De regreso en París, descubrí el correo electrónico que temía recibir desde hacía varias semanas; pero eso no es exactamente cierto, creo que ya me había resignado; lo único que me preguntaba realmente era si Myriam iba a escribirme, ella también, que había conocido a alguien; si iba a emplear esa expresión.
Empleaba esa expresión. En el párrafo siguiente se declaraba profundamente apenada y me escribía que nunca pensaría en mí sin cierta tristeza. Creo que era verdad, aunque quizá también fuera verdad que ya no pensaría mucho en mí. Cambiaba a continuación de tema, fingía preocuparse enormemente por la situación política en Francia. Eso era amable, hacer como si nuestro amor en cierta forma se hubiera roto por el torbellino de las convulsiones históricas; es evidente que no era muy honesto, pero era amable.
Aparté la vista de la pantalla del ordenador, di unos pasos hacia la ventana; una nube lenticular aislada, de flancos teñidos de naranja por el sol poniente, flotaba muy alta sobre el estadio Charléty, inmóvil, indiferente como una nave espacial intergaláctica. Solo sentía un dolor sordo, amortiguado, pero suficiente para impedirme pensar con claridad; todo cuanto veía era que una vez más estaba solo, con un deseo de vivir menguante y numerosos quebraderos de cabeza en perspectiva. Extremadamente sencilla en sí misma, mi dimisión de la universidad había desencadenado un montón de gestiones administrativas con la seguridad social, y accesoriamente con mi mutua, y no tenía valor para abordarlas. Sin embargo, había que hacerlo; aunque generosa, mi pensión de jubilación no me permitiría en ningún caso enfrentarme a una enfermedad grave; por el contrario, me permitía recurrir de nuevo a escorts. En el fondo no me apetecía nada, y la oscura noción kantiana del «deber hacia sí mismo» flotaba en mi mente cuando me decidí a recorrer las pantallas de mi página web de contactos habitual. Opté finalmente por un anuncio publicado por dos chicas: Rachida, una marroquí de veintidós años, y Luisa, una española de veinticuatro años, proponían «dejarse encantar por un dúo pícaro y diabólico». Era caro, evidentemente; pero las circunstancias me parecían justificar un gasto un poco excepcional; fijamos la cita para esa misma tarde.
Las cosas transcurrieron al principio como de costumbre, es decir, bastante bien: tenían alquilado un bonito estudio cerca de la place Monge, habían encendido incienso y puesto una música suave del tipo del canto de las ballenas, las penetré y les di por el culo por turno, sin fatiga y sin placer. No fue hasta al cabo de media hora, mientras me follaba a Luisa a cuatro patas, cuando ocurrió algo nuevo: Rachida me besó y luego, con una pequeña sonrisa, se deslizó detrás de mí; puso primero una mano sobre mi culo, acercó luego su cara y empezó a lamerme los huevos. Poco a poco sentí renacer en mí, con creciente éxtasis, los olvidados estremecimientos del placer. Quizá el correo electrónico de Myriam, el hecho de que en cierta forma me dejara oficialmente, había liberado algo en mí, no lo sé. Loco de reconocimiento me volví, arranqué el preservativo y me ofrecí a la boca de Rachida. Dos minutos más tarde, me corrí entre sus labios y ella relamió meticulosamente las últimas gotas mientras yo le acariciaba el cabello.
Al marcharme, insistí en darles a cada una una propina de cien euros; mis conclusiones negativas tal vez fueran prematuras, esas dos chicas aportaban un testimonio que se añadía a la sorprendente mutación ocurrida, tardíamente, en la vida de mi padre; y quizá, si veía con regularidad a Rachida acabaría naciendo un sentimiento amoroso entre nosotros, nada permitía excluirlo del todo.