La temporada turística aún no estaba en su apogeo y me fue fácil encontrar una habitación en el hotel Beau Site, agradablemente situado en la ciudadela medieval; el restaurante panorámico dominaba el valle del Alzou. El lugar era realmente impresionante y muy visitado. El permanente relevo de turistas llegados de todos los rincones del mundo que se sucedían, todos un poco diferentes, todos un poco similares, cámara de vídeo en mano, para recorrer boquiabiertos aquella maraña de torres, caminos de ronda, oratorios y capillas que escalaban el acantilado me dio al cabo de unos días la impresión de evasión del tiempo histórico, y la noche del segundo domingo de elecciones apenas me di cuenta de la amplia victoria de Mohammed Ben Abbes. Me dejé vencer lentamente por una fantasiosa inacción, y aunque esta vez la conexión Internet del hotel funcionaba perfectamente, me inquietaba muy poco el prolongado silencio de Myriam. A ojos del hotelero y del personal ya estaba catalogado: un soltero, un soltero un poco cultivado, un poco triste, sin grandes distracciones, y en el fondo era una descripción exacta. En fin, para ellos era el tipo de cliente que no da problemas, y eso era lo esencial.
Llevaba quizá una o dos semanas en Rocamadour cuando, por fin, recibí su correo electrónico. Myriam me hablaba mucho de Israel, del ambiente tan particular que allí reinaba, extraordinariamente dinámico y alegre, pero siempre con un fondo de tragedia subyacente. Podía parecer extraño, me decía, dejar un país —Francia— ante el temor de correr allí hipotéticos peligros, para emigrar a un país donde los peligros no eran en absoluto hipotéticos: una rama disidente de Hamas acababa de decidir lanzar una nueva serie de acciones, y cada día o casi a diario terroristas suicidas cargados de explosivos se hacían estallar en restaurantes o autobuses. Era extraño, pero una vez sobre el terreno se lograba comprenderlo: dado que Israel estaba en guerra desde su origen, los atentados y los combates se veían allí en cierta medida como algo inevitable, natural, y en todo caso no impedían disfrutar la vida. En su correo me adjuntaba dos fotos de ella, en bikini, en la playa de Tel Aviv. En una de las fotos, encuadrada en tres cuartos lanzándose al agua, se veía muy bien su culo y me empalmé, sentí un irresistible deseo de acariciárselo y un hormigueo doloroso me recorrió las manos; era increíble lo bien que recordaba su culo.
Al cerrar el ordenador me di cuenta de que en ningún momento hablaba de un eventual regreso a Francia.
Desde el inicio de mi estancia me había acostumbrado a ir a diario a la capilla de Notre-Dame y sentarme unos minutos frente a la Virgen negra, aquella que desde hacía mil años había inspirado tantas peregrinaciones, ante la que se habían arrodillado tantos santos y reyes. Era una estatua extraña, testimonio de un universo enteramente desaparecido. La Virgen estaba sentada muy erguida; su rostro con los ojos cerrados, tan lejano que parecía extraterrestre, estaba coronado con una diadema. El Niño Jesús —que a decir verdad no tenía para nada rasgos de niño, más bien de adulto, e incluso de viejo— estaba sentado, también muy erguido, en sus rodillas; tenía también los ojos cerrados y su rostro agudo, sabio y poderoso estaba igualmente rematado por una corona. No había ternura alguna, ni abandono maternal en sus actitudes. El que estaba representado no era el Niño Jesús; era ya el rey del mundo. Su serenidad, la sensación de poder espiritual y de fuerza intangible que desprendía eran aterradoras.
Esa representación sobrehumana estaba en las antípodas del Cristo torturado, sufriente, que había pintado Matthias Grünewald, y que tanto impresionó a Huysmans. La Edad Media de Huysmans era la del gótico, e incluso del gótico tardío: patético, realista y moral, ya estaba cerca del Renacimiento, más que del románico. Recordaba una discusión que mantuve, años atrás, con un profesor de historia de la Sorbona. Al principio de la Edad Media, me explicó, la cuestión del juicio individual casi no se planteaba; fue mucho más tarde, con El Bosco, por ejemplo, cuando aparecieron esas terroríficas representaciones en las que Cristo separa a la cohorte de los elegidos de la legión de los condenados; en las que unos diablos arrastran a los pecadores que no se han arrepentido hacia los suplicios del infierno. La visión románica era diferente, mucho más unanimista: a su muerte el creyente entraba en un estado de sueño profundo, y se mezclaba con la tierra. Una vez cumplidas todas las profecías, en la hora del segundo advenimiento de Cristo, era el pueblo cristiano entero, unido y solidario, el que se alzaba de la tumba, resucitado en su cuerpo glorioso, para encaminarse al paraíso. El juicio moral, el juicio individual, la individualidad en sí misma no eran nociones comprendidas claramente por los hombres del románico, y también yo sentía disolverse mi individualidad, al hilo de mis ensoñaciones cada vez más prolongadas ante la virgen de Rocamadour.
Sin embargo, tenía que regresar a París, estábamos a mediados de julio y una mañana constaté con incrédula sorpresa que ya llevaba más de un mes allí; a decir verdad no había prisa alguna, había recibido un correo electrónico de Marie-Françoise, que había estado en contacto con otros colegas: nadie hasta el momento había recibido mensaje alguno de las autoridades universitarias, la confusión era total. En un plano más general las elecciones legislativas se habían celebrado con el resultado previsible y se había formado gobierno.
Habían empezado las animaciones turísticas en el pueblo, sobre todo gastronómicas pero también culturales, y la víspera de mi partida, cuando realizaba mi visita cotidiana a la capilla de Notre-Dame, coincidí por casualidad con una lectura de Péguy. Me instalé en la penúltima fila; había poco público, compuesto sobre todo por jóvenes con vaqueros y polo, todos tenían ese rostro abierto y fraternal que no sé cómo logran mostrar los jóvenes católicos.
Madre aquí tiene a sus hijos que tanto han luchado.
Que no se les mida como se mide una mente.
Que se les juzgue más bien como se juzga al proscrito
que regresa escondiéndose por caminos perdidos.
Los versos resonaban con regularidad en el aire tranquilo y me pregunté qué debían de comprender de Péguy, de su alma patriótica y violenta, aquellos jóvenes católicos humanitarios. La dicción del actor era de todas formas notable, me pareció incluso que se trataba de un actor de teatro famoso, debía de formar parte de la Comédie Française, pero también debía de haber hecho algunas películas, me parecía haber visto su foto en algún sitio.
Madre aquí tiene a sus hijos y su inmenso ejército.
Que no se les juzgue solo por su miseria.
Que Dios ponga con ellos un poco de esa tierra
que tanto les ha perdido y que tanto amaban.
Era un actor polaco, ahora estaba seguro, pero seguía sin lograr recordar su nombre; quizá también era católico, algunos actores lo son, pero es cierto que ejercen una profesión muy rara en la que la idea de las intervenciones providenciales puede parecer más plausible que en muchas otras. Y esos jóvenes católicos, ¿amaban su tierra? ¿Estaban dispuestos a perderse por ella? Yo mismo me sentía dispuesto a perderme, no por mi tierra especialmente, me sentía dispuesto a perderme en general, a fin de cuentas me hallaba en un estado extraño, la Virgen me parecía subir, ascender de su zócalo y crecer en la atmósfera, el Niño Jesús parecía dispuesto a soltarse de ella y se me antojaba que ahora le bastaría alzar el brazo derecho y los paganos y los idólatras serían destruidos y se le entregarían las llaves del mundo «como señor, como poseedor y como dueño».
Madre aquí tiene a sus hijos que tanto se han perdido.
Que no sean juzgados por una vil intriga.
Que sean acogidos como el hijo pródigo.
Que vengan a desplomarse entre dos brazos tendidos.
Quizá simplemente tenía hambre, la víspera había olvidado comer y tal vez fuera mejor regresar al hotel, sentarme a la mesa ante unos muslos de pato, en lugar de desplomarme entre dos bancos víctima de un ataque de hipoglucemia mística. Una vez más pensé en Huysmans, en los sufrimientos y las dudas de su conversión, en su desesperado deseo de incorporarse a un rito.
Me quedé hasta que acabó la lectura, pero hacia el final me di cuenta de que a pesar de la gran belleza del texto hubiera preferido estar solo en mi última visita. En aquella estatua severa se representaba algo muy distinto, además del apego a la patria, a la tierra, o la celebración del coraje viril del soldado; o incluso el deseo, infantil, de una madre. Había ahí algo misterioso, sacerdotal y real que Péguy no alcanzaba a comprender, y menos aún Huysmans. A la mañana siguiente, después de cargar el coche y pagar el hotel, volví a la capilla de Notre-Dame, ahora desierta. La Virgen aguardaba en la oscuridad, tranquila e inmarcesible. Poseía la grandeza, poseía la fuerza, pero poco a poco sentí que perdía el contacto con ella, que se alejaba en el espacio y los siglos mientras yo me hundía en el banco, encogido, limitado. Al cabo de media hora, me levanté, definitivamente abandonado por el Espíritu, reducido a mi cuerpo deteriorado, perecedero, y descendí tristemente los peldaños en dirección al aparcamiento.