Como es sabido, los estudios universitarios de letras no ofrecen casi ninguna salida, salvo a los estudiantes más capacitados para hacer carrera en la enseñanza universitaria en el campo de las letras: se trata en resumidas cuentas de una situación bastante chusca en la que el único objetivo del sistema es su propia reproducción y que genera una tasa de desechos superior al 95 %. Esos estudios, sin embargo, no son nocivos e incluso pueden tener una utilidad marginal. Una chica que aspire a un trabajo de dependienta en Céline o Hermès deberá, ante todo, cuidar su presencia; pero una licenciatura o un máster de letras modernas pueden constituir una baza accesoria que, a falta de competencias prácticas, garantice al empleador cierta agilidad intelectual que permita augurar la posibilidad de una evolución en la carrera: la literatura, además, siempre ha tenido una connotación positiva dentro de la industria del lujo.

Por mi parte, era consciente de formar parte de la reducida franja de los «estudiantes más capacitados». Había escrito una buena tesis, lo sabía, y esperaba una mención honorífica; quedé gratamente sorprendido por la felicitación unánime del tribunal y sobre todo cuando descubrí mi informe de tesis, que era excelente, casi ditirámbico: con ello tenía muchas posibilidades, si lo deseaba, de conseguir una plaza de profesor. En resumidas cuentas, mi vida, por su previsible uniformidad y banalidad, seguía pareciéndose a la de Huysmans un siglo y medio atrás. Había pasado los primeros años de mi vida adulta en una universidad; probablemente allí pasaría también los últimos, y quizá en la misma (no fue exactamente así: obtuve mi titulación en la Universidad de París IV-Sorbona y fui nombrado profesor en la de París III, un poco menos prestigiosa, pero igualmente situada en el distrito V, a unos cientos de metros de distancia).

Nunca tuve la menor vocación docente y, quince años más tarde, mi carrera no había hecho más que confirmar esa falta de vocación inicial. Las pocas clases particulares que di con la esperanza de mejorar mi nivel de vida me convencieron enseguida de que en la mayoría de las ocasiones la transmisión del saber es imposible, la diversidad de las inteligencias es extrema y que nada puede suprimir ni siquiera atenuar esa desigualdad fundamental. Más grave aún: no me gustaban los jóvenes, y nunca me habían gustado, ni siquiera en los tiempos en que se me podía considerar un miembro de sus filas. A mi entender, la idea de juventud implicaba cierto entusiasmo respecto a la vida, o tal vez cierta rebelión, todo ello acompañado de una vaga sensación de superioridad respecto a la generación a la que tendríamos que reemplazar; nunca sentí, dentro de mí, algo semejante. Sin embargo, en mi época de juventud tuve amigos o más exactamente hubo algunos condiscípulos con los que podía contemplar, sin disgusto, ir a tomar un café o una cerveza entre clases. Sobre todo, tuve amantes —o mejor, como se decía en la época (y como quizá aún se diga), tuve ligues— a razón más o menos de una por año. Esas relaciones amorosas se desarrollaron siguiendo un esquema relativamente inmutable. Nacían al principio del curso universitario a raíz de un seminario, de un intercambio de apuntes, o de una de las múltiples ocasiones de socialización, tan frecuentes en la vida de estudiante, y cuya desaparición consecutiva a la incorporación a la vida profesional sume a la mayoría de los seres humanos en una soledad tan asombrosa como radical. Seguían su curso a lo largo del año, pasando noches en casa del uno o del otro (sobre todo en casa de ellas, pues el ambiente tétrico e insalubre de mi habitación se prestaba mal a citas amorosas), llevando a cabo actos sexuales (con una satisfacción que me complace imaginar mutua). La relación acababa después de las vacaciones de verano, es decir, al inicio del nuevo curso universitario, casi siempre por iniciativa de las chicas. Habían vivido algo durante el verano, esa era la explicación que solían darme, sin precisiones complementarias; algunas, a las que sin duda no les importaba herirme, me precisaban que habían conocido a alguien. Sí, ¿y qué? Yo también era alguien. Con la distancia, esas explicaciones factuales me parecen insuficientes: efectivamente, y no lo niego, habían conocido a alguien; pero lo que les había hecho atribuir a ese encuentro un peso suficiente para interrumpir nuestra relación y para entablar una nueva relación era simplemente la aplicación de un modelo de comportamiento amoroso poderoso pero implícito, y más poderoso aún por ser implícito.

Según el modelo amoroso imperante en mis años de juventud (y nada me hacía pensar que las cosas hubieran cambiado significativamente), se suponía que los jóvenes, después de un periodo de vagabundeo sexual correspondiente a la preadolescencia, se comprometían con relaciones amorosas exclusivas, acompañadas de una estricta monogamia, en las que entraban en juego actividades no solo sexuales sino también sociales (salidas, fines de semana, vacaciones). Esas relaciones, sin embargo, no eran definitivas y había que considerarlas aprendizajes de la relación amorosa, en cierta medida prácticas (al igual que se habían generalizado los periodos de prácticas profesionales como paso previo al primer empleo). Se suponía que debían sucederse relaciones amorosas de duración variable (la duración de un año que yo había observado podía considerarse aceptable) y en número variable (una media de diez a veinte parecía una aproximación razonable) para desembocar en una apoteosis en la relación última, la que tendría un carácter conyugal y definitivo, y conduciría, mediante el engendramiento de hijos, a la constitución de una familia.

La perfecta inanidad de ese esquema no se me haría patente hasta mucho más tarde, muy recientemente de hecho, cuando tuve ocasión, con unas semanas de intervalo, de encontrarme por casualidad de nuevo con Aurélie y luego con Sandra (aunque estoy convencido de que haber vuelto a ver a Chloé o a Violaine no hubiera modificado sensiblemente mis conclusiones). En cuanto llegué al restaurante vasco al que había invitado a cenar a Aurélie, comprendí que iba a ser una velada siniestra. A pesar de las dos botellas de Irouléguy blanco que me bebí prácticamente solo, sentí una creciente dificultad, que pronto se volvió insalvable, para mantener un nivel razonable de comunicación calurosa. Sin que lograra verdaderamente explicármelo, enseguida me pareció indelicado y casi impensable evocar recuerdos comunes. En cuanto al presente, era evidente que Aurélie no había logrado entablar una relación conyugal, que las aventuras ocasionales cada vez la hastiaban más, en resumen, que su vida sentimental se encaminaba a un desastre irremediable y absoluto. Sin embargo, lo había intentado por lo menos una vez, como comprendí por diversos indicios, y no se había recuperado de ese fracaso, el resentimiento y la acritud con que evocaba a sus colegas masculinos (a falta de algo mejor, nos pusimos a hablar de su vida profesional, era responsable de comunicación en el sindicato interprofesional de los vinos de Burdeos y por consiguiente viajaba mucho, en particular a Asia, para promocionar los vinos franceses) revelaban con cruel evidencia que estaba muy castigada. Me sorprendió cuando, sin embargo, me invitó, justo antes de salir del taxi, a «tomar una última copa», está realmente para el arrastre, me dije, ya sabía en cuanto se cerraron las puertas del ascensor detrás de nosotros que no pasaría nada, no me apetecía siquiera verla desnuda, hubiera preferido evitarlo pero, sin embargo, ocurrió y no hizo más que confirmar lo que ya presentía: no solo estaba castigada en el terreno emocional sino que su cuerpo también había sufrido daños irreparables, sus nalgas y sus senos eran superficies de carne enflaquecidas, reducidas, fláccidas y colgantes, ya no podía, ya no podría ser considerada nunca un objeto de deseo.

Mi cena con Sandra se desarrolló más o menos siguiendo el mismo esquema, salvo variaciones individuales (restaurante de marisco, cargo de secretaria de dirección en una multinacional farmacéutica) y la conclusión fue a grandes rasgos idéntica salvo que Sandra, más rolliza y jovial que Aurélie, me dio una sensación de desamparo menos profunda. Su tristeza era muy grande, irremediable, y sabía que acabaría anegándolo todo; al igual que Aurélie, en el fondo no era más que un pájaro cubierto de chapapote, pero conservaba, por así decirlo, mayor capacidad para batir las alas. En uno o dos años habría dejado de lado cualquier ambición matrimonial, su sensualidad aún no extinguida del todo la empujaría a buscar la compañía de jóvenes, se convertiría en lo que en mi juventud se llamaba una cougar y eso duraría sin duda unos años, una decena en el mejor de los casos, hasta que el decaimiento esta vez insalvable de sus carnes la conduciría a una soledad definitiva.

A mis veinte años, en aquellos tiempos en que me empalmaba con cualquier pretexto y a veces incluso sin razón alguna, cuando en cierta manera me empalmaba porque sí, podría haberme tentado una relación de ese tipo, a la vez más satisfactoria y más lucrativa que mis clases particulares, creo que en esa época hubiera podido cumplir, pero ahora por descontado estaba fuera de discusión, pues mis erecciones, más raras y más azarosas, exigían cuerpos firmes, ligeros y sin defectos.

Mi propia vida sexual, los primeros años que siguieron a mi nombramiento como profesor de la Universidad de París III-Sorbona, no conoció una evolución notable. Seguía acostándome, año tras año, con alumnas de la facultad, y el hecho de que me hallara en la posición de docente respecto a ellas no cambiaba mucho las cosas. La diferencia de edad con esas alumnas, sea como fuere, era al principio bastante pequeña y solo poco a poco se introdujo una dimensión de transgresión, ligada más a la evolución de mi estatus universitario que a mi envejecimiento real o incluso aparente. Gozaba a fin de cuentas de esa desigualdad de base que hace que el envejecimiento en el hombre solo altere muy lentamente su potencial erótico, mientras que en el caso de la mujer el hundimiento se produce con una asombrosa brutalidad, en unos años, a veces en unos meses. La única verdadera diferencia con respecto a mis años de estudiante era que, por lo general, ahora era yo quien ponía fin a la relación al inicio del curso universitario. No lo hacía en absoluto por donjuanismo ni por un desenfrenado deseo de libertinaje. Contrariamente a mi colega Steve, encargado como yo de enseñar la literatura del siglo XIX en primero y segundo, no me precipitaba con avidez ya el primer día de clases a ver las «novedades» de las alumnas de primer curso (con sus sudaderas, sus zapatillas Converse y su aspecto vagamente californiano, Steve me recordaba a Thierry Lhermitte en la película Les Bronzés, cuando sale de su cabaña para asistir a la llegada al club de las veraneantes de la semana). Si interrumpía mi relación con esas chicas era sobre todo a causa del desánimo y la fatiga: ya no me sentía realmente en condiciones de mantener una relación amorosa y deseaba evitar desengaños y desilusiones. Cambiaba de opinión durante el curso universitario, bajo la influencia de factores externos y muy anecdóticos, en general una minifalda.

Y luego también eso se acabó. Corté con Myriam a finales de septiembre, estábamos a mediados de abril, pronto se acabaría el curso universitario y aún no la había reemplazado. Había obtenido la cátedra y con ello mi carrera alcanzaba una especie de culminación, pero no pensaba que hubiera relación entre una cosa y otra. Fue por el contrario poco después de mi separación de Myriam cuando volví a ver a Aurélie, y luego a Sandra, y ahí había una conexión inquietante, y desagradable, e incómoda. Porque dándole vueltas a lo largo de los días me di cuenta de que mis ex y yo estábamos en una situación más parecida de lo que imaginábamos, las relaciones sexuales esporádicas no inscritas en una perspectiva de pareja duradera habían acabado inspirándonos un sentimiento de desilusión comparable. Al contrario que ellas, yo no podía hablar de ello con nadie, puesto que las conversaciones sobre la vida íntima no forman parte de los temas considerados admisibles en la sociedad de los hombres: hablan de política, de literatura, de los mercados financieros o de deportes, según su naturaleza; guardan silencio sobre su vida amorosa, hasta su último aliento.

¿Era, al envejecer, víctima de una especie de andropausia? Podría ser, y para tener la conciencia tranquila decidí pasar las noches en YouPorn, que con los años se había convertido en la página porno de referencia en Internet. El resultado fue, de entrada, extremadamente tranquilizador. YouPorn respondía a las fantasías de los hombres normales, repartidos por la superficie del planeta, y yo era, como se confirmó al cabo de los primeros minutos, un hombre de una absoluta normalidad. A fin de cuentas no era algo evidente, pues había consagrado gran parte de mi vida al estudio de un autor considerado a menudo una especie de decadente cuya sexualidad no era por ello un asunto muy claro. La verdad es que salí muy tranquilizado de esa prueba. Aquellos vídeos magníficos (rodados por un equipo de Los Ángeles que contaba con profesionales, iluminadores, tramoyistas y cámaras) o cutres pero vintage (los amateurs alemanes) se basaban en unos pocos guiones idénticos y agradables. En uno de los más usuales, un hombre (¿joven o viejo?, existían las dos versiones) dejaba dormitar tontamente su pene en el fondo de un calzoncillo o de unos shorts. Al percatarse de tal incongruencia, dos chicas de raza variable no cejaban hasta liberar al órgano de su refugio temporal. Para alegrarlo le prodigaban enloquecedoras carantoñas que perpetraban con un espíritu de amistad y complicidad femeninas. El pene pasaba de una boca a otra, las lenguas se entrecruzaban como se cruzan los vuelos de las golondrinas, ligeramente inquietas, en el cielo oscuro del sur de Sena y Marne, cuando se disponen a marcharse de Europa en su peregrinación de invierno. El hombre, anonadado por esa asunción, solo pronunciaba unas débiles palabras; tremendamente débiles en el caso de los franceses («¡Oh, joder!», «¡Oh, joder, me corro!», eso era cuanto podía esperarse de un pueblo regicida), más bellas e intensas en el caso de los norteamericanos («Oh my God!», «Oh Jesus Christ!»), exigentes testigos, en cuya boca parecían una conminación a no desatender los dones de Dios (las felaciones, el pollo asado), sea como fuere, yo también me empalmaba detrás de mi pantalla iMac de 27 pulgadas, así que todo iba bien.