El TGV a Poitiers estaba anunciado con un retraso indeterminado y agentes de seguridad de la SNCF patrullaban los andenes para evitar que algún usuario cayera en la tentación de encenderse un cigarrillo; en resumidas cuentas, mi viaje empezó bastante mal y en el interior del vagón me aguardaban otras contrariedades. El espacio reservado al equipaje se había reducido aún más desde mi último desplazamiento, era ya casi inexistente, las maletas y bolsas de viaje se amontonaban en los pasillos, haciendo conflictiva y enseguida imposible la deambulación entre los vagones que hasta entonces constituía el principal atractivo de un viaje en tren. El bar Servair, al que me costó veinticinco minutos llegar, iba a depararme otra decepción: la mayoría de los platos de una carta ya de por sí reducida no estaban disponibles. La SNCF y la empresa Servair se disculpaban por las molestias ocasionadas; tuve que contentarme con una ensalada de quinoa y albahaca y un agua con gas italiana. Me había comprado Libération, un poco por desesperación, en un Relay de la estación. Un artículo acabó llamándome la atención, más o menos a la altura de Saint-Pierre-des-Corps: el distributismo del que hacía gala el nuevo presidente resultaba ser finalmente menos inofensivo de lo que había parecido en un primer momento. Uno de los elementos esenciales de la filosofía política introducida por Chesterton y Belloc era el principio de subsidiariedad. Según ese principio, ninguna entidad (social, económica o política) debía asumir una función que pudiera confiarse a una entidad más pequeña. El papa Pío XI, en su encíclica Quadragesimo Anno, dio una definición de ese principio: «Como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada.» En tal caso, la nueva función cuya atribución a un nivel mayor constituía una «perturbación del recto orden», como Ben Abbes acababa de caer en la cuenta, era ni más ni menos que la solidaridad social. ¡Qué hay más bello, se emocionó en su último discurso, que la solidaridad cuando se ejerce en el marco caluroso de la unidad familiar…! El «marco caluroso de la unidad familiar» era aún, en ese estadio, solo un programa: pero, más concretamente, el nuevo proyecto de presupuesto del gobierno preveía una disminución en tres años del 85 % del gasto social del país.

Lo más sorprendente era que la magia hipnótica que emanaba Ben Abbes desde el principio seguía operando y que sus proyectos no encontraban ninguna oposición seria. La izquierda siempre había tenido la capacidad de hacer aceptar reformas antisociales que hubieran sido violentamente rechazadas de haber venido de la derecha; pero, por lo que parecía, ese era más aún el caso del partido musulmán. En las páginas internacionales descubrí por ende que las negociaciones de adhesión de Argelia y Túnez a la Unión Europea avanzaban rápidamente, y que antes de fin de año esos dos países deberían sumarse a Marruecos en el seno de la Unión; se habían iniciado ya los contactos con Líbano y Egipto.

Mi viaje comenzó a adquirir un cariz más favorable en la estación de Poitiers. Había taxis en número suficiente, y el taxista no pareció sorprenderse en absoluto cuando le anuncié que me dirigía a la abadía de Ligugé. Era un hombre de unos cincuenta años, corpulento, de mirada serena y dulce; conducía con gran prudencia su monovolumen Toyota. Me explicó que cada semana llegaba gente de todo el mundo para alojarse en el monasterio cristiano más antiguo de Occidente; justo la semana anterior, había llevado a un actor norteamericano famoso, no lograba recordar el nombre pero estaba seguro de haberlo visto en varias películas; un breve interrogatorio estableció que podría tratarse, probablemente pero no con absoluta certeza, de Brad Pitt. Mi estancia sería agradable, presumió el taxista: era un lugar tranquilo y la comida deliciosa. Me di cuenta en el momento en que lo decía que no solo lo pensaba sino que lo deseaba, que formaba parte de esa gente tan poco numerosa que se alegran a priori de la felicidad de sus semejantes, en resumidas cuentas era lo que se llama un buen hombre.

En el vestíbulo de entrada al monasterio se hallaba, a la izquierda, la tienda donde se podían comprar productos de artesanía monástica, pero de momento estaba cerrada; y la recepción, a la derecha, donde no había nadie. Un pequeño cartel indicaba que se llamara en caso de ausencia, pero que salvo por una urgencia, se rogaba abstenerse de hacerlo durante los oficios. El horario de los oficios estaba indicado, pero no la duración de los mismos: después de un cálculo bastante largo, interpolando las horas de las comidas, concluí que para que todo cupiera en un día, la duración unitaria de un oficio no debía de superar probablemente la media hora. Un breve cálculo me indicó que, en ese preciso momento, debíamos de estar entre los oficios de sexta y de nona; así que podía llamar.

Unos minutos más tarde apareció un monje de elevada estatura, vestido con un hábito negro; sonrió ampliamente al verme. Su rostro de frente alta estaba rodeado de pequeños rizos de cabello castaño, apenas encanecido, y de un collar de barba también castaña, debía de tener como mucho cincuenta años.

—Soy el hermano Joël, yo contesté su correo electrónico —dijo y tomó con autoridad mi bolsa de viaje—, le acompañaré a su habitación.

Se mantenía muy tieso y llevaba sin dificultad alguna mi bolsa aunque era muy pesada, parecía en plena forma física.

—Nos alegramos mucho de volver a verle —prosiguió—, hará ya más de veinte años, ¿verdad?

Debí de mirarle con una expresión de incomprensión total, porque preguntó:

—Fue nuestro huésped hará unos veinte años, ¿verdad? En esa época, estaba usted escribiendo sobre Huysmans.

Era cierto, pero estaba estupefacto de que se acordara de mí, pues a mí su cara no me evocaba absolutamente nada.

—¿Usted es el hermano hospedero?

—No, no, para nada, pero sí lo era en esa época. Es una función que normalmente desempeñan los monjes jóvenes, en fin, jóvenes en la vida monástica. El hermano hospedero tiene que hablar con los huéspedes, aún está en contacto con el mundo; ser hermano hospedero es una especie de esclusa, de descansillo intermedio que se le concede al monje antes de que se sumerja en su vocación de silencio. En mi caso, fui hermano hospedero poco más de un año.

Pasamos junto a un edificio renacentista bastante bonito, bordeado por un jardín; un sol deslumbrante, invernal, centelleaba en los senderos cubiertos de hojas secas. Más lejos se hallaba una iglesia casi tan alta como el claustro, de gótico tardío.

—Es la antigua iglesia del convento, la que conoció Huysmans… —me dijo el hermano Joël—, pero cuando logramos reformarnos después de la dispersión de la comunidad provocada por las leyes de Combes no logramos recuperarla, contrariamente a los edificios del claustro. Hubo que construir una nueva iglesia en los terrenos del monasterio.

Nos detuvimos frente a una pequeña construcción de una planta, en el mismo estilo renacentista.

—Esta es nuestra hospedería, aquí se alojará… —añadió.

En el mismo instante, un monje achaparrado de unos cuarenta años, ataviado también con un hábito negro, apareció corriendo en el extremo del sendero. Vivaracho, con una calvicie resplandeciente bajo el sol, daba una impresión de entusiasmo y de competencia extremas; hacía pensar en un ministro de Finanzas, o mejor en un ministro del Presupuesto y me pareció que nadie hubiera dudado en confiarle responsabilidades importantes.

—Y aquí está el hermano Pierre, nuestro nuevo hermano hospedero, con él deberá tratar las cuestiones prácticas de su estancia… —me anunció el hermano Joël—. Yo solo he venido a saludarle.

Diciendo esas palabras, se inclinó sobremanera ante mí, me estrechó la mano y se marchó hacia el claustro.

—¿Ha venido en TGV? —preguntó el hermano hospedero; lo confirmé—. Sí, es muy rápido, en TGV —prosiguió, manifiestamente deseoso de entablar conversación sobre unas bases consensuales. Luego, tomando mi bolsa de viaje, me condujo a mi habitación: cuadrada, de unos tres metros de lado, estaba empapelada con un papel pintado trenzado gris claro, el suelo estaba cubierto con una moqueta bastante pelada de un gris medio. La única decoración era un gran crucifijo de madera oscura, encima de la pequeña cama individual. Observé en el acto que el lavabo no tenía grifo; advertí también la presencia, en el techo, de un detector de humo. Afirmé al hermano Pierre que esa habitación me convenía perfectamente, pero ya sabía que eso era falso. Cuando se interroga en En camino, a veces interminablemente, sobre si soportará la vida monástica, uno de los argumentos en contra sostenidos por Huysmans es que probablemente le impedirán fumar en el interior de los edificios. Eran las frases de ese tipo las que desde siempre habían hecho que me gustara: al igual que ese pasaje en el que declara que una de sus únicas alegrías puras en la vida en esta tierra consiste en instalarse, solo, en su cama, con un montón de buenos libros y un paquete de tabaco al alcance de la mano. Seguro que sí, sin duda; pero no conoció los detectores de humo.

Sobre una mesa de madera bastante coja reposaban una Biblia, un delgado opúsculo —debido a dom Jean-Pierre Longeat— sobre el sentido del retiro en un monasterio (estaba escrito: «No llevárselo») y una hoja de información que contenía, esencialmente, el horario de los oficios y de las comidas. Un breve vistazo me descubrió que era casi la hora del oficio de nonas, pero, en ese primer día, decidí abstenerme: su simbolismo no era fulgurante, los oficios de tercia, de sexta y de nona tenían como vocación «ponerse en presencia de Dios a lo largo del día». Había siete oficios diarios, además de la misa cotidiana; con respecto a la época de Huysmans, allí nada había cambiado, el único alivio era que el oficio de maitines, que antes tenía lugar a las dos de la madrugada, se había avanzado a las diez de la noche. Durante mi primera estancia me gustó mucho ese oficio compuesto de largos salmos meditativos, en plena noche, tan alejado de las completas (y del adiós al día) como de las laudes que saludan una nueva aurora; ese oficio de pura espera, de esperanza última sin razón de esperar. Evidentemente, en pleno invierno, en tiempos en que la iglesia ni siquiera tenía calefacción, no debió de ser un oficio placentero.

Lo que más me impresionaba era que el hermano Joël me hubiera reconocido, más de veinte años después. No debía de haber habido muchos acontecimientos para él, en ese intervalo, desde que dejó sus funciones de hermano hospedero. Había trabajado en los talleres del monasterio, había asistido a los oficios cotidianos. Su vida había sido apacible, y probablemente feliz; ofrecía un vivo contraste con la mía.

Di luego un largo paseo por el jardín, fumando numerosos cigarrillos, esperando el oficio de vísperas, que precedía inmediatamente a la comida. El sol era cada vez más deslumbrante, hacía centellear el hielo, encendía brillos rubios en la piedra de los edificios y escarlatas sobre la alfombra de hojas. El sentido de mi presencia allí había dejado de parecerme muy claro; se me aparecía a veces, débilmente, y desaparecía casi en el acto; pero, a todas luces, ya no tenía mucho que ver con Huysmans.