Naturalmente no iba a anunciarle la noticia a Bastien Lacoue; sabía que tardaría por lo menos un año, quizá dos, en empezar a preocuparse por la finalización del encargo; dispondría mucho tiempo para pulir mis notas a pie de página, así que me adentraba en un periodo supercool de mi vida.

Cool a secas, atemperé al abrir mi buzón, por primera vez desde mi regreso de Bruselas; quedaban los problemas administrativos, y la administración «nunca duerme».

De momento, no tenía valor para abrir ninguno de aquellos sobres; durante dos semanas en cierta forma había sido transportado a las regiones del ideal, a mi modesto nivel había creado; regresar desde ese instante a mi estatus de sujeto administrativo ordinario me parecía un poco rudo. Había un sobre intermedio, procedente de la Universidad de París IV-Sorbona. ¡Ah, ah!, me dije.

Mi «¡ah, ah!» ganó en consistencia cuando descubrí el contenido: estaba invitado a la ceremonia que tendría lugar al día siguiente con motivo de la entrada en funciones de Jean-François Loiseleur como profesor de la universidad. Habría una recepción oficial en el aula Richelieu, y discursos; luego un cóctel en una sala contigua prevista a tal efecto.

Recordaba perfectamente a Loiseleur, fue él quien me hizo entrar en el Journal des dix-neuvièmistes, muchos años atrás. Ingresó en la carrera universitaria después de una tesis original consagrada a los últimos poemas de Leconte de Lisle. Considerado junto a Heredia el cabecilla de los parnasianos, Leconte de Lisle era en general despreciado por ello, considerado un «honrado artesano sin genio», como dirían los autores de antologías. Sin embargo, bajo el efecto de una especie de crisis místico-cosmológica, escribió en su vejez unos extraños poemas que no se parecían en nada a lo que hasta entonces había escrito, ni a lo que se escribía en su época, que a decir verdad no se parecían a casi nada y de los que a primera vista solo cabía decir que eran completamente locos. Loiseleur tuvo el primer mérito de exhumarlos y el segundo de lograr decir algo de ellos, sin llegar empero a inscribirlos en una filiación literaria real: según él era más conveniente relacionarlos con ciertos fenómenos intelectuales contemporáneos de aquel parnasiano ya viejo, como la teosofía y el movimiento espiritista. Adquirió así cierta notoriedad en ese terreno en el que no tenía ningún competidor y, sin poder aspirar a la estatura internacional de Gignac, le invitaban regularmente a dar conferencias en Oxford y en St. Andrews.

A título personal, Loiseleur correspondía muy bien al objeto de su estudio; nunca había conocido a nadie que evocara como él al personaje del sabio Cosinus: su cabello largo, canoso y sucio, gafas enormes, ropa desparejada y en tal estado que a menudo parecía al límite de la higiene, inspiraban una especie de respeto teñido de piedad. A buen seguro no tenía intención de interpretar un personaje: era simplemente así y no podía ser de otra manera; era además el hombre más amable y dulce del mundo, absolutamente desprovisto de vanidad. La docencia en sí misma, al implicar cierta forma de contacto con seres humanos de naturaleza variada, siempre le había aterrorizado: ¿cómo había logrado convencerlo Rediger? Sí, por lo menos iría al cóctel; tenía curiosidad por averiguarlo.

En mis tiempos, las salas de recepción de la Sorbona, que contaban con cierta reputación histórica y una dirección realmente prestigiosa, nunca se utilizaban para festejos universitarios, sino que a menudo se alquilaban, a tarifas indecentes, para desfiles de moda y otros eventos mundanos; quizá no fuera muy honorable, pero sí muy útil para redondear el presupuesto de funcionamiento. Los nuevos propietarios saudíes habían puesto orden en ese aspecto y bajo su impulso el lugar había recuperado cierta dignidad académica. Al acceder a la primera sala, me reencontré felizmente con el emblema del restaurador libanés que me había acompañado a lo largo de la redacción del prólogo. Ahora me sabía el menú de carrerilla y pedí mi plato con autoridad. El público asistente se componía de la mezcla habitual de universitarios franceses y dignatarios árabes, pero esta vez había muchos franceses, tenía la impresión de que habían acudido todos los profesores. Era comprensible: doblegarse ante la férula del nuevo régimen saudí aún era considerado por muchos un acto vergonzoso, un acto por así llamarlo de colaboracionismo; reuniéndose todos ellos eran más numerosos, se infundían valor mutuamente y sentían una gran satisfacción cuando se les presentaba la ocasión de dar la bienvenida a un nuevo colega.

Inmediatamente después de que me sirvieran los mezzes, me encontré cara a cara con Loiseleur. Había cambiado: sin ser absolutamente presentable, en su aspecto exterior se observaba un claro progreso. Llevaba el cabello aún largo y sucio pero bastante peinado; la americana y el pantalón de su traje eran más o menos del mismo color y no lucían ninguna mancha de grasa ni quemadura de cigarrillo; se sentía, o por lo menos esa era la impresión que me daba, que una mano femenina había empezado a obrar.

—Pues sí… —me confirmó sin que le preguntara nada—, he dado el paso. Es curioso, nunca lo había pensado, y finalmente es muy agradable. Me alegra volver a verle, la verdad. ¿Cómo está?

—¿Quiere decir que se ha casado? —Yo necesitaba una confirmación.

—Sí, sí, casado, eso es. En el fondo eso de ser una sola carne es muy extraño, pero estoy la mar de bien. Y a usted, ¿cómo le va?

De la misma forma hubiera podido anunciarme que se había hecho yonqui, o aficionado a los deportes de tabla, nada podía sorprenderme, respecto a Loiseleur; pero de todas formas me asombraba y repetía estúpidamente, con la mirada puesta en la cinta de la Legión de Honor que decoraba su mugrienta americana azul petróleo:

—¿Casado? ¿Con una mujer?

Debía de imaginarme que seguía siendo virgen a sus sesenta años y, a fin de cuentas, era posible.

—Sí, sí, una mujer, me la han encontrado —confirmó, asintiendo vigorosamente con la cabeza—. Una alumna de segundo curso.

Me quedé sin palabras, y entonces le abordó un colega, un viejecito excéntrico de su cuerda, pero más limpio, un especialista en el siglo XVII, creía, versado en el burlesque y autor de una obra sobre Scarron. Poco después vi a Rediger en medio de un grupito, en el otro extremo de la galería donde tenía lugar la recepción. En esos últimos tiempos, ensimismado en mi prólogo, no había pensado mucho en él, y me di cuenta entonces de que realmente me alegraba de verle. Por su parte, me saludó efusivamente. Ahora tenía que llamarle «señor ministro», bromeé.

—¿Qué tal la política? ¿Es realmente tan duro? —pregunté más seriamente.

—Sí. Lo que se cuenta no es ninguna exageración. Estaba acostumbrado a las luchas de poder en el contexto universitario, pero eso es peor. Dicho esto, Ben Abbes es en verdad un tipo notable; estoy orgulloso de trabajar con él.

Me acordé entonces de Tanneur, de la comparación que hizo con el emperador Augusto la noche en que cenamos juntos en su casa del Lot; la comparación pareció interesar a Rediger, hacerle reflexionar. Las negociaciones con Líbano y Egipto avanzaban bien, me dijo; y se habían iniciado los contactos con Libia y Siria, donde Ben Abbes había reactivado amistades personales con los Hermanos Musulmanes locales. En realidad, simplemente trataba de rehacer en menos de una generación, y solo por vías diplomáticas, lo que al imperio romano le llevó siglos materializar, añadiendo asimismo, de forma incruenta, los vastos territorios del norte de Europa hasta Estonia, Escandinavia e Irlanda. Tenía además el sentido del valor de los símbolos, y se disponía a presentar una propuesta de directiva europea para trasladar la sede de la Comisión a Roma y la del Parlamento a Atenas.

—Hay pocos forjadores de imperios… —añadió pensativamente Rediger—. Mantener unidas a naciones separadas por la religión y la lengua, lograr que se adhieran a un proyecto político común, es un arte difícil. Aparte del imperio romano, solo se me ocurre el imperio otomano, a una escala más reducida. Napoleón sin duda habría tenido las cualidades necesarias, pues su gestión del asunto israelí fue notable y en la expedición a Egipto demostró que también era capaz de tratar con el islam. Ben Abbes, sí… Puede que Ben Abbes sea del mismo fuste…

Asentí con la cabeza con entusiasmo, aunque la referencia al imperio otomano me superara, pero me sentía cómodo en ese ambiente etéreo, flotante, de conversación cortés entre personas instruidas. Forzosamente, a continuación, nos pusimos a hablar de mi prólogo; me costaba desprenderme de ese trabajo sobre Huysmans que me había ocupado más o menos sordamente durante años: mi vida, en definitiva, no había tenido otro objetivo, constaté con un poco de melancolía, sin traslucírselo a mi interlocutor, quizá fuera demasiado enfático pero no por ello dejaba de ser cierto. Además me escuchaba con atención, sin manifestar signo alguno de aburrimiento. Pasó un camarero y nos sirvió de nuevo.

—También he leído su libro —dije.

—Ah… Me alegra que se haya tomado la molestia de leerlo. Para mí, fue una novedad hacer ese modesto ejercicio de divulgación. Espero que le haya parecido claro.

—Sí, muy claro en conjunto, pero de todas formas tengo algunas preguntas.

Dimos unos pasos hacia el vano de una ventana, no era gran cosa pero bastaba para apartarnos del flujo principal de los invitados, que circulaban de un extremo al otro de la galería. Por el ventanal se distinguían, bañadas por una luz blanca y fría, las columnatas y la cúpula de la capilla que mandó construir Richelieu: recordé que allí se conservaba su cráneo.

—Richelieu también fue un gran hombre de Estado… —dije sin haber pensado realmente en ello, pero Rediger respondió en el acto:

—Sí, estoy absolutamente de acuerdo, lo que Richelieu hizo por Francia es asombroso. Los reyes de Francia a veces eran mediocres, es fruto del azar de la genética; pero los grandes ministros no podían serlo, en ningún caso. Lo curioso es que la diferencia sigue siendo igual de grande ahora que estamos en una democracia. Le he expresado mi buena opinión acerca de Ben Abbes; pero Bayrou, por el contrario, es un auténtico cretino, un animal político sin consistencia, que solo vale para figurar en los medios; afortunadamente, en la práctica es Ben Abbes quien tiene todo el poder. Me dirá que estoy obsesionado con Ben Abbes, pero Richelieu también me lleva a él: porque, al igual que Richelieu, Ben Abbes se dispone a rendir un inmenso servicio a la lengua francesa. Con la adhesión de los países árabes, el equilibrio lingüístico europeo se desplazará a favor de Francia. Tarde o temprano, ya lo verá, habrá una propuesta de directiva imponiendo el francés, paritariamente con el inglés, como lengua de trabajo de las instituciones europeas. Pero no hago más que hablar de política, discúlpeme… ¿Me ha dicho que tenía algunas preguntas acerca de mi libro?

—Verá… —retomé después de un prolongado silencio—, es un poco embarazoso, pero naturalmente he leído el capítulo de la poligamia y me cuesta un poco imaginarme como un macho dominante. Pensaba en ello esta tarde al llegar a la recepción, al ver a Loiseleur. Francamente, los profesores de universidad…

—Se lo diré con claridad: en esa cuestión, está usted equivocado. La selección natural es un principio universal que se aplica a todos los seres vivos, pero adopta formas muy diferentes. Existe incluso entre los vegetales, pero en ese caso está ligada al acceso a los nutrientes del suelo, al agua, a la luz solar… El hombre, en cambio, es un animal, por descontado; pero no es un perrito de la pradera, ni un antílope. Lo que le garantiza su posición dominante en la naturaleza no son las garras, ni los dientes, ni la rapidez de su carrera; es ni más ni menos su inteligencia. Así que se lo digo con toda seriedad: no hay nada anormal en situar a los profesores universitarios entre los machos dominantes.

Sonrió de nuevo.

—Sabe… La tarde que pasamos en mi casa hablamos de metafísica, de la creación del universo, etcétera. Soy muy consciente de que eso no es lo que de verdad suele interesar a los hombres; los verdaderos temas, como dice usted, es más embarazoso abordarlos. Incluso ahora seguimos hablando de selección natural, tratamos de mantener la conversación en un nivel razonablemente educado. Evidentemente es difícil preguntar de manera directa: ¿cuál será mi salario?, ¿a cuántas mujeres tendré derecho?

—En lo relativo al salario, ya estoy más o menos al corriente.

—Pues el número de mujeres, a grandes rasgos, es en consecuencia. La ley islámica impone que las esposas sean tratadas con igualdad, lo que ya supone ciertas limitaciones, de entrada en términos de vivienda. En su caso, creo que podría tener tres esposas sin gran dificultad, pero por supuesto, no está obligado a ello.

Eso, sin duda, daba que pensar; pero tenía otra pregunta, aún más embarazosa; eché un rápido vistazo en derredor, para comprobar que nadie pudiera oírnos, antes de proseguir.

—Está también… Bueno, esto es muy delicado… Digamos que la vestimenta islámica tiene sus ventajas, el ambiente general de la sociedad se ha apaciguado, pero a pesar de todo es muy… tapada —dije—. Cuando uno se halla en situación de tener que elegir, eso puede comportar ciertos problemas…

La sonrisa de Rediger se amplió aún más.

—No le dé apuro hablar de ello, ¡de verdad! No sería usted un hombre de no tener ese tipo de preocupaciones… Pero le haré una pregunta que quizá le parezca sorprendente: ¿realmente desea elegir?

—Pues… sí. Creo que sí.

—¿No será una ilusión? Se ha observado que, cuando se les plantea la posibilidad de elegir, todos los hombres eligen lo mismo. Eso es lo que ha conducido a la mayoría de las civilizaciones, y en particular a la musulmana, a la instauración de las casamenteras. Es una profesión muy importante, reservada a las mujeres de gran experiencia y gran sabiduría. Evidentemente, como mujeres, tienen derecho a ver a las muchachas desnudas, de proceder a lo que cabe llamar una especie de evaluación y relacionar su físico con el estatus social de los futuros maridos. En su caso, puedo garantizarle que no se lamentará…

Callé. La verdad es que me había quedado boquiabierto.

—Incidentalmente —prosiguió Rediger—, si la especie humana está en condiciones de evolucionar se debe a la maleabilidad intelectual de las mujeres. El hombre, en cambio, es rigurosamente ineducable. Ya sea un filósofo del lenguaje, un matemático o un compositor de música serial, inexorablemente siempre tomará sus decisiones reproductivas sobre criterios puramente físicos, y son criterios inmutables desde hace miles de años. Originalmente, por supuesto, las mujeres también se sienten cautivadas ante todo por los atractivos físicos; pero, con una educación apropiada, se puede lograr convencerlas de que lo esencial no está ahí. Se puede, sin ir más lejos, llevarlas a sentirse atraídas por los hombres ricos, y al fin y al cabo enriquecerse ya exige una inteligencia y una astucia por encima de la media. Se puede incluso, en cierta medida, persuadirlas del alto valor erótico de los profesores universitarios… —Sonreía más aún, y por un instante me pregunté si ironizaba, pero de hecho no, no me lo pareció—. Y también se les puede conceder a los profesores un salario elevado, eso siempre simplifica las cosas… —concluyó.

En cierta forma se me estaban abriendo nuevos horizontes y me pregunté si Loiseleur habría recurrido a los servicios de una casamentera; pero la misma pregunta contenía en sí la respuesta: ¿podía imaginar a mi antiguo colega ligando con alumnas? En un caso como el suyo, el matrimonio concertado era a todas luces la única fórmula.

La recepción llegaba a su fin, y la noche era muy agradable; regresé a casa a pie, sin pensar verdaderamente, en cierta forma soñando despierto. Que mi vida intelectual había acabado era una evidencia cada vez más obvia, aún participaría en vagos congresos, viviría de mis restos y de mis rentas; pero empezaba a adquirir consciencia —y eso era una verdadera novedad— de que, probablemente, habría otra cosa.