Miércoles 18 de mayo

A mi regreso a la facultad para dar mis clases, tuve, por primera vez, la sensación de que podría pasar algo; que el sistema político en el que estaba acostumbrado a vivir desde mi infancia se resquebrajaba visiblemente desde hacía bastante tiempo y quizá iba a estallar de golpe. No sé exactamente qué me causó esa impresión. Quizá la actitud de mis estudiantes del máster: tan amorfos y despolitizados como eran, ese día parecían tensos, ansiosos y trataban visiblemente de conseguir retazos de información a través de sus smartphones y sus tabletas táctiles; en todo caso estaban menos atentos que nunca a mi clase. Quizá también los andares de las chicas con burka, más seguros y lentos que de costumbre, avanzaban de frente en fila de a tres por los pasillos, sin esconderse, como si ya fueran las dueñas del lugar.

Por el contrario, la atonía de mis colegas me dejaba estupefacto. Para ellos no parecía haber ningún problema, no se sentían concernidos, y ello no hacía más que confirmar lo que pensaba desde hacía años: los que obtienen el estatus de profesor universitario no imaginan que una evolución política pueda tener el menor efecto en sus carreras, se sienten absolutamente intocables.

Al final del día vi a Marie-Françoise, cuando yo doblaba la esquina de la rue de Santeuil para dirigirme al metro. Caminaba rápidamente y corrí para alcanzarla, y al llegar a su lado, después de un rápido saludo, le pregunté directamente:

—¿Crees que nuestros colegas tienen motivos para estar tan tranquilos? ¿Crees que estamos realmente a salvo?

—¡Ay…! —exclamó con una mueca de gnomo que la afeaba aún más, antes de encenderse un Gitanes—, ahora mismo me estaba preguntando si alguien iba a despertarse en esta puta facultad. No, no estamos en absoluto a salvo, créeme, y sé de qué hablo… —Dejó pasar unos segundos y luego explicó—: Mi marido trabaja en la DGSI… —La miré estupefacto: era la primera vez en diez años que me cruzaba con ella y me daba cuenta de que había sido una mujer, e incluso en cierto sentido que aún lo era, y que un hombre, un día, pudo sentir deseo hacia esa criatura encogida y rechoncha, casi batracia. Afortunadamente malinterpretó mi expresión—. Lo sé… —dijo con satisfacción—, a todo el mundo le sorprende. En fin, ¿sabes qué es la DGSI?

—¿Es un servicio secreto? ¿Como la DST?

—La DST ya no existe. Se fusionó con los servicios de información generales en la DCRI, que luego se convirtió en la DGSI.

—¿Tu marido es una especie de espía?

—No exactamente, los espías son los de la DGSE y dependen del Ministerio de Defensa. La DGSI forma parte del Ministerio de Interior.

—Entonces, ¿es una policía política?

Sonrió de nuevo, más discretamente, eso la afeaba un poco menos.

—Oficialmente rechazan el término, por descontado, pero la verdad es que sí, es algo parecido. Vigilan a los movimientos extremistas, a los que podrían escorarse hacia el terrorismo, esa es una de sus principales atribuciones. Ven a tomar una copa a casa y mi marido te lo explicará todo. O por lo menos te explicará lo que puede explicar, no lo sé exactamente, siempre está cambiando según la evolución de los asuntos. Pero en cualquier caso después de las elecciones habrá verdaderos cambios, que afectarán directamente a la facultad.

Vivían en el square Vermenouze, a cinco minutos andando de Censier. Su marido no parecía en absoluto un miembro de los servicios secretos tal como lo imaginaba (¿y cómo me lo imaginaba?, probablemente como una especie de corso, una mezcla de delincuente y de comercial de vermús). Sonriente y pulcro, con el cráneo tan liso que parecía lustrado, vestía una bata corta de estampado escocés, pero imaginé que en su horario laboral debía de llevar pajarita, y quizá chaleco, todo en él desprendía una elegancia anticuada. Me dio de entrada una impresión de agilidad intelectual casi anormal; era probablemente el único antiguo alumno de la rue d’Ulm[2] que, después de obtener el título, superó además las pruebas de acceso a la Escuela Nacional Superior de Policía.

—Inmediatamente después de mi nombramiento como comisario —dijo sirviéndome un oporto— pedí que me destinaran a los servicios de información generales; era una especie de vocación… —añadió con una pequeña sonrisa, como si su inclinación por los servicios secretos no fuera más que una manía inocente.

Hizo una pausa bastante larga, bebió un primer sorbo de oporto, luego un segundo, y prosiguió:

—Las negociaciones entre el Partido Socialista y la Hermandad Musulmana son mucho más duras de lo previsto. Sin embargo, los musulmanes están dispuestos a dar más de la mitad de los ministerios a la izquierda, incluidos algunos claves como Finanzas e Interior. No tienen divergencias acerca de la economía, ni tampoco respecto a la política fiscal; no las hay tampoco sobre la seguridad, y además, contrariamente a sus socios socialistas, tienen los medios para hacer que reine el orden en los barrios del extrarradio. Hay algunos desacuerdos en política exterior, desearían que Francia condenara a Israel con mayor firmeza, pero eso la izquierda se lo concederá sin problema. La verdadera dificultad, ahí es donde están encalladas las negociaciones, es la Educación. El interés por la educación es una vieja tradición socialista, y el entorno docente es el único que nunca ha abandonado al Partido Socialista, que lo ha seguido apoyando hasta el borde del abismo; la cuestión es que en esta ocasión tienen ante sí a un interlocutor aún más motivado que ellos, y que no cederá bajo ningún pretexto. La Hermandad Musulmana es un partido especial, como sabe: son indiferentes a muchos de los retos políticos habituales y, ante todo, no sitúan la economía en el centro de todo. Para ellos lo esencial es la demografía y la educación; la subpoblación que cuenta con el mejor índice de reproducción y que logra transmitir sus valores triunfa; a sus ojos es así de fácil, la economía o incluso la geopolítica no son más que cortinas de humo: quien controla a los niños controla el futuro, punto final. Así que la única cuestión capital, el único aspecto en el que no darán su brazo a torcer, es la educación de los niños.

—¿Y qué quieren?

—Pues, para la Hermandad Musulmana, todo niño francés debe tener la posibilidad de beneficiarse de una enseñanza islámica desde el principio al final de su escolaridad. Y la enseñanza islámica es, desde cualquier punto de vista, muy diferente de la enseñanza laica. En primer lugar, en ningún caso puede ser mixta y solo algunas carreras estarán abiertas a las mujeres. Lo que en el fondo desearían sería que la mayoría de las mujeres, después de la escuela primaria, fueran orientadas a escuelas de educación doméstica y que se casaran lo antes posible, y que solo una pequeña minoría cursara estudios literarios o artísticos antes de casarse; ese sería su modelo de sociedad ideal. Además, todos los docentes, sin excepción, deberán ser musulmanes. Las reglas relativas al régimen alimentario de los comedores escolares y el tiempo consagrado a las cinco oraciones cotidianas deberán ser respetados; pero, sobre todo, el propio programa escolar deberá adaptarse a las enseñanzas del Corán.

—¿Cree que las negociaciones llegarán a buen puerto?

—No tienen elección. Si no logran llegar a un acuerdo, es seguro que el Frente Nacional ganará las elecciones. Y aun cuando logren un acuerdo, todavía tiene posibilidades, ya ha visto los sondeos. A pesar de que Copé acabe de declarar que se abstendrá a título personal, el ochenta y cinco por ciento de los votantes de la UMP se decantarán por el Frente Nacional. Va a ser un resultado muy ajustado, extremadamente ajustado: un cincuenta por ciento para cada uno, en verdad.

»No, la única solución que les queda —prosiguió— es proceder a un desdoblamiento sistemático de la enseñanza escolar. En cuanto a la poligamia, por otra parte, ya han alcanzado un acuerdo que podría servirles de modelo. El matrimonio republicano permanecerá igual, como una unión entre dos personas, hombres o mujeres. El matrimonio musulmán, eventualmente polígamo, no tendrá ninguna consecuencia en términos de estado civil, pero será reconocido por los centros de seguridad social y los servicios fiscales y dará lugar a derechos.

—¿Está seguro? Me parece increíble…

—Absolutamente, ya consta en acta en las negociaciones; además es perfectamente conforme a la teoría de la sharia de minoría que el movimiento de los Hermanos Musulmanes sostiene desde hace tiempo. En cuanto a la educación, podría ser un poco lo mismo. La escuela republicana se quedaría igual, abierta a todos, pero con mucho menos dinero, pues el presupuesto de Educación se dividirá por lo menos por tres, y esta vez los profesores no podrán salvar nada, ya que en el contexto económico actual cualquier reducción presupuestaria a buen seguro será acogida con amplio consenso. Y luego, paralelamente, se pondría en marcha un sistema de escuelas musulmanas privadas, que se beneficiarían de la homologación de los títulos y que, por su parte, podrían recibir subvenciones privadas. Evidentemente, la escuela pública se convertirá muy pronto en una escuela a la baja y todos los padres preocupados por el futuro de sus hijos los matricularán en la enseñanza musulmana.

—Y con la universidad pasará lo mismo —intervino su esposa—. La Sorbona, en particular, les hace fantasear hasta extremos increíbles. Arabia Saudí está dispuesta a ofrecer una dotación casi ilimitada, vamos a convertirnos en una de las universidades más ricas del mundo.

—¿Y Rediger será nombrado rector? —pregunté, al recordar nuestra última conversación.

—Sí, por supuesto, es más indiscutible que nunca; sus posiciones promusulmanas son constantes, desde hace por lo menos veinte años.

—Incluso se ha convertido, si no me falla la memoria… —intervino su marido.

Apuré mi copa de un trago, y volvió a servirme; en efecto, iba a haber novedades.

—Supongo que todo eso es extremadamente secreto… —retomé después de un tiempo de reflexión—. No entiendo por qué me habla de ello.

—En tiempos ordinarios, evidentemente guardaría silencio, pero en estos momentos ya se ha filtrado todo y eso es lo que más nos inquieta. Todo cuanto acabo de decirle, y más aún, he podido leerlo tal cual en los blogs de algunos militantes identitarios, aquellos que hemos conseguido infiltrar. —Meneó la cabeza con incredulidad—. Si hubieran logrado instalar micrófonos en las salas más protegidas del Ministerio del Interior, no sabrían más. Y lo peor es que, por ahora, no hacen nada con esas informaciones explosivas: ningún comunicado de prensa, ninguna revelación destinada al gran público; simplemente esperan. Es una situación inédita y muy angustiosa.

Traté de sonsacarle más sobre el movimiento identitario, pero se cerró visiblemente. Tenía un colega en la facultad, le confié, que había simpatizado con ese movimiento y luego se había apartado completamente.

—Sí, eso dicen todos… —espetó, sarcástico.

Cuando abordé la cuestión del armamento que se decía que poseían algunos de esos grupos, se contentó sorbiendo el oporto y mascullando:

—Sí, ha habido rumores de financiación por parte de algunos millonarios rusos, pero no se ha podido demostrar nada.

Y luego calló definitivamente. Me despedí poco después.