La recepción empezaba a las seis de la tarde y tenía lugar en la última planta del Instituto del Mundo Árabe, cerrada para la ocasión. Estaba un poco inquieto al entregar mi invitación a la entrada: ¿a quién iba a encontrarme? A saudíes, sin duda, pues la tarjeta de invitación garantizaba la presencia de un príncipe saudí cuyo nombre había reconocido perfectamente, era el principal socio capitalista de la nueva Universidad de París-Sorbona. Probablemente también a mis antiguos colegas, por lo menos a los que habían aceptado trabajar en la nueva estructura, pero no conocía a ninguno aparte de Steve, y Steve era la última persona a la que me apetecía encontrarme en ese momento.
Sin embargo, sí reconocí a uno, a un antiguo colega, en cuanto di unos pasos en la gran sala iluminada con lámparas de araña, la verdad es que apenas le conocía personalmente, debíamos de haber hablado una o dos veces, pero Bertrand de Gignac gozaba de renombre mundial en el campo de la literatura medieval, daba regularmente conferencias en Columbia y en Yale, y era autor de la obra de referencia sobre el Cantar de Roldán. Era en el fondo el único verdadero éxito del que el rector de la nueva universidad podía presumir en términos de contratación. Pero, aparte de eso, en el fondo no tenía gran cosa que decirle, la literatura medieval era para mí un campo muy desconocido; acepté pues con formalidad unos mezzes, excelentes tanto los calientes como los fríos, y el vino tinto libanés que los acompañaba no estaba nada mal.
Sin embargo, no me daba la sensación de que la recepción fuera un éxito rotundo. Unos grupitos de entre tres y seis personas —árabes y franceses mezclados— circulaban por la sala magníficamente decorada intercambiando pocas palabras. La música árabe-andaluza emitida por los altavoces, cargante y siniestra, no contribuía a mejorar el ambiente, pero el problema no era ese y comprendí súbitamente, después de tres cuartos de hora deambulando entre los asistentes, después de una decena de mezzes y de cuatro copas de vino tinto, qué fallaba: solo había hombres. No había sido invitada ninguna mujer y el mantenimiento de una vida social aceptable en ausencia de mujeres —y sin el apoyo del fútbol, que hubiera sido inapropiado en ese contexto al fin y al cabo universitario— era un reto difícil de superar.
Inmediatamente después vi a Lacoue, en medio de un grupo más denso que se había refugiado en un rincón de la sala, compuesto aparte de él por una decena de árabes y otros dos franceses. Todos hablaban con viva animación, excepto un hombre de unos cincuenta años, de nariz muy encorvada, de cara gorda y severa. Vestía con sencillez, una larga chilaba blanca, pero comprendí inmediatamente que era el hombre más importante del grupo y probablemente el príncipe en persona. Expresaban por turno, con vehemencia, lo que parecían justificaciones y solo él guardaba silencio y asentía con la cabeza de vez en cuando, pero su rostro permanecía adusto, había visiblemente un problema pero que no me incumbía, así que volví sobre mis pasos, acepté un sambusek de queso y una quinta copa de vino.
Un hombre de avanzada edad, delgado, muy alto, de larga barba rala, se aproximó al príncipe, que se alejó para hablar a solas con él. Privado de su centro, el grupo se dispersó en el acto. Errando al azar por la sala en compañía de uno de los otros franceses, Lacoue me vio y se me acercó haciéndome una vaga señal. Parecía inquieto e hizo las presentaciones de manera casi inaudible, no comprendí ni siquiera el nombre de su acompañante de cabello que parecía engominado, peinado hacia atrás con sumo cuidado y vestido con un magnífico traje de tres piezas azul marino surcado verticalmente por imperceptibles rayas blancas, el paño ligeramente brillante parecía de extrema suavidad, debía de ser seda, me apetecía tocarlo pero me contuve en el último instante.
El problema era que el príncipe estaba muy ofendido porque el ministro de Educación no había asistido a la recepción, a pesar de que se les había prometido formalmente. Y no solo el ministro no estaba allí sino que no había ningún representante del ministerio, absolutamente nadie, «ni siquiera el secretario de Estado de Universidades…», concluyó con desasosiego.
—Desde la última remodelación del gobierno ya no hay secretario de Estado de Universidades, ¡ya se lo he dicho! —le interrumpió su acompañante, irritado. Para él, la situación era aún más grave de lo que Lacoue imaginaba: el ministro sí tenía intención de asistir, se lo había confirmado la víspera mismo, pero el presidente Ben Abbes en persona había intervenido para disuadirlo y con el objetivo explícito de humillar a los saudíes. Eso iba en el mismo sentido que otras medidas recientes, de mayor calado, como el relanzamiento del programa nuclear civil y la creación de ayudas a los vehículos eléctricos: el gobierno trataba de obtener a corto plazo una independencia energética total respecto al petróleo saudí; evidentemente eso no beneficiaba a la Universidad Islámica de París-Sorbona, pero era sobre todo su rector, a mi parecer, quien debería preocuparse de ello y en ese momento vi a Lacoue volverse hacia un hombre de unos cincuenta años que acababa de entrar en la sala y se dirigía hacia nosotros a paso rápido.
—¡Ahí está Robert! —exclamó con enorme alivio, como si llegara el Mesías.
Se tomó empero el tiempo para presentarme, esta vez de manera audible, antes de ponerle al corriente de la situación. Rediger me estrechó la mano con energía, casi triturándola entre sus poderosas palmas, asegurándome que se alegraba de verme, que esperaba ese momento desde hacía mucho tiempo. Físicamente, era un hombre sobresaliente: muy alto, sin duda algo más de metro noventa, también muy corpulento, ancho de pecho, con una musculatura desarrollada, a decir verdad tenía más aspecto de pilar de rugby que de profesor universitario. Su rostro bronceado, surcado por profundas arrugas, estaba coronado por un cabello enteramente blanco pero abundante, cortado a cepillo. Vestía, de forma bastante inusual, vaqueros y una cazadora de aviador de cuero negro.
Lacoue le explicó rápidamente el problema; Rediger asintió con la cabeza, murmuró que se había olido un lío de ese tipo, y luego, después de reflexionar unos segundos, concluyó:
—Llamaré a Delhommais. Él sabrá qué hacer.
Acto seguido sacó de la cazadora un minúsculo móvil de concha, casi femenino, que parecía aún más minúsculo en su palma, y se alejó unos metros para marcar un número. Lacoue y su acompañante lo observaban sin atreverse a acercarse, paralizados en una angustiosa espera, empezaban a hartarme con sus historias y sobre todo me parecían unos gilipollas, evidentemente había que hacerle la pelota a los petrodólares, hablando en plata, pero al fin y al cabo hubiera bastado con tomar a cualquier comparsa y presentarlo no como el ministro, pues ya se le había visto en la televisión, pero sí como su jefe de gabinete y el fantoche en traje de tres piezas sin ir más lejos hubiera dado el pego como el perfecto director de gabinete, y los saudíes ni se habrían olido el engaño, verdaderamente se complicaban mucho la vida por nada, pero eso era su problema, acepté una última copa de vino y salí a la terraza, la vista sobre Notre-Dame iluminada era realmente magnífica, la temperatura había subido y había dejado de llover, la luz lunar jugaba sobre las olas del Sena.
Debí de permanecer mucho tiempo en esa contemplación y cuando regresé a la sala la asistencia era menos numerosa, aunque por supuesto seguía siendo exclusivamente masculina, y no vi a Lacoue ni a traje-de-tres-piezas. Finalmente no había ido allí inútilmente, me dije recogiendo el folleto del restaurador libanés, sus mezzes eran verdaderamente buenos, además servían a domicilio y así variaría de comida. En el momento en que recogía mi abrigo, Rediger se acercó a mí.
—¿Ya se marcha…? —me preguntó extendiendo ligeramente los brazos con aire afligido.
Le pregunté si habían podido resolver el problema protocolario.
—Sí, finalmente he podido solucionar el asunto. El ministro no vendrá hoy, pero ha llamado por teléfono personalmente al príncipe y le ha invitado mañana a un desayuno de trabajo en el ministerio. De todas formas, me temo que Schrameck llevaba razón: era una humillación deliberada por parte de Ben Abbes, que reactiva cada vez más sus amistades de juventud con los qataríes. En resumidas cuentas, aún no se han acabado los problemas. Qué se le va a hacer… —sacudió su mano derecha como para deshacerse de ese tema fastidioso, la apoyó sobre mi hombro—, pero lamento sinceramente que este pequeño lío nos haya impedido charlar. Venga un día a tomar el té a mi casa, así tendremos más tiempo…
Me sonrió súbitamente; tenía una sonrisa encantadora, muy abierta, casi infantil, extremadamente sorprendente en un hombre de aspecto tan viril; creo que lo sabía, y que se valía de ello. Me tendió su tarjeta.
—¿Qué le parece el próximo miércoles, hacia las cinco de la tarde? ¿Está disponible?
Respondí que sí.