De regreso en casa, después de dar vueltas en mi cama durante una hora, me di cuenta de que no iba a lograr dormirme de ninguna manera. No me quedaba gran cosa que beber, solo una botella de ron que se mezclaría mal con el boukha, pero lo necesitaba. Por primera vez en mi vida me había puesto a pensar en Dios, a contemplar seriamente la idea de una especie de Creador del universo que vigilaba todos mis actos, y mi primera reacción fue muy clara: era, simplemente, miedo. Poco a poco me calmé, con la ayuda del alcohol, repitiéndome que era un individuo relativamente insignificante, que seguro que el Creador tenía cosas mejores que hacer, etc., pero a pesar de todo persistía la idea, aterradora, de que de golpe se percataría de mi existencia, descargaría su puño y yo sufriría, por ejemplo, un cáncer de mandíbula, como Huysmans, era un cáncer frecuente entre los fumadores, Freud también tuvo uno, sí, un cáncer de mandíbula parecía verosímil. ¿Cómo me las apañaría, después de una ablación de la mandíbula? ¿Cómo podría salir a la calle, ir al supermercado, hacer la compra, soportar las miradas de compasión y de asco? Y si ya no podía hacer la compra, ¿quién la haría por mí? La noche iba a ser aún larga, y me sentía dramáticamente solo. ¿Tendría al menos el elemental valor del suicidio? Ni siquiera tenía esa certeza.
Desperté hacia las seis de la mañana con un fuerte dolor de cabeza. Mientras se hacía el café busqué Diez preguntas sobre el islam, pero al cabo de un cuarto de hora tuve que rendirme ante la evidencia: mi mochila no estaba allí, debía de haberla olvidado en casa de Rediger.
Después de dos Aspegic, recuperé la energía suficiente para sumergirme en un diccionario del argot teatral, publicado en 1907, y logré encontrar dos palabras raras utilizadas por Huysmans que fácilmente hubieran podido pasar por neologismos. Era la parte divertida de mi trabajo, divertida y relativamente fácil; lo más difícil sería el prólogo, ahí irían a por mí, era muy consciente. Tarde o temprano, tendría que ponerme de nuevo con mi propia tesis. Esas ochocientas páginas me asustaban, casi me aplastaban; si mal no recordaba, había tendido a releer la obra de Huysmans a la luz de su futura conversión. El propio autor incitaba a ello, y sin duda me dejé manipular por él, su propio prólogo de Al revés, escrito veinte años después, era sintomático. ¿Al revés conducía inevitablemente a un retorno al seno de la Iglesia? Ese retorno se había producido finalmente, no cabía dudar de la sinceridad de Huysmans, y Les foules de Lourdes, su último libro, era auténticamente el libro de un cristiano, en el que aquel esteta misántropo y solitario, superando la aversión que le inspiraban las beaterías sansulpicianas, lograba por fin dejarse transportar por la fe elemental de la multitud de los peregrinos. Por otro lado, en el terreno práctico, ese retorno no le costó grandes sacrificios: su condición de oblato en Ligugé le permitía vivir fuera del monasterio; tenía su propia sirvienta, que le preparaba aquellos platos de la cocina burguesa que tan importante papel habían desempeñado en su vida; tenía su biblioteca, y sus paquetes de tabaco holandés. Asistía a todos los oficios, y sin duda le gustaba, su dilección estética y casi carnal por la liturgia católica afloraba en todas las páginas de sus últimos libros; pero nunca mencionaba las cuestiones metafísicas suscitadas por Rediger la víspera. Nunca vio los espacios infinitos que asustaban a Pascal, que sumían a Newton y a Kant en el asombro y el respeto. Huysmans era un converso, por descontado, pero no a la manera de Péguy o de Claudel. Mi propia tesis, lo comprendí en ese momento, no me sería de gran ayuda; y las declaraciones del propio Huysmans, tampoco.
Hacia las diez de la mañana estimé que era una hora decente para presentarme en el número 5 de la rue des Arènes; el mayordomo de la víspera me recibió con una sonrisa, vestido aún con su traje blanco de cuello Mao. El profesor Rediger no estaba en casa, me informó, y en efecto había olvidado un objeto. Me trajo mi mochila Adidas en menos de treinta segundos, seguramente la había apartado enseguida: era cortés, eficaz y discreto, en cierto sentido me impresionaba más aún que sus mujeres. Debía de resolver las gestiones administrativas como el rayo, en un chasquido de dedos.
Al descender por la rue de Quatrefages, me hallé sin haberlo buscado ante la gran mezquita de París. Mis pensamientos no se volvieron hacia el eventual Creador del universo sino, prosaicamente, hacia Steve: estaba muy claro, me dije, que el nivel de la enseñanza había bajado. Yo no tenía la notoriedad de Gignac; pero, a pesar de eso, si me decidía a regresar, podía estar seguro de que sería bienvenido.
Sin embargo, sí continué plenamente consciente por la rue Daubenton en dirección a la Sorbona-París III. No tenía intención de entrar, solo de pasar frente a la verja; pero tuve un auténtico gesto de alegría al reconocer al vigilante senegalés. Y él también estaba radiante:
—¡Cuánto me alegro de verle, señor! ¡Qué bien que esté usted de vuelta…!
No tuve el valor de sacarle del error, y entré tal como él me invitó al patio principal. Al fin y al cabo, había pasado quince años de mi vida en esa facultad y me agradaba reconocer, por lo menos, a una persona. Me pregunté si también se había visto obligado a convertirse para ser contratado de nuevo; pero tal vez ya fuera musulmán, algunos senegaleses lo son, por lo menos eso me parecía.
Paseé durante un cuarto de hora bajo las arcadas de viguetas metálicas, un poco sorprendido por mi propia nostalgia, sin dejar de ser consciente de que el entorno era verdaderamente feo, aquellos espantosos edificios habían sido construidos durante el peor periodo del modernismo, pero la nostalgia no es un sentimiento estético, ni siquiera está ligada al recuerdo de la felicidad, se siente nostalgia de un lugar simplemente porque uno ha vivido allí, poco importa si bien o mal, el pasado siempre es bonito, y también el futuro, solo duele el presente y cargamos con él como un absceso de sufrimiento que nos acompaña entre dos infinitos de apacible felicidad.
Poco a poco, de tanto caminar entre las viguetas metálicas, mi nostalgia se disipó e incluso dejé de pensar completamente. Aún pensaba a veces en Myriam, brevemente pero de manera muy dolorosa, al pasar frente al bar de la planta baja donde tuvo lugar nuestro primer encuentro. Por descontado, ahora las alumnas se cubrían con el velo, en general un velo blanco, y paseaban en grupos de dos o tres bajo las arcadas, lo que recordaba un poco un claustro, y la impresión de conjunto era innegablemente estudiosa. Me pregunté qué debía de pasar en el marco más antiguo de la Sorbona-París IV, si uno se sentía de vuelta a la época de Abelardo y Eloísa.