sabía, estaba seguro de que habría preparado un excelente discurso, y que sería para él una alegría pronunciarlo). Estarían presentes todos mis colegas, la noticia de mi Pléiade había circulado en el entorno universitario y todos estaban ya enterados, no era una relación que pudieran descuidar; y todos vestirían toga, pues las autoridades saudíes habían restablecido recientemente la obligación de utilizar esa prenda de ceremonia.
Antes de pronunciar mi discurso de respuesta (que, de acuerdo con la tradición, sería muy breve), tendría a buen seguro un último pensamiento para Myriam. Ella viviría su vida, lo sabía, en condiciones mucho más difíciles que las mías. Desearía sinceramente que su vida fuera feliz, aunque me costara creerlo.
El cóctel sería animado y se prolongaría hasta tarde.
Unos meses más tarde empezarían de nuevo las clases y, por supuesto, reaparecerían las alumnas: bellas, con velo y tímidas. No sabía cómo circulaban las informaciones acerca de la notoriedad de los profesores entre las alumnas, pero circulaban desde siempre, era inevitable, y no creía que las cosas hubieran cambiado significativamente. Cualquiera de esas chicas, por guapa que fuera, se sentiría feliz y orgullosa de que yo la eligiera, y honrada al compartir mi lecho. Serían dignas de ser amadas; y, por mi parte, conseguiría amarlas.
Un poco como le había ocurrido unos años antes a mi padre, se me ofrecería una nueva oportunidad; y sería la oportunidad de una segunda vida, sin mucha relación con la precedente.
No extrañaría nada.